En el mismo instante en el que Andrea Dahlberg dobló hacia su calle, por lo general tan tranquila, le embargó una cierta desazón. La pudiente urbanización Terra Nova, a las afueras de Visby, era un lugar donde no solía ocurrir gran cosa. La vida seguía su curso entre los jardines de las casas y las parcelas de los adosados. Pero de pronto notó algo en el ambiente. Se detuvo, se secó el sudor de la frente, sacó la botella de agua del cinturón que llevaba y bebió un par de tragos. Miró alrededor, estudió las fachadas de las casas y los pocos coches que había aparcados en la calle. No se veía un alma. Aparentemente, todo estaba en calma.
Regresaba a casa después de su habitual sesión de ejercicios. Marcha nórdica a una velocidad vertiginosa. En esa ocasión no había conseguido que la acompañara ninguna de sus vecinas. Aquella mañana todas sus amigas de marcha estaban ocupadas. Quizá fuera por la lluvia o por cualquier otra excusa, pensó irritada. Ella nunca había dejado que el mal tiempo fuera una traba. Además, apenas llovía.
Como iba sola, se vio obligada a recorrer sus diez kilómetros por pequeños senderos alrededor de la urbanización. Prefería el bosque, pero no se atrevía a ir sola. Le costaba relajarse; en cuanto oía un crujido entre los arbustos más cercanos se imaginaba que aparecería un violador.
Su estómago emitió un quejido, siempre salía de marcha antes de desayunar. Así quemaba más grasa, algo que preocupaba especialmente a Andrea Dahlberg, aun cuando no se apreciaba ni asomo de sobrepeso en su cuerpo bien entrenado. Casi había llegado a casa y pensó en lo mucho que le apetecía beber un vaso de zumo recién exprimido y tomarse un yogur de vainilla con muesli casero. Kiwi en rodajas y frambuesas frescas de los arbustos que tenía en el invernadero, en la parte trasera de la casa. Café expreso y periódico. La rutina de todos los días. Además, esa mañana podría disfrutar de más tranquilidad pues estaba sola en casa y no tenía que ir a trabajar. Sus vacaciones habían comenzado. Sam estaba en el estrecho de Fårö rodando una película y no lo esperaba hasta el día siguiente. Los niños pasarían las próximas dos semanas en el archipiélago de Estocolmo con la abuela y el hombre con el que llevaba tanto tiempo casada, al que ya llamaban abuelo. Se habían marchado el día anterior. Todo debería ir bien.
Pero volvió a notar esa sensación y eso la molestó. Tan insignificante que apenas era perceptible. Le susurraba en la nuca. Andrea miró a un lado y a otro. No había nadie detrás, estaba sola en la calle. La única persona a la que se había encontrado al entrar en la urbanización fue un hombre con sombrero de paja y gafas de sol que caminaba por la acera de enfrente. Él alzó la mano en señal de saludo, pero ella no lo había reconocido. Quizá se tratara de alguien que estaba de visita. Se ajustó la visera de la gorra y estiró la espalda. Intentó sacudirse la inquietud.
Se sintió aliviada al descubrir que una de las chicas del vecindario se acercaba en dirección contraria. Empujando un cochecito, como de costumbre. Aun cuando Sandra no pertenecía a su grupo de amigas íntimas, era agradable, y su marido formaba parte del círculo de conocidos.
La saludó con alegría. Intercambiaron unas palabras; sobre el tiempo, sobre las próximas vacaciones. Nada en particular. Sandra parecía nerviosa, apartaba la mirada y su sonrisa era algo forzada. Se excusó enseguida, alegando que tenía prisa y una cita con el pediatra.
Andrea casi había llegado a su casa. Dejó atrás el chalé de color rosado de ladrillo de los Halldén. Era una casa independiente, mucho más grande y ostentosa que el resto de las demás, con su imponente entrada con columnas a ambos lados, una escalera redonda y una fuente en el jardín. Recordó sus bromas con Sam sobre aquella presuntuosa ocurrencia: ¿quiénes se creían los Halldén que eran, la familia Ewing de Dallas?
Había dejado de llover, pero la humedad persistía en el ambiente. La calle estaba desierta. Olía a hierba mojada; el deslumbrante verdor de los jardines era abrumador a principios de verano. Bien distinto a cuando, hacía quince años, Sam y ella se mudaron con los niños a la urbanización recién construida. Entonces los terrenos alrededor de las casas no eran más que montones de tierra y descampados, y solo había unos cuantos arbustos que servían de seto para delimitar las parcelas. Ahora las plantas habían crecido y daban flores. A ambos lados de la calle había amplias casas con el césped bien cuidado. Ya casi había llegado. Su casa se encontraba al final de la calle, la parte trasera daba al bosque. Era una casa de madera pintada de blanco, estilo fin de siglo aunque solo contaba quince años. Tenía un tejado a dos aguas, ventanas de parteluz y un porche acristalado.
Cuando se acercó, Andrea se quedó de piedra. La puerta de la calle estaba entornada. Era solo una rendija, aunque era suficiente para que ella pudiera darse cuenta de lejos, al pasar junto al buzón rojo chillón que Sam había comprado la primavera pasada en Nueva York.
Se detuvo en seco y se puso a escuchar, sobresaltada. No se oía otra cosa que el lento goteo del canalón de la pared del garaje. Clavó la mirada en la puerta. ¿Se habría olvidado de cerrarla al salir? Imposible, era muy cuidadosa. Una obsesiva que siempre comprobaba que la puerta del porche estuviera cerrada con llave, que todas las ventanas estuvieran cerradas y las luces apagadas antes de salir de casa. Antes de hacerlo conectaba la alarma que habían instalado junto a la puerta de la calle, debajo del cajetín de las llaves. No podía haberse olvidado de eso: cerrar y conectar la alarma.
Se acercó a la puerta en silencio. No parecía forzada. Su cerebro registró la fecha y la hora ante una posible denuncia a la Policía y al seguro. Miércoles, 25 de junio, 9.35. Subió la escalera hasta el porche con sumo cuidado, apretando los labios a cada chirrido. Se detuvo y escuchó con atención. Dentro no se oía nada. Contuvo la respiración. Introdujo unos dedos temblorosos por la rendija de la puerta, que se abrió lentamente.
Titubeando, entró en casa.