Las sombras se deslizaban por el suelo de la cocina como figuras alargadas e inaprensibles. Stina Ek estaba descalza, sentada sobre el suelo de cerámica, apoyada en el armario de cocina esquinero, entre la pila y la despensa. Las rodillas dobladas y los brazos cruzados sobre el pecho, con los dedos entrelazados. Su mirada seguía las ondulaciones imprevisibles que se unían y deshacían siguiendo el caprichoso juego del viento con las copas de los árboles al otro lado de la ventana. Había una luz bonita, y la casa estaba en completo silencio. El sol se abrió paso de repente entre la compacta capa de nubes. La canguro se había llevado a los niños después de desayunar. Debería hacer las maletas, pero no tenía fuerzas. Sencillamente estaba sentada allí, sin ganas de hacer nada. Como si al quedarse sola en casa con sus pensamientos se hubiera quedado vacía.
Su fachada imperturbable se desmoronó, los músculos de su rostro se relajaron, los hombros se hundieron y le resultó más fácil respirar. Ya no necesitaba fingir y se sentía cansada.
Al día siguiente Håkan y ella se irían unos días de viaje con sus mejores amigos: Sam, Andrea, John y Beata. Eran vecinos de Terra Nova. Todos se habían mudado allí al mismo tiempo, cuando las casas estuvieron acabadas y en la zona solo vivían unos cuantos vecinos. Además, Terra Nova significaba «tierra nueva». Los niños eran pequeños y se conocieron en la guardería o en el parque. Los años pasaron y, tras incontables reuniones de padres, cumpleaños de los hijos, comidas y fiestas, se hicieron amigos. Con el tiempo su compañía se volvió imprescindible. Se ayudaban para ir a buscar a los niños al colegio y a los entrenamientos de fútbol, intercambiaban recetas de cocina y se prestaban la máquina de lavado a presión y la de cortar leña. En otoño organizaban jornadas para rastrillar las hojas de los jardines, con hoguera y parrillada de salchichas incluidas. También se ayudaban a la hora de tapizar y hacer obras en casa. Y no solo se reunían entre semana: celebraban juntos cenas y fiestas, la cangrejada anual, el glögg navideño, la víspera de Walpurgis[1] y la Midsommar. Eran muy tradicionales, y las celebraciones siempre seguían el mismo patrón. Alguna que otra vez se apartaban del rito habitual, lo que tenía amargas consecuencias. Nadie se atrevía a salirse del guión, así que todos se atenían a las reglas no escritas. Por lo menos de puertas afuera.
Hacía unos años que habían establecido una nueva tradición. Tres parejas de la urbanización, que mantenían una amistad más estrecha, realizaban un corto viaje cada verano. Una escapada para adultos sin hijos. La idea la tuvo Sam Dahlberg, el motor del grupo, un hombre ingenioso y creativo. Pensaba que, ahora que los niños eran mayores, se podían permitir pasar unos días al año sin ellos. Tenía que ser un viaje especial, algo distinto, original. Y no debían pasar mucho tiempo fuera; de este modo, encontrar canguro no les resultaría difícil. Solo unos días.
Habían montado a caballo en Islandia, descendido ríos en Jukkasjärvi, recorrido en bicicleta los viñedos de la Provenza y practicado senderismo en el Cabo Norte. Ese año optaron por una variante más sencilla.
Primero asistirían a la semana anual dedicada a Bergman en Fårö, luego continuarían hasta Stora Karlsö para estudiar las miles de crías de arao que, en esa época del año, saltaban desde los escarpados acantilados de roca caliza para volar hacia su refugio de invierno, al sur del mar Báltico. El fenómeno era todo un acontecimiento.
Stina se puso de pie y suspiró. Alcanzó a ver pasar a Andrea al otro lado de la ventana en pantalones cortos y con una camiseta ajustada a su cuerpo espigado y fibroso.
Caminaba a un ritmo acelerado, parecía insolentemente sana y alegre. A veces la eficiencia de Andrea la agotaba, no conseguía seguirle el ritmo. Declinó su invitación cuando la llamó. Notó la desilusión en la voz de su amiga, pero no podía evitar no tener ganas. No era como antes.
Ahora salía a correr. Cuando se encontraba sola en el bosque sus pensamientos volaban libres. A menudo se desplazaban al otro lado del globo terráqueo. Stina había sido adoptada en Vietnam, y desde que tenía uso de razón había albergado en su pecho una gran añoranza por sus raíces. Imágenes fragmentadas surcaban su mente. Conservaba los olores de los suburbios de Hanoi grabados en sus fosas nasales, así como el recuerdo de las nervudas manos de su abuela en el barreño, los pies sobre el suelo de piedra, la letrina en el jardín. Con cinco años recién cumplidos la abandonaron en las escaleras del hospicio con un papel colgado del cuello y un conejo de juguete en el regazo. Al cumplir los seis, una pareja realmente maravillosa la sacó de allí. No guardaba recuerdo alguno de su madre biológica, tampoco de su padre. Pero el rostro de la abuela aún se le aparecía de noche. Una anciana de piel rugosa y sin dientes, con dos pequeñas líneas negras por ojos y unas manos ásperas aunque cálidas. Echaba de menos esas manos protectoras. Las había añorado durante toda su vida. Para ella ese era su hogar, pero quizá ya no existiera. Stina había cumplido treinta y siete años y la abuela ya era mayor entonces, cuando ella tenía cinco. Buscarla tampoco era una buena idea. Durante la adolescencia, había intentado ponerse en contacto con el orfanato, pero llevaba cerrado varios años. Trató de que la embajada la ayudase, pero resultó una tarea difícil. No había datos sobre ella; lo único que tenía era la dirección del antiguo orfanato. Sus padres adoptivos le aseguraron que ir allí no sería una buena idea. No encontraría a las personas que buscaba. La pena y la añoranza de su país de origen, las manos de su abuela, habitaban en su interior como un peso oscuro. Eran una sombra en su vida.
Intentó buscar excusas, pensar en lo afortunada que había sido. Podría haber muerto de hambre en la calle, o haber sido vendida a alguno de los muchos burdeles de Hanoi. En cambio, había tenido una vida cómoda y segura; nunca le faltó de nada.
Sus padres adoptivos fueron serenos y bondadosos, si bien por alguna razón inexplicable mostraban cierto rechazo hacia ella. Mantenían las distancias, como si en lo más profundo de su ser sintieran que era una extraña. No importaba que intentaran mostrarle su afecto, o que para ellos fuera una hija de verdad. La trataban con respeto, pero los abrazos de buenas noches parecían casi una obligación. Su madre adoptiva solía decirle que la quería, pero lo hacía sin pasión. Los cuidados maternos se caracterizaban por una torpeza que no pasaba desapercibida para Stina. En alguna ocasión descubría a su madre observándola a escondidas. La mirada era extraña, casi temerosa, y le parecía advertir cierto desagrado. Esa mirada decía más que todos los años de promesas de amor, de bonitos regalos de cumpleaños y de generosa paga semanal. A veces Stina se preguntaba por qué la habían adoptado. Presentía que no había colmado sus expectativas.
Se fue de casa nada más cumplir los dieciocho años, buscó trabajo en diferentes compañías aéreas y la contrataron en la más grande. No tardó mucho en conocer a Håkan. Fue en un vuelo al otro lado del Atlántico. Aparentaba tener unos diez años más que ella e irradiaba una seguridad en sí mismo que nunca había visto en otro hombre. Charlaron durante más tiempo del que solía dedicar a los pasajeros y, antes de salir, él le dio su tarjeta.
Unos días después ella sintió una corazonada y lo llamó. Su voz era alegre y la invitó a almorzar en Estocolmo. Un año después se mudó a la casa de él en Gotland, la misma en la que había vivido con su exmujer. Al principio fue un suplicio. Håkan tenía dos hijos y un perro, y estaban rodeados por los vecinos y antiguos amigos con los que se relacionaban su ex y él. Entonces apareció ella. Una chica dieciséis años más joven y, además, asiática: como si fuera un artículo de importación. La gente se esforzó por tratarla bien, aunque ella se imaginaba lo que decían cuando les daba la espalda. Mudarse a la recién construida Terra Nova fue una liberación; allí todos empezaban de cero. Nadie se conocía. Se quedó embarazada y, al poco tiempo, hizo nuevos amigos. Le bastó con ir a la consulta del pediatra. Allí conoció a Andrea, que también acababa de mudarse y estaba encinta. Se hicieron muy buenas amigas, y poco a poco su círculo de amistades fue creciendo.
Stina se volvió más segura a medida que la familia y los amigos aumentaban. Y no había duda de que Håkan y ella tenían una buena vida. Dos hijas maravillosas, una casa grande con jardín y una piscina que, hacía un año, Håkan mandó construir cuando recibió de su empresa un bonus. Ella aún se sentía a gusto con su trabajo de azafata. Quizá fuese el ambiente, que iba bien con su carácter. Era algo transitorio, siempre de viaje; solo tenía relaciones superficiales, no se ataba a nada. Los compañeros iban y venían, siempre veía caras nuevas.
Había llenado el vacío a su manera. Nadie imaginaba lo que le acontecía en secreto, pero pronto todo iba a cambiar. Su vida daría un giro dramático. Al mismo tiempo que se sentía aterrada al pensar en las consecuencias, comprendía que era inevitable. Había llegado a una encrucijada. Su acomodada vida iba a dar un vuelco, y era ella quien lo había decidido.
Ya no había vuelta atrás.