Johan Berg se estiró para alcanzar el paquete de pañales que había en la estantería del cuarto de baño. Anton estaba tumbado sobre el cambiador y gorgoteaba satisfecho, con el rostro redondo y radiante vuelto hacia él y los ojos marrones brillando de satisfacción. Emitía constantes sonidos, siempre nuevos. En ese momento agitaba sus brazos pequeños y regordetes. De pronto, un chorro salió disparado hacia arriba. Johan sintió cómo le salpicaba el hombro.

—¡Maldita sea!

Secó deprisa el pis que había caído encima del cambiador y que continuaba chorreando como un reguero hasta el suelo del baño. Era sorprendente que un bebé de seis meses pudiera albergar tal cantidad de líquido. Se limpió, limpió al bebé y luego regresó al cuarto de Emma.

—Buenos días —lo saludó soñolienta, y sacó de forma automática el pecho mientras Johan colocaba a Anton a su lado con cuidado—. ¡Ay! —exclamó cuando su hijo, impaciente, le mordió el pezón—. Vaya, qué hambre tiene.

—Ha vuelto a hacerse pis mientras le cambiaba —anunció Johan. Bostezó y se tumbó sobre las cálidas almohadas y la colcha.

—¿Ah, sí? Traviesillo… —dijo Emma cariñosa, y le acarició la mejilla con suavidad—. ¿No vas a trabajar?

—Sí, solo cinco minutos —murmuró Johan, le dio la espalda y se tapó con la colcha.

En realidad, llevaba un mes de baja por paternidad en su trabajo como reportero del telediario regional de la Televisión Sueca, pero Max Grenfors, el jefe de redacción, había llamado desde Estocolmo para pedirle que les ayudara durante el fin de semana. Su sustituto en la redacción local de Gotland aún no había llegado y hasta el momento habían resuelto el problema con suplentes provisionales que iban a la isla desde el continente. A Johan no le importaba ayudar. En lo más profundo de su ser, ya echaba de menos el trabajo. La vida con niños pequeños podía ser maravillosa, pero al mismo tiempo resultaba bastante pesada.

Aunque uno tenía que alegrarse de cada pequeño progreso, como por ejemplo, que ahora la cama la ocuparan solo tres personas. Desde hacía unos meses, Elin dormía en su propia habitación y últimamente la cosa funcionaba. Cuando regresaron del hospital, su hija de tres años estaba tan celosa que se negaba a dormir en otro lugar que no fuera la cama de sus padres. Durante dos meses durmieron los cuatro juntos, apretados. Con el tiempo Elin se fue calmando y comprendió que todo seguiría como de costumbre a pesar de que la familia hubiera aumentado. Además, tenía a Sara y Filip, sus hermanastros mayores, con los que podía jugar. Era divertido ver cómo cuidaban de Elin cuando Emma tenía que dar el pecho o cambiar pañales.

Emma se estiró en la cama y sonrió a Anton. Parecía mentira que todo hubiera salido tan bien, a pesar de la conmoción que supuso enterarse de que esperaba otro hijo, y de que ella y el bebé estuvieran a punto de morir durante el embarazo cuando Emma acabó en medio de una persecución policial por error.

Durante la primavera había estado de baja por maternidad en su trabajo como maestra en la pequeña escuela del municipio de Roma. Ahora eran las vacaciones de verano y Johan había pedido su baja por paternidad. Elin, poco a poco, aceptó regresar a la guardería, donde se lo pasaba en grande con todas sus amigas, y Emma apreciaba los momentos que pasaba sola con el pequeño. Entonces podía relajarse y dar el pecho al bebé todo lo que quisiera sin arriesgarse a un ataque de celos por parte de la hermana mayor. Al mismo tiempo, echaba de menos la vida de adulto. Ir a trabajar, relacionarse con sus compañeros, volver al gimnasio. Hasta le resultaban atractivas las reuniones de profesores. Pero antes de retomar la vida normal, Johan y ella disfrutarían juntos del verano. Cuando Elin nació todo fue un caos. Por aquel entonces Emma vivía sola y se ocupó de todo, mientras Johan trabajaba en Estocolmo. Aunque ella lo quiso así, Johan estaba deseando mudarse a vivir con ella y participar. Pero Emma se sentía insegura después del divorcio. Ahora la situación era completamente diferente. Olle, su exmarido, había conocido a otra mujer, los niños habían encontrado su lugar y la cooperación entre Olle y ella funcionaba a la perfección. Además, sus hijos adoraban a Johan, que los trataba como si fueran suyos.

Suspiró y bajó la vista hacia su hijo. De repente, Anton soltó el pezón y la cabeza cayó hacia atrás. El cabello de la frente estaba sudoroso a causa del esfuerzo, las mejillas rojizas. Dormía como un tronco.

Su padre hacía lo mismo.