El graznido de las aves era ensordecedor. Los escarpados acantilados parecían negros debido a las miles de aves que atestaban los salientes de las rocas. Abajo, el mar se encontraba repleto de machos que llamaban a sus crías y el cielo se hallaba cubierto de hembras que revoloteaban sin dejar de graznar desde los salientes, para infundir en los polluelos el deseo de saltar. El atardecer empezaba a extender su manto protector sobre las rocas calizas, donde las crías que aún no podían volar se preparaban para dar el gran salto. Hacía veinte días que habían salido del cascarón en los salientes de los acantilados y ahora había llegado el momento de abandonar las rocas y seguir a sus padres al mar para migrar nadando al sur del mar Báltico. Viajaban hasta las playas polacas para pasar allí el invierno y después regresaban, durante la primavera, a los mismos salientes de los acantilados de Stora Karlsö. Los saltos tenían lugar durante una semana. Siempre comenzaban después de las diez de la noche, cuando se alcanzaba una relativa oscuridad, teniendo en cuenta que en junio nunca anochecía del todo. La razón de que esperasen hasta el atardecer se debía a que sus peores enemigas, las gaviotas, veían mal en la oscuridad y no conseguían atrapar a las crías mientras caían como piedras al mar desde treinta o cuarenta metros de altura.

Cada año, los ornitólogos necesitaban ayuda para apresar a unas cuantas crías que había que pesar, medir y anillar, antes de soltarlas para que desaparecieran en el mar. Para llevar a cabo esta tarea se necesitaba ayuda, y una treintena de voluntarios podían acompañarlos cada noche hasta finalizar la faena.

Tras una breve charla explicativa en el faro, el grupo se encaminó a la playa, guiado por unos cuantos ornitólogos. Todos vestían cálidos jerseys y botas de agua. Siguieron un sendero sinuoso a lo largo de la cresta de la montaña y llegaron a una robusta escalera de hierro taladrada en la roca. El descenso hasta la playa era largo y tortuoso. A causa de la reproducción de las aves, el acceso a las playas de la isla estaba prohibido durante los meses de primavera y verano. Más de seis mil parejas de araos, y todavía más parejas de alcas comunes, anidaban en los salientes de los escarpados acantilados. Cuanto más se acercaban a la playa, más fuerte era el ruido de los miles de machos que se encontraban en el agua esperando. La actividad era intensa, aunque los saltos todavía no habían empezado. La playa era de piedras y se extendía a lo largo de toda la montaña. Los voluntarios se situaron a intervalos regulares, y algunos de los más osados y ágiles se colocaron entre los grandes bloques de roca.

Andrea alzó la vista hacia la montaña escarpada y apenas dio crédito a lo que veía. Los salientes estaban repletos de aves y pudo vislumbrar algún polluelo que miraba asustado desde la roca. Era increíble que pudieran saltar desde esa altura a pesar de que aún no supiesen volar. Los más valientes caían en picado y aterrizaban en el suelo. Uno de ellos acabó a su lado. Lo observó aterrada. A primera vista, parecía inerte. Pero cuando se acercó, movió la cabeza, comenzó a piar y se apresuró hacia el mar. Corrían y saltaban entre las piedras, agitaban desesperados sus pequeñas alas.

Andrea consiguió atrapar una cría cuando estaba a punto de llegar a la orilla. Sintió en sus manos su cuerpo cálido y redondo, la pequeña cabeza negra se volvió hacia ella y el animal empezó a picotear su mano con su pico afilado. Hacía daño de verdad. Le disgustó que nadie le hubiera aconsejado llevar guantes. Se apresuró hacia una de las mesas donde cuatro ornitólogos se encontraban ocupados pesando, midiendo, tomando pruebas de ADN y anillando a las aves atrapadas. Le dijeron que dejara a la cría en una jaula que había a un lado. Los polluelos caían cada vez con más frecuencia, y Andrea pensó en la película americana Magnolia, que Sam y ella habían visto hacía unos años, en la que al final empiezan a llover ranas del cielo. Sintió la misma sensación apocalíptica.

Que casi todos ellos sobrevivieran a la caída se debía a la redondez de sus cuerpos, que eran como airbags diminutos.

El trabajo era intenso, todos se esforzaban con ahínco para atrapar tantas crías como fuera posible. Al poco rato se quitaron los jerseys y las chaquetas. A Andrea le cayó un polluelo en el hombro y otro en la cabeza. Sus compañeros corrían como ratas escaldadas en la oscuridad. Beata emitía constantes gritos cuando las bolitas de plumón caían entre sus delgadas piernas, enfundadas en botas de agua con un estampado de flores lilas. A lo lejos, entre las rocas, en el lugar más abrupto e inaccesible, vislumbró el fornido cuerpo de Sam. Se movía entre las rocas e intentaba atrapar a los que habían caído en las grietas. Se quedó allí un rato observando a su marido. Al día siguiente le sorprendería con la escapada a Florencia.

Iba a ser un viaje tan agradable…