Las investigaciones sobre el ser humano llevadas a cabo desde la Segunda Guerra Mundial han creado complejos problemas relacionados con el empleo de pacientes como sujetos de experimentación. Resulta evidente que no habría sido posible contar con esos sujetos si hubieran conocido cabalmente el uso que se haría de ellos.[2]
Este es el comentario que a modo de introducción encabeza un artículo en el que un reconocido catedrático de Investigaciones sobre Anestesia, de la Facultad de Medicina de Harvard, describe veintidós ejemplos que, de acuerdo con su opinión, violaron la ética médica. El profesor eligió los ejemplos de un grupo de cincuenta casos y menciona también en su artículo a un profesor inglés que confeccionó una lista de quinientos casos.[3] No se trata de episodios aislados o poco frecuentes, sino de un problema endémico que se desarrolla a partir del sistema básico de valores inherentes a la imagen del médico investigador engendrada por la actual comunidad médica dedicada a la investigación.
Consideremos algunos ejemplos…
En los últimos años ha sido noticia en la prensa y tema de una grabación en video para televisión realizada por el programa Sixty Minutes un experimento en el que estuvieron involucrados varios organismos gubernamentales de los Estados Unidos. Estas organizaciones se valían de algunos de sus miembros —completamente ignorantes de la situación— para determinar sobre ellos los efectos de distintas drogas alucinógenas. Un experimento llevado a cabo sobre pacientes de avanzada edad a quienes se les inyectó células cancerosas vivas, sin su consentimiento, resulta más alarmante y se aproxima más a la línea argumental de CEREBRO.[4] En el momento de realizarse esa investigación, los investigadores no sabían si el cáncer se extendería o no; aparentemente, se arrogaron el derecho a decidir que, siendo los pacientes tan ancianos, la cuestión, en realidad, carecía de importancia.
Son numerosos los casos en que se ha inyectado material radiactivo a personas totalmente desprevenidas, a retrasados mentales que se hallaban internados e, incluso, a bebés recién nacidos.[5] De ninguna manera pueden justificarse estos procedimientos por el beneficio terapéutico que ello reporta al individuo y no cabe duda de que esas personas estuvieron sujetas al riesgo de lesiones y enfermedades, sin contar los malestares y dolor que debieron soportar. Por otra parte, los resultados obtenidos de esta clase de estudios son a menudo de escasa relevancia y contribuyen más a engrosar la bibliografía del investigador que al adelanto de la ciencia médica. Muchos de estos experimentos, como es sabido, fueron aprobados por agencias gubernamentales de los Estados Unidos.
En el curso de otra investigación se inyectó suero infectado a unos setecientos u ochocientos niños mentalmente retrasados, con el objeto de producirles hepatitis.[6]
Aparentemente, este estudio fue aprobado y apoyado, entre otros, por la Junta Epidemiológica de las Fuerzas Armadas. Se alegó contar con el consentimiento de los padres pero las circunstancias llevan a preguntarse cómo se obtuvo ese consentimiento y qué grado de información les fue suministrado a esos padres previamente; aún más, ¿acaso el consentimiento paterno ampara los derechos del sujeto? La cuestión es: ¿alguno de los investigadores habría consentido a que un miembro mentalmente retrasado de su propia familia participara en ese estudio o en cualquiera de las otras investigaciones mencionadas?
¿Habrían permitido ellos que uno de sus familiares fuera sujeto de esos experimentos? Lo dudo sinceramente. El elitismo cultural sustentado por la medicina y la investigación médica crea una sensación de omnipotencia y, con ella, una ética moral doble.
Sería irresponsable suponer que la mayor parte de las investigaciones sobre seres humanos que se realizan en los Estados Unidos se basa en principios faltos de toda ética, porque eso, definitivamente, no es cierto. El estímulo a la investigación existente en nuestros centros médicos universitarios sigue siendo tan poderoso como siempre y el entusiasmo que, por consiguiente, ello suscita así como el ambiente de competencia profesional pueden hacer perder de vista las posibles consecuencias negativas para los pacientes. Además, no ha sido hasta hoy convenientemente resuelta la confusión de valores existentes entre el riesgo para el paciente-sujeto y el posible beneficio para la sociedad.[7] Por otra parte, la idea de que el consentimiento del paciente evita todo posible abuso ha demostrado ser absolutamente errónea.
Tomemos como ejemplo el caso de cincuenta y una mujeres que fueron sujetos de estudio con una droga experimental para inducir el parto. Todas ellas firmaron un documento de consentimiento pero lo hicieron en circunstancias muy poco honradas. Una investigación al respecto dejó en claro que muchas de esas mujeres habían dado su consentimiento en el momento de ser internadas o, incluso, en la misma sala de partos.[8] Al ser entrevistadas, se comprobó que casi un cuarenta por ciento de ellas no tenían conocimiento de que habían sido sujetos de tal experimento, aun cuando, efectivamente, habían dado su consentimiento para ello. Uno de los métodos más sutiles usados para obtener el consentimiento fue el de explicar que se estaba estudiando «un medicamento nuevo»; los investigadores sabían muy bien que el adjetivo «nuevo» sugería que el preparado en cuestión era mejor que «un medicamento anticuado».
No siempre se recurre a un subterfugio para obtener el consentimiento del paciente. El truco más frecuente es el de sugerirle que si no «coopera», su problema no podrá ser atendido con el grado máximo de cuidados. Siguen en porcentaje los casos de investigadores que sugieren astutamente al enfermo que el proceso de la experimentación podría resultarle beneficioso, y lo hacen aun en casos en que esa posibilidad es ínfima. Finalmente, existe el método de no informar al sujeto potencial sobre la existencia de otras terapias alternativas o, más aún, ya establecidas por el uso.
Todo esto no es nuevo. Durante más de veinte años las publicaciones médicas se han ocupado de las violaciones a la ética médica producidas en el curso de investigaciones con seres humanos. El hecho de que esas violaciones sigan ocurriendo, en la proporción en que ocurren, constituye una tragedia de magnitud considerable. En la década del 80, con la medicina embarcada en un nuevo idilio con la física, las oportunidades de que se produzcan excesos alcanzan un nivel nuevo y alarmante. El escenario donde se realiza la unión de la medicina y de la física es la neurociencia, con el cerebro humano —considerado por muchos como la creación más misteriosa y amenazadora del universo— como principal actor. Las cuestiones éticas y morales referentes a la experimentación con seres humanos deben resolverse antes…
… antes de que la ficción y la fantasía puedan convertirse en realidad.
ROBIN COOK, Doctor en Medicina