Había llovido durante todo el día. Al regresar del trabajo, Knutas detuvo su viejo Mercedes en la piscina de Solberga. Durante el invierno solía nadar una vez a la semana; en verano lo hacía con menos frecuencia. No había nada comparable a la natación. Hacer un largo tras otro en la piscina, metro a metro, era una terapia sin exigencias. El agua le daba tranquilidad y en ella se movía fácil y libremente, a pesar de ser consciente de haber engordado unos kilos. Estos aparecían cuando tenía problemas, porque para soportarlos comía de manera compulsiva. En ese momento tenía infinidad de pensamientos contradictorios y preocupaciones, tanto con el trabajo como con su vida privada. En primer lugar, estaba lo de Karin. Su trauma personal, la violación y la hija que había tenido. Sus intimidades tan bien guardadas. Luego el secreto profesional que había ocultado durante casi un año, eso de haber dejado escapar a una asesina sin decirle nada. Habían pasado juntos varios meses, hablando y bromeando en el trabajo como de costumbre, resolviendo problemas, discutiendo casos, y no lo había mencionado ni una sola vez. Habían tomado café y almorzado no sabía cuántas veces como si tal cosa. Y él no había sospechado nada.
Habían comentado muchas veces el caso del asesinato y la persecución de la asesina. Le habló de sus conversaciones con Interpol y Europol. La búsqueda que realizaban en diferentes países. Las pistas que llegaban, algunas más interesantes que otras. Lo había compartido todo con ella. Y durante ese tiempo le había ocultado la verdad. Se sentía como un idiota. Aún no sabía cómo afrontar el problema. Deseaba tener a alguien a quien poder consultar. Alguna vez pensó en Martin Kihlgård, de la Brigada Central de Homicidios, que había ido a Gotland en varias ocasiones para ayudar a la Policía de Visby en distintos casos de asesinatos. Él también conocía bien a Karin. Sí, debería hablar con Martin.
Al mismo tiempo, Knutas se veía obligado a reconocer que, además, sentía preocupación por sí mismo. No solo por Karin, sino también por las consecuencias que recaerían sobre él. Lo acusarían de haber tardado demasiado tiempo en comunicarlo. Y lo más probable fuera que la cúpula policial cuestionase por qué no había podido esclarecer antes que Karin tenía que haber visto a la asesina en el ferry de Gotland. Tenía, sencillamente, miedo de perder su puesto, lo cual le hacía verse aún más patético. El desprecio de sí mismo le roía el estómago.
Se esforzó aún más por superar la desazón. Nadó con largas y fuertes brazadas hacia el bordillo de la piscina. La mirada fija en los azulejos, sin prestar atención a los lados, donde había otras personas sumergidas nadando como él, largo tras largo. En esa época del año la piscina solía estar tranquila.
Redujo la velocidad tras hacer unos largos a un ritmo frenético. El desaliento lo agobiaba. Lo que hasta ahora había funcionado mejor en su vida tampoco valía ya gran cosa: su matrimonio. Line había significado la seguridad en su mundo y era su gran amor. Una imponente danesa de cabello rojo hasta la cintura, que adoraba su trabajo de comadrona y siempre se había entregado a su familia, siempre había estado ahí. Nunca antes había dudado de su relación. Sin embargo, en los últimos meses se había introducido un cambio que lo asustaba. Cada vez hacían menos cosas juntos; Line tenía muchas ocupaciones y él también. Podían pasar días sin que apenas se vieran. Knutas había empezado a cuestionarse cosas que antes eran obvias, como lo que Line hacía y decía. Había empezado a escuchar de una forma nueva. Qué se decía por la mañana, cómo se pronunciaban las palabras en la mesa, frente al televisor, en el dormitorio. Se había vuelto más atento y vigilante, como si estuviera en guardia. Le preocupaba. Empezaba a ver a Line de una manera distinta, y de golpe aparecían matices y rasgos de la personalidad de ella que no había notado antes. Había comprendido que, a la hora de la verdad, ya no era como siempre. Ya no podía dar nada por sentado. Las cosas quizá no eran como él creía. En cualquier momento, en cualquier segundo, el mundo podía comenzar a tambalearse. Un pequeño acontecimiento, un pequeño cambio en su entorno podía cambiarlo todo.
Recordó una conversación que había tenido hacía unos días con un viejo amigo al que no veía desde hacía tiempo. Cuando los niños se independizaron, el amigo y su mujer vendieron la casa en la que habían vivido durante todos esos años. Ahí habían visto crecer a sus hijos, habían celebrado cumpleaños, bodas y fiestas de graduación. Allí experimentaron muchas cosas, tanto alegrías como penas. El amigo le contó que cuando se mudaron fue como si toda su existencia se pusiera patas arriba. Vio a su mujer, su trabajo, a sus amigos de una forma diferente: sí, se cuestionó toda su vida. Nada era sólido. Era como empezar de cero. Acabó divorciándose, dejando el trabajo y mudándose a su propio apartamento. Comenzó una vida nueva. ¿Qué parte de su mujer había existido solo entre las paredes de la casa? ¿Cuánto de su vida en común existía solo en el propio hogar, en las costumbres y rutinas adquiridas? A Knutas le aterraba pensar en ello. Intentaba asegurarse de que entre Line y él no pasaba lo mismo. En absoluto. Por otra parte: ¿quién aseguraba que su amigo fuera más feliz que antes? Quizá la vida necesitase cambios de vez en cuando. Dar un vuelco a las cosas, dejar entrar aire fresco. Abrir la puerta a cosas nuevas, más enriquecedoras.
Knutas echó un vistazo al reloj de pared. Las cinco y media. Llevaba media hora nadando, pero no estaba en absoluto cansado. Decidió seguir un cuarto de hora más. Llovía a cántaros contra las ventanas de la piscina de Solberga. Una lluvia eterna.
A veces se preguntaba si no tendría una crisis de edad. No sentía especial alegría por nada. Era verano y llegaban las vacaciones. Tenía libre todo el mes de agosto, e iría las dos primeras semanas a Italia con la familia. Knutas nunca había estado allí. Sin embargo, no sentía su tradicional entusiasmo. Era como si estuviera embotado. Eso fue también lo que Line le echó en cara cuando se pelearon unas noches atrás.
—Ya no reaccionas ante nada —le dijo—. No propones nada, no te apetece hacer cosas, no te preocupas. Si fuera por ti, el mundo podría desaparecer y ni siquiera pestañearías. ¡Tu indiferencia me está volviendo loca!
Como de costumbre, gritó y agitó los brazos. Line tenía mucho temperamento. Siempre lo había tenido. Y esa melena pelirroja como el fuego, esa piel blanca que adquiría manchas rojizas cuando se enfadaba… Antes admiraba su vehemencia.
Ahora solo le cansaba.