Eran más de las siete cuando Denise despertó y echó mano al reloj. Al ver la hora quedó horrorizada. Estaba tan acostumbrada a que Martin se levantara a las seis que no había puesto el despertador. Arrojando las mantas, corrió al baño para entrar en la ducha. Philips abrió los ojos a tiempo para divisar su espalda desnuda en el pasillo. Una imagen maravillosa con la que iniciar el día.
Quedarse dormido había sido un gesto deliberado por parte de Philips, en desafío a su antigua vida, y se estiró perezosamente en la cama tibia. Pensó volver a dormir, pero acabó diciendo que sería mejor ducharse junto con Denise.
Ya en el baño, descubrió que ella casi había terminado y no estaba de humor para jugueteos. Al entrar en la ducha le estorbó el camino, y ella le recordó petulante, que debía estar en Radiología a las ocho en punto.
—¿Por qué no hacemos otra vez el amor? —ronroneó Martin—. Te daré un certificado médico por llegar tarde.
Denise le arrojó la esponja mojada a la cabeza y salió a la alfombrilla. Mientras se secaba, se hizo oír por encima del ruido del agua.
—Si terminas a una hora decente, esta noche prepararé una cena.
—No quiero sobornos —gritó Martin—. Voy a ver qué dicen en Patología de mis secciones de cerebro, y también espero tomar unas politomías y una radiografía seriada de Kristin Lindquist. Además tengo que procesar un montón de radiografías viejas en la computadora.
La investigación será soberbia.
—Eres terco —dijo Denise.
—No: apremiante.
—¿Cuándo quieres que vaya a la clínica ginecológica?
—Lo antes posible.
—De acuerdo. Iré mañana.
Mientras Denise usaba el secador de pelo era imposible conversar. Martin salió de la ducha y se afeitó con una de las navajitas desechables que ella tenía. Los dos tuvieron que efectuar complicados pasos de danza para adaptarse a los límites del pequeño baño.
—¿A qué piensas que pueda deberse esa variación de densidad en las radiografías? —preguntó Denise, mientras se acercaba al espejo para maquillarse los ojos.
—En realidad no lo sé —respondió él, tratando de domar su espeso pelo rubio—. Por eso llevé el material a Patología.
Denise se echó hacia atrás para estudiar el resultado de sus esfuerzos.
—Se diría que averiguar eso debería ser el primer paso, en vez de asociar la anormalidad con una enfermedad específica, como la esclerosis múltiple.
—Tienes razón —dijo Philips—. La idea de la esclerosis múltiple surgió por las historias clínicas, Pero ¿sabes una cosa? Acabas de darme otra idea.
Philips entró en el viejo edificio de la facultad desde el túnel, pues hacía tiempo que la entrada de la calle permanecía clausurada. Mientras subía las escaleras hasta el vestíbulo experimentó una sorprendente nostalgia por esa época de su vida, en que el futuro sólo contenía promesas. Al llegar a la familiar puerta de madera oscura, con los gastados paneles de cuero rojo, se detuvo. El cartel, pulcramente escrito, que decía FACULTAD DE MEDICINA, había sido reemplazado por una tosca tabla clavada sobre la puerta, de cualquier modo; debajo, sujeto con chinchetas, un letrero de cartón decía «Facultad de Medicina en el Edificio Burger».
Más allá de las venerables puertas, el decorado se deterioraba. El antiguo vestíbulo había sido demolido; su revestimiento de roble, vendido en subasta pública. Los fondos para la renovación se habían agotado aun antes de concluir la demolición.
Martin siguió una senda despejada de escombros, abierta en torno de lo que había sido una cabina de información, y empezó a subir la escalera curva. Del otro lado del vestíbulo se veía la entrada de la calle. Las puertas estaban cerradas por una cadena.
El destino de Philips era el Anfiteatro Barrow. Al llegar reparó en un nuevo cartel que decía: DEPARTAMENTO DE CIENCIA DE LA COMPUTACIÓN: DIVISIÓN DE INTELIGENCIA ARTIFICIAL. Philips abrió la puerta y, acercándose a las tuberías de hierro que formaban la barandilla, miró hacia abajo, al auditorio semicircular. Las butacas habían sido retiradas y reemplazadas por toda clase de elementos, dispuestos a intervalos en los diversos niveles. En el foso se veían dos grandes unidades de construcción similar a la de la pequeña procesadora que Philips tenía en su despacho. Un joven vestido con chaquetilla de manga corta estaba trabajando en una de ellas con un soldador en la mano derecha y alambre en la otra.
—¿En qué puedo servirlo? —gritó.
—Busco a William Michaels —chilló Philips a su vez.
—Todavía no ha llegado. —El hombre dejó sus herramientas y se abrió paso hacia él.—
¿Quiere dejarle algún recado?
—Dígale que se comunique con el doctor Philips, ¿quiere?
—Ah, usted es el doctor Philips. Encantado de conocerlo. Soy Cari Rudman, uno de los graduados que trabajan con el señor Michaels.
Rudman le tendió la mano por entre la barandilla. Él se la estrechó, impresionado por aquel equipo.
—¡Qué maquinaria tienen aquí! —Martin nunca había visitado el laboratorio de computación hasta entonces y no imaginaba que fuera tan grande—. Me da una impresión rara estar en este lugar. Estudié medicina en este edificio, y aquí, en el anfiteatro, teníamos microbiología.
—Bueno, le estamos sacando bastante utilidad, por lo menos. Si no se hubieran quedado sin dinero para la remodelación, probablemente no nos habrían dado lugar. Y para el trabajo de computación, este lugar es perfecto, porque nunca viene nadie.
—Los laboratorios de microbiología, ¿aún siguen estando detrás del anfiteatro?
—Por supuesto. Y los usamos para nuestras investigaciones sobre memoria. El aislamiento es perfecto. Usted no puede ni imaginar el espionaje que sufrimos en el mundo de la computación.
—Tiene razón —dijo Philips.
En ese momento, su señal de llamada lanzó su insistente sonido. Después de apagarla, preguntó:
—¿Sabe algo sobre el programa de interpretación de radiografías craneales?
—Por supuesto; es nuestro programa prototipo de inteligencia artificial. Todos sabemos bastante de eso.
—En ese caso tal vez pueda contestarme usted mismo. Quería preguntar a Michaels si se puede imprimir por separado el subprograma que trata de densidades.
—Claro que sí. Bastará con que lo pida a la computadora. Ese aparato es capaz de hacer cualquier cosa, salvo lustrarle los zapatos.
A las ocho y cuarto, Patología estaba ya en pleno funcionamiento. El largo mostrador, con su hilera de microscopios se encontraba rodeado de internos. Desde hacía quince minutos llegaban las muestras congeladas desde cirugía. Martin encontró a Reynolds en su pequeña oficina, frente a un complicado microscopio provisto de una cámara de treinta y cinco milímetros para fotografiar lo que estaba viendo.
—¿Tienes un minuto disponible? —le preguntó.
—Por supuesto. Ya miré esas muestras que trajiste anoche. Benjamín Barnes me las dio esta mañana.
—Es un tipo muy simpático.
—Es irritable, pero excelente en patología. Además, me gusta verlo cerca. Me hace sentir flaco.
—¿Qué descubriste en esas platinas?
—Son muy interesantes. Quiero que las vea alguien de Neuropatía, porque no sé de qué se trata. Las células nerviosas focales se han desprendido o están en mal estado, con los núcleos oscuros y desintegrados. No hay inflamación, prácticamente. Pero lo más extraño es que la destrucción de células nerviosas se ha producido en forma de columnas estrechas, perpendiculares a la superficie del cerebro. Nunca vi nada parecido.
—¿Y qué me dices de las pruebas? ¿Qué resultados dan?
—Nada. No hay calcio ni metales pesados, si a eso te refieres.
—Es decir, no hay nada que pueda aparecer en una radiografía.
—Absolutamente nada. Y menos aún esas microscópicas columnas de células muertas.
Barnes dijo que habías sugerido una esclerosis múltiple. Ni por asomo. No hay cambios en la mielina.
—Si tuvieras que arriesgar un diagnóstico, ¿qué dirías?
—Me sería difícil. Tendría que hablar de algún virus. Pero lo haría sin ninguna seguridad. Este material es muy extraño.
Cuando Philips llegó a su oficina, Helen estaba esperándolo en una especie de emboscada. Se levantó de un salto y trató de bloquearle la entrada con un manojo de mensajes telefónicos y correspondencia, pero Philips fingió lanzarse hacia la izquierda y la esquivó por la derecha, sin dejar de sonreír. La noche pasada con Denise le había cambiado totalmente el ánimo.
—¿Dónde estaba? Son casi las nueve.
Helen empezó a transmitirle los mensajes telefónicos, mientras él revolvía su mesa en busca de la radiografía de Lisa Marino. Estaba bajo las historias clínicas, que a su vez habían quedado bajo la lista grande de radiografías craneales. Con la placa bajo el brazo, Philips se acercó a la pequeña computadora y la encendió. Ante el fastidio de Helen, empezó a suministrarle la información, para indicarle después que le proporcionara el subprograma de densidad.
—La secretaria del doctor Goldblatt llamó dos veces —dijo Helen—. Le he dicho que usted llamará en cuanto llegue.
La unidad impresora quedó activada y preguntó a Martin si deseaba datos digitales y/o análogos. Como él no lo sabía, pidió los dos. La máquina le solicitó que insertara la placa.
—Además —siguió Helen— el doctor Clinton Clark, jefe de Ginecología, llamó personalmente. No su secretaria, sino él. Y parecía muy enojado. Quiere que lo llame. El señor Drake también.
La máquina se puso en actividad y empezó a escupir página tras página de números.
Philips la observaba en confusión creciente. Era como si el pequeño artefacto hubiera sufrido una especie de colapso nervioso.
Helen alzó la voz para competir con el rápido metralleo de las teclas.
—Llamó William Michaels, y dijo que lamentaba no haber estado en el laboratorio cuando usted estuvo. Quiere que lo llame. Llamaron de Houston para preguntar si va a presidir el Congreso Nacional de Neurorradiología; dijeron que necesitaban la respuesta hoy mismo. A ver qué más.
Mientras Helen barajaba sus mensajes, Philips fue levantando las incomprensibles hojas cubiertas por miles de cifras. Por fin la impresora dejó de producir números y dibujó un esquema del cráneo lateral, donde las diversas zonas estaban indicadas por un código alfabético. Philips comprendió que, buscando el código correspondiente, podría obtener la hoja correspondiente a las zonas que le interesaban. Pero aun entonces la impresora no se detuvo. Lo siguiente fue un esquema de las diversas zonas del cerebro, con los valores de la densidad impresos en diversos tonos de gris. Era la impresión por analogía, más fácil de interpretar.
—Oh, sí —dijo Helen—. La segunda sala de Angiografía quedará inutilizada durante todo el día, porque van a instalar un nuevo cargador de película.
A esa altura Philips había dejado totalmente de prestarle atención. Al comparar la impresión por analogía, vio que las zonas anormales tenían una densidad total menor que las zonas normales adyacentes. Eso lo tomó por sorpresa, pues aunque los cambios eran sutiles, había pensado, erróneamente, que la densidad era mayor. Lo comprendió al fijarse en el indicador digital; resultaban manifiestos los grandes saltos que se producían entre los valores de las cifras vecinas, razón por la cual se podía pensar, al interpretar las radiografías, que quizás hubiera pequeñas notas de calcio u otro material denso. Pero la máquina le estaba informando que las zonas anormales eran, en total, menos densas o más luminosas que el tejido normal, por lo cual los rayos X podían pasar con mayor facilidad. Philips pensó en las células nerviosas muertas que había visto en Patología; sin embargo, eso no era suficiente para afectar la absorción de los rayos X. Ese misterio escapaba a toda explicación.
—Mire esto —dijo, mostrando a Helen los datos digitales.
La secretaria, asintiendo, puso cara de entender.
—¿Qué significa? —preguntó.
—No sé, a menos que…
Martin se interrumpió en medio de la frase.
—¿A menos que qué?
—Consígame un cuchillo. De cualquier clase —exclamó él, con voz excitada.
Helen le trajo el de la manteca de cacahuete, maravillada por las rarezas de su jefe.
Pero cuando volvió a la oficina, desprevenida, contuvo una arcada: Philips estaba sacando un cerebro humano de un frasco de formol. Lo dejó sobre un periódico y sus circunvoluciones familiares centellearon a la luz del visor. Combatiendo una oleada de náuseas, Helen lo vio cortar una sección de la parte trasera. Tras devolver el resto a su frasco, Martin se dirigió hacia la puerta, llevando la sección del cerebro sobre el papel de diario.
—Y la esposa del doctor Thomas lo está esperando en la sala de mielogramas —agregó ella, al ver que se iba.
Martin, sin responder, recorrió velozmente el pasillo hasta el cuarto oscuro. Le llevó algunos minutos ajustar la vista a la luz opaca y rojiza. Cuando pudo ver correctamente, tomó las placas vírgenes, dejó la sección de cerebro sobre una de ellas y volvió a guardarlas en el estante superior. Cerró un sobre con cinta adhesiva, agregando un cartel que decía: «Placa sin revelar. No abrir. Dr. Philips».
Denise llamó a la clínica ginecológica en cuanto salió de su clase. Se limitó a decir que pertenecía a la universidad suponiendo que, para calibrar al personal, sería mejor no revelar su condición de facultativa. Le sorprendió que la recepcionista la hiciera esperar.
Cuando la comunicaron con otra persona, esta le solicitó una impresionante cantidad de información antes de darle hora. La clínica deseaba saberlo todo sobre su salud general, su estado neurológico y su historia ginecológica.
—Será un placer atenderla —dijo la mujer, por fin—. Justamente tenemos un turno libre esta tarde.
—No tengo tiempo. ¿No podría ser mañana?
—Cómo no. ¿A eso de las doce menos cuarto?
—Perfecto —dijo Denise.
Al colgar, se preguntó por qué Martin se mostraba tan suspicaz con respecto a la clínica. Por su parte, acababa de experimentar una reacción muy positiva.
Philips, arrimado a una radiografía colocada en el visor, trataba de descubrir exactamente qué había hecho el traumatólogo con la espalda de la señora Thomas. Al parecer, le habían practicado una extensa laminectomía que involucraba la cuarta vértebra lumbar. En ese momento se abrió de par en par la puerta de su oficina, dando paso a un furioso Goldblatt.
Estaba enrojecido, con las gafas bailándole sobre la punta de la nariz. Martin, después de echarle un vistazo, volvió a su radiografía. Eso aumentó la cólera del jefe.
—Su desfachatez es pasmosa —gruñó.
—Me parece que usted ha entrado aquí violentamente y sin llamar, señor. Yo he respetado su oficina; creo merecer igual actitud por su parte.
—Su reciente conducta con respecto a la propiedad privada no lo hace acreedor a tales cortesías. Mannerheim me llamó al romper el alba, gritando que usted había irrumpido en su laboratorio de investigaciones para robar un espécimen. ¿Es cierto?
—Para tomarlo prestado —corrigió Philips.
—¡Para tomarlo prestado, Santo Dios! —gritó Goldblatt—. Y ayer tomó en préstamo un cadáver de la morgue. ¿Qué diablos le pasa, Philips? ¿Tiene ganas de cometer un suicidio profesional? En ese caso dígamelo y será más fácil para los dos.
—¿Eso es todo? —preguntó Martin, con estudiada calma.
—¡No, no es todo! Clinton Clark dice que usted estuvo aleccionando a uno de sus mejores internos en la clínica ginecológica. Philips, ¿se ha vuelto loco? ¡Usted es neurorradiólogo! Y si no fuera tan bueno ya estaría en la calle.
Martin guardó silencio.
—Ese es el problema —continuó el jefe, cuya voz iba perdiendo el filo de la furia—. Usted es un neurorradiólogo sobresaliente. Vea, Martin, quiero que se mantenga en la sombra por un tiempo, ¿eh? Sé que Mannerheim suele ser un verdadero incordio. Manténgase fuera de su vista. Y por Dios, no se meta en su laboratorio. A ese tipo no le gusta que nadie ande por allí en ningún momento y mucho menos, por las noches.
Por primera vez desde su llegada, Goldblatt permitió que sus ojos recorrieran la atestada oficina de Philips. El increíble desorden lo dejó boquiabierto. Pasó todo un minuto con la vista clavada en su subordinado.
—La semana pasada usted se estaba portando muy bien y realizando un interesante trabajo. Ha sido escogido entre los mejores para que, a su debido tiempo, se haga cargo de este departamento. Le pido que vuelva a ser el antiguo Martin Philips. No comprendo tampoco por qué este despacho está como está. Pero una cosa puedo decirle: si no cambia de actitud tendrá que buscarse otro trabajo.
Goldblatt giró en redondo y salió de la habitación, mientras Philips lo miraba fijamente, en silencio, sin saber si reír o ponerse furioso. Después de todo lo que había pensado sobre la independencia, la idea de que lo despidieran era espantosa. Como resultado, se convirtió en un torbellino de ordenada actividad. Empezó a correr por el departamento, verificando todos los casos que estaban siendo atendidos y haciendo las sugerencias necesarias. Interpretó todas las radiografías acumuladas por la mañana. Llevó a cabo personalmente el angiograma cerebral de un caso difícil, con lo cual quedó definitivamente demostrado que el paciente no necesitaba una intervención quirúrgica. Reunió a los estudiantes y les dio una conferencia sobre la máquina de tomografía axial que los dejó deslumbrados o confundidos por completo, según el grado de concentración de cada uno. Y mientras tanto mantuvo atareada a Helen contestando toda la correspondencia y los mensajes acumulados en los últimos días. Encima de todo eso, hizo que un empleado ordenara sistemáticamente las radiografías craneales que inundaban su oficina, de modo tal que, hacia las tres de la tarde, había logrado procesar sesenta placas viejas por la computadora, además de comparar los resultados con las interpretaciones dadas en su momento. El programa funcionaba a la perfección.
A las tres y media sacó la cabeza de su despacho para preguntar a Helen si había llamado una tal Kristin Lindquist. Ella sacudió la cabeza. Entonces Philips fue a la sala de Rayos X para preguntar a Kenneth Robbins si la joven había aparecido por allí. Le dijeron que no.
A las cuatro de la tarde había pasado otras seis placas por la computadora, y una vez más la máquina daba a entender que, como radiólogo, era mejor que Philips: había detectado un rastro de calcificación que sugería un tumor de meningiona. Philips, al revisar la radiografía, tuvo que darle la razón. Dejó la placa a un lado y fue a ver si Helen podía localizar al paciente.
A las cuatro y cuarto llamó a Kristin Lindquist. Al segundo timbre atendió su compañera de cuarto.
—Lo siento, doctor Philips, pero no he visto a Kristin desde que salió esta mañana para ir al Museo Metropolitano. No asistió a la clase de las once ni a la de la una y cuarto, cosa muy rara en ella.
—¿Quisiera tratar de localizarla y pedirle que me llame? —preguntó él.
—Con mucho gusto. Para serle franca, estoy algo preocupada.
A las cinco menos cuarto Helen entró en su despacho para hacerle firmar la correspondencia del día, a fin de despacharla camino a su casa. Un poco después de las cinco y media entró Denise.
—Parece que tienes las cosas bajo control —observó, echando una mirada satisfecha a su alrededor.
—Pura apariencia —corrigió Philips, mientras el visor de láser le arrebataba una radiografía de las manos.
Cerró la puerta del despacho para abrazarla con ganas. No quería dejarla ir; cuando por fin la soltó, ella levantó la vista, diciendo:
—Caramba, ¿qué he hecho para merecer esto?
—Me he pasado el día pensando en ti y reviviendo lo de anoche.
Ansiaba desesperadamente hablarle de las inseguridades que Goldblatt le había despertado esa mañana, declararle su deseo de que pasara con él el resto de su vida. La dificultad consistía en que él mismo no se había dado tiempo para pensar y, si bien no quería dejarla ir, también necesitaba estar solo, siquiera por un rato. Cuando ella le recordó que había prometido prepararle una cena, Philips vaciló. Al ver su expresión dolorida, le dijo:
—Pensaba adelantar el procesamiento de estas placas para disponer de tiempo libre, así podríamos ir a la isla el sábado por la noche.
—Eso sería magnífico —reconoció Denise, ablandada—. Ah, a propósito: llamé a Ginecología y pedí turno para mañana a mediodía.
—Bien. ¿Con quién hablaste?
—No sé, pero se mostraron muy simpáticos y pusieron mucho interés para darme hora.
Oye, si terminas temprano, ¿por qué no vienes?
Una hora después que ella se fue, llegó Michaels, encantado de saber que Philips, por fin, había empezado a trabajar seriamente con el programa.
—Está superando todas mis expectativas —dijo Martin—. No he tenido una sola interpretación negativa falsa.
—Fabuloso —dijo Michaels—. Tal vez estemos más adelantados de lo que suponíamos.
—Así parece, sin duda. Si esto sigue así, a comienzos de otoño, podríamos tener en funcionamiento un sistema fiable, comercializable, susceptible de ser comercializado. El congreso anual de radiología sería una buena oportunidad para presentarlo.
Cuando Michaels se marchó, Philips volvió a su trabajo. Había ideado un sistema para alimentar a la máquina con las radiografías viejas con vistas a acelerar el procedimiento. Pero mientras se ocupaba de eso empezó a sentirse cada vez más incómodo por la desaparición de Kristin Lindquist. Su irritación inicial por la aparente falta de palabra de la muchacha iba siendo reemplazada por un creciente sentido de su propia responsabilidad. Sería demasiada coincidencia que algo le ocurriera a esa mujer, impidiéndole hacerse más radiografías.
A eso de las nueve volvió a telefonearla. La compañera de cuarto atendió al primer timbrazo.
—Lo siento, doctor Philips. Debí haberlo llamado, pero no puedo encontrar a Kristin por ninguna parte. Nadie la ha visto en todo el día. Hasta llamé a la policía.
Philips colgó, tratando de negar la realidad con el pensamiento de que eso no era posible. ¡Marino, Lucas, McCarty, Collins, y ahora Lindquist! No, no podía ser, era absurdo.
De pronto recordó que no tenía noticias de Ingresos. Al telefonearles, tuvo la sorpresa de que le contestaran a la cuarta señal. Pero la mujer que se encargaba del asunto se había retirado a las cinco y no volvería hasta las ocho de la mañana; no había nadie más que pudiera ayudarlo.
Philips colgó con violencia.
—¡Maldición! —gritó, abandonando su banquillo para pasearse por el cuarto.
De pronto recordó que aún tenía la sección del cerebro de la joven McCarthy en el armario. Tuvo que esperar ante el cuarto oscuro a que un técnico acabara de procesar algunas radiografías de emergencia. En cuanto pudo, abrió el armario para retirar la placa virgen y la sección de cerebro, ya seca. Sin saber qué hacer con el espécimen, acabó por dejarlo caer en el cesto de los papeles. La placa pasó al revelador.
Mientras esperaba en el pasillo, junto a la ranura por donde aparecía la radiografía, se preguntó si la desaparición de Kristin podía ser una coincidencia más. Y si no lo era, ¿qué significaba? Más aún, ¿qué podía hacer él?
En ese momento la radiografía cayó en la bandeja de recepción. Él esperaba que fuera totalmente oscura, pero al ponerla en el visor se llevó una sorpresa.
—¡Santo Dios! —exclamó, boquiabierto de incredulidad.
Había una zona luminosa con la forma exacta de la sección de cerebro. Él sabía que había una sola causa posible: ¡radiación! La densidad anormal de los rayos X provenía de una cantidad notable de radiaciones.
Philips cubrió corriendo todo el trayecto hasta Medicina Nuclear. En el laboratorio próximo al betatrón halló lo que necesitaba: un detector de radiaciones y una caja de embalaje con cobertura de plomo, de tamaño regular. Aunque hubiera podido levantarla, no tenía interés en hacerlo, de modo que la puso en una camilla.
Su primer objetivo fue su propio despacho. El frasco del cerebro estaba decididamente contaminado, de modo que se calzó unos guantes de goma para ponerlo en la caja de plomo.
También halló el periódico donde había apoyado el espécimen, y lo arrojó allí. Hasta fue en busca del cuchillo que había usado para cortar el cerebro a fin de guardarlo en la caja.
Después con el detector, revisó el cuarto. Estaba libre de radiaciones.
Vació en la caja de plomo todo el contenido del cesto de papeles que había en el cuarto oscuro; luego comprobó el cesto y quedó satisfecho. De regreso a su despacho, se sacó los guantes de goma, los arrojó a la caja y la cerró herméticamente. Tras volver a revisar el cuarto con el detector, comprobó que sólo había una insignificante cantidad de radiaciones. El paso siguiente consistió en sacar la película del dosímetro que llevaba en el cinturón y prepararla para el revelado. Quería saber exactamente cuánta radiación había recibido el cerebro.
Durante esa febril actividad física, trató inútilmente de relacionar dos hechos dispares: cinco mujeres jóvenes, presumiblemente con altos niveles de radiación en la cabeza y quizás en otras partes del cuerpo… síntomas neurológicos que sugerían una enfermedad similar a la esclerosis múltiple… todas con visitas a la clínica ginecológica y análisis de Papanicolau atípicos…
Philips no tenía explicación para esos hechos, pero le parecía que la radiación podía ser el factor central. Se dijo que los altos niveles de radiactividad general pueden provocar alteraciones en las células de la matriz y, por lo tanto, Papanicolau atípicos. Pero resultaba peculiar que todos los casos los tuvieran. Una vez más, tuvo la sensación de explicar un fenómeno específico a través de una simple coincidencia. Y sin embargo, ¿qué otra explicación cabía?
Cuando la limpieza quedó terminada, anotó los números de inscripción de Collins y McCarthy, así como las fechas de sus consultas ginecológicas, en la lista que ya tenía preparada. Con ella corrió por el pasillo central de Radiología y cortó camino por la sala principal de interpretación de Rayos X. Apretó el botón de llamada a los ascensores con creciente urgencia. Comprendía que Kristin Lindquist era una bomba de relojería ambulante.
Para que la radiación de su cerebro apareciera en una radiografía común, debía tener una buena cantidad. Y para encontrarla, al parecer, tendría que solucionar todos los enigmáticos hechos de la semana anterior. Ante su sorpresa, encontró a Benjamín Barnes derrumbado en su banquillo; quizás el interno de patología no fuera muy simpático, pero Martin debía reconocer su eficiencia para su trabajo.
—¿Qué lo trae por aquí, por segunda noche consecutiva? —preguntó Barnes.
—Pruebas de Papanicolau —replicó Philips, sin preámbulos.
—Supongo que debo interpretar algún análisis urgente —adivinó el interno, sarcásticamente.
—No, sólo quiero cierta información. Quiero saber si las radiaciones pueden provocar resultados atípicos en un Papanicolau.
Barnes tardó un momento en contestar.
—Nunca me hablaron de eso en radiología de diagnóstico, pero ciertamente la radioterapia afecta las células de la matriz y, por lo tanto, el resultado de los Papanicolau.
—Si le presentara un análisis atípico, ¿podría decirme si se debe a la radiación?
—Tal vez.
—¿Se acuerda de las platinas que le traje anoche? —continuó Philips—. Las de secciones de cerebro. Esas lesiones en las células nerviosas, ¿podrían ser causadas por la radiación?
—Me parece difícil —respondió Barnes—. Habría que apuntar la radiación con una mira telescópica. Las células nerviosas contiguas a las dañadas tienen aspecto normal.
Philips dejó la mirada en blanco mientras intentaba relacionar aquellos hechos incongruentes. Las pacientes habían absorbido radiaciones en cantidad suficiente como para que aparecieran en una radiografía; sin embargo, a nivel celular, una célula se hallaba totalmente dañada y su vecina, en cambio, en perfectas condiciones.
—Las muestras para los exámenes de Papanicolau ¿se guardan o se tiran? —preguntó por fin.
—Creo que se guardan, al menos por un tiempo. Pero aquí no; en el laboratorio de Citología, que funciona con horario de oficina. Abren por la mañana, a partir de las nueve.
—Gracias —suspiró Philips, preguntándose si debería tratar de obtener acceso a ese laboratorio inmediatamente. Tal vez si llamaba a Reynolds… Estaba a punto de retirarse cuando se le ocurrió algo más—. Al interpretar las muestras de Papanicolau, ¿se anota sólo la clasificación o también la patología?
—Creo que las dos cosas. Los resultados quedan grabados en cinta. Sólo hace falta saber el número de la paciente para leer los informes.
—Muchísimas gracias —repitió Martin—. Con lo ocupado que está, le agradezco el tiempo que me ha dedicado.
Barnes hizo un ligero ademán con la cabeza y volvió a su microscopio.
La terminal de computación de Patología estaba separada del laboratorio por una serie de mamparas divisorias. Martin arrimó una silla y se sentó frente a la unidad. Era similar a la de Radiología; tenía una gran pantalla como de televisión detrás del tablero. Tomando la lista de las cinco pacientes, escribió el nombre de Katherine Collins, seguido de su número y el código correspondiente al Papanicolau. Hubo una pausa. Al fin aparecieron varias letras en la pantalla, como si alguien estuviera escribiendo a máquina. Primero deletrearon aceleradamente el nombre de Katherine Collins. Tras una breve pausa apareció la fecha de su primer Papanicolau y el resultado:
EXTENSIÓN ADECUADA: BUENA FIJACIÓN Y DENSIDAD, CÉLULAS MUESTRAN MADURACIÓN Y DIFERENCIACIÓN NORMALES. EFECTO DE ESTRÓGENO NORMAL O/20/80. ALGUNAS CÉLULAS DE CÁNDIDA. RESULTADO: NEGATIVO.
Philips comparó la fecha de ese primer análisis mientras la máquina escupía el informe siguiente. Correspondía a lo que Philips había anotado en su lista. Con incredulidad, volvió a observar la pantalla, mientras la computadora describía el segundo análisis de Collins… ¡que también era negativo!
Philips apagó la pantalla y le suministró rápidamente el nombre de Ellen McCarthy, su número y el código correspondiente. Con el estómago hecho un nudo, leyó la información.
Era la misma: Negativo.
Volvió a bajar las escaleras, aturdido. En medicina le habían enseñado a creer lo que leía en las historias clínicas, sobre todo en los resultados de laboratorio. Eran los datos objetivos; los síntomas de los pacientes y las impresiones de los médicos, en cambio, eran lo subjetivo. Philips sabía que cabían muy pocas posibilidades de que se produjera un error en las pruebas de laboratorio, así como sabía que también se podía pasar algo por alto o interpretarlo mal en una placa radiográfica. Pero la escasa probabilidad de error estaba muy lejos de la falsificación deliberada. Eso requería una especie de conspiración, y él se lo tomó muy a pecho.
Sentándose ante el escritorio, con la cabeza entre las manos, se frotó los ojos. El primer impulso fue llamar a las autoridades del hospital, pero eso significaba hablar con Stanley Drake, y decidió no hacerlo. La reacción de Drake sería evitar que la prensa se enterara, ocultarlo todo. ¡La policía! Imaginó la conversación: «Hola, me llamo Martin Philips, soy médico y quiero denunciar que en el Centro Médico Universitario de Hobson está pasando algo raro. Hay muchachas cuyos análisis de Papanicolau dan resultados normales, pero que se anotan en las historias clínicas como atípicos». Sacudió la cabeza. Era absurdo; necesitaría más información antes de dar parte a la policía. Intuitivamente presentía que la radiactividad tenía algo que ver, aun cuando pareciera no tener sentido. En realidad, la radiactividad podía provocar resultados atípicos en esa clase de pruebas, y, en opinión de Philips, si alguien quería evitar que se descubriera la presencia de radiaciones, bien podía informar de un resultado normal. Lo inexplicable era que se hiciese lo contrario.
Philips volvió a pensar en el encargado de la morgue. Tras la infructuosa entrevista de la noche anterior, estaba convencido de que ese hombre sabía mucho más sobre Lisa Marino de lo que estaba dispuesto a decir. Tal vez no había sido suficiente ofrecerle cien dólares. Tal vez debía ofrecerle más. Aquello había dejado de ser un ejercicio académico.
Comprendió que era imposible enfrentarse a Werner con éxito dentro de la morgue.
Allí, rodeado de muertos, él estaba en su elemento; Martin, en cambio, sentía que ese lugar le alteraba los nervios. Y si deseaba hacerlo hablar, tendría que mostrarse altivo y arrogante. Echó una mirada a su reloj: eran las once y veinticinco. Werner, obviamente, realizaba el turno de noche, entre las cuatro y las doce. Martin decidió impulsivamente seguirlo hasta su casa y ofrecerle quinientos dólares.
Algo estremecido, marcó el número de Denise. Sonó seis veces antes de que una voz soñolienta contestara:
—¿Vienes?
—No —respondió él, evasivo—. Estoy en medio de una pista y quiero seguirla hasta el final.
—Aquí tienes un rinconcito caliente.
—Este fin de semana nos pondremos al día. Que sueñes con los angelitos.
Sacó del armario su chaqueta de esquiar de color azul oscuro y se puso la gorra de capitán griego que tenía en el bolsillo. Aunque estaban a principios de primavera, el viento del noroeste era muy frío.
Salió del hospital por la puerta de emergencia, saltando desde la plataforma al asfalto del estacionamiento lleno de charcos. Pero en vez de salir a caminar hacia la calle tomó por la derecha, doblando la esquina del edificio principal, y bajó por el cañón que formaba la pared norte del Hospital Infantil Brenner. Cincuenta metros más allá se abría el patio interior del centro médico.
Los edificios del hospital se elevaban en la neblina de la noche como verdaderos acantilados que formaran un valle irregular de cemento. El centro había sido construido anárquicamente, sin un plan general razonable. Eso era obvio en el patio, donde las paredes se elevaban hacia el espacio formando ángulos caóticos. Philips reconoció el ala pequeña que albergaba a la oficina de Goldblatt y, utilizándola como guía, consiguió orientarse. Estaba sólo a unos veinticinco metros de allí cuando halló la plataforma sin letrero que conducía a las profundidades de la morgue. Al hospital no le gustaba anunciar que también trataba con la muerte, y los cuerpos eran subrepticiamente conducidos a los negros coches fúnebres, lejos de la vista del público.
Martin se apoyó contra la pared, metiendo las manos en los bolsillos. Mientras esperaba, intentó repasar los complicados acontecimientos ocurridos desde que Keenneth Robbins le entregara la radiografía de Lisa Marino. No habían pasado aún dos días, pero parecían dos semanas. Su entusiasmo inicial al contemplar la extraña anormalidad radiológica se había convertido en un vacío temor. Casi temía descubrir lo que estaba ocurriendo en el hospital. Era como una enfermedad en el seno de su propia familia. La medicina siempre había sido su vida, y si no hubiera sido por su sentido de responsabilidad con respecto a Kristin Lindquist, quizá habría podido olvidar lo que sabía. Aún le resonaba en los oídos el discurso de Goldblatt sobre aquello del suicidio profesional.
Werner salió a la hora debida, volviéndose para asegurar la puerta a sus espaldas.
Philips se inclinó hacia adelante, protegiéndose los ojos del resplandor, para asegurarse de que en verdad se trataba de Werner. El encargado se había cambiado de ropa; vestía traje oscuro, camisa blanca y corbata. Para sorpresa de Martin, tenía el aspecto de un próspero comerciante que cerrara su negocio al retirarse. Su rostro flaco, que en el interior de la morgue parecía tan maligno, le daba en ese momento un aire casi aristocrático.
Werner se volvió y, vacilando un instante estiró la mano con la palma hacia arriba como para ver si llovía. Satisfecho, echó a andar hacia la calle. En la mano derecha llevaba una cartera negra. Del brazo izquierdo le colgaba un paraguas bien cerrado.
Martin, que lo seguía a prudente distancia, notó que caminaba con un paso extraño. No se trataba exactamente de una verdadera cojera, sino de un pequeño salto, como si una de las piernas fuera mucho más fuerte que la otra. Pero avanzaba con celeridad y a ritmo estable.
Las esperanzas que Martin albergaba, en cuanto a que ese hombre viviera cerca del hospital, desaparecieron en cuanto lo vio doblar la esquina para tomar por Broadway y descender las escaleras del metro. Apretó el paso para acortar la distancia y bajó la escalera apresuradamente. En un primer momento no vio a Werner. Al parecer, el hombre tenía ya su ficha preparada. Philips se apresuró a comprar una y pasó por el molinete. Como la escalera mecánica estaba desierta, bajó a saltos por allí hacia el andén. En cuanto giró en el recodo divisó la cabeza de Werner, que desaparecía escaleras abajo, hacia la planta inferior.
Philips sacó un periódico de un cesto de papeles y fingió leer. Werner estaba apenas a nueve o diez metros, sentado en una de las sillas de plástico, absorto en un libro cuyo título era, nada menos, Aperturas de ajedrez. A la luz blanca y espesa del metro, Philips pudo apreciar mejor el atuendo de aquel hombre. El traje era azul oscuro entallado. El pelo corto mostraba señales de un cepillado reciente; las mejillas tostadas, de huesos altos, le daban el aspecto de un general prusiano. Sólo una cosa estropeaba su buena apariencia: los zapatos, desgastados, que pedían a gritos una buena limpieza.
Como era la hora en que cambiaba la guardia del hospital, el andén del subterráneo estaba atestado de enfermeras, ayudantes y técnicos. Cuando llegó el expreso que iba al centro, Werner subió a él, seguido por Philips. El encargado de la morgue se sentó como una estatua, con el libro ante los ojos recorriendo las páginas con su mirada hundida. La cartera la tenía en el suelo sujeta entre las rodillas. Philips se sentó hacia el centro del vagón, frente a un apuesto latino que vestía un traje de poliéster.
En cada parada, Martin se preparaba para descender, pero Werner no se movía.
Cuando pasaron la calle 59, el radiólogo empezó a preocuparse. Tal vez ese hombre no fuera directamente a su casa, posibilidad que, por alguna razón, él no había calculado. Fue un alivio verlo descender, finalmente, en la calle 42. Ya no era cuestión de que Werner fuera a su casa o no, sino de hacia dónde iba. Cuando salieron a la calle, Philips se sentía estúpido y desalentado.
Los noctámbulos de la ciudad estaban todos en la calle. A pesar de la hora y el frío húmedo, la calle 42 se encendía en raros espectáculos. Werner, tan elegantemente vestido, ignoró a la gente ridícula y grotesca que se apretaba frente a los espectáculos y las librerías pornográficas. Parecía acostumbrado a las perversiones psicosexuales del mundo. Para Philips la cosa era diferente. Era como si un mundo extraño estorbara voluntariamente su avance, obligándolo a desviarse y, a veces, hasta a bajar a la calzada para esquivar a los apretados grupos, sin perder a Werner de vista. De pronto lo vio girar abruptamente y entrar en una librería para adultos.
Martin se detuvo frente al escaparate, decidido a permitir que Werner disfrutara de esas tonterías durante una hora. Si el hombre no volvía a su apartamento en ese plazo, él renunciaría. Mientras esperaba se vio rodeado por una horda de vendedores callejeros, mercachifles y mendigos. Eran insistentes, y para evitarlos Philips optó por entrar en la tienda.
En el interior, sentada en un palco cercano al cielorraso, que parecía un púlpito, se veía a una mujer de aspecto recio, con el pelo color liláceo, que contempló a Philips con ojos muy hundidos entre las ojeras; escrutándole el cuerpo como para cerciorarse de que podía permitirle la entrada. Él, desvió la mirada, azorado al pensar que podían verlo en semejante lugar, y se dirigió hacia el pasillo más cercano.
Werner no estaba a la vista.
Un cliente pasó junto a Philips, con los brazos estirados a los lados de modo tal que le rozó con las manos. Sólo cuando el hombre estaba ya lejos, Martin comprendió lo que había pasado. Aquello le dio asco y estuvo a punto de gritarle, pero lo último que deseaba era llamar la atención.
Recorrió el local para asegurarse de que Werner no estuviera oculto tras alguna estantería o entre los puestos de revistas. La mujer del pelo liláceo parecía seguir todos sus movimientos desde su nido de águila, de modo que él tomó una revista para llamar menos la atención. Por desgracia estaba envuelta en plástico, y tuvo que dejarla nuevamente en su sitio.
En la cubierta se veía a dos hombres en acrobática cópula.
De pronto Werner salió por una puerta trasera y pasó junto al sorprendido Philips, que se apartó apresuradamente, fingiendo examinar unos videocassettes pornográficos. De cualquier modo, el hombre no miraba ni a derecha ni a izquierda. Como si llevara anteojeras, salió de la librería en cuestión de segundos.
Martin se demoró cuanto pudo sin perderlo de vista, pues no quería revelar que lo estaba siguiendo. Sin embargo, al salir vio que la mujer se inclinaba para seguirlo con la vista; había adivinado que se traía algo entre manos.
Al salir a la calle, Philips vio que el de la morgue estaba subiendo a un taxi. Temiendo perderlo después de tanto esfuerzo, bajó a la calzada y detuvo un taxi con frenéticas señales.
El vehículo paró junto a la acera de enfrente; él tuvo que esquivar el tránsito para subir.
—Siga a este taxi Checker que va tras el autobús —ordenó, excitado.
El taxista se limitó a mirarlo.
—Vamos —insistió él.
El hombre, encogiéndose de hombros, puso la marcha.
—¿Es policía, o algo así?
Martin no respondió. Tenía la sensación de que, cuanto menos se hablara, mejor sería.
Werner descendió en la esquina de la 45 y la Segunda Avenida. Martin, a unos treinta metros de la esquina. Echó a correr tras él y lo vio entrar en un local, tres puertas más allá.
Cruzó la avenida para echar un vistazo a la tienda. Se llamaba Auxilios Sexuales y era muy distinta de la librería de la calle 42, pues su fachada parecía muy conservadora. Él notó que estaba situada entre negocios de antigüedades, restaurantes de moda y comercios de ropa cara. Al levantar la vista comprobó que los edificios y los apartamentos correspondían a una clase media; Werner apareció en la puerta, acompañado por otro hombre que reía, y que le llevaba cogido del brazo, Después de despedirse con un apretón de manos, el encargado de la morgue se marchó caminando por la Segunda Avenida. Philips lo siguió, procurando siempre mantener cierta distancia.
Si hubiera tenido alguna idea de que al ir tras aquel hombre iba a meterse en esa clase de locales, no lo habría hecho. Tal como estaban las cosas, no le quedaba más remedio que seguirlo hasta que la odisea terminara. Pero Werner tenía otras ideas. Cruzó a la Tercera Avenida y continuó hasta la calle 55, donde entró en un pequeño edificio, acurrucado a la sombra de un rascacielos de vidrio y cemento. Era un saloon que parecía sacado de una fotografía de 1920.
Tras un prolongado debate consigo mismo, Martin lo imitó, temiendo perderlo si no lo tenía a la vista. Se llevó la sorpresa de encontrar el local atestado de ruidosos parroquianos a pesar de la hora; le costó entrar. Se trataba de un conocido bar para solteros, pero a Philips tampoco le era familiar ese ambiente. Mientras inspeccionaba a la multitud en busca de Werner, se sobresaltó al encontrarlo precisamente a su izquierda, con una jarrita de cerveza, sonriéndole a una secretaria rubia. Philips se bajó un poco más el sombrero sobre la frente.
—¿De qué trabajas? —preguntó la secretaria, gritando para hacerse oír a pesar del barullo.
—Soy médico —respondió él—. Patólogo.
—¿De veras? —comentó la rubia, obviamente impresionada.
—Tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Por lo común trabajo hasta tarde, pero tal vez quieras tomar una copa conmigo un día de estos.
—Me encantaría —gritó la mujer.
Martin se acercó al bar, preguntándose si esa chica tenía la menor idea del lío en que se estaba metiendo.
Pidió una cerveza y se abrió paso hasta el fondo del local, donde halló un sitio desde donde observar a Werner. Mientras sorbía su bebida, comenzó a darse cuenta de lo absurdo de la situación. Después de tantos años de instrucción, estaba en un bar para solteros, en medio de la noche, siguiendo a un individuo extraño cuyo aspecto era terroríficamente normal. En realidad, al echar una mirada a su alrededor le impresionó la facilidad con que Werner se confundía entre los comerciantes y los abogados.
Tras anotar el número de la secretaria, el encargado de la morgue terminó su cerveza, reunió sus pertenencias y tomó otro taxi en la Tercera Avenida. Martin tuvo que discutir un poco con su taxista para que lo siguiera, pero lo solucionó con un billete de cinco dólares.
El viaje se hizo en silencio. Philips contempló las luces de la ciudad hasta que las borró un abrupto diluvio. Los limpiaparabrisas del taxi se aceleraron para ganarle a la lluvia.
Cruzaron el centro en la calle 57 y siguieron en diagonal hacia el norte, por Broadway, hasta tomar la avenida Amsterdam. Philips reconoció, a la izquierda, la Universidad de Columbia.
La lluvia cesó tan súbitamente como se había iniciado. En la calle 141 tomaron a la derecha; entonces él se incorporó en el asiento para preguntar en qué sector de la ciudad estaban.
—Hamilton Heights —dijo el conductor.
Tomaron a la izquierda en Hamilton Terrace; luego aminoraron la marcha.
El taxi de Werner se detuvo allá adelante. Philips pagó su viaje y bajó. Aunque el panorama de la ciudad se había deteriorado al avanzar en dirección norte, se encontró en un barrio muy atractivo. En la calle se alineaban pintorescas casas cuyas fachadas reflejaban todos los estilos arquitectónicos desde el renacimiento. La mayoría mostraba señales de haber sido renovadas; otras estaban en proceso de serlo. Al final de la calle, frente a Hamilton Terrace, Werner entró en una casa con fachada de piedra caliza blanca, cuyas ventanas estaban rodeadas por una decoración gótica veneciana.
Cuando Philips llegó al edificio, se habían encendido ya las luces en las ventanas del tercer piso. Vista de cerca, la casa no estaba en tan buenas condiciones como parecía, pero su baja calidad no disminuía el efecto de conjunto; daba una impresión de pulida elegancia, y Philips quedó impresionado por la prosperidad con que Werner se ganaba la vida.
Al entrar al vestíbulo comprendió que no podía sorprender a Werner llamando directamente a su puerta. Igual que en el departamento de Denise, había un hall cerrado con timbres individuales para llamar a cada apartamento. El nombre de Helmut Werner era el tercero desde abajo. Philips, con el dedo en el timbre, vaciló; no estaba seguro de querer pasar por todo aquello. Ni siquiera estaba seguro de lo que debía decir, pero el sólo pensar en Kristin Lindquist le dio valor. Oprimió el timbre y aguardó.
—¿Quién es? —preguntó la voz del encargado desde un pequeño altavoz, cargada de estática.
—El doctor Philips. Tengo dinero para usted, Werner. En abundancia.
Se hicieron algunos momentos de silencio. Martin podía sentir su propio pulso.
—¿Con quién ha venido, Philips?
—Estoy solo.
Un zumbador de estridente sonido llenó el vestíbulo, en otros tiempos suntuoso.
Philips empujó la puerta y entró, encaminándose hacia las escaleras para subir al tercer piso.
Detrás de la última puerta se oyó el ruido de múltiples cerrojos al descorrerse. La puerta se entreabrió, dejando pasar un rayo de luz que atravesó la cara de Philips. Uno de los hundidos ojos de Werner lo miraba fijamente, con una ceja levantada en visible sorpresa. Por fin se oyó un ruido de cadena y la puerta se abrió de par en par.
Martin entró rápidamente en la habitación, haciendo que Werner retrocediera para evitar el choque, y se detuvo en el centro del cuarto.
—No me molesta pagar, amigo mío —dijo, con toda la seguridad que pudo reunir—, pero quiero saber qué pasó con el cerebro de Lisa Marino.
—¿Cuánto quiere pagar?
Las manos del encargado se abrían y cerraban rítmicamente.
—Quinientos dólares —repuso el médico, en la intención de que la cifra sonara tentadora sin ser ridícula.
La boca fina de Werner se estiró en una sonrisa que le cavó arrugas profundas en las mejillas huecas. Tenía los dientes pequeños y cuadrados.
—¿Seguro que está solo?
Philips asintió.
—¿Dónde está el dinero?
—Aquí lo tengo —respondió Martin, palpándose el bolsillo izquierdo de la pechera.
—Muy bien. ¿Qué quiere saber?
—Todo.
Werner se encogió de hombros.
—Se trata de una historia larga.
—Tengo tiempo.
—Iba a servirme la comida ¿Quiere cenar?
Philips sacudió la cabeza. Tenía el estómago hecho un nudo apretado.
—Como guste.
El hombre le volvió la espalda para entrar en la cocina, con su característica renquera.
Philips, al seguirlo, aprovechó la oportunidad para echar un vistazo al apartamento. Tenía las paredes tapizadas de una especie de terciopelo rojo y el mobiliario era victoriano. Rezumaba una elegancia pesada, realzada por la luz baja proveniente de una sola lámpara de estilo Tiffany. Sobre la mesa estaba la cartera de Werner; al lado, una cámara Polaroid que él debía haber traído y una pila de fotos.
En el otro cuarto, muy reducido, había una fregadera, una cocinita y una nevera de un tipo que Martin no veía desde la infancia: se trataba de una caja con superficie de porcelana, con un serpentín en la parte superior. Werner la abrió para sacar un sandwich y una botella de cerveza. De un cajón, situado debajo del fregadero, extrajo un abridor para quitar la tapa de la botella y volvió a guardar el utensilio en su sitio.
—¿Quiere un trago? —preguntó, levantando la botella.
Philips sacudió la cabeza. Entonces el encargado volvió a salir de la cocina, seguido por él. Apartó la cartera y la cámara colocándolos a un lado de la mesa e indicó a Martin que tomara asiento. Después de tomar un largo trago de cerveza, soltó un audible eructo, dejando la botella. Cuanto más se demoraba, más intranquilo se sentía Philips. Había perdido la ventaja inicial de la sorpresa. Para evitar que le temblaran las manos las apoyó sobre las rodillas. Mantenía los ojos muy fijos en Werner, vigilando todos sus movimientos.
—Nadie puede vivir con un sueldo de encargado —dijo el hombre.
Philips asintió y siguió a la espera mientras Werner daba un mordisco a su sandwich.
—Usted sabrá que yo vine de Europa —continuó Werner, con la boca llena—. De Rumania. No es una historia agradable, porque los nazis mataron a mi familia y me llevaron a Alemania cuando tenía cinco años. A esa edad empecé a manejar cadáveres, allá en Dachau…
Werner le contó su vida con todo lujo de detalles: la forma en que habían matado a sus padres, cómo lo trataban en los campos de concentración y de qué modo se había visto obligado a vivir, en medio de los muertos. El repugnante relato se prolongaba, sin que Werner ahorrara a Martin uno solo de sus asquerosos capítulos. Él trató de interrumpirlo varias veces, pero el hombre seguía, y Philips sintió que su firmeza se derretía como la cera junto a una brasa.
—Entonces vine a América —dijo Werner, terminando su cerveza con un ruidoso sorbo. Corrió la silla hacia atrás y fue a la cocina en busca de otra.
Philips, entumecido por el relato, lo observaba desde la mesa.
—Conseguí trabajo en la morgue de la Facultad de Medicina —chilló el encargado, mientras abría el cajón de debajo de la fregadera.
Allí, además del abridor, había varios cuchillos grandes para autopsia, que Werner había birlado de la morgue cuando esas operaciones se practicaban aún en la vieja mesa de mármol. Tomó uno de ellos y se lo metió por la manga de la chaqueta, con la punta hacia adelante.
—Pero necesitaba más dinero que el que me pagaban.
Abrió la botella de cerveza y dejó el abridor en su sitio. Una vez cerrado el cajón, volvió a la mesa.
—Yo sólo le preguntaba por Lisa Marino —observó Martin tímidamente. La historia de Werner le había hecho percibir su propia fatiga física.
—A eso iba —dijo el hombre. Tomó un trago de cerveza y dejó el vaso—. Empecé a ganar un poco más de dinero en la morgue cuando la anatomía era más popular que ahora. Pequeñas cosas a montones. De pronto se me ocurrió lo de las fotografías. Las vendo en la calle 42, desde hace años.
Y señaló el apartamento con un ademán de la mano. Philips dejó que sus ojos vagaran por la habitación en penumbra. Apenas había reparado en que las paredes de terciopelo rojo estaban cubiertas de fotografías. Al mirar mejor vio que se trataba de obscenas, asquerosas fotografías de cadáveres femeninos desnudos. Poco a poco volvió su atención al sonriente Werner.
—Lisa Marino fue una de mis mejores modelos —dijo él. Tomó la pila de fotos que tenía sobre la mesa y las arrojó al regazo de Philips—. Véalas. Me están dando mucho dinero, sobre todo en la Segunda Avenida. Tómese el tiempo que quiera. Yo voy al baño. Es la cerveza: me baja directamente.
Esquivó la silla del aturdido Philips y desapareció por la parte del baño. Martin, contra su voluntad, contempló aquellas fotografías sádicas y repugnantes de Lisa Marino. Temía tocarlas, como si la aberración mental que representaban pudiera ensuciarle los dedos. Era obvio que aquel hombre había interpretado mal su interés. Tal vez no sabía nada del cerebro desaparecido, y su conducta sospechosa se debía sólo a su ilícito comercio con las fotos necrofílicas. Philips sintió la sacudida de la náusea.
Werner había atravesado el dormitorio para entrar en el baño. Allí hizo correr el agua para que sonara como si alguien estuviera orinando; mientras tanto metió la mano en la manga para sacar el largo y delgado cuchillo de autopsias. Con él en la mano derecha a manera de daga, volvió silenciosamente a cruzar el dormitorio.
Philips estaba sentado a cuatro metros de distancia, de espaldas a Werner y con la cabeza inclinada, contemplando las fotografías que tenía en el regazo. El otro cruzó el umbral del dormitorio, con los finos dedos apretados sobre el mango del bisturí y los labios ceñidos.
El radiólogo recogió las fotografías como para dejarlas boca abajo sobre la mesa, pero sólo las tenía a la altura del pecho cuando percibió un movimiento detrás de sí. Empezó a girar el cuerpo. ¡Se oyó un grito!
La hoja del cuchillo se hundió justo tras la clavícula derecha, en la base del cuello, cortando el lóbulo superior del pulmón antes de seccionar la arteria pulmonar derecha. La sangre se volcó en los bronquios abiertos, provocando una tos refleja de agonía, que la lanzó en arco por encima de la cabeza de Philips, empapando la mesa situada frente a él.
Martin se movió impulsado por un reflejo animal: dio un brinco a la derecha y se apoderó de la botella de cerveza. Al girar en redondo se vio frente a Werner, que se tambaleaba hacia adelante, con la mano buscando vanamente el estilete hundido hasta la empuñadura en su cuello. Con un solo gorgoteo, su cuerpo agitado cayó hacia adelante, sobre la mesa, antes de estrellarse acurrucado contra el suelo. El cuchillo de autopsia que tenía en la mano hizo un ruido metálico al chocar contra la mesa y se deslizó con un golpe seco.
—¡No se mueva, no toque nada! —chilló el atacante de Werner, que había entrado desde el pasillo por la puerta abierta—. Suerte que decidimos ponerlo a usted bajo vigilancia. Lo mejor es afectar una arteria principal o el corazón, pero este tipo no me iba a dar tiempo. —Era el hispano-americano del gran bigote y traje de poliéster que Philips recordaba haber visto en el metro.
El hombre se inclinó, tratando de retirar su cuchillo del cuello de Werner. El encargado había caído con la cabeza apretada contra el hombro derecho, y el arma estaba atrapada allí. Su atacante tuvo que pasarle por encima para forcejear mejor.
Philips se había recobrado lo bastante de la sorpresa inicial como para reaccionar. En cuanto el hombre se inclinó junto a la mesa, Martin balanceó la botella describiendo un amplio arco y la estrelló contra la cabeza del intruso. El otro la había visto venir, y a último momento, se volvió levemente, de modo que recibió parte del golpe sobre el hombro. De cualquier modo cayó despatarrado sobre su víctima moribunda.
Philips, presa del pánico más absoluto, echó a correr sin soltar la botella. Al llegar a la puerta creyó oír ruidos en el vestíbulo y temió que el atacante no hubiera ido solo. Entonces, aferrándose en el marco para cambiar de dirección, volvió a cruzar el apartamento. Vio que el asesino se había puesto de pie, pero seguía aturdido, y se sujetaba la cabeza con ambas manos.
Martin corrió hasta la ventana trasera del dormitorio y levantó el marco corredizo.
Trató de abrir la persiana, pero como no pudo, la empujó hacia afuera con el pie. Una vez en la escalera de incendios, bajó a toda velocidad. Fue un milagro que no tropezara, porque su descenso era, más bien, una caída controlada. Ya en el suelo no pudo escoger la dirección: tuvo que correr hacia el este. Después de dejar atrás el edificio vecino cruzó una huerta sembrada en un terreno baldío. A su derecha tenía una empalizada que cerraba el paso de regreso a Hamilton Terrace.
Tomó hacia el este; la tierra descendía bruscamente, y se encontró resbalando y rodando por una colina escarpada, sembrada de rocas. Tenía la luz a sus espaldas y avanzaba hacia la oscuridad. Pronto dio con una alambrada. Más allá había una pendiente de tres metros que bajaba hacia un cementerio de automóviles, y después, la calzada débilmente iluminada de la avenida St. Nicholas. Philips estaba por escalar la alambrada cuando vio que la habían cortado. Entonces se deslizó a duras penas por la oportuna abertura y se descolgó por la pared de cemento, cayendo a ciegas los últimos centímetros.
No era, en realidad, un depósito de chatarra, sino sólo un terreno baldío donde se oxidaban algunos automóviles abandonados. Martin se abrió paso cuidadosamente entre cascos de metal retorcido hacia la luz de la avenida, esperando oír a sus perseguidores en cualquier momento.
Ya en la calle pudo correr con más facilidad. Quería poner tanta distancia como le fuera posible entre él y el apartamento de Werner. Buscó un coche-patrulla de la policía, pero no había ninguno. Los edificios de esa calle, a ambos lados, estaban muy deteriorados y, al contemplarlos mejor, Philips advirtió que muchos se habían incendiado y estaban abandonados. Las enormes viviendas vacías parecían esqueletos en la noche oscura y neblinosa, con las aceras cubiertas de escombros y basura.
De pronto Philips se dio cuenta de dónde estaba. Había corrido directamente hacia Harlem, y al comprenderlo aminoró el paso. El escenario oscuro y desierto acentuó su terror.
Dos manzanas más allá vio a un grupo de harapientos negros callejeros, que se llevaron una considerable sorpresa al verlo correr. Interrumpieron sus regateos por la droga para observar a ese blanco chiflado que pasaba corriendo, en dirección al centro de Harlem.
Aunque Martin estaba en buena forma, ese paso extenuante no tardó en agotarlo. Se sentía a punto de caer, y cada aliento le provocaba punzadas en el pecho. Por fin desesperado, se agazapó en un zaguán sin puertas; la respiración le brotaba en ásperos jadeos mientras iba tropezando con ladrillos sueltos. Logró mantener el equilibrio apoyándose contra la pared húmeda. De inmediato, un olor rancio le asaltó las fosas nasales, pero no le prestó atención; era un alivio dejar de correr.
Con mucha cautela, se asomó hacia afuera para ver si alguien lo había seguido. El silencio era mortal. Philips sintió el olor de aquella persona antes de sentir la mano brotada de las negras profundidades del edificio para aferrarlo por el brazo. En la garganta se le formó un alarido, que al salir de la boca se había convertido, más bien, en un débil gemido. Saltó fuera del zaguán, sacudiendo el brazo como si fuera presa de un insecto venenoso. El propietario de la mano se vio inadvertidamente arrancado del zaguán, y Martin se vio entonces frente a una ruina deshecha por las drogas, apenas capaz de mantenerse en pie.
—¡Dios mío! —exclamó, en tanto volvía a huir hacia la noche.
Decidido a no detenerse otra vez, tomó su habitual paso de carrera. Estaba irremediablemente perdido, pero se dijo que, si seguía en línea recta, tarde o temprano llegaría a alguna zona poblada.
Había empezado otra vez a llover; era una fina llovizna que se arremolinaba en torno al resplandor de las escasas lámparas de la calle. Dos manzanas más allá, Philips encontró su oasis: había llegado a una amplia avenida, y en la esquina se veía un bar de los que permanecen abiertos toda la noche, con un vistoso letrero de neón que parpadeaba, lanzando un reflejo rojo sangre sobre la intersección de las dos calles. Unas cuantas siluetas se acurrucaban en los portales vecinos, como si el letrero rojo les ofreciera abrigo o protección contra la ciudad.
Martin se deslizó una mano por el pelo mojado y sintió algo pegajoso. A la luz del neón se dio cuenta de que era una salpicadura de la sangre de Werner. No quería parecer recién salido de una pelea callejera, de modo que trató de limpiarse la mano. Después de varias pasadas, lo pegajoso desapareció. Entonces empujó la puerta del bar.
La atmósfera del local estaba espesa de humo, y la ensordecedora música «rock» vibraba tanto que Martin sentía los compases en el pecho. Había unas doce personas en el bar, todas negras y todas en trance. Además de la música «rock» había un pequeño televisor a color que transmitía una película de pistoleros de los años treinta. El único que la miraba era el fornido cantinero, que llevaba un sucio delantal blanco.
Todas las caras se volvieron hacia Philips. Una súbita tensión saturó el aire como la electricidad estática antes de una tormenta. Philips la sintió instantáneamente, a pesar del pánico. Aunque llevaba casi veinte años viviendo en Nueva York, había procurado aislarse de la desesperada pobreza que caracterizaba a la ciudad casi tanto como la riqueza ostentosa.
Al avanzar cautelosamente hacia el interior del bar, casi esperaba que lo atacaran en cualquier momento. Las caras amenazadoras se volvían a su paso para seguirlo con la vista.
Más adelante, un hombre de barba giró en su taburete y se plantó directamente en el camino del recién llegado. Era un negro musculoso, cuyo cuerpo lanzaba destellos de pura energía bajo la luz mortecina.
—A ver, blanquito —bramó.
—Tranquilo, Rayo —saltó el cantinero. Y agregó, dirigiéndose a Philips—: Oiga, ¿qué mierda está haciendo aquí? ¿Tiene ganas de que lo maten?
—Necesito un teléfono —logró decir Philips.
—Allá atrás —le indicó el hombre, sacudiendo la cabeza, incrédulo.
Philips, conteniendo el aliento, esquivó al hombre llamado Rayo y sacó una moneda del bolsillo. Halló un teléfono cerca de los aseos, pero estaba ocupado por un tipo que discutía con su novia.
—Vamos, nena, ¿qué te pasa que estás llorando?
Un poco antes, debido al pánico, Martin hubiera tratado de quitarle el teléfono, pero ahora había recuperado un poco el dominio de sí; volvió al mostrador y esperó en un extremo.
La atmósfera se había aliviado un poco y las conversaciones se reanudaban.
El cantinero pidió que le pagara por adelantado antes de servirle el coñac. El líquido ardiente le tranquilizó los nervios destrozados y lo ayudó a ordenar sus pensamientos. Por primera vez desde la increíble muerte de Werner podía analizar lo que había ocurrido. En el momento del hecho, él había creído ser un testigo casual, pensando que se trataba de una lucha entre Werner y su atacante. Pero ese hombre había dicho algo, como si hubiera estado siguiéndole a él. ¡Era absurdo! Él había estado siguiendo a Werner. Y había visto el cuchillo en su mano. ¿Acaso el encargado había querido matarlo? Tratando de pensar en ese episodio, Martin quedó aún más confundido, especialmente al recordar que había visto al atacante en el metro, esa misma noche. Bebió su coñac y pidió otro. Después preguntó al cantinero en dónde estaba. Cuando el hombre se lo dijo, los nombres de las calles no le revelaron nada.
El negro que estaba discutiendo por teléfono pasó por detrás de Philips y salió del bar.
Entonces Martin se levantó de su taburete y se llevó la copa al fondo de la habitación. Se sentía algo más tranquilo y capaz de hacerse entender ante la policía. Bajo el teléfono había un pequeño estante donde pudo apoyar la copa mientras introducía la moneda y marcaba el 911.
Por encima del ruido de la música y el televisor pudo oír los timbres del otro lado de la línea. Se preguntó si debía hablar de sus descubrimientos en el hospital, pero decidió que eso no haría sino aumentar la confusión de un asunto ya confuso de por sí. No diría nada de sus preocupaciones médicas a menos que le preguntaran, específicamente, el motivo de su presencia en el apartamento de Werner en medio de la noche. Atendió la voz aburrida y áspera de un sargento.
—División Seis. Habla el sargento McNeally.
—Quiero denunciar un asesinato —dijo Martin, tratando de hablar con voz calmada.
—¿Dónde?
—No estoy seguro de la dirección, pero podría reconocer el edificio si lo volviera a ver.
—¿Está usted en peligro en este momento?
—No creo. Estoy en un bar de Harlem.
—¡Un bar! Bueno, oiga —interrumpió el sargento—, ¿cuántas copas ha tomado?
Philips comprendió que ese hombre lo creía chiflado.
—Escuche. Vi apuñalar a un hombre.
—En Harlem se apuñala a mucha gente, amigo mío. ¿Cómo se llama usted?
—Soy el doctor Martin Philips, radiólogo del Centro Médico Universitario Hobson.
—¿Philips, dijo?
La voz del sargento había cambiado. Martin, sorprendido ante esa reacción, confirmó.
—Eso es.
—Por qué no lo dijo antes. Vea, estábamos esperando que llamara. Se me ha dicho que lo comunique inmediatamente con el Bureau. ¡No corte! Si se corta la comunicación, vuelva a llamarme enseguida.
El policía no esperó respuesta. Se oyeron una serie de chasquidos mientras se establecía una conexión. Martin se apartó el teléfono de la oreja y lo miró como si el aparato pudiera explicarle aquella extraña conversación. ¿De veras el sargento había dicho que estaba esperando su llamada? ¿Y a qué Bureau se refería?
La serie de chasquidos terminó con un ruido, como si alguien tomara la comunicación al otro extremo de la línea. La voz era tensa y ansiosa.
—Bueno, Philips, ¿dónde está?
—En Harlem. ¿Quién habla?
—Me llamo Sansone. Soy subdirector del Bureau aquí, en la ciudad.
—¿De qué Bureau?
Los nervios de Philips, que habían empezado a relajarse, se agitaban otra vez como conectados a una fuente galvánica.
—¡El FBI idiota! Oiga, a lo mejor no tenemos mucho tiempo. Tiene que salir de aquí.
—¿Por qué? —preguntó Martin, que a pesar de su confusión percibía la seriedad de Sansone.
—No tengo tiempo para explicarle, pero ese hombre que usted golpeó era uno de mis agentes, encargado de protegerlo. Acaba de presentarse. ¿No comprende? La intervención de Werner fue sólo un accidente, cosa de locos.
—No comprendo nada —gritó Philips.
—No importa —le espetó Sansone—. Lo importante es sacarlo de ahí. Espere, voy a ver si esta línea es segura.
Se produjeron nuevos chasquidos mientras Philips esperaba. Fulminando con la vista al aparato silencioso, él sintió que sus emociones, a fuerza de prodigarse, llegaban al enojo.
Todo eso debía ser una broma cruel.
—La línea no es segura —dijo Sansone—. Deme su número y yo lo llamaré.
Philips se lo dio y cortó. Su cólera empezaba a fragmentarse en un nuevo terror. Era el FBI, después de todo.
El teléfono se agitó bajo la mano, asustándolo. Era Sansone.
—Bueno, Philips, escuche. Hay una conspiración que afecta al Centro Médico Hobson y la estamos investigando secretamente.
—Y la radiación tiene algo que ver —barbotó Philips, sintiendo que las cosas empezaban a tener sentido.
—¿Está seguro?
—Segurísimo.
—Muy bien. Escuche, Philips, lo necesitamos para esta investigación, pero tememos que usted esté bajo vigilancia. Tengo que hablarle. Nos hace falta alguien que esté dentro de la institución, ¿comprende? —Sansone no esperó respuesta—. No nos conviene que usted venga aquí, por si alguien lo sigue. En este momento lo peor sería que ellos supieran que los estamos investigando. Espere.
Sansone dejó el teléfono, pero Philips oyó una discusión desde lejos.
—Los Claustros, Philips. ¿Conoce los Claustros? —preguntó Sansone.
—Por supuesto —respondió él, confundido.
—Nos encontraremos allí. Tome un taxi y baje ante la entrada principal. Haga que el taxi se vaya. Eso nos dará la oportunidad de ver si lo siguen.
—¿Si me siguen?
—¡Haga lo que le digo, Philips, por el amor de Dios!
Martin se encontró con el auricular muerto en la mano. El subdirector del FBI no había esperado que él hiciera preguntas ni se mostrara de acuerdo. Sus instrucciones no eran sugerencias, sino órdenes. Philips no pudo dejar de sentirse impresionado por la total seriedad de aquel hombre. Volvió al mostrador y preguntó si podía llamar un taxi.
—Difícil que vengan a Harlem por la noche —dijo el cantinero.
Un billete de cinco dólares le hizo cambiar de idea. Al verlo utilizar el teléfono que tenía tras la caja registradora, Martin vio que también tenía una pistola 45 en el mismo lugar.
Para conseguir que viniera un taxi, Martin tuvo que prometer una propina de veinte dólares a su conductor y explicar que iba a Washington Heights. Pasó quince minutos, muy nervioso, antes de que el coche apareciera frente al bar. En cuanto subió, el conductor arrancó a toda prisa por aquella avenida, en otros tiempos tan elegante, y pidió a su pasajero que pusiera el seguro a todas las puertas.
Se alejaron diez manzanas antes de que la ciudad empezara a parecer menos amenazadora. Pronto se vieron en una zona familiar para Philips, donde las fachadas de los iluminados comercios reemplazaban a la desolación anterior. Martin divisó incluso a algunos transeúntes con paraguas.
—Bueno, ¿adónde vamos? —preguntó el taxista, obviamente aliviado, como si acabara de rescatar a alguien de entre las líneas enemigas.
—A los Claustros.
—¡A los Claustros! Hombre, son las tres y media de la mañana. Toda esa zona estará desierta.
—Le voy a pagar —dijo Martin, sin deseos de discutir.
—Espere un poco. —El conductor aprovechó un semáforo en rojo para volverse a mirarlo a través de la separación de plexiglás—. No quiero problemas. No sé en qué diablos anda usted, pero no quiero problemas.
—No habrá ningún problema. Sólo quiero que me deje en la entrada principal y se vaya.
En cuanto la luz cambió a verde, el hombre aceleró. El comentario de Martin debió dejarlo satisfecho, pues no volvió a quejarse, y el pasajero se sintió agradecido por la oportunidad que ello le ofrecía para pensar.
Los modales autoritarios de Sansone habían sido una ayuda. En esas circunstancias,
Philips no hubiera podido tomar una decisión por cuenta propia. Todo era demasiado extraño.
Desde su salida del hospital, había descendido a un mundo donde no existían los límites habituales de la realidad. Hasta empezaba a preguntarse si sus experiencias no habrían sido imaginarias, pero entonces vio las manchas de sangre sobre su chaqueta de esquí. En cierto sentido sirvieron para tranquilizarlo; al menos le aseguraban que no se había vuelto loco.
Contempló por la ventanilla las luces danzarinas de la ciudad, tratando de concentrarse en la intervención del FBI. Philips tenía suficiente experiencia, tras su carrera en el hospital, como para saber que las organizaciones actúan, típicamente, en interés propio y no en el de los individuos. Si ese caso, cualquiera que fuese, era tan importante para el FBI, Martin no podía esperar que tuvieran en cuenta su propia conveniencia. Esa idea lo intranquilizó bastante con respecto a la entrevista de los Claustros. La misma distancia del lugar lo perturbaba. Se volvió para espiar por la ventanilla trasera, tratando de determinar si lo seguían. Había poco tránsito y parecía difícil, pero no hubiera podido asegurarlo. Estaba por indicar al taxista que cambiara de dirección cuando se dio cuenta, con una sensación de impotencia, que tal vez no había ningún lugar seguro donde pudiera ir. Permaneció quieto y tenso casi hasta llegar a los Claustros. Entonces se inclinó hacia adelante y dijo:
—No se detenga. Siga adelante.
—Pero usted dijo que quería bajar aquí —protestó.
El vehículo acababa de entrar al espacio oval empedrado que servía de entrada principal. Sobre la puerta medieval había una lámpara grande, cuya luz se reflejaba sobre el granito mojado.
—Haga el favor, dé una vuelta —pidió él, mientras inspeccionaba el área. Dos caminos para coches se perdían en la oscuridad. Hacia arriba se veían algunas de las luces interiores del edificio. En la noche, el complejo tenía el ambiente amenazador de un castillo de las Cruzadas.
El conductor soltó una maldición, pero siguió la ruta circular que se abría hacia el río Hudson. Martin no llegaba a ver el río, pero sí el puente George Washington, que con sus graciosas parábolas de luz, se erguía contra el cielo. Giró la cabeza hacia un lado y otro, en busca de cualquier señal de vida. No la había. Ni siquiera se veía a los habituales amantes estacionados junto al río. Hacía demasiado frío, o quizás era demasiado tarde, o las dos cosas a un tiempo. Luego de describir la vuelta completa hasta la entrada, el taxi se detuvo.
—Bueno, ¿qué diablos quiere hacer? —preguntó el conductor, observando a Philips por el espejo retrovisor.
—Salgamos de aquí.
El conductor respondió con una brusca acelerada que lo apartó del edificio.
—Espere. ¡Deténgase! —chilló Martin.
El coche se detuvo con un abrupto frenazo. Philips había visto a tres vagabundos que miraban sobre el muro de piedra, a los costados de la entrada. Habían oído el ruido de las cubiertas y, cuando el taxi se detuvo, estaban a unos treinta metros.
—¿Cuánto es? —preguntó Martin, mirando por la ventanilla.
—Nada, pero bájese.
Philips puso un billete de diez dólares en la bandejita de plexiglás y se bajó. Cuando cerró la portezuela, el coche salió a toda velocidad; el ruido del motor se apagó rápidamente en el aire húmedo de la noche. Quedó, como estela, un pesado silencio que sólo quebrantaban los siseos ocasionales de algún coche sobre la invisible vía Henry Hudson. Philips echó a andar hacia los vagabundos. A la derecha, un sendero pavimentado se alejaba de la ruta para bajar hacia los árboles reverdecidos. Philips creyó ver que se bifurcaba; uno de sus ramales parecía virar bruscamente hacia atrás para correr bajo el arco de la entrada.
Bajó por él y miró hacia el interior. Los vagabundos no eran tres, sino cuatro. Uno estaba de espaldas, roncando. Los otros tres se habían sentado a jugar a las cartas, junto a una pequeña fogata que iluminaba dos botellas de vino vacías. Philips los contempló por un rato, hasta asegurarse de que eran lo que aparentaban ser. Lo que deseaba era idear algún modo de utilizarlos como amortiguador entre Sansone y él mismo. Aunque no esperaba que lo arrestaran, su experiencia con las instituciones lo llevaba a investigar y a hacerse una idea de lo que cabía esperar; el único medio que se le ocurrió para eso era utilizar a un intermediario.
Después de todo, aun si tuviera sentido, una entrevista en los Claustros en medio de la noche no era, ni con mucho, un procedimiento normal.
Después de observarlos durante uno o dos minutos más, Philips pasó bajo el arco de entrada, fingiendo estar algo borracho. Los tres vagabundos lo observaron un momento y, convencidos de que no tenía malas intenciones, volvieron a sus naipes.
—¿Alguno de ustedes quiere ganarse diez dólares? —preguntó.
Por segunda vez, los tres levantaron la vista.
—¿Qué hay que hacer para ganarlos? —preguntó el más joven.
—Hacerse pasar por mí durante diez minutos.
Los hombres intercambiaron una mirada y se echaron a reír. El más joven se levantó.
—Sí, y qué tengo que hacer cuando sea usted.
—Suba hasta los Claustros y camine por las inmediaciones. Si alguien le pregunta quién es, diga «Philips».
—A ver esos diez.
Philips sacó el dinero.
—¿Y qué tal yo? —preguntó el más viejo, levantándose con dificultad.
—Silencio, Jack —dijo el joven—. ¿Cómo se llama?
—Philips.
—Okey, Philips, trato hecho.
Martin se quitó la chaqueta y el sombrero para que el hombre se los pusiera, cubriéndose la cara todo lo posible. A su vez, tomó el abrigo del vagabundo y, venciendo su aprensión, pasó los brazos por las mangas. Era un sobretodo harapiento, con una estrecha solapa de terciopelo. En el bolsillo tenía un pedazo de sandwich sin envoltorio alguno.
A pesar de las objeciones de Martin, los otros dos hombres insistieron en acompañarlo. Rieron y bromearon hasta que Philips amenazó con anular el trato si no se callaban.
—¿Tengo que caminar bien derecho? —preguntó el joven.
—Sí —replicó Martin, que estaba teniendo sus dudas sobre la pantomima.
El sendero llegaba al patio por debajo del camino principal. Ante la zona empedrada había una abrupta cuesta, con un banco en la zona superior. El muro de piedra que bordeaba la entrada terminaba bruscamente ante la intersección, y justo enfrente estaba la puerta principal de los Claustros propiamente dichos.
—Bueno —susurró Martin—. Camine hasta aquella puerta, trate de abrirla, y cuando vuelva aquí los diez dólares son suyos.
—¿Cómo sabe que no me voy a fugar con su sombrero y su abrigo?
—Corro el riesgo. Además, lo alcanzaría.
—¿Cómo dijo que se llamaba?
—Philips, Martin Philips.
El vagabundo se encasquetó el sombrero tan abajo que para ver le era necesario levantar la barbilla. Echó a andar por la pendiente, pero perdió el equilibrio. Martin le dio un empujoncito por la parte baja de la espalda. El hombre se lanzó hacia adelante y se arrastró gateando hasta la parte alta del camino.
Martin subió poco a poco la cuesta hasta que pudo ver por encima del muro. El vagabundo ya había cruzado el camino y estaba sobre el empedrado, cuya superficie irregular le dificultaba el equilibrio. Estuvo a punto de caer, pero se mantuvo en pie. Caminó en torno al espacio central, que servía como parada de autobuses, y avanzó hasta la puerta de madera.
—¿Hay alguien aquí? —chilló. Su voz levantó ecos en el patio. Caminó a tropezones hasta el centro del patio y gritó—: Soy Martin Philips.
No se oía sino el leve rumor de la lluvia que acababa de recomenzar. El antiguo monasterio, con sus toscos baluartes, daba al escenario un aspecto irreal, alejado del tiempo.
Martin volvió a preguntarse si no sería víctima de una gigantesca alucinación.
De pronto, un disparo quebró el silencio. El vagabundo, en el patio, se vio levantado en el aire y estrellado contra el pavimento. El efecto fue el de una bala que penetrara en un melón maduro: la entrada del proyectil marcó una incisión quirúrgica; su salida fue una horrible fuerza desgarrante que se llevó casi toda la cara del hombre, esparciéndola en un arco de diez metros.
Philips y sus dos compañeros quedaron pasmados. Cuando se dieron cuenta de que alguien acababa de disparar contra el vagabundo, giraron en redondo y echaron a correr, tropezando unos contra otros por la inclinada pendiente que llevaba al monasterio.
Martin nunca había sentido tal desesperación. Ni siquiera al huir de la casa de Werner, su terror había sido tan grande. En cualquier momento esperaba oír otro estallido de fusil y sentir el dolor ardiente de una bala mortífera. Sabía que quienquiera que lo perseguía no tardaría en examinar el cadáver del patio y darse cuenta del error. Tenía que huir.
Pero la rocosa ladera de la colina era un serio peligro. Philips perdió pie y cayó de cabeza; por poco no se golpeó con una roca saliente. Al levantarse vio un sendero que viraba hacia la derecha y, apartando la maleza, se abrió paso hacia él.
Se oyó un segundo disparo, seguido por un grito de agonía. El corazón se le subió a la boca. Una vez fuera de la maleza, corrió tan rápido como pudo, lanzándose por el sendero hacia la oscuridad.
Antes de darse cuenta de lo que ocurría se había lanzado al vacío desde lo alto de una escalera. Pareció transcurrir un tiempo increíble antes de que golpeara nuevamente contra el suelo. Por instinto se lanzó hacia adelante para absorber el impacto, con la cabeza encogida, y dio un salto de gimnasta. Cayó de espaldas y se incorporó, aturdido. Detrás de él se oían pasos de alguien que corría por el camino, de modo que se obligó a levantarse y a seguir corriendo, luchando contra el mareo.
Esa vez vio las escaleras a tiempo para aminorar el paso. Bajó los peldaños de tres en tres y de cuatro en cuatro, para seguir corriendo, vacilantes las piernas. El sendero se cruzó con otro en ángulo recto, pero fue tan inesperado que Martin no tuvo tiempo de cambiar de dirección.
En la intersección siguiente se acababa el sendero que había seguido. Allí vaciló un momento. Hacia abajo y a la derecha se veía el límite del bosque. Donde acababan los árboles había una especie de terraza, con una balaustrada de cemento. De pronto oyó pasos tras él, y en esta ocasión tuvo la impresión de que lo seguía más de una persona. No tenía tiempo para pensar. Echó a correr hacia la terraza. Más abajo, a unos cien metros, había un patio de juegos con columpios, bancos y una depresión central que, en verano, debía ser una pequeña laguna.
Más allá de la placita se veía una calle de la ciudad por la que pasaba un taxi amarillo.
Como los pasos se acercaban, se obligó a bajar la amplia escalinata de cemento que descendía desde la terraza a la placita. Sólo entonces, al oír que los pasos se acercaban cada vez más, comprendió que no podría cruzar el terreno descubierto antes de que su perseguidor, quienquiera que fuese, llegara a la terraza. Quedaría expuesto a su vista.
Apresuradamente, se arrojó a la oscuridad que reinaba bajo la terraza, sin importarle el olor a orina vieja. En ese momento oyó pasos trabajosos que llegaban a la explanada.
Retrocedió a ciegas hasta chocar contra una pared. Allí se dejó resbalar lentamente hasta quedar sentado, tratando de dominar sus audibles jadeos.
Las columnas que sostenían la terraza se erguían contra la imagen difusa de la placita.
Desde allí se veían algunas luces de la ciudad. Los pesados pasos cruzaron la terraza y bajaron por la escalera. De pronto vio una silueta oscura y andrajosa, cuya respiración sibilante y frenética llegó hasta donde estaba Martin. Quedó claramente recortado contra la luz por un momento, antes de lanzarse hacia el campo de juegos, en dirección a la calle.
En la terraza resonó una serie de pasos más ligeros. Philips oyó unas palabras pronunciadas en voz baja. Después, el silencio. Allá adelante la silueta iba cruzando en diagonal la pequeña laguna.
El fusil resonó ásperamente por encima de Philips, y la silueta que huía por la plaza cayó de bruces. En cuanto golpeó contra el cemento quedó inmóvil: el hombre había muerto instantáneamente. Martin se resignó a su suerte. Era inútil seguir huyendo: estaba acorralado como un zorro después de la persecución y sólo faltaba el golpe de gracia. Si no hubiera estado tan exhausto quizá se le hubiera ocurrido resistir, pero en esas condiciones se limitó a permanecer inmóvil, escuchando los pasos ligeros que cruzaban la terraza y bajaban por la escalera.
Esperó, conteniendo el aliento, a que las siluetas se recortaran por un momento entre las columnas que se erguían frente a él.