Uno de los grandes tubos fluorescentes, situado directamente encima de la cabeza de Kristin Lindquist, funcionaba mal; parpadeaba con rápida frecuencia y emitía un zumbido constante. Ella trató de no prestarle atención, pero resultaba difícil. No se sentía bien; había despertado esa mañana con un leve dolor de cabeza y la luz vacilante le intensificaba la molestia. Era un dolor sordo y pertinaz y Kristin notó que el esfuerzo físico no lo empeoraba, como solía suceder con sus molestias habituales.
Contempló al modelo desnudo que posaba en la plataforma, en el centro de la habitación, y volvió la vista a su trabajo. Era un dibujo insípido, carente de perspectiva y sin vida. Por lo común le gustaban las clases de dibujo con modelo vivo, pero esa mañana no la disfrutaba, y eso se reflejaba en su obra.
Si al menos la luz dejara de parpadear… La estaba volviendo loca. Se puso la mano izquierda sobre los ojos, a manera de visera, y eso la alivió. Con un trozo de carboncillo nuevo, empezó a dibujar una base sobre la que apoyar la figura. Comenzó con una línea perpendicular, llevando el carboncillo directamente hacia abajo sobre el papel. Al levantar la barrita notó, sorprendida, que no había dejado raya alguna. Sin embargo, en la punta se veía una zona plana allí donde había frotado contra el papel. Pensando que podía ser material defectuoso, Kristin giró levemente la cabeza para probar la barrita en la esquina de la hoja. Al hacerlo vio surgir la línea perpendicular que acababa de hacer, en la periferia de su campo visual. Cuando se volvió a mirarla, la raya desapareció. Si giraba un poquito la cabeza, volvía a aparecer. La muchacha lo comprobó varias veces, para asegurarse de que no eran alucinaciones: sus ojos no percibían la línea perpendicular cuando estaba frente a ella, pero sí cuando giraba la cabeza hacia cualquiera de los lados. ¡Extrañísimo! Kristin nunca había tenido una jaqueca, pero sabía algo de ellas y supuso que estaba padeciendo una. Después de dejar el carboncillo y guardar los materiales en el casillero, explicó a su profesor que no se sentía bien y volvió a su apartamento.
Mientras cruzaba el recinto de la universidad, experimentó el mismo mareo que había notado a la ida. Era como si el mundo se desplazara abruptamente una fracción de grado, lo suficiente como para que los pasos de la muchacha se desequilibraran un poquito. Además, sentía un olor desagradable, vagamente familiar, y un leve zumbido en los oídos.
A una manzana del recinto estaba el apartamento que compartía con Carol Danforth, en un tercer piso con escalera exterior. Kristin subió los peldaños experimentando una gran pesadez en las piernas; seguramente le rondaba una gripe.
El apartamento estaba vacío. Carol debía estar en clase. En cierto modo, era preferible así, porque Kristin adivinaba que le convenía descansar tranquila; pero al mismo tiempo le hubiera gustado contar con la simpatía y la presencia de su compañera. Tomó dos aspirinas, se quitó la ropa y se acostó con un paño frío sobre la frente. Casi de inmediato se sintió mejor.
Era un cambio tan súbito que se limitó a permanecer inmóvil, temiendo que los síntomas volvieran si cambiaba de posición.
Fue un alivio que sonara el teléfono, junto a su cama, porque deseaba hablar con alguien. Pero no era ninguno de sus amigos, sino una secretaria del servicio de Ginecología para decirle que el Papanicolau realizado días antes daba un resultado anormal.
Kristin prestó atención, tratando de mantener la calma. Le dijeron que no se preocupara, porque los Papanicolau anormales no eran raros, especialmente si se presentaban asociados con la leve erosión en el cuello de la matriz que ella tenía; de cualquier modo, sólo para asegurarse, querían que volviera esa tarde a la clínica para repetir el examen.
Kristin trató de protestar y habló de su jaqueca, pero los de Ginecología insistieron, diciendo que cuanto antes lo hiciera, mejor. Tenían una hora libre esa misma tarde, y terminarían enseguida con el asunto.
La muchacha, aunque a disgusto, aceptó ir. Tal vez tuviera en verdad, algo malo, y en ese caso debía mostrarse responsable. Pero no quería ir sola. Trató de llamar a Thomas, su novio, pero él, por supuesto, no estaba. Aun sabiendo que su temor era irracional, Kristin no podía evitar la sensación de que en el Centro Médico había algo maligno.
Martin aspiró profundamente antes de entrar en Patología. En sus tiempos de practicante, ese departamento había sido el «coco» para él. Su primera autopsia fue una prueba de fuego para lo que no estaba preparado. Había imaginado que se parecería a los cursos de anatomía de primer año, con un cadáver tan poco parecido a un ser humano como una estatua. El olor era desagradable en aquellos tiempos, pero al menos se trataba de productos químicos; además, el laboratorio de anatomía se caracterizaba por las bromas y los chistes, que aliviaban la tensión. En Patología no era así. El sujeto de su primera autopsia había sido un niño de diez años, fallecido de leucemia. El cadáver estaba pálido, pero blando y con demasiado aspecto de vida. Cuando estuvo toscamente abierto y eviscerado como un pollo, a Martin se le aflojaron las piernas y el almuerzo se le subió a la boca. Logró evitar el vómito girando la cabeza, pero el esófago le quemaba por el ácido de sus propios jugos digestivos. El profesor siguió disertando, pero él no oía nada. Se quedó, aunque sufriendo, y sus sentimientos se volcaron hacia ese cuerpo sin vida.
Philips empujó las puertas para entrar en Patología. El ambiente era muy distinto de lo que él había conocido en sus tiempos de estudiante. Trasladado a la nueva facultad de medicina, e instalado en un ambiente ultramoderno, ya no había allí espacios pequeños y sombríos, altos cielosrrasos y pisos de mármol, donde los pasos levantaban ecos sobrenaturales.
La nueva sección de Patología era un lugar abierto y limpio. Los materiales más abundantes eran la fórmica blanca y el acero inoxidable. Los cuartos individuales habían sido reemplazados por zonas demarcadas por divisores que llegaban a la altura del hombro, y las paredes estaban cubiertas por coloreadas reproducciones de cuadros impresionistas, especialmente de Monet.
El recepcionista indicó a Martin el departamento de autopsias, donde el doctor Jeffrey Reynolds estaba ayudando a los internos. Martin había abrigado la esperanza de encontrarlo en su despacho, pero el empleado insistió en que fuera al quirófano porque al doctor no le molestaban las interrupciones. Sin embargo, Philips no se preocupaba por el patólogo, sino por sí mismo. De cualquier modo, siguió la dirección que le indicaba el dedo del recepcionista.
Hubiera hecho mejor no obedeciendo. Frente a él, sobre la mesa inoxidable, había un cadáver que parecía un trozo de carne. La autopsia se había iniciado por una incisión en forma de Y que cruzaba el pecho y bajaba hasta el pubis. La piel y los tejidos subyacentes estaban retirados hacia atrás, dejando al descubierto la caja torácica y los órganos abdominales. Al entrar Philips, uno de los internos cortaba ruidosamente las costillas.
Reynolds vio al radiólogo y salió a su encuentro, con un gran bisturí de autopsia en la mano, como si fuera un cuchillo de carnicero. Martin echó una mirada a la habitación para no ver el espectáculo que se desarrollaba frente a él. El ambiente se parecía al de un quirófano: nuevo, moderno y completamente embaldosado, a fin de limpiarlo con facilidad. Había cinco mesas de acero inoxidable y, en la pared del fondo, una serie de puertas cuadradas correspondientes al refrigerador.
—Saludos, Martin —dijo Reynolds, secándose las manos en el delantal—. Lamento lo del caso Marino; me hubiera gustado ayudarte.
—No importa. Gracias por la buena intención. Como no iban a hacer la autopsia, quise hacer una tomografía axial del cadáver, pero me llevé una sorpresa. ¿Sabes qué descubrí?
Reynolds sacudió la cabeza.
—No tenía cerebro. Alguien le quitó el cerebro y la volvió a coser, de modo que prácticamente no se veía.
—¡No!
—Sí.
—¡Dios! ¿Te imaginas el escándalo que podría armarse si los periódicos se enteraran?
Por no hablar de la familia: fueron terminantes con respecto a la autopsia.
—Por eso quería hablar contigo.
Hubo una pausa. Al fin Reynolds dijo:
—Un momento. No pensarás que Patología tuvo algo que ver con eso, ¿no?
—No sé —admitió Philips.
La cara del patólogo enrojeció; en la frente aparecieron unas venas.
—Bueno, yo estoy seguro. Ese cadáver nunca subió aquí. Fue directamente a la morgue.
—¿Y qué me dices de Neurocirugía?
—Bueno, los chicos de Mannerheim son todos unos locos, pero no creo que tanto.
Martin se encogió de hombros. Luego dijo a Reynolds la verdadera razón por la que quería hablarle. Era por una paciente llamada Ellen McCarthy, que había llegado muerta a la sala de Urgencias, unos dos meses antes. Quería saber si le había hecho la autopsia.
Reynolds se quitó los guantes y pasó a la oficina departamento. Utilizando la terminal de la computadora principal, escribió el nombre de McCarthy y el número de inscripción. De inmediato apareció su nombre en la pantalla, seguida por la fecha y el número de la autopsia, así como la causa de su muerte: herida de cráneo, resultante en una gran hemorragia intracerebral y hernia del tronco cerebral. El patólogo halló rápidamente una copia del informe y se la entregó a Philips.
—¿Revisaste el cerebro? —preguntó este.
—¡Por supuesto que lo revisamos! —exclamó él, arrebatándole el informe—. ¿Cómo no íbamos a hacerlo si allí estaba la herida?
Y buscó apresuradamente en el papel, mientras Philips lo observaba. Reynolds había aumentado unos veinticinco kilos desde los tiempos en que trabajaban juntos en el laboratorio de la Facultad; un pliegue de piel, en la parte trasera del cuello, cubría la parte superior del cuello de la camisa. Las mejillas estaban abultadas, con una fina red de diminutos capilares rojizos bajo la piel.
—Quizá haya sufrido un ataque antes del accidente —dijo, aún leyendo.
—¿Cómo se puede determinar?
—La lengua presentaba varios mordiscos. No hay seguridad; es sólo una suposición.
Philips quedó impresionado. Sabía que esos detalles sólo eran percibidos por los patólogos forenses.
—Aquí está la parte del cerebro. Hemorragia grave. Pero hay algo interesante. Parte de la corteza del lóbulo temporal mostraba células nerviosas muertas aisladas. Muy poca reacción neuroglial. No se hizo diagnóstico.
—¿Y la zona occipital? —preguntó Philips—. En una radiografía vi algunas sutiles anormalidades por allí.
—Se tomó una placa. Salió normal.
—Sólo una. Caramba, ojalá hubieran sido más.
—A lo mejor tienes suerte. Aquí dice que se retiró el cerebro. Espera.
Reynolds se acercó a un tarjetero y sacó el cajón correspondiente a la M.
Philips se sintió más o menos alentado.
—Bueno, fue retirado y conservado, pero no lo tenemos. Como lo pedían de Neurocirugía, debe estar en el laboratorio de ellos.
Philips se encaminó a Cirugía, deteniéndose tan sólo para observar a Denise, que llevaba a cabo un impecable angiograma. Esquivando el tránsito de camillas en la zona de Recepción, se dirigió a la mesa.
—Busco a Mannerheim —dijo a la enfermera rubia—. ¿Tiene idea de cuándo saldrá de Cirugía?
—Lo sabemos con exactitud.
—¿A qué hora?
—Hace veinte minutos. —Las otras dos enfermeras rieron. Al parecer, las cosas marchaban muy bien en los quirófanos puesto que estaban de tan buen humor.
—Sus ayudantes están cerrando. Mannerheim está en el saloncito.
Philips lo encontró rodeado de su habitual cortejo. Los dos visitantes japoneses, uno a cada lado, sonreían e inclinaban la cabeza de tanto en tanto. En el grupo había otros cinco cirujanos, todos tomando café. Mannerheim sostenía un cigarrillo y una taza en la misma mano. Había dejado el tabaco hacía un año, y eso significaba que, en vez de comprar cigarrillos, se los pedía a todo el mundo.
—¿Y saben qué le dije al sinvergüenza del abogado? —decía Mannerheim, entre dramáticos ademanes de la mano libre—: ¡Claro que juego a ser Dios! ¿Usted cree que mis pacientes se dejarían escarbar el cerebro por un basurero?
El grupo celebró ruidosamente la ocurrencia y comenzó a dispersarse. Martin se acercó a él y bajó la vista para mirarlo.
—Bueno, aquí está nuestro servicial radiólogo.
—Se hace lo que se puede —dijo Philips, con amabilidad.
—Le diré, no me gustó esa bromita que me hizo por teléfono.
—No era broma —aclaró Philips—. Lamento que mi comentario haya caído tan inoportunamente, pero yo no sabía que Lisa Marino había muerto y acababa de notar unas leves anormalidades en la placa.
—Se supone que usted debe estudiar las placas antes que muera el paciente —observó el cirujano, en tono desagradable.
—Verá, yo quería preguntarle qué pasó con el cerebro de la chica, que fue retirado del cadáver.
A Mannerheim se le dilataron los ojos; la cara redonda tomó un color opaco. Tomando a Philips del brazo, se lo llevó lejos de los japoneses.
—Permítame que le diga algo —bramó—. Por pura casualidad, sé que usted sacó anoche el cadáver de Lisa Marino sin autorización, para tomarle unas radiografías. Y le aseguro una cosa: no me gusta que nadie meta mano a mis pacientes. Especialmente a los que se me complican.
—Escuche —replicó Martin, liberando su brazo—. Sólo estoy interesado en unas extrañas anormalidades visibles en la radiografía, que podrían ayudar a un gran descubrimiento científico. No me interesan sus complicaciones.
—Mejor así. Si algo raro le pasa al cadáver de Lisa Marino, será culpa suya. Que se sepa, fue usted el único que se llevó el cuerpo. No lo olvide.
Y Mannerheim agitó un dedo amenazador frente a la cara de Philips.
Un súbito temor por su vulnerabilidad profesional hizo que Martin vacilara. Por mucho que le disgustara admitirlo, el cirujano estaba en lo cierto. Si divulgaba la desaparición de ese cerebro, a él le tocaría probar que no era culpa suya. Su única testigo era Denise, con la cual mantenía relaciones íntimas.
—Muy bien, olvidemos lo de Marino —dijo—. Descubrí a otra paciente con una radiografía similar. Una tal Ellen McCarthy. Por desgracia, murió en un accidente de tráfico. Pero le hicieron la autopsia aquí, en el Centro Médico, y el cerebro fue entregado a Neurocirugía. Me gustaría verlo.
—Y a mí me gustaría que me dejara en paz. Soy un hombre ocupado. Yo atiendo a pacientes de carne y hueso, en vez de pasarme el día sentado, mirando placas.
Mannerheim le volvió la espalda para retirarse, y Philips sintió un arrebato de furia.
Hubiera querido gritarle: «Grandísimo maleducado, presumido», pero no lo hizo. Ese hombre no merecía otra cosa; quizás hasta lo estaba esperando. Martin, en cambio, fue directamente a su famoso talón de Aquiles. Con voz calma y comprensiva, le dijo:
—Doctor Mannerheim, usted necesita de un psiquiatra.
El cirujano giró en redondo, listo para entablar combate, pero Philips ya había salido.
Para él, la psiquiatría representaba la antítesis absoluta de todo cuanto apoyaba. Era como un cenagal de vacuidades hiperconceptuales. Que le dijeran que él necesitaba de eso era el peor de los insultos. Ciego de furia, se lanzó a través de la puerta para pasar a los vestidores; se arrancó los chanclos de cirugía, manchados de sangre, y los arrojó al otro extremo de la habitación, donde se estrellaron contra los casilleros, para resbalar bajo los lavabos.
Luego se apoderó del teléfono para hacer dos ruidosas llamadas: la primera, a Stanley Drake, director del hospital; la otra, al jefe del servicio de Radiología, el doctor Harold Goldblatt. Ante los dos insistió en que debían tomar medidas contra Martin Philips. Ambos lo escucharon en silencio, porque el cirujano era un personaje poderoso dentro de la comunidad hospitalaria.
Philips no era de los que se enojan con facilidad, pero llegó a su oficina echando chispas. Helen levantó la vista al verlo entrar.
—Recuerde que debe dar esa clase dentro de quince minutos.
Él pasó de largo, murmurando algo por lo bajo. Para su sorpresa, encontró a Denise sentada frente al alternador, estudiando las historias clínicas de las pacientes Collins y McCarthy.
—¿Qué te parece si almorzamos?
—No tengo tiempo para almorzar —le espetó Philips, dejándose caer en una silla.
—Estás de un humor maravilloso.
Él apoyó los codos en el escritorio y se cubrió la cara con las manos. Hubo un momento de silencio, hasta que la muchacha dejó las carpetas para levantarse.
—Disculpa —murmuró él, sin retirar las manos de la cara—. He tenido una mañana difícil.
Este hospital es capaz de levantar barreras increíbles ante cualquier averiguación. Pude haber dado con un descubrimiento radiológico importante, pero el hospital parece decidido a no alentarme para que lo investigue.
—Hegel escribió: «En el mundo no se ha logrado nada grande sin pasión» —comentó Denise, guiñando el ojo. Su tesis de curso opcional había versado sobre filosofía, y no ignoraba que a Martin le agradaba su capacidad de citar a algunos de los grandes pensadores.
Por fin él apartó las manos de la cara y sonrió.
—No me hubiera venido mal un poco más de pasión anoche.
—Interpretar la palabra en ese sentido, queda enteramente a tu criterio. Pero difícilmente creo que sea lo que Hegel quiso decir. De cualquier modo, me voy a almorzar algo. ¿Seguro que no me puedes acompañar?
—Ni por asomo. Tengo una clase con los de prácticas.
Denise echó a andar hacia la puerta.
—A propósito, mientras revisaba las carpetas de Collins y de McCarthy, descubrí que las dos habían tenido resultados atípicos en varios Papanicolau.
Denise se detuvo ante la puerta.
—Me pareció que los exámenes ginecológicos daban normales —respondió él.
—Todo normal, salvo los Papanicolau de ambas pacientes. Eran atípicos, lo cual quiere decir que, sin ser francamente patológicos, no resultaban completamente normales.
—¿Es raro eso?
—No, pero se supone que el control debe prolongarse hasta que la prueba dé resultado normal. Y no hay ningún informe de normalización. Bueno, a lo mejor no es nada. Me pareció mejor comentártelo. ¡Hasta luego!
Philips la saludó con la mano, pero permaneció ante su escritorio, tratando de recordar la historia clínica de Lisa Marino. Le parecía recordar que allí también se mencionaba un examen de Papanicolau. Se dirigió hacia la entrada, para llamar la atención a Helen:
—Recuérdeme que esta tarde debo ir a Ginecología.
A las 13.05, armado con una caja de diapositivas en cuya etiqueta se leía «Introducción a la Tomografía Axial Computada», Philips entró en el salón de conferencias.
Se diferenciaba mucho del resto del departamento de Radiología, amueblado de estilo funcional y atestado en un espacio insuficiente. El salón de conferencias era desacostumbradamente lujoso; se parecía más a una sala de proyecciones de Hollywood que al auditorio de un hospital. Las sillas estaban tapizadas de suave terciopelo y dispuestas a distintos niveles, para tener una buena visión de la pantalla. Cuando Philips entró, el salón ya estaba completo.
Mientras preparaba el proyector y subía al estrado, los estudiantes se instalaron rápidamente en las butacas, ya atentos a él. Philips bajó la intensidad de las luces y colocó la primera diapositiva.
La clase estaba bien preparada, porque Philips la había repetido muchas veces.
Comenzaba con el concepto de la tomografía axial, elaborado por Godfrey Hornsfield, de Inglaterra, y seguía con un recuento cronológico de su desarrollo posterior. Philips destacó minuciosamente que, si bien se utilizaba un tubo de rayos X, la imagen resultante era, en realidad, la reconstrucción matemática de la información, analizada por una computadora.
Una vez que los estudiantes comprendían el concepto básico, para él había sido alcanzado el principal objetivo de la clase.
Mientras disertaba, la mente de Martin empezó a divagar, pero el material le era tan conocido que no se notaba. Su admiración por los que habían creado la máquina de tomografía computada incluía un toque de envidia; pero también comprendía que, si su propia investigación daba resultados, se vería catapultado hacia el éxito y los honores científicos. Su obra podía tener un impacto aún más revolucionario sobre la radiología de diagnóstico, y le valdría, sin duda alguna, una candidatura al premio Nóbel.
En medio de una frase descriptiva sobre la capacidad del sistema para detectar tumores, se encendió su señal de llamada. Encendió las luces de la sala, pidió disculpas y corrió al teléfono. Philips sabía que Helen no lo hubiera llamado de no tratarse de una emergencia, pero la operadora le informó que se trataba de una llamada desde fuera del hospital, y antes de que pudiera protestar le comunicaron con el doctor Donald Travis.
—Donald —dijo Martin, rodeando el micrófono con la mano—. Estoy en mitad de una clase. ¿No te puedo llamar después?
—¡No, qué diablos! —chilló Travis—. He perdido buena parte de la mañana buscando a esa mítica paciente que, según dijiste trasladaron aquí.
—¿No encuentras a Lynn Anne Lucas?
—No. Más aún, no nos han enviado ningún paciente del Centro Médico de Hobson en lo que va de semana.
—Qué raro. Me dijeron muy claramente que había ido al Centro Médico de Nueva York; voy a hablar con Ingresos, pero te ruego que pruebes una vez más. Es importante.
Philips cortó la comunicación, pero dejó la mano apoyada en el teléfono un momento.
Luchar contra la burocracia era casi tan desagradable como luchar contra Mannerheim y sus congéneres. Volvió al estrado e hizo un intento por reanudar la clase, pero había perdido completamente la concentración. Por primera vez desde que empezara la docencia, se excusó aduciendo una emergencia y abandonó el aula.
De regreso en su oficina, Helen le pidió disculpas por la interrupción, diciendo que el doctor Travis había insistido. Él le dijo que no importaba, pero la secretaria lo siguió a su despacho, con un chorro de mensajes y recados. El director del hospital había llamado dos veces para que se comunicara con él lo antes posible. El doctor Robert McNeally había llamado desde Houston, preguntando si Philips podría presidir la ponencia de Neurorradiología en el congreso anual de Radiología de Nueva Orleans; necesitaba una respuesta en menos de una semana. Iba a pasar al tema siguiente cuando Philips levantó la mano.
—¡Basta por favor!
—Pero, hay algunas cosas más.
—Ya sé que hay más. Siempre hay más.
Helen quedó sorprendida.
—¿Va a llamar al doctor Drake?
—No. Llámelo usted y dígale que estoy demasiado ocupado, que lo llamaré mañana.
Helen, con su buen criterio, sabía cuándo dejar en paz a su jefe. Philips, de pie en el umbral de su oficina, echó una mirada a su alrededor. El desorden provocado por las pilas de placas radiográficas había sido retirado, y en cambio se veían los angiogramas de la mañana.
Al menos Kenneth Robbins, jefe de su equipo técnico, tenía las cosas bajo control.
El trabajo era, para Philips, calma y estabilidad. Por eso tomó asiento, buscó el micrófono y empezó a dictar. Había llegado al último angiograma cuando notó que alguien había entrado en su oficina y esperaba de pie a sus espaldas. Se volvió, pensando que era Denise, pero se encontró ante la cara sonriente de Stanley Drake, el director del hospital.
A los ojos de Philips, Drake era como un político bien preparado. Se le veía siempre elegante y bien vestido, con su traje azul oscuro de tres piezas, a rayas muy finas, y su reloj de oro con cadena. Llevaba corbatas de seda sujetas con una aguja que las levantaba horizontalmente por encima de las camisas blancas almidonadas. De todos los conocidos por Philips, sólo él usaba grandes gemelos franceses. De algún modo se las componía para estar bronceado, aun durante las lluviosas primaveras de Nueva York.
Philips volvió a sus angiogramas y siguió dictando.
—En conclusión, el paciente tiene una gran deformación arteriovenosa en la zona del ganglio basal izquierdo, alimentada por la arteria mediocerebral izquierda y por la coroidal posterocerebral izquierda. Punto final. Gracias.
Dejando el micrófono, Martin se volvió para enfrentarse al director. Le molestaba que en ese hospital se tuviera tan poco en cuenta la intimidad, que a Drake no le pareciera mal entrar directamente en un despacho ajeno sin llamar.
—Me alegro de verlo, doctor Philips —dijo el director, sonriendo—. ¿Cómo está su esposa?
Philips lo miró fijamente por un segundo, sin saber si enojarse o reír. Por fin dijo, sin levantar la voz:
—Me divorcié hace cuatro años.
Fue un golpe bajo. Drake tragó saliva y su sonrisa vaciló por un instante. Entonces cambió de tema, para comentar lo complacido que estaba el director del hospital con el buen funcionamiento del departamento de Radiología, desde que Philips se había hecho cargo de él.
Hubo una pausa. Philips se limitaba a esperar, sabiendo a qué había ido ese hombre. No pensaba facilitarle las cosas.
—Bueno —dijo el administrador; tomando un tono más serio, frunció la boca pequeña—. He venido para que hablemos del triste caso de Lisa Marino.
—¿De qué se trata?
—De que el cadáver de la pobre chica fue irreverentemente tratado y sometido a rayos X sin autorización de examen postmortem.
—También se le retiró el cerebro —observó Philips—. Sacar una radiografía a un cadáver y quitarle el cerebro no son cosas que entren en una misma categoría.
—Sí, por supuesto. Ahora bien, en este momento no importa si usted tuvo algo que ver con la extracción del cerebro. El hecho es que…
—¡Un momento! —Philips se irguió en su silla—. Quiero aclarar una cosa. Yo tomé una radiografía al cadáver, eso es cierto. Pero no extirpé el cerebro.
—Doctor Philips, a mí no me importa quién lo extirpó. Me importa que el cerebro haya sido extirpado. Soy responsable por la publicidad que reciban el hospital y su personal, además de las imposiciones financieras.
—Bueno, a mí me importa quién lo haya extirpado, especialmente si hay quien piensa que pude haber sido yo.
—Doctor Philips, no hay por qué asustarse. El hospital ya ha hablado con la funeraria, y la familia no se enterará de este infortunado episodio. Pero debo recordarle que su posición es muy delicada en este caso. Le ruego que no insista sobre el asunto. Eso es todo.
—¿Fue Mannerheim el que le encargó esta gestión? —preguntó Philips, que ya empezaba a perder la compostura.
—Por favor, comprenda mi situación —pidió Drake—. Yo estoy de su parte. Estoy tratando de apagar una llama antes de que se convierta en un incendio y ocasione daños serios. Es por el bien de todos. Sólo le pido que sea razonable.
—Gracias —dijo Philips, levantándose—. Gracias por la visita. Tendré en cuenta su opinión y estudiaré el asunto.
Philips sacó a Drake de su oficina y cerró la puerta. Mientras repasaba la conversación, le costó bastante creer que fuera cierta. A través de la puerta se oía la voz de Drake hablando con Helen, de modo que no había soñado. Eso, más que ninguna otra cosa, lo decidía a liberarse de la carrera de ratas del hospital. Más que nunca, supo que su investigación debía tener éxito.
Acrecentada su motivación, Philips tomó la lista grande de radiografías de cráneo efectuadas en los últimos diez años y comparó los números de inscripción con las series de placas, para determinar rápidamente el orden en que habían estado archivadas. Tomó el primer sobre, tachó el nombre de la lista y sacó las placas. Tomó dos radiografías laterales y guardó el resto. Después de proporcionar a la computadora las informaciones necesarias, puso una de las radiografías en el visor de láser. La otra fue a parar a su pantalla. El informe de la placa quedó junto al panel de la máquina.
Como casi todas las personalidades apremiantes, a Martin le gustaban las listas. Había anotado los nombres de Marino, Lucas, Collins y McCarthy cuando sonó el teléfono. Era Denise, para decirle que estaba lista para practicar el primer angiograma de la tarde. Philips, después de pensarlo por un momento, dijo que su presencia era innecesaria y le sugirió que prosiguiera con el estudio mientras pudiera. Como sospechaba, a ella le agradó ese voto de confianza.
Volviendo a su lista, tachó el nombre de Collins. Junto al de Marino escribió:
«Morgue; ver a Werner». Tenía la poderosa sensación de que el encargado no ignoraba lo que había ocurrido con el cuerpo de Lisa Marino.
Junto al de McCarthy: «Laboratorio de Neurocirugía». Quedaba Lucas. Por su conversación con Travis, estaba seguro de que la chica no estaba en el Centro Médico de Nueva York, a menos que la hubieran internado bajo seudónimo, cosa que no tenía sentido.
Por eso escribió: «Enfermera turno noche Neuro 14 Oeste».
Después tomó el teléfono para llamar nuevamente a Ingresos. Contó treinta y seis señales de llamada antes de que alguien contestara, y una vez más la persona con quien él necesitaba hablar no estaba disponible. Philips dejó su nombre y un mensaje para que lo llamaran.
Por entonces la computadora había terminado de funcionar. Philips leyó el informe con entusiasmo, comparándolo con la interpretación anterior, y verificó los resultados con la radiografía. La computadora, no sólo había detectado todo lo mencionado en el informe, sino que hasta había descubierto algunos leves engrosamientos del hueso y una opacidad en los senos frontales que no figuraban en la interpretación original. El radiólogo, al observar la placa, tuvo que coincidir con ella. Era asombroso.
Cuando estaba repitiendo el procedimiento con otra radiografía, Helen asomó la cabeza para decir, como si se disculpara, que «el gran jefe» quería verlo cuanto antes.
La oficina del doctor Harold Goldblatt estaba situada en el otro extremo del departamento, en un ala del edificio que sobresalía hacia el patio central como un pequeño tumor rectangular. Todo el mundo se daba cuenta de que había entrado en sus dominios porque el suelo estaba alfombrado y en las paredes lucían paneles de caoba. Para Philips, era como esos gabinetes jurídicos que proliferan en las grandes capitales, y cuyos socios son tantos como los nombres de la guía telefónica.
Llamó a la pesada puerta de madera. Goldblatt estaba sentado ante una enorme mesa de caoba. El cuarto tenía ventanas por los tres lados y la mesa quedaba frente a la puerta; su parecido con el despacho presidencial de la Casa Blanca no era del todo casual. Goldblatt codiciaba los atributos del poder y, después de una vida entera de maquiavélicas maniobras, se había convertido en una celebridad en el campo de la radiología. En otros tiempos había destacado dentro de la neurorradiología, pero al convertirse en una verdadera institución, su conocimiento profesional quedó estancado. Aunque Martin reprobaba en secreto la aversión de Goldblatt por innovaciones tales como la máquina de radiografías seriadas, aún sentía admiración por ese hombre, que había representado un eslabón importante en el proceso de elevar la ciencia radiológica a su estado actual.
Goldblatt se levantó para estrecharle la mano y le indicó una silla frente a la mesa. Era un hombre vigoroso, de sesenta y cuatro años, que aún vestía como en 1939, año en que se graduó en Harvard. Su traje era un convencional conjunto de tres piezas, de pantalones abolsados y tan cortos que no llegaban a cubrirle los tobillos. Usaba una fina corbata de lazo, anudada a mano y, en consecuencia, torcida y asimétrica. Tenía el pelo casi blanco, y lo llevaba cortado según una variante del estilo americano que permitía una mayor longitud sobre las orejas.
—Doctor Philips —comenzó a decir. Mirando a Martin por encima de sus gafas sin montura, tomó asiento y apoyó los codos sobre la mesa, uniéndose las manos en un sólido nudo—. No apruebo esa práctica de sacar de la morgue, en mitad de la noche, cadáveres que apenas han tenido tiempo de enfriarse.
Philips admitió que parecía incongruente. A manera de explicación y no de excusa, le habló primero del programa de interpretación de radiografías que habían creado William Michaels y él; después le habló de la densidad anormal detectada por la computadora en la radiografía de Lisa Marino, diciendo que necesitaba más radiogramas para caracterizar la anormalidad. Le parecía indispensable, agregó, insistir sobre aquel descubrimiento, pues podía ser utilizado para lanzar el concepto de un análisis de rayos X por computación.
Después de escucharlo, Goldblatt sonrió con benignidad, asintiendo.
—Al oírlo, Martin, me pregunto si usted sabe exactamente lo que está haciendo.
—Creo que sí.
El comentario de Goldblatt sorprendió a Philips. Era difícil no sentirse ofendido.
—No me refiero a la parte técnica de su esfuerzo, sino a las implicaciones de su obra.
Francamente, no creo que el departamento pueda apoyar un proyecto cuya meta es alejar aún más al paciente del médico. Usted propone un sistema en el cual una máquina reemplaza al radiólogo.
Martin quedó pasmado. No estaba preparado para enfrentarse a una acusación de herejía por parte de Goldblatt. Sólo había esperado esa reacción por parte de los radiólogos menos competentes, de los que había demasiados.
—Usted cuenta con un futuro prometedor —continuó Goldblatt—, y me gustaría ayudarlo a que lo conserve. También es mi responsabilidad preservar la imagen de nuestro departamento dentro del Centro Médico. Es mi opinión que usted debería orientar sus investigaciones en una dirección más aceptable. En todo caso, no debe radiografiar más cadáveres sin autorización. Eso no debería tener necesidad de decirlo.
Philips tuvo un súbito presentimiento: Mannerheim debía haberse puesto en contacto con Goldblatt. No cabía otra explicación. Pero el neurocirujano era una estrella que no gustaba de compartir sus laureles con nadie más. ¿Por qué motivos estaba trabajando con Goldblatt y, probablemente, con Drake? No tenía sentido.
—Una última observación —continuó el director, formando una pirámide con los dedos—. Se me ha comunicado que usted mantiene una cierta vinculación con una de las internas. No creo que el departamento pueda tolerar ese tipo de relaciones.
Philips se levantó abruptamente, con los ojos entornados y la cara tensa.
—A menos que mi conducta profesional se vea afectada —dijo, lentamente—, mi vida privada no es asunto del departamento.
Y se volvió para abandonar esa oficina. Goldblatt levantó la voz, diciendo algo sobre la imagen del departamento, pero él no se detuvo.
Pasó junto a Helen sin echarle una mirada, aunque ella se había levantado con el bloc en la mano. Cerró su despacho con un portazo, se sentó frente al alternador y tomó el micrófono. Era mejor trabajar un rato antes de enfrentarse a sus sentimientos. El teléfono empezó a sonar, pero no le prestó atención. Fue Helen quien atendió e hizo sonar el timbre avisador. Philips fue a la puerta para preguntarle, por señas, quién era. El doctor Travis.
Travis dijo a Martin que, definitivamente, no había ninguna Lynn Anne Lucas en el Centro Médico de Nueva York. Había revisado todo el hospital, investigando cualquier medio concebible por el que el traslado hubiese podido pasarse por alto. Finalmente preguntó a Philips qué le habían dicho en el departamento de Ingresos.
—Poca cosa —respondió él, indefenso.
Le avergonzaba decir que no había comprobado nada, después de haber echado sobre Travis semejante trabajo. En cuanto cortó la comunicación llamó a Ingresos. Su insistencia rindió fruto, y por fin consiguió hablar con la encargada de salidas y traslados para preguntarle cómo era posible que una paciente hubiera salido del hospital en medio de la noche.
—Los pacientes no están prisioneros aquí —dijo la encargada—. ¿Esa enferma fue ingresada por Urgencias?
—Sí.
—Bueno, eso es lo habitual. Con frecuencia se traslada a los internados por Urgencias una vez que están estabilizados, si sus médicos particulares no trabajan con nosotros.
Philips gruñó, para expresar que comprendía, y pidió detalles referidos a Lynn Anne Lucas. Como la computadora procesadora de datos utilizada por Ingresos trabajaba por el número de inscripción o la fecha de nacimiento, la mujer dijo que necesitaba averiguarlos a través de la ficha de Urgencias antes de conseguir información. Lo llamaría lo antes posible.
Martin trató de reanudar el dictado, pero le costaba concentrarse. Allí, delante de sus narices, estaban las historias clínicas de Collins y McCarthy. Recordó los comentarios de Denise sobre las pruebas de Papanicolau. Lo que él sabía sobre ginecología en general y sobre Papanicolau en particular era más bien escaso, de modo que se puso el delantal blanco y salió de la oficina, con la carpeta de Katherine Collins en la mano. Al pasar junto a Helen, le dijo que volvería pronto y le dejó instrucciones para que sólo lo llamara en caso de emergencia.
El primer paso era acudir a la biblioteca. Como vio a varios pacientes equipados para mal tiempo, decidió utilizar el túnel. Se llegaba al edificio nuevo por el mismo ramal que Philips empleaba para llegar a su apartamento. Estaba más allá de la escalera que llevaba al edificio viejo de la Facultad de Medicina, abandonado dos años antes, al terminarse la construcción.
Se suponía que las viejas instalaciones serían renovadas para proporcionar el espacio que tanto necesitaban algunos departamentos, como el de Radiología, pero debido a los enormes aumentos de costo, se habían quedado sin dinero cuando la facultad nueva estaba a punto de terminarse. Dos años después, quedaba aún una parte de la construcción que aguardaba nuevos fondos para ser concluida, de modo que la reconstrucción del edificio antiguo había quedado pospuesta indefinidamente, con lo que los diversos departamentos clínicos no tenían más salida que esperar.
La facultad nueva era muy distinta de lo que Philips había conocido en sus tiempos de estudiante y en especial la biblioteca. En ella no se habían economizado fondos (de ahí, probablemente, que la escuela vieja hubiese quedado abandonada). El vestíbulo era amplio y estaba alfombrado; dos escaleras curvas, simétricas, ascendían al piso alto.
Los ficheros estaban bajo el balcón que formaba el descansillo. Philips obtuvo el número de un texto de ginecología elemental; quería leer algo sobre el examen de Papanicolau, pero no necesitaba un libro entero sobre citología. Conocía ya la eficacia de la prueba; como detectora de cáncer, era probablemente la mejor y la más segura. Él mismo la había practicado siendo estudiante, y sabía que era sumamente fácil; bastaba raspar ligeramente la superficie del cuello de la matriz y depositar el material en una placa de vidrio.
Lo que no recordaba era la clasificación de los resultados y lo que debía hacerse si el informe daba resultados «atípicos». Por desgracia, el texto no le ayudó mucho. Sólo decía que cualquier caso sospechoso debía ser sometido a una prueba de Schiller, que consistía en manchar el cuello con yodo, para determinar zonas anormales; o quizás a una biopsia o a una colposcopia. Como Philips no tenía idea de lo que eran colposcopias, tuvo que usar el índice.
Resultó ser un procedimiento por el cual se introducía un instrumento similar al microscopio para examinar el cuello de la matriz.
Lo que más sorprendió a Philips fue descubrir que entre el diez y el quince por ciento de los casos de cáncer cervical se producían en mujeres cuyas edades abarcaban entre los veinte y los veintinueve años. Tenía la errada impresión de que esa enfermedad correspondía a una edad más avanzada. No existía mejor argumento en favor del examen ginecológico anual.
Martin devolvió el texto y se abrió paso hasta el departamento de Ginecología de la Universidad. Recordaba que esa parte del departamento había estado, en sus tiempos, prohibida a los estudiantes de medicina, lo cual equivalía a colgar un pedazo de carne frente a un animal hambriento, puesto que las pacientes eran, por lo común, lindas compañeras de estudios. Los sujetos disponibles para los estudiantes eran las viejas multíparas, pacientes habituales, y el contraste tornaba a las estudiantes tan codiciables como si fueran modelos de Playboy.
Al acercarse a la recepcionista, Philips se sintió muy fuera de lugar. En cuanto se detuvo frente a ella la vio hacer caídas de ojos y aspirar hondo para elevar el pecho plano.
Martin la miró fijamente; parecía tener algo muy extraño en la cara. Al comprender que se trataba de los ojos, anormalmente pegados a la nariz, apartó la vista.
—Soy el doctor Martin Philips.
—¿Qué tal? Soy Ellen Cohen.
Él volvió a mirarle los ojos, involuntariamente.
—Quisiera hablar con el médico de turno.
Ellen Cohen volvió a hacer caídas de ojos.
—En este momento el doctor Harper está ocupado con una paciente, pero terminará enseguida.
En cualquier otro departamento, Philips hubiera entrado directamente a la zona de consultorios. Allí, en cambio, se volvió hacia la sala de espera, tan intimidado como se había sentido a los doce años, cuando esperaba a su madre en la peluquería. Cinco o seis jóvenes lo miraban fijamente. En cuanto él se dio la vuelta, todas volvieron a sus revistas.
Martin ocupó una silla junto a la mesa de la recepcionista. Ellen Cohen, a hurtadillas, ocultó en uno de los cajones del escritorio, la novela barata que había estado leyendo. Cada vez que Philips, por casualidad, miraba en su dirección, ella sonreía.
Philips dejó que sus pensamientos volvieran hacia Goldblatt. ¡Caramba con el descaro de aquel hombre, creer que podía mangonear en la vida privada de Martin, o tan siquiera en su investigación! Era pasmoso. Tal vez si el departamento hubiera costeado las investigaciones habría existido alguna justificación, pero no era así. La única contribución de Radiología era el tiempo de Martin. Los fondos necesarios para materiales y programación —por cierto, bastante importantes— provenían del departamento de Ciencia de la Computación, que los entregaba por medio de Michaels.
De pronto Martin reparó en que una paciente se había aproximado a la recepcionista para preguntar qué significaba un Papanicolau atípico. Parecía hablar con dificultad, y se apoyaba en el escritorio como si se sintiera débil.
—Eso es algo que debe preguntarle a la señorita Blackman, queridita —respondió Ellen Cohen, percibiendo inmediatamente la atención de Philips. Especialmente para él, agregó riendo—: Yo no soy médico. Siéntese. La señorita Blackman saldrá enseguida.
Kristin Lindquist ya no podía soportar más frustraciones en el mismo día.
—Me dijeron que me atenderían de inmediato —dijo.
Y explicó a la recepcionista que tenía dolores de cabeza, mareos y dificultades en la vista desde la mañana, de modo que no podía esperar, como el día anterior.
—Por favor, informe a la señorita Blackman que estoy aquí. Enseguida. Cuando ella me llamó, dijo que no habría demoras.
Kristin fue a ocupar una silla frente a Philips. Avanzaba con lentitud, como quien no está seguro de su equilibrio. Ellen Cohen, al captar la mirada del radiólogo, puso los ojos en blanco, sugiriendo que la muchacha era demasiado exigente, pero se levantó en busca de la enfermera. Martin se dedicó a estudiar a Kristin, mientras su atareada mente hacía asociaciones entre los Papanicolau atípicos y los vagos síntomas neurológicos. Como la muchacha tenía los ojos cerrados, pudo estudiarla sin hacerla sentir incómoda. Calculó que tendría unos veinte años. De inmediato abrió la carpeta de Katherine Collins y la hojeó rápidamente hasta hallar la primera nota de neurología: como motivo de la visita, describía dolores de cabeza, mareos y síntomas visuales. ¿Acaso esa joven sentada frente a él podía ser otro caso del mismo cuadro radiológico? A Philips le pareció posible. Con todas las dificultades con que había tropezado al tratar de obtener más radiografías de las otras pacientes, la idea de descubrir un nuevo caso le seducía terriblemente. Ahora podría tomar, desde el principio, todas las que necesitara.
Sin necesidad de pensarlo más, se acercó a Kristin y le dio un golpecito en el hombro.
La chica dio un respingo de sorpresa y se apartó de la cara un mechón de pelo rubio. El miedo le daba un aspecto especialmente vulnerable, y Martin reparó súbitamente en su belleza.
Se presentó con palabras cautelosamente elegidas, diciendo que pertenecía al departamento de Radiología y que acababa de oír, por casualidad, los síntomas que ella había descrito a la recepcionista. Le habló de las cuatro radiografías que acababa de ver, correspondientes a otras tantas jóvenes con los mismos problemas, y le sugirió que quizá le conviniera hacerse un estudio de rayos X. Puso mucho cuidado en destacar que se trataba de una medida puramente preventiva, sin motivos para alarmarse.
Para Kristin, ese hospital estaba lleno de sorpresas. El día de su primera visita la habían hecho esperar horas enteras. De pronto, se encontraba con un médico que parecía estar buscando pacientes.
—No me gustan mucho los hospitales —dijo; hubiera querido agregar: «Ni los médicos», pero le pareció demasiado irrespetuoso.
—A decir verdad, yo pienso lo mismo —replicó Philips, sonriendo, pues aquella joven le había caído simpática y se sentía protector—. Pero una radiografía no le llevará mucho tiempo.
—Sigo pensando que lo mejor sería volver a casa cuanto antes.
—No tardaremos nada. Se lo prometo. Una sola placa, yo mismo la llevaré.
Kristin vaciló. Por una parte detestaba ese hospital. Por la otra, aún se encontraba indispuesta, y el interés de Philips no la dejaba indiferente.
—¿Qué me dice? —insistió él.
—De acuerdo —aceptó ella, por fin.
—Magnífico. ¿Cuánto tiempo va a estar aquí?
—No sé. Dijeron que sería poco.
—Bueno. No se vaya sin mí.
A los pocos minutos llamaron a Kristin. Casi simultáneamente se abrió otra puerta, por la cual apareció el doctor Harper.
Philips reconoció al doctor Harper; era uno de los internos que había visto entrar y salir del hospital; no se conocían personalmente, pero esa cabeza pulida era difícil de olvidar.
Philips se levantó para presentarse. Hubo una pausa incómoda. Harper, como interno, no contaba con un despacho y como los dos consultorios estaban ocupados, no tendrían dónde conversar. Terminaron en el pasillo.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó el ginecólogo, con cierta suspicacia.
No era habitual que el subdirector de Neurorradiología visitara su sección, ya que el objeto y la práctica de sus respectivas especialidades ocupaban los extremos opuestos del espectro médico.
Philips inició su interrogatorio en términos bastante vagos, expresando interés por el modo en que se manejaba la clínica; preguntó cuánto tiempo llevaba Harper en ella y si le gustaba. Las repuestas del interno fueron abruptas; sus ojitos se movían bruscamente por la cara de Philips, en tanto explicaba que la clínica de la universidad era un cargo rotatorio optativo para internos con experiencia, y que se había convertido en un peldaño simbólico previo a la propuesta de ingresar en la nómina del personal estable, en cuanto se completaran los estudios de especialidad. Al fin concluyó:
—Mire, me espera un montón de pacientes.
Martin comprendió que, en vez de tranquilizarlo, estaba logrando inquietarlo más con esas preguntas.
—Una pregunta más —dijo—. Cuando un Papanicolau da resultados atípicos, ¿qué se suele hacer?
—Depende —respondió Harper, cauteloso—. Hay dos categorías de células atípicas. Una de ellas es atípica, pero no sugiere la presencia de tumores; la otra, en cambio, es atípica y sugiere un tumor.
—Sea cual fuere la categoría, ¿no debería hacerse algo? Quiero decir, si no es normal, habría que vigilar, ¿no es cierto?
—Sí —respondió Harper, evasivo—. ¿Por qué me lo prengunta?
Tenía la poderosa impresión de que lo estaban arrinconando.
—Por mero interés —dijo Martin, y le mostró la carpeta de Collins—. He dado con varias pacientes que tienen pruebas de Papanicolau con resultados atípicos efectuados en esta clínica, pero al leer las anotaciones de Ginecología no veo referencias a pruebas de Schiller, ni biopsias ni colposcopias, sino sólo exámenes de Papanicolau repetidos. ¿Eso no es… irregular? —Le clavó la mirada, presintiendo su incomodidad—. Verá, no quiero echarle la culpa a nadie. Es puro interés.
—No podría decirle nada sin ver la historia clínica —dijo Harper, como si intentara poner fin a la conversación con ese comentario.
Philips le entregó la carpeta, observándolo mientras él la abría. En cuanto el interno leyó el nombre, «Katherine Collins», su rostro se puso tenso. Martin lo estudió con curiosidad, viéndolo hojear las páginas con demasiada rapidez como para leer nada debidamente. En cuanto llegó al final, levantó la vista y se la devolvió.
—No sé qué decirle.
—Es irregular, ¿verdad? —preguntó el radiólogo.
—Digamos que no es el modo en que yo llevaría las cosas. Pero ahora debo volver a mi trabajo. Disculpe.
Y pasó junto a Martin, que tuvo que apretarse contra la pared para cederle paso.
Sorprendido por el precipitado final de la conversación, Martin lo vio entrar apresuradamente en uno de los consultorios. No había sido su intención plantear las preguntas en un plano personal, y se preguntó si su tono habría sido más acusador de lo que él creía. Sin embargo, el interno había reaccionado de modo extraño ante la historia clínica de Katherine Collins; sobre eso no cabían dudas.
Convencido de que no tenía sentido seguir hablando con él, Martin volvió a la mesa de la recepcionista para preguntar por Kristin Lindquist. Ellen Cohen fingió al principio no haber oído la pregunta, pero cuando él la repitió, le contestó que la señorita Lindquist estaba con la enfermera y que saldría enseguida. Kristin le había disgustado desde un principio, pero ahora la odiaba, puesto que el radiólogo parecía interesarse en ella. Martin, sin tomar conciencia de esos celos, se sintió increíblemente confundido por la clínica ginecológica de la universidad.
Pocos minutos después la muchacha salía de un consultorio, apoyándose en una enfermera. Martin había visto antes a esa mujer, tal vez en la cafetería; recordaba su espesa melena negra, que llevaba recogida sobre la cabeza en un moño apretado. Se levantó, mientras la mujer se aproximaba a la mesa, y oyó que daba instrucciones a la recepcionista para que reservara hora para Kristin dentro de los cuatro días siguientes. La muchacha estaba muy pálida.
—Señorita Lindquist —la llamó Martin—, ¿terminó ya?
—Creo que sí —dijo ella.
—¿Qué me dice de esa radiografía? —preguntó él—. ¿Se siente dispuesta?
—Creo que sí —logró repetir Kristin.
La enfermera de pelo negro volvió súbitamente al escritorio, a grandes pasos.
—Disculpe que pregunte, pero ¿de qué clase de radiografía están hablando?
—Una toma lateral de cráneo.
—Ya —musitó la enfermera—. Lo pregunto porque Kristin ha dado resultados anormales en un Papanicolau y preferiríamos que evitara toda radiografía abdominal o pélvica hasta que el examen dé normal.
—No hay problema —dijo él—. En mi departamento sólo nos ocupamos de la cabeza.
Nunca había oído que existiera tal asociación entre los Papanicolau y los rayos X, pero parecía razonable. La enfermera hizo un gesto afirmativo y se retiró. Ellen Cohen plantó una tarjeta con fecha y hora en la mano de Kristin, antes de volverle la espalda y fingir que estaba ocupada con la máquina de escribir.
—Una de esas locas de California —murmuró por lo bajo.
Martin condujo a Kristin por entre el ajetreo de la clínica hasta una puerta que comunicaba con el resto del hospital. Más allá, la escena parecía muy agradable, en contraste con la clínica, y la muchacha se sorprendió.
—Estas son las oficinas particulares de algunos cirujanos —le explicó Philips, mientras recorrían un largo pasillo alfombrado. Hasta había cuadros al óleo en las paredes recién pintadas.
—Pensaba que todo el hospital era viejo y ruinoso —comentó ella.
—Nada de eso. —Una imagen de la morgue subterránea pasó por la mente de Philips, confundiéndose inmediatamente con su reciente impresión de la clínica ginecológica—. Dígame, Kristin: como paciente, ¿qué opina de la clínica universitaria?
—Es una pregunta difícil. Detesto hasta tal punto las consultas ginecológicas que no puedo dar una respuesta justa.
—¿Comparada con otras experiencias?
—Bueno, es terriblemente impersonal; al menos lo fue ayer, cuando me revisó el médico. Pero hoy, como sólo traté con la enfermera, me pareció mejor. Además no tuve que esperar, como ayer, y no hicieron sino sacarme más sangre y examinarme otra vez la vista. No me hicieron ningún examen ginecológico. Gracias a Dios.
Habían llegado a los ascensores. Philips apretó el botón de llamada.
—La señorita Blackman también se molestó en explicarme lo de Papanicolau. Al parecer no era grave. Dijo que correspondía al Tipo II, que es muy común y suele revertir a normal espontáneamente. Según dijo, tal vez se deba a una erosión cervical; me aconsejó que no usara el bidet con chorro fuerte y que no tuviera relaciones sexuales.
Martin quedó momentáneamente sorprendido ante la franqueza de la chica. Como muchos médicos, permanecía en una sorprendente ignorancia con respecto al hecho de que su condición de médico alentaba a los demás a confiarle sus secretos.
En cuanto llegó a Rayos X, Philips buscó a Kenneth Robbins y dejó a Kristin en sus manos para que le tomara la única placa lateral que deseaba. Como eran más de las cuatro, el departamento estaba relativamente en calma y una de las salas de Radiografía había quedado desierta. Robbins tomó la radiografía y desapareció en el cuarto oscuro para suministrar la película al revelador automático. Mientras Kristin aguardaba, Martin se estacionó en la ranura del vestíbulo principal, por donde emergería la placa.
—Pareces un gato ante la cueva de un ratón —comentó Denise, que había aparecido tras Philips tomándolo por sorpresa.
—Así me siento. En Ginecología descubrí a una paciente con síntomas parecidos a los de Marino y las otras. Aquí me tienes, conteniendo el aliento para ver si presenta el mismo cuadro radiológico. ¿Cómo te fue esta tarde con los angiogramas?
—Muy bien, gracias. Te agradezco que me hayas dejado trabajar sola.
—No me lo agradezcas. Te lo has ganado.
En ese momento apareció el borde de la placa, salió del rodillo y cayó en la bandeja receptora. Martin la arrebató de allí para ponerla en el visor. Ayudándose con el dedo, fue revisando una zona aproximada a la oreja de Kristin.
—Maldición —dijo—. No tiene nada.
—¡Oh, vamos! —protestó Denise—. ¿Acaso te gustaría que la paciente tuviera esa patología?
—Tienes razón —replicó él—. No se la deseo a nadie. Sólo quiero un caso que pueda radiografiar debidamente.
Robbins salió del cuarto oscuro.
—¿Quiere alguna otra placa, doctor Philips?
Martin, sacudiendo la cabeza, entró en el cuarto donde Kristin lo esperaba, seguido por Denise.
—Buenas noticias —dijo, agitando la placa en el aire—. Su radiograma es completamente normal.
Luego le dijo que tal vez conviniera repetirla al cabo de una semana, si los síntomas persistían. Le pidió el número telefónico y le dio el de su línea directa, por si deseaba hacerle alguna pregunta.
Kristin se lo agradeció y trató de levantarse, pero inmediatamente tuvo que sostenerse de la mesa de rayos X, atacada por una oleada de mareos. El cuarto parecía girar en la dirección de los relojes.
—¿Se siente bien? —preguntó él, sujetándola por el brazo.
—Creo que sí. —Kristin parpadeaba—. Es el mismo mareo. Pero ya pasó.
No le dijo que acababa de percibir ese mismo olor, tan horrible y familiar. Era un síntoma demasiado absurdo como para compartirlo con él.
—Estoy bien. Preferiría ir a casa.
Philips quiso buscarle un taxi, pero ella insistió en que estaba bien. Al cerrarse la puerta del ascensor lo saludó con la mano y hasta logró esbozar una sonrisa.
—Un truco muy inteligente para conseguir el teléfono de una joven atractiva —observó Denise, mientras volvían a la oficina.
Al doblar el recodo, él notó, aliviado, que Helen ya no estaba. Denise echó un vistazo al cuarto y lanzó una exclamación de incredulidad.
—¿Qué diablos es esto?
—No digas nada. —Philips se abrió paso hasta su mesa avanzando por entre el desorden—. Mi vida se está desintegrando, y los comentarios agudos no me la van a solucionar.
Tomó los mensajes que Helen había dejado. Tal como esperaba, había llamadas importantes de Goldblatt y Drake. Después de mirarlas durante un minuto, dejó que las dos hojas de papel cayeran en una suave espiral hasta su gran cesto. Finalmente se volvió hacia la computadora y le suministró la radiografía de Kristin.
—¡Bueno! ¿Cómo anda eso? —preguntó Michaels, desde la puerta.
Por el desorden adivinaba que poco habían cambiado las cosas desde su visita anterior, efectuada por la mañana.
—Según a qué te refieras —dijo Philips—. Si hablas del programa, va bien. Sólo he procesado unos pocos radiogramas, pero hasta el momento funciona con una precisión de un ciento diez por ciento.
—Magnífico —aplaudió Michaels.
—Mejor que magnífico. ¡Es fantástico! La única cosa de este lugar que resulta bien.
Sólo lamento no tener más tiempo para trabajar en ello. Por desgracia, estoy atrasado con mi trabajo, pero esta noche me quedaré un rato para procesar todas las radiografías que pueda.
Philips vio que Denise se volvía a mirarlo. Trató de interpretar su expresión pero el ruidoso metralleo de la máquina de escribir, que escupía rápidamente su informe, atrajo su atención. Michaels apareció por detrás de él para leer por encima de su hombro. Denise pensó que parecían dos padres orgullosos de su retoño.
—Está interpretando la radiografía que acabo de tomarle a una muchacha —explicó Martin—. Se llama Kristin Lindquist. Se me ocurrió que ella podía tener la misma anormalidad que los otros pacientes que te describí. Pero no es así.
—¿Por qué te interesa tanto esa anormalidad en especial? —preguntó Michaels—. Personalmente, preferiría que te dedicaras al programa en sí. Más adelante tendrás tiempo para divertirte con esa clase de cosas.
—Cómo se ve que no eres médico —comentó el radiólogo—. Cuando presentemos esta pequeña computadora a la aletargada y soñolienta clase médica, será como confrontar a la Iglesia Católica del Medioevo con la astronomía de Copérnico. Si logramos presentar una nueva señal radiológica que el programa haya descubierto, la aceptación será mucho más fácil.
Cuando la máquina de escribir hizo una pausa, Philips arrancó el informe. Después de recorrer velozmente la página, volvió al párrafo central.
—No lo puedo creer.
Tomó la placa y la puso otra vez en el visor. Bloqueando con las manos la mayor parte de la imagen, aisló una pequeña zona en la parte trasera del cráneo.
—¡Ahí está! ¡Dios mío! Yo sabía que la paciente tenía los mismos síntomas. El programa recuerda los otros casos y ha podido encontrar este pequeño ejemplo de la misma anormalidad.
—Y nos pareció que en los otros casos había sido muy sutil —comentó Denise, mirando por encima del hombro de Philips—. Aquí sólo está afectada la punta del polo occipital, no la región parietal ni la temporal.
—Tal vez sea una primera etapa en el proceso de la enfermedad —sugirió Philips.
—¿Qué enfermedad? —preguntó Michaels.
—No lo sabemos con seguridad, pero varias de las pacientes que presentaban la misma anormalidad estaban siendo objeto de estudio por probable esclerosis múltiple. Se trata de un tiro a ciegas.
—Yo no veo nada —admitió el físico.
Acercó la cara a la radiografía, pero fue inútil.
—Es una cualidad de la textura. Tienes que conocer cómo es la textura normal antes de apreciar la diferencia. Créeme, existe. El programa no la ha inventado. Mañana llamaré otra vez a la paciente y estudiaré esa zona en particular. Tal vez con algunas radiografías mejores puedas detectarla.
Michaels admitió que su apreciación de la normalidad no era muy buena y, después de rechazar una invitación, a cenar en la cafetería, se disculpó. Cuando estaba en la puerta volvió a insistir para que Martin dedicara más tiempo a procesar películas viejas con la computadora, diciendo que existía una buena posibilidad de que el programa detectara muchas clases de nuevas señales radiológicas y, si Philips perdía el tiempo investigándolas una por una, jamás ajustarían el sistema. Luego se marchó, agitando la mano por última vez.
—Está preocupado, ¿verdad? —observó Denise.
—Y con razón. Hoy me dijo que para manejar ese programa han diseñado otra procesadora cuya memoria es aún más eficiente. Al parecer estará lista dentro de poco, y entonces yo seré la única causa de demora.
—¿Y por eso piensas trabajar esta noche?
—Por supuesto.
Al mirarla, Martin notó por primera vez lo cansada que estaba. Había trabajado todo el día casi sin dormir.
—Tenía la esperanza de que quisieras venir a mi apartamento para cenar algo y quizá para terminar lo que comenzamos anoche.
Se estaba mostrando deliberadamente erótica, y Martin era blanco fácil. La manifestación sexual sería un modo fantástico de eliminar las frustraciones y la exasperación de todo el día. Pero tenía trabajo por hacer y Denise era demasiado importante para usarla, como había usado a las enfermeras, en sus tiempos de interno, cuando necesitaba liberar tensiones.
—Tengo aún trabajo por hacer —replicó al fin—. ¿Por qué no vuelves temprano a tu casa?
Te llamaré; tal vez vaya más tarde.
Pero Denise insistió en esperar mientras él revisaba todos los angiogramas y las tomografías del día, que ya habían sido examinadas por sus compañeros de Neurorradiología.
Aunque su nombre no apareciera en los informes, Philips revisaba lo que se hacía en su departamento.
Eran las siete menos cuarto cuando echó la silla atrás y se incorporó para desperezarse.
—¿Qué te pasa? —preguntó a Denise, viendo que ocultaba el rostro.
—No quiero que me veas la horrible cara que tengo.
Él, sacudiendo la cabeza como si no pudiera creerlo, alargó una mano para levantarle la barbilla, pero ella se la retiró. En pocos segundos, desde el momento en que apagaron el visor, se había transformado, de una profesional eficiente, en una mujer sensible. En lo que a Martin concernía, tal vez tuviera aspecto de cansada, pero estaba tan atractiva como siempre.
Trató de decírselo, pero ella no quiso creerle. Le dio un beso rápido y dijo que iba a su casa a darse un largo baño. Que esperaba verlo más tarde. Y se marchó como un pájaro en vuelo.
Martin tardó algunos segundos en ordenar sus ideas. Denise tenía la facultad de ofuscarle el cerebro. Estaba enamorado y lo reconocía. Buscó el número de Kristin y lo marcó en el teléfono, pero no obtuvo respuesta. Entonces decidió llevarse la carpeta de la correspondencia para revisarla mientras cenaba en la cafetería.
Eran las nueve y cuarto cuando Martin terminó con los dictados y la correspondencia.
Mientras tanto había podido procesar otras veinticinco placas por la computadora, que funcionaba impecablemente. Randy Jacobs iba y venía entre el archivo y su despacho; había estado guardando los sobres devueltos, pero como al mismo tiempo traía otros cientos de ellos, la oficina de Philips estaba más desorganizada y revuelta que antes.
Desde su mesa, Martin trató nuevamente de hablar con Kristin. Ella atendió a la segunda señal de llamada.
—Va a tener que disculparme —dijo él—, pero al mirar su radiografía con más detenimiento detecté una zona que necesita un examen más intenso. Quisiera pedirle que viniera otra vez, mañana por la mañana, digamos.
—Por la mañana no —repuso la muchacha—. Van dos días seguidos que no voy a clase, y no quiero seguir faltando.
Se pusieron de acuerdo para que ella se presentara a las tres y media. Martin le aseguró que no la harían esperar. Al llegar, debía entrar directamente en su despacho.
Después de cortar, Martin se recostó en la silla y dejó que los problemas del día cayeran sobre él. Las conversaciones con Mannerheim y Drake eran exasperantes, pero al menos correspondían y encajaban con la personalidad de ambos. En cambio, el diálogo con Goldblatt había sido diferente. Philips no esperaba semejante ataque de alguien que había sido su profesor. Estaba casi seguro de que el anciano había sido responsable de que lo nombraran subdirector de Neurorradiología, cuatro años antes. Por eso no tenía sentido. Si tras la conducta de Goldblatt se ocultaba una franca hostilidad hacia el trabajo de la computadora, les esperaban más problemas de los que él y Michaels habían supuesto. Al pensar en eso, Martin se incorporó para buscar la lista de los pacientes que presentaban la posible señal radiológica.
La corroboración de la nueva técnica de diagnóstico había asumido una tremenda importancia. En cuanto halló la lista, agregó el nombre de Kristin Lindquist.
Aun aceptando el disgusto que Goldblatt sentía por la nueva computadora, su conducta seguía careciendo de sentido. Sugería una coalición con Mannerheim y Drake. Y para que Goldblatt se aliara con aquel neurocirujano, algo extraordinario debía estar ocurriendo. Algo muy extraño.
Philips tomó la lista de un manotazo: Marino, Lucas, Collins, McCarthy y Lindquist.
Después de McCarthy había escrito: «Laboratorio de Neurocirugía». Si Mannerheim podía ser tortuoso, también él lo sería.
Salió de su oficina, apenas iluminada, hacia el resplandor del pasillo. En la zona de las salas de Fluoroscopia vio lo que buscaba: los carritos de limpieza del personal de portería.
Acostumbrado a trabajar hasta muy tarde, Martin contaba con muchas oportunidades de relacionarse con el personal de limpieza. Varias veces habían tenido que limpiarle la oficina estando él allí. En broma, le decían que realmente vivía en secreto bajo la mesa de su despacho. Era un grupo interesante, compuesto por dos hombres de veintitantos años, uno blanco y el otro negro, y dos mujeres mayores, portorriqueña una e irlandesa la otra. Philips quería hablar con la irlandesa, que llevaba catorce años trabajando en el centro y era la supervisora, al menos en teoría.
Encontró al equipo en la sala de Fluoroscopia, en plena pausa del café.
—Oiga, Tesoro —dijo a la irlandesa.
«Tesoro» era su sobrenombre, porque así llamaba ella a todo el mundo.
—¿Puede entrar en el laboratorio de Investigaciones de Neurocirugía?
—Puedo entrar en cualquier parte de este hospital, excepto en los armarios donde se guardan los narcóticos —afirmó Tesoro, orgullosa.
—Magnífico. Voy a hacerle un ofrecimiento que no podrá rehusar.
Y pasó a decirle que necesitaba su llave maestra durante quince minutos, para sacar de ese laboratorio un espécimen que necesitaba radiografiar. A cambio le haría una tomografía gratuita.
Tesoro tardó un minuto en dejar de reír.
—No tendría que dársela, pero siendo usted quien es… Por favor, tráigala antes de que salgamos de Radiología. O sea, tiene veinte minutos.
Philips usó el túnel para entrar en el Edificio de Investigaciones Watson. El ascensor esperaba en el vestíbulo desierto; entró y pulsó el piso deseado. Aunque estaba en medio de un concurrido centro médico, situado en una ciudad populosa y en expansión, se sentía aislado y solo. Las investigaciones se realizaban entre las ocho y las cinco, de modo que el edificio estaba vacío. Sólo se oía el viento que silbaba en el pozo del ascensor, a medida que ascendía. Cuando las puertas se abrieron, salió a un vestíbulo mal iluminado. Pasó por una puerta de incendios que lo condujo a una larga sala; debía ocupar toda la longitud del edificio.
Para ahorrar energía, casi todas las luces estaban apagadas. Tesoro no le había dado una llave, sino todo el manojo, que tintineaba en el silencio del edificio desierto.
Al laboratorio de Neurocirugía le correspondía la tercera puerta a la izquierda, próxima al otro extremo del corredor. Martin, al acercarse, se sintió tenso. La puerta del laboratorio era metálica, con un vidrio central esmerilado. Tras echar una mirada por encima del hombro, introdujo la llave maestra en la cerradura y la puerta se abrió, girando despacio.
Philips entró rápidamente y cerró tras de sí. Trató de tomar a broma su propia sensación de suspenso, pero no sirvió de nada. Su nerviosismo había superado toda proporción con lo que estaba haciendo. Decidió que no servía para ladrón.
El interruptor de luz emitió un sonido desacostumbradamente audible y un bloque de tubos fluorescentes bañaron de luz el inmenso laboratorio, cruzado de punta a punta por dos mostradores centrales provistos de equipo completo: fregaderos, mecheros de gas y estantes con diversos utensilios. En el otro extremo había una zona para cirugía de animales, con todo el aspecto de un quirófano moderno, pero más pequeño; tenía reflectores, una pequeña mesa de operaciones y hasta una máquina para anestesia. No había separación entre el quirófano y el laboratorio, pero aquel estaba embaldosado. En conjunto, constituía un espectáculo impresionante, tributo a la capacidad de Mannerheim para obtener fondos para la investigación.
Aunque Philips no tenía idea de dónde podía guardarse un cerebro, se le ocurrió que podía existir una colección, de modo que sólo buscó en los armarios más grandes. No encontró nada, pero descubrió que había otra puerta cerca de la zona destinada a cirugía.
Tenía un panel de vidrio transparente protegido con tela metálica. Arrimándose a esa ventanita, echó una mirada al cuarto oscuro que había detrás. Se veía una serie de estantes con frascos de vidrio, que contenían cerebros sumergidos en líquidos conservadores.
Con cada segundo que transcurría, el nerviosismo de Martin iba en aumento. En cuanto vio los cerebros sintió la necesidad de buscar el de McCarthy y salir de allí. Abrió la puerta de un empujón y se puso a revisar apresuradamente las etiquetas. De pronto sintió el impacto de un fuerte olor animal; en la oscuridad, a la izquierda, percibió varias jaulas, pero los frascos acaparaban su interés; cada uno tenía una etiqueta con su nombre, un número de inscripción y una fecha. Philips recorrió a paso rápido aquella larga fila de frascos, suponiendo que la fecha correspondía al fallecimiento del paciente. Como la única luz era la que pasaba por el vidrio de la puerta, tenía que acercarse a los frascos a cada paso. El de McCarthy estaba precisamente en el otro extremo de la habitación, junto a la puerta de salida.
Al alargar la mano para tomar el espécimen, Philips quedó alelado por un grito escalofriante que resonó por toda la habitación. De inmediato se oyó un ruido de metal chocando contra metal. Philips, flexionando las rodillas, giró en redondo para defenderse y se golpeó el hombro contra la pared. Otro alarido restalló en el aire, pero el ataque no se produjo.
En cambio, Martin se encontró mirando de frente a un mono enjaulado. El animal estaba completamente encolerizado; los ojos eran carbones ardientes y mostraba la dentadura, en la que faltaban dos piezas, rotas al tratar de morder los barrotes de acero de su prisión. De la cabeza le salía un grupo de electrodos, semejantes a fideos multicolores.
Philips comprendió que estaba ante uno de los animales que Mannerheim y sus muchachos habían convertido en monstruos aullantes. En el Centro Médico se sabía bien que el más reciente interés del neurocirujano consistía en hallar la ubicación exacta del centro cerebral asociado con la cólera. El hecho de que otros investigadores negaran la existencia de ese punto no había frenado el interés de Mannerheim.
En tanto la vista de Philips se ajustaba a la luz escasa de la habitación, fue descubriendo varias jaulas más. Cada una encerraba un mono, y en los prisioneros se veía todo tipo de mutilaciones cefálicas. A algunos se les había reemplazado toda la parte trasera del cráneo por semiesferas de plexiglás, a través de las cuales pasaban cientos de electrodos.
Unos cuantos se mostraban dóciles, como si hubieran sido objeto de lobectomías.
Philips se puso de pie. Sin perder de vista al animal rabioso, que seguía gritando y sacudiendo ruidosamente la jaula, levantó el frasco que contenía el cerebro de McCarthy, parcialmente disecado. Detrás había una serie de platinas de microscopio ligadas por una anilla de goma. Se las llevó también. Iba a retirarse cuando oyó que se abría la puerta exterior del laboratorio y volvía a cerrarse; enseguida se percibieron unos ruidos sordos.
Martin se dejó ganar por el pánico. Sujetando frasco, platinas y llaves, abrió la puerta trasera. Frente a él, las escaleras de incendio se hundían en una interminable serie de ángulos.
Se detuvo en lo alto de la escalera, comprendiendo que huir no era ninguna solución. Y entonces, sujetando la puerta antes de que se cerrara, volvió al laboratorio.
—Doctor Philips —dijo el sorprendido guardia. Se llamaba Peter Chobanian. Formaba parte del equipo de baloncesto del Centro Médico y solía conversar con Philips, cuando estaba de servicio—. ¿Qué está haciendo por aquí?
—Necesitaba comer un bocado —respondió Martin, francamente, levantando el frasco.
—Ahhhh —Chobanian apartó la vista—. Hasta que entré a trabajar aquí pensaba que sólo los psiquiatras estaban chiflados.
—Bromas aparte —dijo Philips, adelantándose sobre sus flojas piernas—, tengo que tomar unas radiografías de este espécimen. Debía retirarlo hoy, pero no lo hice.
Y saludó con la cabeza al otro guardia, a quien no conocía.
—La próxima vez que suba, avísenos —advirtió Chobanian—. Los microscopios de este edificio parecen tener patas, así que estamos tratando de vigilar bien.
Philips pidió a uno de los técnicos radiólogos del turno de noche que fuera a Neurorradiología, si le dejaban tiempo los múltiples accidentes que se atendían en Urgencias, para brindarle su opinión. Había tratado inútilmente de tomar una radiografía del cerebro parcialmente disecado, que había depositado sobre una hoja de papel. Sin embargo, hiciera lo que hiciese, las imágenes resultaban deficientes. En todas las placas era difícil distinguir la estructura interna. Trató de reducir el kilovoltaje, pero no sirvió de nada. El técnico, al echar un vistazo al cerebro, se puso verde y se fue.
Por fin Martin creyó descubrir en qué radicaba el problema. Aunque el cerebro había estado en formol, la estructura debía haberse descompuesto lo bastante como para borrar cualquier definición radiológica. Philips lo dejó caer nuevamente en su frasco y lo llevó a Patología, junto con las platinas para observación.
El laboratorio no estaba cerrado, pero allí no había nadie. Quienquiera tuviese ganas de robar microscopios debía ir a esa sección, pensó Philips. Cuando abrió la puerta de la sala de autopsias la encontró también vacía. Se acercó a la larga mesa central, donde se veía toda una hilera de microscopios, cada una con su grabador al lado, recordando la primera vez que había estudiado su propia sangre. Rememoró su temor al pensar que la muestra pudiera resultar leucémica. La época de estudiante había sido fértil en enfermedades imaginarias, y Martin las había contraído todas.
En el fondo del cuarto encontró un calentador Bunsen en donde hervía una probeta con agua. Dejó el frasco y las platinas y se quedó esperando. No tuvo que aguardar mucho antes que un interno de patología, de gordura rayana en la obesidad, entrara con paso de pato.
Obviamente no esperaba tener compañía, pues se estaba subiendo el cierre de la bragueta. Se llamaba Benjamín Barnes. Philips se presentó y preguntó si podía hacerle un favor.
—¿Qué clase de favor? Estoy tratando de terminar con esta autopsia para poder escaparme de aquí.
—Tengo unas cuantas platinas para observación. ¿No podría echarles un vistazo?
—Aquí tenemos muchos microscopios. ¿Por qué no las mira usted mismo?
Era un modo presuntuoso de tratar a un superior, aunque fuera de otro departamento, pero Martin se obligó a contener la irritación.
—Hace años que no he utilizado un microscopio —dijo—. Además se trata de un cerebro.
Nunca fue mi punto fuerte.
—Le convendría esperar a que abra Neuropatía, por la mañana.
—Quisiera tener una primera impresión ahora mismo.
Philips, por experiencia, no creía que los gordos fueran alegres, y ese patólogo le estaba confirmando su opinión. De mala gana, tomó las platinas y puso una bajo un visor.
Después puso otra. Le llevó unos diez minutos terminar con el lote.
—Interesante —comentó—. Mire, vea esto.
Y se apartó para que Philips pudiera ver.
—¿Ve esa zona abierta? —preguntó.
—Sí.
—Allí tendría que haber una célula nerviosa.
Philips lo miró fijamente.
—Todo este material marcado en rojo muestra zonas donde faltan las neuronas o están en mal estado —explicó el interno—. Lo extraño es que casi no se nota inflamación alguna. No tengo idea de qué se trata. Tendría que describirlo como «muerte multifocal y discreta de las neuronas, de etiología desconocida».
—¿No quiere hacer un intento de adivinar la causa?
—No.
—¿No podría ser esclerosis múltiple?
—Quizás. De vez en cuando se producen lesiones de la materia gris en la esclerosis múltiple, aunque por lo común se la distingue en la materia blanca. Pero no tienen ese aspecto. Tendría que haber una mayor inflamación. Para asegurarme debería hacer un análisis de mielina.
—¿Y qué me dice del calcio? —preguntó Philips, sabiendo que entre las pocas cosas que afectaban la densidad de los rayos X, el calcio era una.
—No veo nada que hable de calcio. Repito: tendría que analizar la mielina.
—Otra cosa —pidió Philips—. Quisiera algunas muestras del lóbulo occipital.
Y palmeó la parte superior del frasco.
—¿No quería solamente que echara un vistazo a las platinas que trajo?
—En efecto. No quiero que estudie el cerebro: sólo que lo seccione.
Martin había tenido un mal día y no estaba de humor para tratar con internos perezosos. Barnes tuvo el suficiente sentido común de no decir nada más. Tomó el frasco de vidrio y entró en el cuarto de autopsias, seguido por Philips. Sacó el cerebro del formol y lo puso en el mostrador de acero inoxidable, junto al fregadero. Blandiendo uno de los grandes cuchillos de autopsia, permitió que Philips le indicara la zona deseada y practicó cortes de un centímetro para ponerlos en parafina.
—Las muestras las haré mañana. ¿Qué clase de pruebas quiere?
—Todas las que se le ocurra —dijo Philips—. Y una cosa más. ¿Conoce al encargado nocturno de la morgue?
—¿Se refiere a Werner?
Philips asintió.
—Más o menos. Es un tipo algo raro, pero de confianza, y trabajador. Hace muchos años que está aquí.
—¿Cree que se deja sobornar?
—No tengo idea. ¿Para qué podrían sobornarlo?
—Vaya a saber. Glándulas pituitarias para obtener hormonas del crecimiento, dientes de oro, favores especiales.
—No sé, pero no me sorprendería.
Tras la perturbadora experiencia en el laboratorio de Neurocirugía, Philips se sentía bastante inquieto mientras seguía la línea roja que llevaba a la morgue, en el sótano. La enorme sala oscura, semejante a una caverna, le parecía el escenario ideal para alguna obra de horror. Las ventanas de cuarzo, en la puerta del incinerador, relucían en la oscuridad como el ojo de un monstruo ciclópeo.
«Por el amor de Dios, Martin, ¿qué diablos te pasa?», se dijo, tratando de fortalecer su menguante confianza.
La morgue tenía el mismo aspecto que en la noche anterior; las lámparas sin bombillas colgadas de los alambres daban a la escena un aire extraño y ultraterreno. Se percibía un ligero olor a podredumbre. La puerta del refrigerador estaba entreabierta, y la luz del interior se volcaba parcialmente por una corriente de neblina fría.
—¡Werner! —llamó Philips.
Su voz levantó ecos en la antigua sala embaldosada. No hubo respuesta. Entró en la habitación y la puerta se cerró tras él.
—¡Werner!
Sólo una canilla que goteaba quebraba el silencio. Philips, vacilando, se adelantó hasta el refrigerador para echar un vistazo. Werner estaba forcejeando con uno de los cadáveres que, al parecer, se había caído de la camilla; el encargado luchaba con el cuerpo desnudo y rígido, tratando torpemente de volverlo a su sitio. Necesitaba ayuda, pero Philips permaneció donde estaba, observándolo. Cuando Werner consiguió dejar el cadáver en la camilla, él se adelantó para llamarlo otra vez, con una voz que sonó como a madera.
—¡Werner!
El encargado flexionó las rodillas y alzó las manos, como una criatura de la selva a punto de atacar. Philips lo había tomado por sorpresa.
—Quiero hablar con usted. —Tenía intenciones de mostrarse autoritario, pero su tono era débil. Allí, rodeado de muertos, se le desmoronaban las defensas—. Comprendo su posición y no quiero causarle problemas, pero necesito cierta información.
Werner, al reconocerlo, se tranquilizó pero siguió inmóvil. El aliento le brotaba en pequeñas nubes de vapor condensado.
—Tengo que encontrar el cerebro de Lisa Marino. No me importa quién se lo haya llevado ni por qué motivos. Sólo quiero la oportunidad de echarle un vistazo por motivos de pura investigación científica.
Werner era como una estatua. Hubiera podido ser uno de los muertos, de no ser por el aliento visible.
—Vea —agregó Martin—, estoy dispuesto a pagarle.
Nunca en su vida había sobornado a nadie.
—¿Cuánto? —preguntó el encargado.
—Cien dólares.
—No sé nada del cerebro de la Marino.
Philips observó las facciones heladas de ese hombre. Dadas las circunstancias, se sentía impotente.
—Bueno, si en algún momento recuerda algo, llámeme a Rayos X. —Se volvió para salir, pero al llegar al corredor no pudo contener el impulso de echar a correr hacia los ascensores.
Philips inspeccionó los nombres en el vestíbulo exterior del edificio donde vivía Denise. Sabía aproximadamente cuál era el departamento de ella, pero había tantos que siempre debía fijarse. Después de apretar el botón negro, esperó, con la mano en el picaporte, a que el zumbido del portero electrónico lo dejara entrar.
El interior olía como si todo el mundo hubiera sofrito cebollas para la cena. Philips empezó a subir las escaleras. Había ascensor, pero si no estaba en el vestíbulo tardaba demasiado en llegar, y Denise vivía sólo en el tercer piso. Sin embargo, al ascender el último tramo, Philips empezó a darse cuenta de lo cansado que estaba. La jornada había sido larga y difícil.
Denise había vuelto a metamorfosearse. Había dormido un ratito después de bañarse y ya no parecía cansada. Tenía suelto el pelo reluciente, que le caía en una cascada de suaves ondas. Vestía una camisa de satén rosado con pantalones de la misma tela, que dejaban un conveniente espacio al juego de la imaginación. A Martin se le evaporó parte de la fatiga; siempre lo sorprendía esa capacidad de Denise para abandonar su eficiente personalidad del hospital, aun comprendiendo que ella confiaba lo bastante en sus facultades intelectuales como para permitirse fantasías femeninas. Se trataba de un equilibrio raro y maravilloso.
Se abrazaron en la puerta; luego, sin decir nada, entraron al dormitorio tomados del brazo. Martin la atrajo hacia la cama. Al principio ella se limitó a ceder, disfrutando de la ansiedad masculina, pero por fin se le unió, equiparando su propia pasión a la de él, hasta que los dos quedaron exhaustos en una mutua satisfacción.
Pasaron un rato acostados, felices de estar juntos, con el deseo de retener en la mente el placer compartido. Al fin Martin se incorporó sobre un codo, para seguir con el dedo la nariz cincelada de Denise y la línea de sus labios.
—Creo que esta relación se nos está yendo de las manos por completo —comentó, sonriente.
—Estoy de acuerdo.
—Tengo síntomas desde hace un par de semanas, pero sólo en estos últimos días he podido establecer un diagnóstico. Estoy enamorado de ti, Denise.
Para la muchacha, esa palabra nunca había tenido un significado más poderoso. Hasta entonces, Martin nunca había hablado de amor ni siquiera al decirle lo mucho que contaba para él.
Se besaron levemente. No hacían falta las palabras, pero agregaban una nueva dimensión de intimidad. Después de algunos segundos, él añadió:
—Admitir que te amo me asusta en un sentido. La medicina acabó con mi matrimonio, y temo que vuelva a ocurrir.
—No lo creo.
—Yo sí; sabe cómo apoderarse de uno con exigencias cada vez mayores.
—Pero yo comprendo esas exigencias.
—No estoy seguro de que las comprendas todavía.
Reconocía que el comentario debía sonar condescendiente, pero sabía que, en ese punto de la carrera de Denise, sería imposible convencerla de que dirigir un departamento convertía a la medicina en una diaria carrera de ratas, como cualquier otra actividad. Además, la amenaza de Goldblatt contra las relaciones entre los dos estaba muy presente en su memoria, y la preocupación no era del todo hipotética.
—Creo comprenderlas mejor de lo que piensas —observó ella—. Me parece que has cambiado desde tu divorcio. Por entonces parecías albergar la creencia machista de que podías obtener casi todas tus satisfacciones de tu carrera. Ahora, creo que eso ha cambiado.
Has comprendido que la mayor parte de tu satisfacción debe provenir de tus propias relaciones personales.
Se produjo un silencio. Martin estaba pasmado, tanto por su propia transparencia como de la clarividencia de Denise. Ella rompió el silencio.
—Sólo una cosa no puedo comprender. Si te interesa vivir un poco más fuera del hospital, ¿por qué no trabajas menos en tu investigación?
—Porque puede ser la clave de mi libertad —repuso él, estrechándola—. Tú te has convertido en mi promesa de satisfacción, y la investigación tiene la facultad de otorgarme lo que deseo de la medicina, así como más tiempo para pasarlo contigo.
Se besaron, seguros en ese mutuo afecto recién expresado. Pero mientras se abrazaban empezaron a sentir la fatiga y comprendieron que debían dormir. Denise fue a lavarse los dientes, mientras Martin dejaba que su mente regresara a la misteriosa desaparición de Lynn Anne. Echando una mirada al baño cerrado, decidió hacer una rápida llamada al hospital, para recordar a la enfermera que Lynn Anne había sido hospitalizada a través de Urgencias y trasladada inmediatamente. La enfermera tenía presente el caso, pues el traslado se había producido en cuanto ella terminó de llenar la ficha del ingreso. Martin le preguntó si recordaba a dónde había sido llevada la paciente, pero ella respondió que no. Después de darle las gracias, el radiólogo cortó.
En la cama, acurrucado contra la espalda de Denise, le costó conciliar el sueño.
Empezó a hablarle de su perturbadora experiencia con los monos llenos de electrodos y le preguntó si, en su opinión la información obtenida por Mannerheim justificaba esos sacrificios. Ella, a punto de quedarse dormida, se limitó a gruñir, pero la mente excitada de Martin volvió a su visita a la clínica ginecológica de la universidad.
—Oye, ¿conoces la clínica ginecológica del hospital?
Se incorporó sobre un codo, para poner a Denise de espaldas, y ese movimiento la despertó.
—No, no he estado nunca.
—Yo estuve hoy y ese lugar me produjo una impresión extraña.
—¿A qué te refieres?
—No sé. Es difícil de expresar, pero a decir verdad no conozco muchas clínicas ginecológicas.
—Son muy divertidas —afirmó ella, sarcástica, y volvió a darle la espalda.
—¿Me harías un favor? ¿Por qué no te das una vuelta por allí?
—¿Cómo paciente, quieres decir?
—Me da lo mismo. Quisiera tu opinión con respecto al personal.
—Bueno, estoy un poco retrasada con mi control anual. Podría hacérmelo allí. Iré mañana.
—Gracias —dijo Martin.
Y por fin se acomodó para dormir.