La mañana ya estaba bien avanzada cuando los amigos de Terra Nova empezaron a despertarse en las cabañas junto al mar. La primera en aparecer fue Beata, con el cabello recogido en un moño de forma descuidada y el cuerpo largo y delgado apenas cubierto por un escueto camisón. Se estiró voluptuosamente, bostezó y miró hacia la bahía. El agua se movía, agitada, con el creciente viento y en el cielo se cernían grandes nubarrones, aunque hacía calor. Pasó un momento por el cuarto de baño antes de bajar al embarcadero. No se veía un alma. Enseguida se desprendió de la ropa y se lanzó desnuda al mar. El frío le golpeó el pecho. Se alejó nadando. En la distancia se veían los acantilados de la pequeña isla, y en el horizonte podía vislumbrar el contorno de Gotland. Era curioso ver su propia isla desde esa perspectiva. Se dio la vuelta y vio llegar a Håkan al embarcadero.

—¡Buenos días! —gritó ella—. O buenas tardes, mejor dicho.

Håkan la saludó con la mano desde el embarcadero y alzó la vista al cielo.

—¿No está fría? En cualquier momento empezará a llover.

—No, está muy buena. Métete.

Håkan se quitó la ropa y se quedó en calzoncillos.

—¡Quítatelo todo, no seas tímido!

Un segundo de duda, luego se quitó los calzoncillos y se sumergió. Resopló como una morsa, segundos después, al sacar la cabeza a la superficie.

—¡Diablos, qué fría! ¡Podías haberme avisado!

—¿Qué? —gritó Beata, inocente—. ¡Y yo que pensaba que eras un auténtico vikingo!

Comenzó a llover cuando Andrea bajó al embarcadero.

—¡Buenos días! —gritó, y saludó con la mano.

—Buenos días, dormilona. ¡Son más de las once! —exclamó Beata.

—No entiendo cómo he podido dormir tanto. Lo cierto es que ayer estaba agotada. Creo que atrapé treinta polluelos.

—¿Dónde está Sam? —preguntó Håkan.

—Cuando me desperté ya no estaba, creía que estaría aquí con vosotros.

—No, no lo hemos visto —respondió Håkan.

—Sus útiles de pintura no estaban, así que habrá ido a pintar, aunque con este tiempo…

Alzó la vista al cielo.

—Quizá por la mañana hacía bueno. Estará sentado en alguna parte creando. Aunque no creo que tarde mucho. La tormenta ya está aquí.

Se apresuraron en salir del agua y los tres corrieron hacia las cabañas, agachados bajo la lluvia que, de pronto, caía a cántaros.

John se unió a ellas y desayunaron en la cocina que había en una de las cabañas. Después fueron corriendo al gran salón del antiguo pabellón de caza. La casa había sido construida a finales del siglo XIX como sala de reunión para los miembros de un club aristocrático que se dedicaba a la caza de conejos en la isla.

Se sentaron frente a la chimenea.

—¡Uy, qué acogedor! —suspiró Beata satisfecha, y le dio un sorbo al café cargado y caliente—. A propósito, os tengo que contar lo que sucedió ayer después de que os fuerais a dormir. John y yo nos quedamos despiertos un rato. Ocurrió varias horas después de que saltara el último polluelo y hubieran desaparecido todas las aves del mar. Pero, de repente, oímos piar entre los matorrales y apareció una cría de arao perdida, caminaba justo debajo del porche de la cabaña. De vez en cuando piaba y parecía resignada. Debía de haberse perdido. En lugar de dirigirse al mar, se despistó en la playa y se metió en el bosque.

—Vaya —masculló Andrea distraída.

—Lo ahuyentamos hacia el mar y, por fin, se fue nadando. Vimos su cabeza y un hilo de espuma en el agua mientras se adentraba en el mar, y pensamos que seguía perdida. Pero ¿sabes qué ocurrió?

Andrea no respondió, observaba el mar espumoso a través de las ventanas empañadas por la lluvia y parecía absorta.

—Hola, ¿me escuchas?

Beata sonaba ofendida.

—Sí, claro.

—No te preocupes por Sam —dijo Håkan—. Llegará en cualquier momento.

—Después de nadar un rato, comenzó a piar —prosiguió Beata—. No pasó mucho tiempo antes de que le respondieran, y entonces vimos llegar a un macho desde el otro lado del acantilado, piaba constantemente para que la cría le oyera. Nadaron el uno hacia el otro, se encontraron y luego desaparecieron en el mar, juntos. Bonito, ¿verdad?

Beata juntó las manos. A veces se comportaba como una niña, pensó Andrea.

—Sí, realmente bonito.

—¿A que sí? Un verdadero final de jornada al estilo de Walt Disney. Fue increíble. Esa experiencia será el mejor recuerdo de esta excursión.

Beata suspiró satisfecha.

Andrea se bebió la taza de café.

—¿Qué hora es?

—La una menos cuarto —respondió Håkan.

—¿Tan tarde?

Andrea arqueó las cejas, luego volvió a dirigir la mirada a la ventana.

—No te preocupes por Sam —dijo Håkan tranquilizador—. Lo más probable es que se haya refugiado de la lluvia. Volverá tan pronto como escampe.