Aterrizó al otro lado del muro con un salto torpe. El terreno era suave; en el jardín había un poco de hierba y unos pinos pobres que habían luchado por sobrevivir en un lugar tan expuesto al viento. En ese momento soplaba una ligera brisa. El mar se extendía ante ella como una alfombra azul y brillante bajo la luz del sol. El camino a la playa, a un centenar de metros de la casa, era de piedra y estaba seco. La playa era de guijarros, y llegaba hasta donde alcanzaba la vista. A lo lejos se perfilaba un cabo y no se veía más allá. Un paisaje silvestre y bonito. Era fácil comprender por qué Bergman se sentía tan a gusto en ese lugar solitario. Se quedó extasiada e intentó guardar la imagen en su retina.

La casa no era nada del otro mundo. La fachada, de madera gris amarronado, daba al mar y en ella se veía la huella del clima y el viento. Tenía una sola planta, que parecía no tener fin, y unas ventanas pequeñas. Era la típica construcción de los años sesenta. El porche daba al mar. Parecía deteriorado, con unas viejas tumbonas apoyadas contra la pared y una mesa con una tabla de cemento asegurada a un tronco nudoso que crecía entre el suelo de piedra. Era un sitio hermoso. El viento debía de soplar allí con fuerza. Podía imaginarse cómo bramaría durante las tormentas de otoño. Y la oscuridad. ¿Habría mucha oscuridad durante el otoño y el invierno, cuando el sol desaparecía a las cuatro de la tarde?

Deambuló a lo largo de la fachada, subió al porche y miró por una ventana. Allí se encontraba la cocina, con sencillas trampillas de madera y una mesa de pino. Nada especial. Sobre la mesa había un candelabro con una vela medio consumida. El reloj de pared se había parado.

De pronto se sobresaltó. Una sombra bailó en el suelo. Se relajó al comprobar que se trataba del sol jugando con las copas de los árboles. Solo faltaba que apareciera por allí alguien. Se sentó en el porche y se apoyó contra la pared, de cara al sol. Los árboles que había alrededor de la casa le susurraban al oído, una gaviota graznó sobre el mar. A lo lejos había un hombre en una barca pescando. Cerró los ojos. Se encontraba sola en el porche de Ingmar Bergman. Como si fuera de la familia. Tenía derecho a estar allí. Fantaseó con que él pronto saldría de la casa.

Entonces tuvo un pensamiento furtivo que se abrió en su mente con lentitud, como si en realidad no desease aparecer. No, pensó. Estoy loca. La mirada se deslizó por el cálido suelo de madera, los árboles protectores, el cielo despejado, azul. No podía ser mejor. Esa sería la guinda. Miró el reloj, las cuatro y media. Tenía tiempo. Abrió con impaciencia el bolso y sacó el móvil. Escribió un mensaje.