Denise Sanger despertó súbitamente. Permaneció inmóvil; respirando apenas, mientras escuchaba los ruidos de la noche. Podía percibir el pulso en las sienes, martilleando a causa de la adrenalina que había entrado en su sistema. Sabía que se había despertado a causa de un ruido extraño, pero el ruido no se repitió. Sólo se oía el rumor de la vieja nevera. Poco a poco, su respiración volvió a la normalidad. Hasta la nevera se detuvo con un golpe final, dejando el apartamento en silencio.
Cambió de posición preguntándose si no había sido un mal sueño, y fue entonces cuando sintió la necesidad de ir al lavabo. La presión en la vejiga fue en aumento hasta que le resultó imposible pasarla por alto. Por mucho que le disgustara la idea, tenía que levantarse.
Abandonó la cama tibia para ir al baño. Al sentarse en el frío inodoro se recogió el camisón arrugándolo sobre la falda. No se molestó en encender la luz ni en cerrar la puerta.
La adrenalina parecía haberle inhibido la vejiga; le llevó unos cuantos minutos poder orinar. Acababa de terminar cuando oyó un golpe sordo, como si alguien hubiera golpeado la pared desde otro piso. Forzó el oído, tratando de percibir otros ruidos, pero el apartamento estaba en silencio. Reuniendo todo su coraje, cruzó silenciosamente el pasillo hasta ver la puerta de entrada. La alivió comprobar que el cerrojo de seguridad estaba en su sitio.
En el momento en que se volvía hacia el dormitorio percibió una corriente de aire por el suelo y un leve susurro de las notas y papeles clavados en su tablero. Entonces cambió de dirección y volvió al vestíbulo para mirar hacia el living oscuro. La ventana que daba a la escalera de incendios estaba abierta.
Denise trató desesperadamente de no dejarse dominar por el pánico, pero desde su traslado a Nueva York, su mayor miedo había sido que algún intruso entrara en su apartamento. Durante un mes entero le había costado mucho poder dormir. Y, ante la ventana entreabierta, su peor pesadilla parecía estar volviéndose realidad. Había alguien en su apartamento.
Con el pasar de los segundos recordó que tenía dos teléfonos: uno, junto a la cama; el otro, en la pared de la cocina, allí, delante de ella. Cruzó el vestíbulo de un solo paso, sintiendo el antiguo linóleo bajo los pies. Al pasar junto a la fregadera se apoderó de un pequeño cuchillo de pelar patatas. Un destello de luz tenue centelleó en la hoja, y con esa diminuta arma en las manos Denise experimentó una falsa sensación de seguridad.
Dejó atrás la nevera y tendió la mano hacia el teléfono. En ese momento el viejo compresor se puso en marcha, con un ruido similar al de los trenes subterráneos. Denise, asustada por el estruendo, con los nervios demasiado tensos, soltó el teléfono y empezó a gritar.
Pero antes de que pudiera hacerse oír, una mano la tomó por el cuello y la levantó con fuerza poderosa, quitándole toda energía. Los brazos le quedaron laxos y el cuchillito cayó al suelo. La hicieron girar en el aire como a una muñeca de trapo. Se vio llevada por el vestíbulo, con los pies tocando apenas el piso. Al entrar en el dormitorio, a tumbos, distinguió varios relampagueos, una sensación de quemadura en la cabeza y el estallido de una pistola con silenciador.
Las balas se incrustaron en las mantas que había sobre la cama. Un último empujón lanzó a Denise de rodillas, mientras los cobertores eran retirados de un manotazo hacia atrás.
—¿Dónde está? —bramó uno de los atacantes, mientras el otro abría los armarios.
Ella, acurrucada junto al lecho, levantó la vista. Frente a ella se erguían dos hombres vestidos de negro, con anchos cinturones de cuero.
—¿Quién? —logró balbucear.
—Martin Philips, su amante.
—No sé. En el hospital.
Uno de los hombres estiró una mano para levantarla un poco y la arrojó sobre la cama.
—Entonces lo vamos a esperar.
Para Philips, el tiempo había pasado como en un sueño. Tras el último disparo no oyó nada. La noche permanecía silenciosa, con excepción de algún automóvil que pasaba por la calle, más allá de la placita. Comprobó que su pulso había vuelto a la normalidad, pero aún le costaba ordenar los pensamientos. Sólo al asomar imperceptiblemente el sol sobre el patio de juegos, logró que su mente volviera a funcionar. Según se iba encendiendo el alba, pudo distinguir algunos detalles del paisaje, como la serie de recipientes para basuras, modelados en cemento a imitación de las rocas naturales que le rodeaban. Los pájaros convergían hacia esa zona, y varias palomas vagabundeaban sobre el cadáver despatarrado en el estanque seco.
Martin trató de mover las piernas rígidas. Poco a poco fue comprendiendo que ese hombre muerto allá abajo, en el campo de juegos, era una nueva amenaza. Alguien llamaría a la policía en cualquier momento, y tras la noche pasada Martin le tenía un comprensible terror.
Cuando logró levantarse, se apoyó contra la pared hasta que la sangre empezó a circularle bien. Volvió a subir cautelosamente las escaleras de cemento, con el cuerpo dolorido, inspeccionando toda la zona. Desde allí se veía el sendero por el cual había huido, espantado, algunas horas antes. Un poco más allá alguien paseaba a su perro. No pasaría mucho antes de que alguien descubriera el cadáver de la placita.
Bajó las escaleras y cruzó apresuradamente el parque, pasando cerca del vagabundo muerto. Las palomas se estaban dando un festín con los fragmentos de materia orgánica esparcidos por la bala. Martin apartó la vista.
Al salir del parque se subió las estrechas solapas del sobretodo y cruzó la calle. Se hallaba en Broadway. En la esquina había una entrada de metro, pero a Martin le aterrorizó la idea de verse atrapado bajo tierra. No sabía si sus perseguidores aún estaban en las inmediaciones.
Se ocultó en un portal para observar la calle. Estaba aclarando cada vez más, y el tránsito iba en aumento. Eso le hizo sentir mejor. Cuanta más gente hubiera, más seguro estaría; además no había nadie sospechoso en los alrededores ni sentado en los coches estacionados.
Un taxi se detuvo para esperar la luz verde del semáforo, justo frente a él. Martin se lanzó a la carrera y trató de abrir la puerta trasera, pero estaba cerrada. El conductor se volvió a mirarlo y aceleró, a pesar de la luz roja.
Martin quedó en medio de la calle, con la vista fija en el coche que se alejaba. Sólo al regresar al portal, cuando se vio reflejado en el vidrio, comprendió por qué había huido el taxista. Martin parecía un verdadero vagabundo: tenía el pelo horriblemente enredado, con sangre seca en un lado y lleno de hojas secas. La cara sucia lucía una barba de veinticuatro horas, y el sobretodo harapiento completaba su aspecto de pordiosero.
Al buscar su billetero, tuvo el alivio de sentir su forma familiar en el bolsillo trasero.
Lo sacó para contar el dinero que llevaba: treinta y un dólares. En esas circunstancias, la tarjeta de crédito le resultaría inútil. Sacó uno de los billetes de a cinco y volvió a guardar el billetero.
Cinco minutos después apareció otro taxi. Esa vez Philips se le acercó por delante, de modo que el taxista lo viera. Se había arreglado un poco, dentro de lo posible, y llevaba el sobretodo abierto para que no se viera tanto su triste condición. Lo principal era tener a la vista el billete de cinco dólares. El taxista le hizo señas de que subiera.
—¿Adónde le llevo?
—Derecho —dijo Philips—. Siga derecho.
Aunque el hombre lo miraba con cierta desconfianza por el espejito retrovisor, puso la marcha en cuanto cambió la luz y siguió por Broadway. Philips se volvió a mirar por el vidrio trasero. Fort Tyrom Park y la placita desaparecieron rápidamente. Martin aún no sabía adónde ir, pero comprendía que estaría más a salvo en medio de una multitud.
—Quiero ir a la calle 42 —dijo por fin.
—Por qué no me lo dijo antes —se quejó el conductor—. Pudimos haber tomado por la cuesta.
—No —dijo Philips—, no quiero ir por allí. Quiero que me lleve por East Side.
—Eso le va a costar como diez dólares, señor.
—¡Está bien!
Sacó el billetero y mostró diez dólares al conductor, que lo observaba por el espejo retrovisor.
Cuando el coche volvió a avanzar, Martin relajó el cuerpo. Aún no podía creer lo que había ocurrido durante las últimas doce horas. Era como si todo el mundo se hubiera venido abajo y todavía le costaba contener el natural impulso de acudir a la policía en busca de ayuda. ¿Por qué lo habían puesto en manos del FBI? ¿Y por qué diablos querían aniquilarlo los del Bureau, sin hacerle preguntas? Mientras el coche volaba por la Segunda Avenida se le volvió a despertar el miedo.
La calle 42 le procuró el anonimato que deseaba. Seis horas antes esa zona le había parecido extraña y amenazadora. En esos momentos, ese mismo aspecto le resultaba reconfortante. La gente llevaba su psicosis a la vista en vez de ocultarla tras una fachada de normalidad. Los peligrosos eran identificables y se les podía evitar.
Pidió un gran vaso de jugo de naranja y se lo bebió. Pidió otro. Después bajó por la calle 42. Necesitaba pensar. Todo aquello debía tener una explicación racional. Como médico, sabía que, por muchos síntomas y señales dispares que presentara una enfermedad, invariablemente se podían rastrear hasta descubrir una sola afección. Al acercarse a la Quinta Avenida entró en el pequeño parque contiguo a la biblioteca. Buscó un banco vacío y allí se sentó, arropándose con el sobretodo, en la posición más cómoda que pudo encontrar. Tenía que repasar los acontecimientos de la noche. Todo había empezado en el hospital…
Despertó con el sol casi en el cénit. Al mirar a su alrededor por si alguien lo observaba, vio que el parque estaba lleno de gente, pero nadie parecía prestarle atención.
Estaba haciendo calor, y él sudaba profusamente. Al levantarse percibió un fuerte olor. Una vez fuera del parque, echó una mirada a su reloj; le sorprendió descubrir que eran las diez y media.
A varias manzanas de allí encontró un café griego. Después de hacer una bola con el sobretodo para ocultarlo bajo la mesa, pidió huevos, patatas fritas, tocino, tostadas y café.
Utilizó el aseo de caballeros, pero decidió no lavarse. Con ese aspecto nadie lo tomaría por un médico, y si necesitaba huir no podía pedir mejor disfraz.
Cuando terminó el café encontró la lista arrugada con los nombres de las cinco pacientes. Marino, Lucas, Collins, McCarthy y Lindquist. ¿Era posible que esas pacientes y sus respectivas historias estuvieran relacionadas con el extraño hecho de que las autoridades lo estuvieran persiguiendo? Pero aun así, ¿por qué trataban de matarlo? ¿Y qué había sido de esas mujeres? ¿Acaso las habían asesinado? Todo ese asunto, ¿tenía alguna relación con el sexo y el bajo mundo? Y en ese caso, ¿qué tenía que ver la radiactividad? ¿Y por qué estaba involucrado el FBI? Tal vez la conspiración tenía alcance nacional y afectaba a los hospitales de todo el país.
Martin pidió más café. Estaba seguro de que la respuesta al acertijo se encontraba en el Centro Médico Universitario Hobson, pero sabía que ese era exactamente el lugar donde las autoridades esperarían hallarlo. En otras palabras, era el sitio más peligroso para él. Sin embargo, era también el único donde tendría una oportunidad de adivinar lo que estaba ocurriendo. Abandonó el café para utilizar el teléfono público. Su primera llamada fue para Helen.
—¡Doctor Philips, cuánto me alegro de que haya llamado! ¿Dónde está?
—Fuera del hospital.
—Ya me había dado cuenta, pero ¿dónde?
—¿Por qué? —preguntó Martin.
—Por saberlo nada más.
—Dígame, ¿alguien me ha estado buscando? ¿El FBI, por ejemplo?
—¿Y por qué lo iba a buscar el FBI?
Martin quedó casi convencido de que Helen estaba vigilada. No era habitual en ella responder a una pregunta con otra, especialmente a una pregunta tan absurda como esa del FBI. En circunstancias normales, se hubiera limitado a decirle que estaba chiflado. Sansone o alguno de sus agentes debía estar con ella. Philips cortó bruscamente. Necesitaba pensar en otro modo de obtener las historias clínicas y la restante información que tenía en su oficina.
A continuación llamó al hospital e hizo que buscaran a la doctora Denise Sanger. Lo último que deseaba era que ella acudiera a la clínica ginecológica. Pero Denise no atendió la llamada y él tuvo miedo de dejarle un recado. Después de cortar hizo una última llamada a Kristin Lindquist. Atendió la compañera de cuarto, al primer timbrazo, pero cuando Philips dijo quién era y preguntó por la muchacha, ella respondió que no podía darle ninguna información y que por favor no volviera a llamar. Después cortó.
Philips, de nuevo ante la mesa, desplegó ante sí la lista de pacientes y tomó un bolígrafo. «Fuerte radiactividad en los cerebros de mujeres jóvenes (¿y otras zonas?) —escribió—; Papanicolau anotados anormales cuando eran normales. Síntomas neurológicos similares a esclerosis múltiple».
Se quedó mirando lo que había escrito; su mente corría en círculos descabellados. A continuación anotó: «Neurología — Ginecología — Policía — FBI», seguido por «Werner necrofilia». No parecía haber relación alguna entre todas esas cosas, pero daba la impresión de que la clínica ginecológica estuviera en el medio. Si lograba descubrir por qué se habían anotado como anormales aquellos Papanicolau, tal vez encontrara una pista.
De pronto lo abatió una oleada de desesperación. Era obvio que se enfrentaba a algo demasiado poderoso para él. Su antiguo mundo, con los diarios quebraderos de cabeza, ya no le parecía tan terrible. Bien hubiera soportado el aburrimiento y la rutina si hubiese podido acostarse por las noches con Denise entre los brazos. No era muy religioso, pero se sorprendió tratando de llegar a un acuerdo con Dios: si Él lo rescataba de esa pesadilla, Martin no volvería a quejarse de su existencia.
Al mirar el papel notó que tenía los ojos llenos de lágrimas. No tenía sentido que la policía lo persiguiera a él, justamente a él.
Volvió al teléfono para tratar nuevamente de comunicarse con Denise, pero ella no respondía a las llamadas. En su desesperación, pidió que lo comunicaran con la recepcionista de la clínica ginecológica.
—Denise Sanger ¿ha acudido ya a su visita?
—Todavía no —dijo la mujer—. Tiene que llegar en cualquier momento.
Martin pensó rápidamente antes de hablar.
—Soy el doctor Philips. Cuando llegue, dígale que he cancelado su visita y que debe hablar primero conmigo.
—Se lo diré —aseguró la recepcionista.
Martin notó que estaba auténticamente sorprendido. Salió del café y fue a sentarse en el pequeño parque. Se sentía incapaz de tomar una decisión sensata. Tratándose de un hombre que creía en el orden establecido y en la autoridad, el no poder acudir a la policía cuando lo habían atacado a tiros era el colmo de lo irracional.
La tarde pasó entre sueños inquietos y ratos de confusión. Su falta de decisión se convirtió en una decisión de por sí. Mientras tanto, se iniciaba la hora punta y el tránsito iba en aumento. Después, la multitud empezó a disiparse. Entonces Martin volvió al café para cenar. Eran poco más de las seis.
Pidió un plato de carne y trató de comunicarse con Denise, una vez más, mientras se lo preparaban. Ella seguía sin contestar. Al fin trató de llamarla a su apartamento, preguntándose si la policía estaba lo bastante enterada de su vida como para tenerla bajo vigilancia.
—¿Martin? —respondió su voz al primer timbrazo, desesperada.
—Sí, soy yo.
—¡Gracias a Dios! ¿Dónde estás?
Martin, pasando por alto la pregunta, inquirió:
—¿Dónde te habías metido? Te hice buscar todo el día.
—No me sentía bien. Me quedé en casa.
—Y no se lo dijiste a la telefonista del hospital.
—Ya sé que… —De pronto la voz de Denise cambió. Se convirtió en un chillido—. ¡No vengas!
Pareció que se sofocaba. Philips oyó un forcejeo y el corazón se le subió a la boca.
—¡Denise! —gritó.
En el café, todo el mundo quedó petrificado; las cabezas se volvieron hacia el teléfono.
—Philips, habla Sansone.
El agente había tomado el teléfono. Martin aún oía a Denise que trataba de gritar.
—Un momento, Philips.
Se apartó del teléfono y le dijo a alguien:
—Sáquenla de aquí y háganla callar.
Después, otra vez al teléfono:
—Oiga Philips…
—¿Qué diablos está pasando, Sansone? —gritó Martin—. ¿Qué está haciendo con Denise?
—Tranquilícese, Philips. La chica está bien. Hemos venido a protegerla. ¿Qué le pasó anoche en los Claustros?
—¿Qué me pasó a mí? ¿Está loco? Los suyos quisieron matarme.
—No diga tonterías, Philips. Sabíamos que no era usted el de la plaza. Pensamos que ya lo habían atrapado.
—¿Quiénes? —preguntó él, confundido.
—¡Philips! No es cosa que pueda decirle por teléfono.
—¡Dígame siquiera qué diablos está pasando!
Los concurrentes del café seguían inmóviles. Como buenos neoyorquinos, estaban habituados a toda clase de cosas raras, pero no a que sucedieran en el café del barrio.
Sansone se mostraba frío y objetivo.
—Lo siento, Philips. Tendrá que venir aquí, y ahora mismo. Con eso de andar solo no hace sino complicarnos el problema. Y ya sabe que hay varias vidas inocentes en juego.
—Dos horas —chilló Philips—. Estoy a dos horas de distancia.
—De acuerdo. Tiene dos horas y ni un segundo más.
Se oyó un último chasquido y la línea quedó muerta. Philips sintió pánico; en un segundo perdió toda su indecisión. Después de arrojar un billete de cinco dólares, salió corriendo a la calle, en dirección al metro de la Octava Avenida.
Iría al Centro Médico. No estaba seguro de lo que haría allí, pero iría al hospital.
Contaba con dos horas de plazo y necesitaba unas cuantas respuestas. Cabía alguna posibilidad de que Sansone no estuviera mintiendo. Quizá pensaba, realmente, que alguna potencia desconocida se lo había llevado. Pero Philips no estaba seguro, y la incertidumbre lo aterrorizaba. La intuición le decía que Denise estaba ya en peligro.
En el tren que iba al centro había sólo sitio para estar de pie, aunque la hora punta había pasado, pero Philips se sintió mejor así. Lo ayudó a templar el pánico y le permitió utilizar su inteligencia. Cuando bajó del vehículo ya sabía cómo entrar en el Centro Médico y qué hacer cuando estuviera dentro.
Salió a la calle junto con la multitud y se encaminó a su primer destino: una licorería.
En cuanto el empleado echó un vistazo a su desaliñado aspecto, salió de detrás de la caja registradora para tratar de echarlo, pero cedió al ver el dinero que Martin exhibía.
Le tomó exactamente treinta segundos comprar una botella de whisky. En una de las calles que desembocaban en Broadway, encontró un pequeño callejón atestado de barriles.
Allí destapó el whisky, tomó un buen trago e hizo gárgaras con él; tragó una pequeña cantidad, pero el resto fue al suelo. Después, utilizando la bebida a manera de agua de colonia, se untó la cara y el cuello; por fin guardó la botella medio vacía en el bolsillo del abrigo. Entre todos los barriles escogió uno en la parte de atrás, lleno de arena, quizá para esparcir en la acera durante el invierno. Allí cavó un pequeño hueco donde enterrar su billetera, después de guardar el resto de su efectivo junto con la petaca de whisky.
Su meta siguiente fue un almacén pequeño, pero concurrido. En cuanto entró, los clientes se apartaron para abrirle bastante espacio. De cualquier modo tuvo que empujar a algunas personas para encontrar un sitio bien a la vista de los cajeros.
—¡Ahhh! —gritó como si se ahogara.
Y se arrojó al suelo, arrastrando en la caída un expositor lleno de latas de judías.
Mientras las latas rodaban en todas direcciones, se retorció como si fuera víctima de un fuerte dolor. Cuando uno de los comerciantes se acercó a preguntarle si se sentía bien, jadeó:
—Duele. ¡El corazón!
En pocos momentos llegó la ambulancia. Le pusieron una máscara de oxígeno y un electrocardiógrafo hasta llegar al Centro Médico Universitario Hobson. Cuando llegaron, el resultado, esencialmente normal, ya había sido analizado por radio y habían decidido que no requería ningún medicamento ni drogas cardíacas.
Mientras los enfermeros lo llevaban a la sala de Urgencias, Martin notó que había varios policías en la plataforma, pero ni siquiera le echaron un vistazo. Lo llevaron a una de las salas principales, donde fue puesto en cama. Una de las enfermeras le revisó los bolsillos en busca de documentos de identificación, mientras el interno le tomaba otro cardiograma.
Como el trazo era normal, los cardiólogos se dispersaron, dejando que el interno se hiciera cargo.
—¿Cómo es ese dolor, amigo? —preguntó el médico, inclinado sobre Philips.
—Necesito Maalox —gruñó Martin—. A veces, cuando tomo whisky barato, se me pasa con Maalox.
—Me parece bien.
Una encallecida enfermera de treinta y cinco años le dio el Maalox; parecía tener ganas de darle una paliza por el triste estado en que estaba. Cuando le pidió los datos para la ficha, Martin dijo llamarse Harvey Hopkins, tomando prestado el nombre de su excompañero de cuarto en la universidad. La enfermera le dijo que le concederían algunos minutos de descanso hasta ver si le volvía el dolor del pecho, y cerró las cortinas alrededor de su cama.
Philips esperó algunos minutos antes de levantarse. En una mesita de la sala de Urgencias, apoyada contra la pared, halló una navaja desechable y una barra de jabón utilizado para limpiar las heridas. También consiguió varias toallas, una gorra y una mascarilla. Así armado, espió por entre las cortinas.
La sala de Urgencias era un mar de confusión, como ocurría siempre a esa hora. La cola para entrar se prolongaba desde la mesa de recepción casi hasta la entrada, y las ambulancias seguían llegando a intervalos regulares. Nadie lo miró siquiera mientras bajaba por el corredor central y abría la puerta gris, frente a la asediada mesa principal. Había un solo médico en el saloncito; cuando Philips pasó hacia las duchas, estaba absorto en el estudio de un electrocardiograma.
Se duchó y afeitó rápidamente, abandonando sus ropas en un rincón del cuarto. Junto a los lavabos encontró un montón de ropa esterilizada para cirugía, vestimenta favorita del personal de Urgencias. Después de ponerse la camisa y los pantalones, se cubrió el pelo mojado con la gorra y hasta se ató la mascarilla. Con frecuencia el personal usaba mascarilla fuera de los quirófanos, sobre todo cuando estaba resfriado.
Al mirarse al espejo quedó convencido de que hacía falta conocerlo muy bien para identificarlo. No sólo había podido penetrar en el hospital, sino que además parecía pertenecer a él. En cuanto a Harvey Hopkins, los pacientes de sala de Urgencias solían marcharse sin previo aviso. Una mirada al reloj le reveló que había pasado una hora de su plazo.
Salió del saloncito, cruzó la sala de Urgencias y pasó corriendo frente a dos policías.
Para llegar al primer piso utilizó la escalera contigua a la cafetería. Necesitaba un detector de radiaciones, pero decidió que sería demasiado peligroso tomar el de su oficina; tuvo que revolver la sección de Radioterapia hasta encontrar otro. Después corrió escaleras abajo hasta la planta baja y entró apresuradamente en los edificios de clínicas.
Los ascensores, muy antiguos, requerían un servicio de operadores, y estos ya se habían retirado. Martin tuvo que subir cuatro pisos hasta Ginecología. En el subterráneo, apretado entre dos comerciantes muy desdichados, había decidido que la radiactividad podía tener alguna relación con ese departamento; sin embargo, al llegar allí, con el detector en la mano, su decisión empezaba a flaquear. No tenía idea de lo que estaba buscando.
Después de cruzar la sala de espera principal entró en la clínica universitaria. Como aún no la habían limpiado, estaba llena de papeles y ceniceros repletos. Bajo aquella magra luz, todo tenía aspecto de inocencia y normalidad.
Quiso revisar el escritorio de la recepcionista, pero lo encontró cerrado. Al probar las dos puertas que había detrás, descubrió que todo estaba bajo llave. Pero las cerraduras eran sencillas, del tipo en que la traba funciona en el centro del picaporte, y bastó una tarjeta plástica tomada del escritorio para abrir una. Martin cerró la puerta a sus espaldas y encendió las luces.
Se encontró en el pasillo donde había hablado con el doctor Harper. A la izquierda estaban los dos consultorios; a la derecha, el laboratorio y la antecocina. Prefirió los consultorios. Manejando el detector con mucha minuciosidad, lo acercó a todos los armarios y rincones, lo pasó por las camillas. Nada. Todo estaba libre de radiaciones. Repitió la misma operación en los laboratorios, empezando con las estanterías, para abrir después los cajones y los envases. En un extremo de la habitación había grandes armarios para instrumentos, que también revisó con resultados negativos.
La primera respuesta surgió del cesto para papeles. Era una reacción muy débil, totalmente inofensiva, pero aún así delataba radiactividad. Philips comprobó que el tiempo se le acababa rápidamente. En media hora debería estar en el departamento de Denise. Decidió que sólo se presentaría tras comprobar que Sansone no la retenía.
Una vez obtenida aquella reacción en el cesto, volvió a revisar el laboratorio una vez más. No halló nada, hasta que revisó de nuevo el armario. Los estantes inferiores estaban llenos de sábanas y batas de hospital; los de arriba contenían diversos artículos para laboratorios y oficina. Debajo había un cesto grande lleno de sábanas sucias, que provocó otra reacción positiva al empujar la sonda casi hasta el suelo.
Martin vació el cesto y revisó la ropa con el detector. Nada. Pero al pegar la sonda al canasto vacío volvió a obtener una respuesta débil cerca de la base. Entonces se agachó para meter la mano en el espacio vacío. El fondo y las paredes eran de madera pintada, aparentemente sólidos, pero al golpear el fondo con el puño sintió una vibración. Sin apresurarse, dio golpecitos en toda la periferia. Al golpear en un determinado punto, la tabla se inclinó ligeramente y volvió a caer en su lugar. Martin empujó en ese sitio y pudo levantar el fondo.
Debajo había dos capas de plomo con la conocida etiqueta de peligro por radiactividad. Los rótulos indicaban que provenían de los laboratorios Brookhaven, proveedores de todo tipo de isótopos médicos. Sólo una de las etiquetas era totalmente legible: la caja contenía 2-/18F/fluoro-2 dioxi-D-glucosa. El otro rótulo estaba arrancado en parte, pero también se trataba de un isótopo de deoxi-D-glucosa.
Martin se apresuró a abrir las cajas. La primera, la del rótulo legible, tenía una moderada radiactividad. La otra caja, en cambio, tenía una cobertura de plomo mucho más gruesa que enloqueció al detector. Fuera lo que fuese, se trataba de algo muy peligroso.
Philips cerró herméticamente el envase y volvió el fondo del cesto a su posición normal.
Nunca había oído hablar de esos dos compuestos, pero el solo hecho de que estuvieran en la clínica los hacía altamente sospechosos. El hospital mantenía una estricta vigilancia sobre el material radiactivo que se utilizaba para radioterapia, trabajos de diagnóstico e investigación controlada. Pero ninguna de esas categorías era aplicable a la ginecología. Sólo faltaba averiguar para qué se utilizaba la dioxi-glucosa radiactiva.
Sin dejar el detector de radiaciones, Philips descendió las escaleras hasta el sótano.
Una vez en el sistema de túneles tuvo que aminorar el paso para no sorprender a los grupos de estudiantes, pero al acercarse a la biblioteca nueva se apresuró de tal modo que llegó sin aliento.
—Dioxi-glucosa —jadeó—. Necesito buscarla. ¿Adónde?
—No sé —respondió la bibliotecaria, sorprendida.
—Mierda.
Y Philips se volvió hacia el fichero.
—Pruebe en la mesa de Informaciones —le aconsejó la mujer, levantando la voz.
Martin cambió de dirección hacia la Hemeroteca. Una muchacha que no parecía tener más de quince años atendía el escritorio de Informaciones. Había oído el barullo y lo observó acercarse.
—Rápido. Dioxi-glucosa. ¿Dónde puedo buscarla?
—¿Qué es? —preguntó la muchacha, mirándolo con alarma.
—Debe ser una especie de azúcar, hecha de glucosa. Mire, no sé qué es; por eso necesito buscarla.
—Creo que podría empezar con el Compendio de productos químicos y probar el índice de medicinas. Después…
—¡El Compendio de productos químicos! ¿Dónde está?
La chica le señaló una mesa larga, detrás de la cual había una estantería. Philips corrió a sacar el índice. Tenía miedo de mirar la hora. Halló la referencia como subtítulo, bajo Glucosa, con el número de volumen, pero su frenesí lo convirtió en una mezcla sin sentido.
Tuvo que obligarse a tomar las cosas con más calma para concentrarse; entonces leyó que la dioxi-glucosa era tan similar a la glucosa, el alimento biológico del cerebro, que atravesaba la barrera sanguínea del cerebro y era recogida por las células nerviosas activas.
Pero una vez en su interior, no podía metabolizarse como la glucosa y se acumulaba. Al terminar, el artículo decía: «La dioxi-glucosa radiactiva ha demostrado ser una gran promesa en las investigaciones sobre el cerebro».
Martin cerró el libro con manos temblorosas. Todo aquello empezaba a tener sentido.
Alguien, dentro del hospital, estaba llevando a cabo experimentos sobre el cerebro en sujetos humanos que no habían dado su consentimiento. «¡Mannerheim!», pensó, tan furioso que sentía sabor a veneno.
Aunque no era químico, recordaba lo bastante como para comprender que, si a un compuesto como la dioxi-glucosa se le agregaba suficiente radiactividad, se lo podía inyectar a las personas para estudiar su absorción por parte del cerebro. Si la radiactividad era mucha, como en el caso de la caja escondida en Ginecología, mataría las células nerviosas que lo absorbieran. Y si alguien deseaba estudiar un sendero de células nerviosas en el cerebro, podía destruirlas selectivamente con ese método. Había sido esa destrucción, llevada a cabo en cerebros de animales, la que sirviera de base a la ciencia de la neuroanatomía. Para un científico lo bastante implacable, emplear los mismos métodos en seres humanos era sólo un paso más. Philips se estremeció: una persona tan egocéntrica como Mannerheim bien podía descartar los aspectos morales de la cuestión.
Se sentía aplastado por ese descubrimiento. No tenía idea de lo que habría hecho para conseguir la participación de Ginecología en aquello, pero forzosamente debían colaborar con los estudios. Y también el administrador del hospital debía saber algo. ¿Por qué, si no, había defendido a Mannerheim, el astro de la cirugía, el semidiós del hospital? Martin perdió el ánimo ante las horribles implicaciones de todo aquello.
Sabía que Mannerheim recibía gran apoyo del gobierno, el cual aportaba millones y millones del dinero público para sus investigaciones. Tal vez ese fuera el motivo por el que había intervenido el FBI. Quizá sobre Martin pesaba la acusación de poner en peligro un importante descubrimiento apoyado por el gobierno. El Bureau podía ignorar que involucraba la experimentación en seres humanos; Martin no era ningún ingenuo tratándose de barullos institucionales, donde la mano derecha no tenía idea de lo que estaba haciendo la izquierda.
Pero era muy triste que el gobierno, sin saberlo, estuviera protegiendo el sacrificio de seres humanos en bien de la investigación médica.
Giró lentamente la muñeca para ver el reloj. Le faltaban cinco minutos para llamar a Denise. No estaba seguro de que los agentes quisieran hacerle daño, pero tras haber visto el tratamiento aplicado a los vagabundos no pensaba correr ningún riesgo. Se preguntó qué podía hacer.
Sabía algo de lo que estaba ocurriendo… No todo, pero sí algo. Sabía lo bastante como para poder desenredar toda la conspiración, si lograba la ayuda de una persona poderosa. Pero ¿quién? Debía ser alguien ajeno a la jerarquía del hospital, pero que conociera la institución y su estructura. ¿El ministro de Salud Pública? ¿Alguien de Intendencia? ¿El jefe de Policía?
Habrían oído ya tantas mentiras con respecto a Martin que sus advertencias caerían en oídos sordos.
De pronto pensó en Michaels, el niño prodigio. ¡Él podía comunicarse con el rector de la universidad! Su palabra sería suficiente para provocar una investigación. Quizá diera resultado. Martin corrió a uno de los teléfonos y consiguió línea externa. Al marcar el número de su compañero, rezaba para que estuviera en su casa. Hubiera podido gritar de alegría cuando oyó la conocida voz.
—Michaels, estoy en un problema terrible.
—¿Qué pasa? —preguntó Michaels—. ¿Dónde estás?
—No tengo tiempo para darte explicaciones, pero he descubierto algo horrible, tremendo, relacionado con ciertas investigaciones, aquí en el hospital. Y parece que el FBI les presta apoyo. No me preguntes por qué.
—¿Qué puedo hacer?
—Llama al rector. Dile que se trata de un escándalo referido a experimentos con seres humanos. Eso bastará, a menos que el rector también esté implicado. Y en ese caso, que el cielo nos ayude a todos. Pero el problema más inmediato es Denise. El FBI la tiene retenida en su apartamento. Llama al rector para que se comunique con Washington y la haga liberar.
—¿Y tú?
—Por mí no te preocupes. Estoy bien. Estoy en el hospital.
—¿Por qué no vienes aquí, a mi apartamento?
—No puedo. Quiero subir al laboratorio de Neurocirugía. Te espero en Computación dentro de quince minutos. ¡Date prisa!
Después de cortar, Philips marcó el número de Denise. Alguien descolgó el teléfono, pero no dijo nada.
—Sansone —gritó Martin—, soy yo, Philips.
—¿Dónde está, Philips? Tengo la molesta impresión de que usted no se está tomando esto en serio.
—¡Cómo que no! Estoy al norte de la ciudad. Voy en camino, pero necesito más tiempo. Veinte minutos.
—Quince —dijo Sansone, y cortó.
Martin volvió corriendo a la biblioteca con una sensación de vacío en el estómago.
Estaba completamente seguro de que Sansone retenía a Denise como rehén, para lograr que él se entregara. Querían matarlo, y probablemente la matarían también a ella para atraparlo.
Todo dependía de Michaels. Él tenía que ponerse en contacto con alguien de autoridad que no estuviera involucrado. Pero Martin sabía que necesitaba más informaciones para apoyar sus sospechas. Mannerheim, sin duda, tendría alguna historia con que cubrirse. Era preciso saber cuántos especímenes de cerebros radiactivos tenían en Neurocirugía.
Tomó un ascensor vacío hasta el piso correspondiente, en el edificio dedicado a investigaciones; quitándose el gorro de cirugía, se pasó los dedos nerviosos por el pelo enredado. Le quedaban unos pocos minutos.
La puerta de la oficina de Mannerheim estaba cerrada. Martin miró a su alrededor, buscando algo con que romper el vidrio, y un pequeño extintor de incendios le llamó la atención. Tras descolgarlo de la pared, lo arrojó contra el panel de vidrio. Apartó con el pie los trozos de vidrio y manipuló el picaporte.
En ese momento se abrió violentamente la puerta, al otro extremo del corredor, y dos hombres se lanzaron a la carga por el pasillo, armados de pistolas. No pertenecían a la guardia del hospital; vestían trajes de calle de poliéster. Uno de ellos puso rodilla en tierra, sujetando el revólver con las dos manos, mientras el otro gritaba:
—¡No se mueva, Philips!
Martin se lanzó de cabeza al suelo, entre los fragmentos de vidrio caídos en el interior del laboratorio, desapareciendo de la vista. Se oyó el golpe seco de un silenciador, y una bala rebotó contra el marco metálico de la puerta. Él se incorporó y cerró la puerta con un golpe violento, haciendo que cayeran más fragmentos de vidrio roto.
Al entrar en el laboratorio oyó pasos pesados que venían por el vestíbulo. La habitación estaba a oscuras, pero él, recordando su disposición, corrió entre los dos mostradores. Cuando llegó al cuarto de los animales, sus perseguidores estaban abriendo la puerta exterior. Uno de los hombres dio un manotazo al interruptor, inundando el laboratorio con un crudo resplandor fluorescente.
Martin, obrando frenéticamente, tomó la jaula donde estaba el mono enfurecido por los electrodos. El animal trató de agarrarle la mano para mordérsela a través de la tela metálica. Necesitó de toda su fuerza para poner la jaula contra la puerta del laboratorio. En cuanto sus perseguidores aparecieron tras el mostrador más próximo, contuvo el aliento y abrió la puerta del animal.
Con un chillido que hizo temblar los recipientes del laboratorio, el mono escapó de su prisión y alcanzó los estantes superiores en un solo salto, esparciendo instrumentos en todas direcciones. Los dos hombres vacilaron, sorprendidos por la aparición de aquella bestia furiosa que arrastraba tras de sí un manojo de cables. Empujado por la furia acumulada día tras día, la fiera se lanzó desde el estante para aterrizar sobre el hombro del agente más cercano, desgarrándole la carne con los dedos poderosos, hundiéndole los dientes en el cuello.
Aunque su compañero trató de prestarle ayuda, el mono fue demasiado rápido.
Martin no se detuvo a esperar los resultados. En cambio atravesó velozmente la habitación de los animales y dejó atrás las largas hileras de cerebros en formol, para salir a la escalera. Por allí se lanzó, a toda velocidad, brincando de descansillo en descansillo, volviendo la cabeza y tornando a bajar con un esfuerzo vertiginoso.
Al oír que la puerta de la escalera se abría ruidosamente allá arriba, se apretó a la pared, pero sin disminuir la velocidad de su descenso. Aunque no estaba seguro de que no pudieran verlo, prefirió no detenerse a averiguar. Había sido un error no adivinar que el laboratorio de Mannerheim estaría custodiado. Oyó un fuerte ruido de pasos a la carrera por las escaleras, pero él ya había ganado mucha distancia y pudo llegar al túnel del sótano sin oír nuevos disparos de pistola.
Las puertas que daban al viejo edificio de la facultad crujieron sobre sus goznes de doble giro al cederle paso. Tras subir a grandes brincos las escaleras curvas de mármol, se lanzó por el pasillo parcialmente demolido hasta alcanzar la entrada al antiguo anfiteatro. Allí se detuvo abruptamente. Todo estaba oscuro, y eso significaba que Michaels no había llegado aún. A sus espaldas todo era silencio: había dejado muy atrás a sus perseguidores. Pero las autoridades sabían ya que él estaba en el complejo del Centro Médico Universitario; ser descubierto era cuestión de tiempo.
Trató de recobrar el aliento. Si Michaels no llegaba en seguida, tendría que presentarse en el apartamento de Denise, por desamparado que se sintiera. Ansioso, empujó la puerta del anfiteatro, que, para su sorpresa, no estaba cerrada con llave. Al entrar quedó envuelto por una fría oscuridad.
El silencio se quebró ante un chasquido eléctrico y grave, que Philips conocía bien desde sus tiempos de estudiante. Era el ruido que emitía el sistema de iluminación cuando se activaba. Y como en aquellos tiempos, el cuarto se llenó de luz. Martin, viendo un movimiento por el rabillo del ojo, se volvió hacia el foso. Michaels le hacía señas desde abajo.
—¡Martin, qué alivio verte!
Philips se agarró de la barandilla para impulsarse con más velocidad a lo largo del pasillo horizontal, antes flanqueado por butacas a ambos lados. Su compañero de investigaciones estaba al pie de las escaleras, indicándole por señas que bajara.
—¿Hablaste con el rector? —gritó Philips.
Al ver a Michaels se le encendía la primera chispa de esperanza en muchas horas.
—Todo está arreglado —chilló el físico—. Baja.
Martin inició el descenso de las escaleras, estrechas y entrecruzadas de cables conectados a los aparatos electrónicos que ocupaban el sitio de las butacas desaparecidas.
Había otros tres hombres junto a Michaels. Al parecer ya había conseguido ayuda.
—Tenemos que hacer algo por Denise, cuanto antes. La tienen…
—Ya se están ocupando de eso.
—¿Ella está bien? —preguntó él aún, deteniéndose por un instante.
—Está bien y a salvo. Pero baja.
Cuanto más se aproximaba al foso, más abundante era el equipamiento y más difícil se tornaba esquivar los cables.
—Acabo de escapar a duras penas de dos hombres que quisieron matarme a tiros en el laboratorio de Neurocirugía —dijo; aún estaba sin aliento y la voz le surgía como a trompicones.
—Aquí estás a salvo —le aseguró Michaels, mientras lo observaba.
Al llegar al borde del foso, Martin levantó la vista para mirarlo de frente.
—No pude buscar nada en Neurocirugía —explicó.
En ese momento pudo ver a los otros tres hombres. Uno de ellos era el simpático estudiante a quien había conocido en su primera visita al laboratorio: Cari Rudman. A los otros dos no los conocía; vestían ropas negras. Su amigo, pasando por alto el último comentario, se volvió hacia uno de los desconocidos.
—¿Ahora están satisfechos? Les dije que podía hacerlo bajar.
El hombre, que no apartaba los ojos de Philips, respondió:
—Lo hizo venir, pero ¿podrá manejarlo?
—Creo que sí —aseveró Michaels.
Martin escuchaba aquel extraño diálogo, mirando alternativamente a su amigo y al desconocido de negro. De pronto recordó aquella cara: ¡era el hombre que había matado a Werner!
—Martin —dijo Michaels, suave, casi paternalmente—. Tengo que mostrarte algunas cosas.
El desconocido interrumpió:
—Doctor Michaels, puedo asegurar que el FBI no actuará precipitadamente, pero lo que haga la CÍA no depende de mí. Confío en que usted lo comprenda.
El físico giró en redondo.
—Señor Sansone, sé perfectamente que la CÍA no corresponde a su jurisdicción.
Necesito un rato más para hablar con el doctor Philips.
Y agregó, dirigiéndose a su amigo:
—Martin, quiero mostrarte algo. Acompáñame.
Dio un paso hacia la puerta que se abría hacia el anfiteatro vecino. Pero Martin estaba paralizado, con las manos apretadas a la barandilla de bronce que rodeaba el foso. El alivio se había convertido en perplejidad, y con la perplejidad le llegaba el rumor profundo del temor renovado.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, asustado; hablaba con lentitud, casi deletreando las palabras.
—Eso es lo que quiero mostrarte. Vamos.
Philips siguió sin mover un músculo.
—¿Dónde está Denise?
—Está perfectamente a salvo, créeme. Ven conmigo.
Michaels dio un paso atrás y lo tomó por la muñeca, alentándolo a bajar al foso.
—Deja que te muestre algunas cosas. Tranquilízate. Dentro de algunos minutos verás a Denise.
Philips se dejó llevar, pasando junto a Sansone. El joven estudiante, que los había precedido, encendió la luz, y Martin se vio ante otro anfiteatro sin butacas. En el foso donde él estaba se levantaba una enorme pantalla, constituida por millones de células fotorreceptivas de sensibilidad lumínica, cuyos cables terminaban en una unidad de procesamiento. De la primera procesadora surgía un número menor de cables, separados en dos manojos que se conectaban con dos computadoras. Estas estaban vinculadas con otras similares, que a su vez se conectaban entre sí. El conjunto llenaba la habitación entera.
—¿Tienes idea de lo que estás viendo? —le preguntó Michaels.
Martin sacudió la cabeza.
—Es el primer modelo del sistema visual humano, reproducido con computadoras.
Aunque para nuestros adelantos actuales es extenso y primitivo, funciona sorprendentemente bien. Las imágenes se proyectan en la pantalla, y estas computadoras asocian la información. —Hizo un ademán abarcándolo todo entre sus manos—. Lo que estás viendo, Martin, equivale a la primera pila atómica que construyeron en Princeton. Este será uno de los descubrimientos científicos más grandes de la historia.
El radiólogo lo miraba fijamente, preguntándose si su amigo no estaría loco.
—¡Hemos creado la cuarta generación de computadoras! La primera generación consistía sólo en artefactos que superaban en muy poco a las calculadoras comunes.
La segunda generación apareció con el advenimiento de los transistores. La tercera fue la de los microaparatos. Acabamos de dar a luz la cuarta generación, y esa pequeña procesadora que tienes en tu despacho es una de nuestras primeras aplicaciones. ¿Sabes lo que hemos hecho?
Philips volvió a sacudir la cabeza. El físico parecía encendido de entusiasmo.
—¡Hemos creado una verdadera inteligencia artificial! Computadoras que piensan.
Aprenden y razonan. Tenían que aparecer; ¡y lo conseguimos!
Tomó a Martin por el brazo y lo arrastró al pasillo que comunicaba los dos antiguos anfiteatros. Allí, entre las dos viejas salas de actos estaba la puerta del antiguo laboratorio de Microbiología y Fisiología. Cuando Michaels la abrió, Martin Philips vio que la parte interior había sido reforzada con acero. Detrás había otra puerta, también reforzada. El físico abrió con una llave especial. Era como entrar en una bóveda.
Martin se tambaleó ante el impacto de lo que preveía. Los pequeños cuartos y las mesas de experimentación habían sido retiradas; quedaba una habitación de treinta metros de longitud, sin ventanas. Dividiéndola por el medio se veía una fila de enormes recipientes cilíndricos de vidrio llenos de un líquido claro.
—Esta es nuestra preparación más valiosa y productiva —dijo Michaels, palmeando el primero de los recipientes—. Ahora bien, sé que tu primera impresión será emocional. Lo mismo nos pasó a todos. Pero créeme que las recompensas valen los sacrificios realizados.
Martin empezó a caminar lentamente alrededor del recipiente. Medía, cuanto menos, un metro ochenta de altura y uno de diámetro. En el interior, sumergidos en algo que, según descubriría más tarde, era fluido cerebroespinal, flotaban los restos vivientes de Katherine Collins. Parecía estar sentada, con los brazos suspendidos sobre la cabeza. La unidad respiratoria funcionaba, indicando que la mujer vivía. Pero el cerebro estaba completamente expuesto. No había cráneo. Casi toda la cara había desaparecido, con excepción de los ojos, liberados de sus órbitas y cubiertos por lentes de contacto. Del cuello le surgía un tubo endotraqueal.
También le habían abierto cuidadosamente los brazos para extraer los terminales de los nervios sensoriales, que estaban echados hacia atrás como si fueran hebras de telaraña, a fin de conectarlos con electrodos sepultados en el cerebro.
Philips dio una vuelta completa alrededor del recipiente. Lo invadía una horrible debilidad, como si las piernas fueran a fallarle en cualquier momento.
—Tal vez sepas —explicó Michaels—, que los grandes adelantos de la ciencia de la computación, como la retroalimentación, provienen del estudio de los sistemas biológicos. En realidad, de eso trata la cibernética. Bueno, hemos dado el paso más natural al ocuparnos del cerebro humano como tal, pero no para estudiarlo como la psicología, que lo considera una misteriosa unidad sellada.
De pronto Philips recordó que su amigo había utilizado ese enigmático término al ofrecerle el programa de computación. Por fin comprendía.
—Lo estudiamos como si se tratara de una máquina cualquiera, compleja y delicada pero nada más. Y hemos tenido un éxito que no soñábamos. Descubrimos cómo hace el cerebro para archivar su información, cómo lleva a cabo el procesamiento paralelo de la información, tanto más eficaz que el procesamiento seriado de las computadoras de ayer, y de qué modo está organizado, en un sistema funcionalmente jerárquico. Más aún, hemos aprendido a diseñar y construir un sistema mecánico que imita al cerebro y realiza las mismas funciones. ¡Y sirve, Martin! ¡Los resultados sobrepasan todo lo que puedas imaginar!
Michaels había espoleado a Martin para que fuera recorriendo la fila de recipientes y observara los cerebros expuestos de las jóvenes, todos en diferentes etapas de vivisección.
Ante el último recipiente, Philips se detuvo. La sujeto estaba en la primera fase de la preparación, y los restos de la cara aún eran reconocibles. Se trataba de Kristin Lindquist.
—Ahora escucha —prosiguió el físico—. Sé que, a primera vista, parece horrible. Pero este adelanto científico es tan grande que resultaría inconcebible calcular sus beneficios inmediatos. Solamente en el campo de la medicina revolucionará todas las especialidades. Ya has visto lo que puede hacer tu programa, tan prematuro, con una radiografía de cráneo. No quiero que tomes ninguna decisión apresurada, Philips, ¿comprendes?
Habían completado el circuito por la habitación, que era una combinación de hospital y centro de cálculo. En un rincón se veía algo similar a un complicado equipo de terapia intensiva, ante cuyos monitores vigilaba un hombre de largo delantal blanco. La llegada de Michaels y Philips no había estorbado su concentración.
El radiólogo volvió a detenerse frente a Katherine Collins y recuperó, por primera vez, el uso de la palabra. En voz inexpresiva, insensible, preguntó:
—¿Qué es lo que entra en el cerebro de esta sujeto?
—Son nervios sensoriales —respondió Michaels, entusiasmado—. Como el cerebro es irónicamente insensible a su propia condición, hemos vinculado los nervios sensoriales periféricos de Katherine con electrodos, para que ella pueda decirnos qué partes de su cerebro están funcionando en un momento dado. Equivale a un sistema de retroalimentación para el cerebro.
—¿Me estás diciendo que esta preparación se comunica contigo? —exclamó Philips, auténticamente sorprendido.
—Por supuesto. Es lo mejor de todo esto. Hemos logrado que el cerebro humano se estudie a sí mismo. Te lo mostraré.
Fuera del cilindro, pero alineado con los ojos de Katherine Collins, había una unidad que parecía una terminal de computadora. Contaba con una gran pantalla vertical y un tablero, electrónicamente conectado a otra unidad que estaba dentro del cilindro, así como a la computadora central, instalada al costado de la habitación. Michaels escribió una pregunta en la máquina y la proyectó en la pantalla:
¿CÓMO TE SIENTES, KATHERINE?
La pregunta se desvaneció. En su lugar aparecieron las palabras:
BIEN, ANSIOSA POR EMPEZAR EL TRABAJO. POR FAVOR, ESTIMÚLEME.
Michaels, sonriendo, miró a su compañero.
—Esa chica no se cansa nunca. Por eso ha sido tan útil.
—¿Qué significa eso de «estimúleme»?
—Le hemos implantado un electrodo en el centro del placer. Así la recompensamos y la alentamos a cooperar. Cuando la estimulamos tiene una sensación equivalente a cien orgasmos. Debe ser sensacional, porque lo pide constantemente.
Michaels escribió en la unidad:
SÓLO UNA VEZ, KATHERINE. DEBE TENER PACIENCIA.
En seguida apretó un botón rojo, al costado del tablero. Philips vio que el cuerpo de la muchacha se arqueaba levemente, con un estremecimiento.
—Te diré —explicó el físico—. Ya está demostrado que el sistema de recompensas del cerebro es la fuerza motivadora más poderosa, aun más que la autodefensa. Y hemos llegado a descubrir el modo de incorporar ese principio en nuestra última procesadora. Hace que la máquina funcione con mayor eficacia.
—¿A quién se le ocurrió todo esto? —preguntó Philips, no muy seguro de poder creer en todo lo que veía.
—No hay una sola persona que pueda considerarse responsable, todo ocurrió por etapas.
Pero los dos más influyentes hemos sido tú y yo.
—¡Yo! —exclamó Philips, como si le hubieran dado una bofetada.
—Sí. Ya sabes que siempre me interesó la inteligencia artificial; por eso me atrajo la idea de trabajar contigo, en un principio. Los problemas que me presentabas sobre la interpretación de radiografías cristalizaron todo el tema central, llamado «reconocimiento de esquemas». Los humanos pueden reconocer esquemas, pero hasta la más sofisticada de las computadoras tenía grandes dificultades para hacerlo. Con tus meticulosos análisis de la metodología utilizada para evaluar radiografías, tú y yo aislamos los pasos lógicos que era preciso resolver electrónicamente a fin de reproducir su funcionamiento. Parece complicado, pero no lo es. Necesitábamos saber ciertas cosas sobre el modo como el cerebro humano reconoce objetos familiares. Me incorporé a un grupo de fisiólogos interesados en neurología y con ellos inicié un estudio muy modesto, utilizando dioxi-glucosa radiactiva; la inyectábamos a ciertas pacientes que después eran sometidas a un esquema específico.
Empleamos las cartillas con la letra E, que suelen usar los oftalmólogos. La glucosa radiactiva provocaba entonces microscópicas lesiones en el cerebro de las sujetos, matando las células que tenían como función el reconocimiento y la asociación del esquema con la letra E. Luego era sólo cuestión de trazar un mapa de esas lesiones para determinar cómo funcionaba el cerebro. La técnica de la destrucción selectiva está en uso en laboratorio desde hace años, aplicada a cerebros de animales. La diferencia es que, al emplearla en seres humanos, aprendimos tanto y con tanta rapidez que eso nos alentó a efectuar mayores esfuerzos.
—¿Y por qué en mujeres jóvenes? —preguntó Martin, sintiendo que la pesadilla se convertía en realidad.
—Sólo por comodidad. Necesitábamos un grupo de sujetos saludables a quienes pudiéramos llamar cuando nos hicieran falta. Las pacientes de Ginecología se ajustaban a esos requerimientos. Preguntaban muy poco sobre lo que les estaban haciendo y, con sólo alterar los resultados de los Papanicolau, podíamos hacerlas volver con tanta frecuencia como queríamos. Mi esposa está a cargo de la clínica desde hace años. Ella seleccionaba a las pacientes y les inyectaba el material radiactivo en que un cerebro humano reconoce los objetos familiares. Me asocié con algunos fisiólogos interesados en neurología, y en corriente sanguínea, a fin de retirarles sangre para el examen de rutina. Era muy fácil.
Martin imaginó súbitamente a la severa mujer de pelo negro que atendía la clínica ginecológica. Le costaba asociarla con Michaels, pero acabó por comprender que, de entre todas las cosas por las que se había interesado últimamente, eso era lo más concebible.
La pantalla, situada frente a Katherine Collins, volvió a la vida:
ESTIMÚLEME, POR FAVOR.
Michaels escribió a su vez:
YA CONOCE LAS REGLAS. DESPUÉS, CUANDO SE INICIEN LOS EXPERIMENTOS.
Y se volvió hacia Martin, diciendo:
—El programa era tan sencillo y tan satisfactorio que nos alentó a buscar nuevas metas en nuestra investigación. Pero todo se produjo gradualmente, a lo largo de varios años. Nos instigaron a inyectar dosis mayores de radiactividad para delinear las zonas asociativas finales del cerebro. Por desgracia esto provocó cierto síndrome en unas cuantas pacientes, especialmente cuando empezamos a trabajar con las conexiones del lóbulo temporal. Esta parte de la obra se tornó muy delicada, pues debíamos equilibrar la destrucción que provocábamos con el nivel de síntomas tolerables en las pacientes. Si la sujeto presentaba demasiados síntomas teníamos que traerla, y entonces iniciamos esta etapa de la investigación. —Michaels señaló la fila de recipientes—. Aquí, en esta sala, se han hecho los principales descubrimientos. Por supuesto, ni siquiera lo imaginábamos al comenzar.
—¿Y qué me dices de estas últimas pacientes, como Marino, Lucas y Lindquist?
—Ah, sí. En realidad nos causaron algunos problemas. A ellas se les aplicaron las mayores dosis de radiactividad, y sus síntomas aparecieron con tanta rapidez que algunas acudieron a otros médicos antes de que las atrapáramos. Pero los médicos jamás se acercaron al diagnóstico correcto. Mannerheim, menos que nadie.
—¿O sea que él no está involucrado? —exclamó Martin sorprendido.
—¿Mannerheim? ¿Estás bromeando? En un proyecto de esta magnitud no se puede dejar participar a un tipo egocéntrico como él. Querría apropiarse de todos los descubrimientos, por pequeños que fueran.
Philips miró a su alrededor. Estaba horrorizado y sobrecogido. No parecía posible que pudiera ocurrir algo así, y menos aún en medio de un centro médico universitario.
—Lo que más me asombra es que hayan podido hacer todo esto sin problemas —comentó—. Cualquier pobre tipo de Farmacología maltrata a un ratón y le cae encima la Sociedad Protectora de Animales.
—Contamos con mucha ayuda. Quizá hayas notado que esos hombres, los de afuera, son del FBI.
Philips lo miró fijamente.
—No hace falta que me lo recuerdes. Trataron de matarme.
—Lo lamento. No tenía idea de lo que pasaba hasta que me llamaste. Hace más de un año que estás bajo vigilancia. Pero me dijeron que era para protegerte.
—¿Que yo estaba bajo vigilancia?
Martin no lo podía creer.
—Tú y todos nosotros. Philips, deja que te diga algo. El resultado de esta investigación cambiará completamente la sociedad. No estoy exagerando. Cuando comenzamos era un pequeño proyecto, pero obtuvimos resultados positivos muy al comienzo, y lo patentamos.
Eso hizo que las grandes compañías de computación nos inundaran con fondos para la investigación y toda clase de ayuda. No les importaba qué ni cómo hiciéramos para seguir descubriendo cosas; sólo querían resultados, y competían entre sí para colaborar con nosotros.
Pero sucedió lo inevitable. La primera aplicación de importancia para nuestra cuarta generación de computadoras se destinó para el Ministerio de Defensa. Ha revolucionado todo el concepto de armamentos, pues, utilizando una pequeña unidad de inteligencia artificial combinada con un sistema de memoria molecular holográfica, diseñamos y construimos el primer sistema realmente inteligente para guiar misiles. Ahora el ejército cuenta con un prototipo de «misil inteligente». Es el mayor adelanto en cuestión de defensa desde el descubrimiento de la energía atómica. Y al gobierno le interesa aún menos el origen de nuestros descubrimientos que a las compañías de computación. Nos gustara o no, nos cargaron con el mayor sistema de seguridad jamás organizado, mayor aún que el impuesto al Proyecto Manhattan cuando estaban fabricando la primera bomba atómica. Ni siquiera el presidente hubiera podido entrar aquí. De modo que todos estamos bajo custodia. Y estos tipos son bastante paranoicos. A cada instante creen que los rusos están a punto de invadir el laboratorio. Anoche dijeron que te habías desmandado y que eras un peligro para la seguridad.
Pero yo puedo dominarlos… hasta cierto punto. Gran parte depende de ti. Tú eres el que debe tomar una decisión.
—¿Qué clase de decisión? —preguntó Martin, cansado.
—Tendrás que decidir si puedes seguir viviendo con todo esto sobre la conciencia. Sé que es un golpe desagradable. Confieso que no pensaba decirte cómo habíamos logrado nuestros adelantos. Pero si ya has descubierto lo suficiente como para que estuvieran a punto de liquidarte, debes saberlo todo. Escucha, Martin. Sé que va contra todos los conceptos tradicionales de la ética médica experimentar con seres humanos sin su consentimiento, especialmente cuando deben ser sacrificados. Pero creo que el fin justifica los medios.
Diecisiete jóvenes han sacrificado la vida sin saberlo. Es cierto. Pero ha sido para el mejoramiento de la sociedad, y la futura superioridad defensiva de los EE. UU. Desde el punto de vista de cada sujeto, es un gran sacrificio. Desde el punto de vista de doscientos millones de norteamericanos, es una nimiedad. Piensa cuántas muchachas se quitan voluntariamente la vida en el curso de un año, cuántos se matan en las autopistas, ¿y para qué? Estas diecisiete mujeres han agregado algo a la sociedad y han sido tratadas con misericordia. Se las atendió bien y no experimentaron dolor. Por el contrario, han sentido puro placer.
—No puedo aceptarlo —dijo Philips, con voz fatigada—. ¿Por qué no dejaste que me mataran? Así no habrías tenido que preocuparte por mi decisión.
—Me gustas, Philips. Hace cuatro años que trabajamos juntos. Eres inteligente. Tu contribución al desarrollo de la inteligencia artificial ha sido y puede ser enorme. Las aplicaciones médicas, especialmente en el campo de la Radiología, constituyen la cobertura para toda esta operación. Te necesitamos, Philips. Eso no quiere decir que no nos podamos arreglar sin ti. Nadie aquí es indispensable. Pero te necesitamos.
—No me necesitáis.
—No voy a discutir contigo. Lo cierto es que nos haces falta. Y déjame destacar otra cosa: ya no usaremos más sujetos humanos. En realidad, el aspecto biológico del proyecto será clausurado muy pronto. Ya hemos obtenido la información que necesitábamos y ahora debemos mejorar electrónicamente los conceptos. La experimentación con seres humanos ha concluido.
—¿Cuántos son los investigadores involucrados?
—Este es uno de los puntos mejores de nuestro programa —respondió Michaels, orgulloso—. En relación con la magnitud de los logros, el número de personal empleado ha sido muy pequeño. Tenemos un equipo de fisiólogos, uno de técnicos en computación y varias enfermeras diplomadas.
—¿No hay ningún médico?
—No —dijo el físico, sonriendo—. ¡Espera! Eso no es del todo cierto. Uno de nuestros fisiólogos especialista en neurología es también doctor en medicina.
Se hizo un instante de silencio, mientras los dos se observaban.
—Algo más —terminó Michaels—. Tú, como evidentemente mereces, recogerás todo el crédito por los adelantos médicos que se producirán en cuanto apliquemos esta nueva tecnología.
—¿Es un soborno?
—No, es un hecho. Pero te convertirá en uno de los investigadores médicos más célebres de los EE. UU. Podrás programar todo en el campo de la Radiología, de modo tal que las computadoras emitan su diagnóstico con un ciento por ciento de eficacia. Será un beneficio enorme para toda la humanidad. Tú mismo me dijiste una vez que los radiólogos, aun los más eminentes, sólo aciertan en un setenta y cinco por ciento. Y un último detalle. —Michaels bajó la vista, moviendo los pies como si algo lo azorara—. Como te dije, sólo puedo dominar a los agentes hasta cierto punto. Si piensan que alguien representa un riesgo para la seguridad del proyecto, se me escapan de las manos. Por desgracia ahora también Denise Sanger está implicada. No sabe los detalles de esta investigación, pero sí lo suficiente para ponerla en peligro. En otras palabras, si preferís no aceptar el programa, no sólo te eliminarán a ti, sino también a ella. Sobre eso no puedo hacer nada.
Al oír mencionar la amenaza que pendía sobre Denise, una nueva emoción abatió la indignación moral de Philips, llenándolo de odio. Sólo con gran dificultad se contuvo para no lanzarse en un ataque ciego. Se sentía exhausto; cada uno de sus nervios estaba tenso hasta el punto de ruptura. Tuvo que reunir todas sus fuerzas para volver a un estado racional. Entonces lo sobrecogió la inutilidad de su resistencia, dados el poder y el impulso con que contaba el proyecto. Philips hubiera podido inmolarse, pero no podía sacrificar a Denise. Una triste resignación se posó sobre él, como una manta que lo sofocara.
Michaels le puso una mano en el hombro.
—Y bien, Martin, creo que ya te lo he dicho todo. ¿Qué dices?
—No creo tener alternativa… —respondió él, lentamente.
—La tienes, pero muy escasa. Es obvio que tú y Denise quedaríais bajo estrecha vigilancia. No tendréis oportunidad de revelar el asunto ni al Congreso ni a la prensa. Hay planes para cualquier eventualidad. Tu opción es: la vida para ti y para Denise, o una muerte instantánea e inútil. No quisiera ser tan franco. Si decides lo que yo espero, sólo diremos a Denise que nuestra investigación estaba bajo un reglamento del Ministerio de Defensa y que tú, al ignorarlo, te convertiste en un aparente riesgo. Le harán jurar que guardará silencio y allí acabará todo. Será responsabilidad tuya evitar que se entere de los orígenes biológicos.
Philips tomó aliento, apartándose de la fila de cilindros.
—¿Dónde está Denise?
Michaels sonrió.
—Sígueme.
Volvieron sobre sus pasos por las puertas dobles y por los dos anfiteatros. Después de cruzar el corredor sembrado de escombros, entraron en la oficina administrativa de la antigua facultad.
—¡Martin! —gritó Denise.
Se levantó de un salto de la silla plegable en que estaba sentada y corrió hacia él, pasando entre dos agentes, para arrojarse en sus brazos, deshecha en lágrimas.
—¿Qué ha pasado? —sollozó.
Martin no podía hablar. Sus emociones acumuladas se desbordaban de alegría con sólo ver a Denise. Estaba sana y salva. ¿Cómo hubiera podido hacerse responsable de su muerte?
—El FBI trató de convencerme de que te habías convertido en un peligroso traidor —dijo ella—. No les creí ni por un momento, pero dime tú que no es verdad. Dime que todo es una pesadilla.
Philips cerró los ojos. Al abrirlos recobró el uso de la voz. Habló lentamente, eligiendo sus palabras con gran cautela, consciente de que tenía en las manos la vida de Denise. Por el momento lo tenían atrapado, pero ya buscaría el modo de liberarse, algún día, aunque tuviera que esperar años.
—Sí. Es una pesadilla. Es una terrible equivocación. Pero ya ha terminado.
Le alzó la cara para besarla en la boca. Ella le devolvió el beso, segura de que no se había equivocado en sus sentimientos hacia él, que mientras confiara en Martin estaría segura.
Por un momento él ocultó el rostro en su pelo. Si la vida de los individuos tenía importancia, también era importante la de Denise. Para él, más que ninguna otra.
—Ya pasó —repitió ella.
Philips echó una mirada a Michaels por sobre el hombro de Denise. El experto en computadoras asintió, aprobando. Pero Martin sabía que jamás iba a aceptarlo…
NEW YORK TIMES
A. P. ESTOCOLMO. En circunstancias misteriosas, desapareció ayer por la tarde en Suecia el doctor Martin Philips, médico cuyas recientes investigaciones lo lanzaron a la celebridad internacional. Aunque debía dar una conferencia a las 13 horas en el famoso Carolinska Institute, el neurorradiólogo no se presentó ante la numerosa concurrencia que esperaba para escucharle. Junto con el famoso científico desapareció la doctora Denise Sanger, que es su esposa desde hace cuatro meses.
Las especulaciones iniciales sugerían que la pareja había buscado intimidad para ocultarse a la atención que llovió sobre ellos desde que el doctor Philips comenzara a revelar su serie de sorprendentes descubrimientos e innovaciones en el campo de la medicina, hace seis meses. Sin embargo, la idea fue descartada al saberse que la pareja contaba con una formidable protección del Servicio Secreto, y que su desaparición dependía, definitivamente, de la cooperación de las autoridades suecas.
Todas las averiguaciones ante el Departamento de Estado han tropezado con un tenso silencio, lo cual ha despertado aún mayor curiosidad al saberse que el caso había desatado una febril actividad en varios niveles gubernamentales, al parecer fuera de toda proporción con el suceso. El interés mundial suscitado por este acontecimiento alcanzó hoy su cota máxima ante la siguiente declaración, suministrada anoche por las autoridades suecas:
«El doctor Martin Philips ha solicitado y recibido asilo político en Suecia. Él y su esposa se hallan bajo protección. En un plazo de veinticuatro horas se hará público un documento redactado por el doctor Philips para informar a la comunidad internacional sobre un grave atentado contra los derechos humanos perpetrado bajo la égida de la medicina experimental. Hasta ahora, el doctor Martin Philips había sido obligado a callar sus opiniones por un consorcio de vastos intereses, incluido el gobierno de los EE. UU. Una vez que el documento haya sido dado a la publicidad, el doctor Philips convocará una conferencia de prensa televisada, bajo los auspicios de la televisión sueca».
No se sabe en qué consiste, exactamente, el «grave atentado contra los derechos humanos», aunque la extraña secuencia de sucesos que rodearon la desaparición del doctor Philips ha suscitado toda clase de cábalas y especulaciones. La especialidad del doctor Philips incluye la interpretación computada de imágenes médicas, lo cual difícilmente puede violar la ética de la experimentación. Sin embargo, la reputación del doctor Philips (los investigadores más célebres consideran muy probable que este año reciba el Premio Nóbel de Medicina) le asegura una gran repercusión.
Obviamente, el caso ha de ofender profundamente la moral del doctor Philips para llevarlo a arriesgar su carrera en este drástico y dramático paso. También sugiere que el campo de la medicina no es inmune a sufrir su propio Watergate.