Enredos
La taberna de Anker’s estaba prácticamente vacía. Los únicos clientes en una de las mesas del fondo eran Sim y Fela. Fui hacia ellos y me senté dando la espalda a la pared.
—¿Y bien? —dijo Sim nada más dejarme caer en el asiento—. ¿Cómo te fue ayer?
Ni le respondí; no tenía ganas de hablar de aquello.
—¿Qué pasó ayer? —quiso saber Fela.
—Kvothe pasó el día con Denna —explicó Sim—. Todo el día.
Encogí los hombros.
Sim abandonó el tono optimista.
—¿No tan bien como esperabas? —me preguntó con más delicadeza.
—No mucho —respondí. Miré al otro lado de la barra y le hice una seña a Laurel para que me trajera un poco de lo que hubiera en los fogones.
—¿Te interesa la opinión de una dama? —preguntó Fela con dulzura.
—Me conformaría con la tuya.
Simmon soltó una carcajada y Fela hizo una mueca.
—No te lo tendré en cuenta —dijo—. Venga, cuéntaselo todo a tía Fela.
Le hice un resumen. Describí la situación lo mejor que pude, pero lo fundamental parecía resistirse a una explicación. Cuando intentaba expresarlo con palabras, parecía estúpido.
—Y eso es todo —dije tras varios minutos de abordar torpemente el tema—. O es todo de lo que quiero hablar. Denna me desconcierta como nada en el mundo. —Arranqué una astilla del tablero de la mesa con un dedo—. Odio no entender una cosa.
Laurel me trajo pan caliente y un cuenco de sopa de patata.
—¿Algo más? —me preguntó.
—No, gracias. —Le sonreí, y luego, cuando se dio la vuelta y volvió a la barra, observé su vista trasera.
—Muy bien —dijo Fela poniéndose seria—. Empecemos por tus puntos a favor. Eres encantador, guapo y muy cortés con las mujeres.
—Pero ¿no has visto cómo miraba a Lauren hace un momento? —terció Sim riendo—. Es un libidinoso de miedo. Mira a más mujeres de las que yo podría mirar si tuviera dos cabezas sobre un cuello giratorio como el de un búho.
—Es verdad —admití.
—Hay maneras y maneras de mirar —le dijo Fela a Simmon—. Hay hombres que te repasan con una mirada grasienta. Te dan ganas de darte un baño. Otros lo hacen con una mirada agradable que te ayuda a saber que eres hermosa. —Se pasó una mano por el pelo distraídamente.
—Tú no necesitas que te lo recuerden —dijo Simmon.
—Todos necesitamos que nos lo recuerden —lo contradijo ella—. Pero Kvothe es diferente. Él lo hace con mucha seriedad. Cuando te mira, notas que toda su atención está centrada en ti. —Se rio de mi expresión de bochorno—. Esa fue una de las cosas que me gustó de ti cuando nos conocimos.
El rostro de Simmon se ensombreció, y traté de adoptar un aire absolutamente inofensivo.
—Pero desde que has vuelto, se ha convertido en algo casi físico —continuó Fela—. Ahora, cuando me miras, ocurre algo detrás de tus ojos. Algo con reminiscencias de fruta dulce, sombras y luz de lámparas. Algo salvaje de lo que las doncellas feéricas huyen bajo un cielo violeta. Es algo terrible. Me gusta. —Se rebulló un poco en el asiento, y aprecié en sus ojos un brillo travieso.
Aquello fue demasiado para Simmon. Apartó su silla de la mesa y fue a levantarse mientras hacía gestos imprecisos.
—Bueno, pues… Yo… Bueno…
—No, corazón —dijo Fela, y le puso una mano sobre el brazo—. Calla. No tiene nada que ver con eso.
—No me digas que me calle —le espetó Sim, pero se quedó sentado.
Fela le acarició la nuca.
—No es nada de lo que tengas que preocuparte. —Rio, como si esa idea le pareciera ridícula—. Me tienes fuertemente atada a ti, más de lo que imaginas. Pero eso no significa que de vez en cuando no pueda disfrutar con un pequeño cumplido.
Sim tenía el ceño fruncido.
—¿Qué quieres? ¿Que me enclaustre? —preguntó Fela. Su voz tenía un deje de irritación, entreverado en la ligera cadencia de su acento modegano—. ¿Cómo te sientes cuando Mola se dedica a coquetear contigo? —Simmon abrió la boca y pareció que intentara palidecer y sonrojarse al mismo tiempo. Fela se rio de su desconcierto—. Dioses minúsculos, Sim. ¿Acaso crees que estoy ciega? Es algo inofensivo, y te hace sentirte bien. ¿Qué mal hay en eso?
—Ninguno, supongo —concedió Sim tras una pausa. Levantó la cabeza, me miró con una sonrisa temblorosa en los labios y se apartó el pelo de los ojos—. Pero no se te ocurra mirarme de esa forma que ha mencionado Fela, ¿de acuerdo? —Su sonrisa se ensanchó, ya más sincera—. No sé si podría soportarlo.
Le devolví la sonrisa sin pensarlo. Sim tenía el don de hacerme sonreír.
—Además —le dijo Fela—, eres perfecto tal como eres. —Lo besó en una oreja como si quisiera recompensarlo por su cambio de actitud, y luego me miró a mí—. Contigo, en cambio, no me enredaría ni por todo el oro del mundo —dijo rotundamente.
—¿Qué quieres decir con eso? —pregunté—. ¿Y mi mirada? ¿Y mi nosequé misterioso y feérico?
—Ah, sí, eres fascinante. Pero una chica busca algo más que eso. Busca a un hombre que tenga devoción por ella.
Negué con la cabeza.
—Me niego a arrojarme a sus pies como todos los hombres que ha conocido. Lo odia. He visto lo que pasa con mis propios ojos.
—¿Nunca se te ha ocurrido pensar que quizá ella sienta lo mismo? —me preguntó Fela—. Te recuerdo que gozas de cierta reputación entre las mujeres.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que me enclaustre? —dije repitiendo lo que Fela le había dicho a Sim, aunque con más brusquedad de la que pretendía—. ¡Por el carbonizado cuerpo de Dios, la he visto en los brazos de diez docenas de hombres! ¿Y ahora ella se ofende si llevo a otra mujer a ver una obra de teatro?
Fela me miró con franqueza.
—Has hecho algo más que ir a dar paseos en coche. Las mujeres hablan.
—Maravilloso. Y ¿qué dicen? —pregunté con amargura, bajando la vista hacia mi sopa.
—Que eres encantador —respondió Fela—. Y educado. Y que no se te escapan las manos, lo cual en algunos casos, por lo visto, es motivo de frustración. —Esbozó una pequeña sonrisa.
Levanté la cabeza, intrigado.
—¿Quién?
Fela titubeó.
—Meradin —confesó—. Pero yo no te lo he dicho.
—No me dijo ni veinte palabras durante la cena —dije meneando la cabeza—. ¿Y después se queja de que no le metiera mano? Creía que me odiaba.
—Estamos muy lejos de Modeg —dijo Fela—. En esta parte del mundo, la gente no es muy razonable respecto al sexo. Hay mujeres que no saben cómo tratar a un hombre que no hace insinuaciones audaces.
—Muy bien —dije—. Y ¿qué más dicen?
—Nada excesivamente sorprendente. No eres abusón, pero tampoco es muy difícil activarte. Eres generoso, ingenioso y… —Dejó la frase sin terminar, como si se sintiera incómoda.
—Adelante —la animé.
Fela suspiró y añadió:
—Distante.
No era el duro golpe que yo esperaba.
—¿Distante?
—A veces, lo único que quieres es cenar —dijo Fela—. O tener compañía. O conversación. O que alguien te dé un tiento cariñoso. Pero básicamente, lo que quieres es que un hombre… —Frunció el ceño y volvió a empezar—. Cuando estás con un hombre… —Volvió a dejar la frase colgada.
—Di lo que quieres decir —la exhorté inclinándome hacia delante.
Fela encogió los hombros y miró hacia otro lado.
—Si tú y yo estuviéramos juntos, algo en mí me diría que ibas a abandonarme. No enseguida. No con malicia, ni por crueldad. Pero sabría que ibas a abandonarme. No pareces la clase de hombre que sienta la cabeza y se queda con una chica para siempre. Al final, encontrarías algo más importante que yo y me dejarías.
Empujé con la cuchara un trozo de patata de mi cuenco de sopa, sin saber qué pensar.
—Tiene que haber algo más que solo devoción —tercio Sim—. Kvothe lo pondría todo patas arriba por su chica. Supongo que de eso te das cuenta, ¿no?
—Supongo que sí —dijo Fela en voz baja, mirándome largamente.
—Pues si tú te das cuenta, Denna también debe de darse cuenta —señaló Simmon con tino.
Fela sacudió la cabeza.
—Para mí es fácil verlo porque estoy lejos.
—¿El amor es ciego? —dijo Sim riendo—. ¿Ese es el único consejo que piensas darle? —Miró al techo—. ¡Por favor!
—Yo nunca he dicho que esté enamorado —intervine—. Nunca lo he dicho. Denna me desconcierta, y le tengo cariño. Pero no hay nada más. ¿Cómo iba a haber algo más? No la conozco lo suficiente para aspirar a amarla. ¿Cómo voy a amar algo que no comprendo?
Fela y Sim se quedaron mirándome en silencio. Entonces Sim soltó una carcajada, como si yo acabara de decir la cosa más ridícula que jamás había oído. Le cogió la mano a Fela y le plantó un beso en el anillo de piedra de múltiples facetas.
—Tú ganas —le dijo—. El amor es ciego, y sordomudo. Jamás volveré a poner en duda tu sabiduría.
Todavía estaba un poco mustio, y fui a buscar al maestro Elodin. Al final lo encontré sentado debajo de un árbol, en un jardincito cerca de las Dependencias.
—¡Kvothe! —Me saludó perezosamente con una mano—. Ven. Siéntate. —Me acercó un cuenco con el pie—. Come uvas.
Cogí unas cuantas. La fruta fresca había dejado de ser un lujo que no pudiera permitirme, pero aquellas uvas estaban deliciosas, muy maduras, casi a punto de pasarse. Me quedé masticando con aire pensativo; seguía pensando en Denna.
—Maestro Elodin —dije al cabo de un rato—, ¿qué pensaría de alguien que cambia constantemente de nombre?
—¿Qué? —De pronto se incorporó y me miró con gesto de pánico—. ¿Qué has hecho?
Su reacción me sobresaltó, y levanté las manos a la defensiva.
—¡Nada! —le aseguré—. No soy yo. Es una chica que conozco.
Elodin palideció.
—¿Fela? —me preguntó—. Oh, no. No. Ella no haría una cosa así. Es demasiado inteligente. —Parecía que intentara desesperadamente convencerse a sí mismo.
—No me refiero a Fela —dije—. Se trata de una chica que conozco. Cada vez que la veo, se ha cambiado el nombre.
—Ah —dijo Elodin, y se relajó. Volvió a apoyarse en el tronco del árbol y rio un poco—. Te refieres a los nombres propios —dijo con notable alivio—. Por los huesos de Dios, hijo, creía que… —Se interrumpió y sacudió la cabeza.
—¿Qué creía? —pregunté.
—Nada —dijo quitándole importancia—. A ver, ¿qué pasa con esa chica?
Encogí los hombros y empecé a lamentar haber sacado el tema a colación.
—Solo me preguntaba qué pensaría usted de una chica que cambia constantemente de nombre. Cada vez que la veo, se lo ha cambiado. Dianah. Donna. Dyane.
—Supongo que no será una fugitiva —dijo Elodin con una sonrisa—. Que no la persiguen, que no tiene que eludir la ley del hierro de Atur, ni nada parecido.
—No, que yo sepa —dije, y sonreí también un poco.
—Podría indicar que no sabe quién es —dijo Elodin—. O que lo sabe y no le gusta. —Levantó la cabeza y se frotó la nariz con aire pensativo—. Podría indicar inquietud e insatisfacción. Podría significar que su naturaleza es cambiante, y por eso cambia de nombre, para adaptarlo a su naturaleza. O podría significar que cambia de nombre con la esperanza de que eso la ayude a ser una persona diferente.
—Eso es solo paja —repliqué con irritación—. Viene a ser como decir que sabes si tu sopa está fría o caliente. Si una manzana es dulce o ácida. —Lo miré con el ceño fruncido—. No es más que una manera complicada de decir que usted no tiene ni idea.
—Tú no me has preguntado qué sabía de una chica así —puntualizó él—. Me has preguntado qué diría de una chica así.
Me estaba cansando de aquella conversación. Comimos uvas en silencio mientras veíamos pasar a los estudiantes.
—Volví a llamar al viento —dije al caer en la cuenta de que todavía no se lo había explicado—. En Tarbean.
Elodin dio un respingo.
—Ah, ¿sí? —Se quedó mirándome, expectante—. Cuéntamelo. Quiero saber todos los detalles.
Elodin era un público excelente, atento y entusiasta. Le conté toda la historia, sin ahorrarme algunas florituras dramáticas. Al final de mi relato, comprobé que mi humor había mejorado notablemente.
—Ya van tres veces este bimestre —dijo Elodin, satisfecho—. Lo buscaste y lo encontraste cuando lo necesitabas. Y no una brisa, sino un aliento. Eso es algo muy sutil. —Me miró con el rabillo del ojo y compuso una sonrisa pícara—. ¿Cuánto crees que falta para que puedas hacerte un anillo de aire?
Levanté mi mano izquierda, desnuda, con los dedos extendidos.
—¿Quién ha dicho que no lo llevo ya?
Elodin rio a carcajadas, y al ver que yo no mudaba la expresión, paró de reír. Arrugó un poco la frente y escudriñó primero mi mano, y luego mi rostro.
—¿Estás bromeando? —me preguntó.
—Esa es una buena pregunta —dije mirándolo a los ojos con serenidad—. ¿Estoy bromeando?