A primera vista, la pensión parecía una casa ordinaria. Una insignificante señal en la que se leía SLOW TRAIN sobre un trozo de madera apareció justo en el cruce. Estuvieron a punto de saltársela. A Andrea el nombre le recordó una vieja canción de Bob Dylan, «Slow train coming», y nada más bajarse del coche sintió que el lugar tenía un aire nostálgico.

La lluvia de Visby no había llegado hasta allí. Aunque se veían nubes amenazadoras, de momento no llovía. Unos caballos pastaban en el prado; un hombre con sombrero de paja se entretenía en un jardín repleto de flores y una mujer delgada que vestía una larga falda blanca recogía la ropa tendida entre los manzanos. Desde una ventana abierta de la gran casa de piedra llegaba un olor a pan recién horneado. La mujer interrumpió sus quehaceres y los saludó.

—Hola, bienvenidos.

La voz suave reveló un claro acento francés. Tenía el rostro pequeño y pálido, de rasgos delicados, y una amable sonrisa. Les mostró el camino a la casa. En el interior se avivó la sensación de un tiempo pasado. Primero cruzaron un porche de cristal con sofás a ambos lados; los alféizares de las ventanas estaban repletos de pequeñas cosas: figuras de cerámica, velas aromáticas, cestos con flores, lámparas de diferentes colores y tamaños.

Una mesa de madera oscura en el recibidor cumplía las funciones de recepción. Sobre ella había una lámpara de latón estilo Strindberg, una antigua pluma de escribir de ave y un florero con una rosa solitaria.

—La llamamos la rosa de Bergman —dijo la mujer—. Procede del mismo rosal que hay en su tumba.

Andrea se quedó de piedra; dudaba que la rosa generase buen ambiente.

Les entregaron las llaves de sus habitaciones. Andrea y Sam acabaron en la planta de arriba del edificio principal, y las otras parejas quedaron esparcidas por las casas colindantes. Acordaron tomar una copa antes de la inauguración de la Semana de Bergman, que tendría lugar en la iglesia de Fårö.

—¡Qué habitación más pintoresca! —exclamó Andrea, después de que subieran jadeando la estrecha escalera y entraran en la llamada habitación nupcial. Se detuvo en la puerta y miró vacilante alrededor—. ¿No hay cuarto de baño?

La habitación tenía una cama de matrimonio con colcha de ganchillo, una mesilla de noche y una cómoda. No era grande, pero sí luminosa y acogedora. La ventana estaba abierta y daba al jardín lleno de flores.

—El cuarto de baño está justo fuera. No seas pesada, esto es un Bed & Breakfast, no el típico hotel de viaje organizado —respondió Sam molesto, y se dejó caer en la cama—. Estamos en medio del campo, en la pequeña Fårö. ¿Qué te esperabas? ¿Un maldito Sheraton?

Andrea clavó la vista en él, sorprendida.

—¿Qué te pasa?

—Oh, perdón —se disculpó, con voz más suave—. Pero te quejas tanto… Las cosas no pueden ser siempre perfectas.

—Ya lo sé —replicó ella ofendida. Las mejillas le ardían de indignación—. Solo me preguntaba dónde estaba el cuarto de baño, perdona. Pensaba que nos lo íbamos a pasar bien ahora que por fin estás de vacaciones. Y además, eras tú quien quería venir aquí, no yo. Deberías estar contento, visto que todos hemos hecho lo que tú querías.

La decepción tornó su voz pesada. De golpe, Sam había acabado con su alegría. ¿Cómo se atrevía? Las lágrimas le escocían tras los párpados.

—Sí, lo sé —suspiró él—. Lo siento. Ven.

Abrió los brazos y ella se dejó caer en su regazo. Sam le acarició la espalda. Ella lo abrazó con fuerza. El calor de su cuerpo la consolaba, no pasó mucho tiempo antes de que volviera la calma. Ella empezó a besarle el cuello. Se giró en actitud más ardiente, buscó su boca. Quería estar más cerca para olvidar el mal momento pasado. Estaban tumbados en la cama y ella se apretó contra él, le pasó la pierna por encima. Sam la apartó con cuidado.

—Vale, tranquila. Tenemos que ver a los demás dentro de media hora. Hemos quedado para tomar una copa antes de la inauguración.

—¡Uy! ¿Tan tarde es? Tengo que peinarme.

Se reunieron en el jardín, donde les habían preparado una mesa entre los manzanos con copas de champán y una fuente de quesos franceses, galletas y nueces.

—¡Oh, qué bonito! —exclamó Beata, y miró radiante a la anfitriona francesa, que esbozó una sonrisa y desapareció después de dejar un par de botellas de champán frías sobre la mesa.

—¡Es hora de celebrar! —gritó Sam, y descorchó la primera botella—. ¡Ayer acabé la película!

—¡Joder, qué bien, felicidades! —dijo Håkan—. ¡Te sentirás en la gloria!

—Eres tan competente —murmuró Beata, que justo pasaba detrás de Sam. Lo sujetó por los hombros y restregó su cuerpo curvilíneo contra él—. Sencillamente maravilloso. Andrea, tienes que estar orgullosa de tu marido.

Andrea sonrió, afectada. A veces Beata se pasaba de la raya.

Stina alzó la copa que Sam le alargó.

—Salud, Sam, ahora cruzaremos los dedos para que la película sea todo un éxito. Te lo mereces, ¿verdad?

—Claro que sí. Ha sido un auténtico infierno, los actores más antipáticos y pesados con los que he trabajado en mi vida, por no hablar de la diva, Julia Berger. ¡Dios mío!

Parpadeó y siguió llenando las copas. Después de servir a todos carraspeó, se estiró y adquirió una pose solemne.

—Queridos amigos, bienvenidos al viaje anual que tanto deseaba hacer. Ya sabéis la razón, Bergman ha sido el más grande y lo seguirá siendo. El resto de los mortales hacemos nuestros pinitos, hoy también estoy muy contento de poder celebrar la finalización del rodaje de La última oferta. Gracias a Dios todo ha acabado. ¡Salud a todos!

Alzaron las copas. Las miradas del grupo se encontraron con amistosa complicidad.

El champán seco tenía un sabor delicioso.