Momentos antes de que sonara el despertador, Martin oprimió el botón que lo desconectaba y permaneció de espaldas, con la vista fija en el cielorraso. Estaba tan habituado a despertarse a las cinco y veinticinco que rara vez necesitaba del reloj, por tarde que se hubiera acostado. Reuniendo todas sus fuerzas, se levantó con prontitud y se puso la ropa de gimnasia.
La lluvia nocturna había saturado el aire de humedad, y una niebla elástica pendía por encima del río, dando a los soportes del puente aspecto de pilares que sostuvieran nubes vaporosas. La humedad apagaba los ruidos, de modo que el tránsito matinal no interrumpió sus pensamientos, centrados principalmente, en Denise.
Hacía años que no sentía el entusiasmo de un amor romántico. Había tardado un par de semanas en reconocer el motivo de sus insomnios y de sus extraños cambios de humor; al fin, cuando se descubrió recordando la ropa que Denise usaba cada día, comprendió finalmente la verdad, con una mezcla de cinismo y deleite. El cinismo provenía de haber observado a varios de sus colegas, también cuarentones, convertidos en estúpidos por obra de un nuevo amor juvenil; el deleite procedía de la relación en sí. Denise Sanger no era sólo un cuerpo joven que sirviera para negar la inexorabilidad del tiempo. Era una fascinadora combinación de traviesa inventiva y penetrante inteligencia. El hecho de que fuera tan bonita era como el baño de azúcar de una torta. Philips se vio forzado a admitir que no sólo estaba loco por Denise; además empezaba a depender de ella como medio de escapar a la rutina obsesiva en que se había convertido su existencia.
Cuando llegó a la marca de las dos millas y media, dio la vuelta y regresó. Los corredores eran ya más numerosos, y algunos le resultaban conocidos; de cualquier modo, prefería ignorarlos, tal como ellos a él. Su respiración se había vuelto más agitada, pero mantuvo un paso fuerte y elástico.
Philips sabía que, por mucho que le gustara la medicina, la utilizaba como excusa para no desarrollar otros sectores de su vida. El impacto causado por el abandono de su esposa había sido causa principal de esa toma de conciencia. Qué hacer al respecto era otra cosa. Para Martin, la investigación se había convertido en una tabla de salvación. Mientras continuaba con sus fastidiosos compromisos cotidianos, había ampliado las investigaciones con la esperanza de ganar finalmente la libertad. No quería renunciar a la medicina clínica, sino tan sólo aflojar el nudo corredizo que representaba en su existencia. Y su relación con Denise lo hacía sentirse aún más comprometido con sus objetivos. Juró que no volvería a cometer la misma equivocación. Si las cosas salían bien entre los dos, Denise sería su esposa en todo el sentido de la palabra. Pero para eso debía triunfar en su investigación. A las siete y cuarto ya estaba bañado, afeitado y ante la puerta de su oficina. En cuanto entró se detuvo, pasmado.
Durante la noche, el cuarto parecía haberse transformado en un basurero de antiguas radiografías. Randy Jacobs, con su eficiencia habitual, había sacado la mayor parte de las placas que Martin necesitaba. Los sobres de la lista principal estaban precariamente apilados tras la mesa de trabajo; las radiografías laterales, sacadas de sus sobres, ya estaban en las pantallas visoras.
Con una nueva oleada de entusiasmo, Philips se sentó frente al alternador y empezó a revisarlas inmediatamente, en busca de anormalidades parecidas a las descubiertas en Marino, Lucas, Collins y McCarthy. Ya iba por la mitad cuando entró Denise.
Venía exhausta. Su pelo, habitualmente sedoso y brillante, aparecía grasiento, la cara pálida mostraba grandes círculos oscuros bajos los ojos. Le dio un rápido abrazo y se sentó.
Philips, al ver su expresión extenuada, le sugirió que hiciera una siesta de un par de horas. Se verían en la sala de Angiografía cuando ella estuviera en condiciones de volver. Y eso significaba, por supuesto, que él se encargaría de atender el caso.
—No —dijo Denise—. Nada de contemplaciones especiales para la amante del jefe. Me toca el turno en la sala de Angiografía cerebral y allí estaré, aunque no haya dormido.
Martin comprendió que había cometido un error. Denise nunca dejaría de adoptar una actitud profesional con respecto a su trabajo. Sonriendo le dio una palmada en la mano, expresándole su satisfacción al ver que los dos pensaban igual. Ella, algo ablandada, dijo:
—Corro a darme una ducha. Vuelvo dentro de media hora.
Philips la contempló mientras salía. Después giró hacia la pantalla. Al hacerlo, sus ojos cruzaron la mesa y detectaron algo nuevo en el caos que allí reinaba. Había dos historias clínicas y una nota de Randy. La nota decía tan sólo que el resto de las radiografías llegaría a la noche siguiente. Las historias clínicas correspondían a Katherine Collins y Ellen McCarthy.
Philips se las llevó al asiento frente a la pantalla.
Empezó por la de Collins. Le llevó sólo algunos minutos recoger la información esencial, a saber: que Katherine Collins era una mujer blanca de veintiún años, con imprecisos síntomas neurológicos sin diagnóstico confirmado. Como diagnóstico probable se sugería una esclerosis múltiple.
Philips leyó meticulosamente toda la carpeta. Al llegar al final notó que las visitas de Katherine Collins y las pruebas de laboratorio cesaban abruptamente un mes antes. Hasta esa fecha las anotaciones eran cada vez más frecuentes, y alguna de las últimas indicaban que debía regresar para nuevos controles. Al parecer, no había vuelto a presentarse.
La otra carpeta, la de Ellen McCarthy, era bastante menos abultada. Tenía veintidós años, y su historia neurológica incluía dos ataques. Las anotaciones se interrumpían en medio de los estudios, dos meses antes. Hasta había una nota indicando que la paciente debía presentarse para otro electroencefalograma con secuencia de sueño a la semana siguiente. No habían llegado a hacérselo. Su estudio no estaba completo y no había diagnóstico establecido.
Helen llegó con su acostumbrado puñado de problemas, pero antes de decir nada ofreció a Martin una taza de café recién hecho y una rosquilla. Después se dedicó a la tarea de informarle: Ferguson había vuelto a llamar, diciendo que los materiales debían salir del cuarto en cuestión antes del mediodía si no querían que se los tiraran a la calle. Helen hizo una pausa, esperando la respuesta.
Martin no tenía la menor idea de qué hacer con todo el equipo. El departamento ya estaba atestado, pues disponían de la mitad del espacio necesario. Pero para deshacerse del problema por el momento, indicó a su secretaria que lo llevara todo a su oficina y lo apilara contra la pared, diciendo que hacia el fin de semana tendría algo pensado.
Satisfecha, la mujer pasó al problema de los técnicos que querían casarse. Philips le indicó que lo dejara en manos de Robbins. Entonces Helen, con toda paciencia, explicó que Robbins era quien se lo había comunicado a fin de que Philips lo resolviera.
—Maldición —protestó Martin.
En realidad no había solución posible. Era demasiado tarde para adiestrar a técnicos nuevos antes de que ellos se fueran. Si los despedían, no les costaría nada hallar nuevos puestos de trabajo, Philips, en cambio, tendría problemas para reemplazarlos.
—Averigüe cuánto tiempo piensan estar de viaje, exactamente —dijo, tratando de sofocar su exasperación, pues por su parte llevaba dos años sin tomarse vacaciones.
Helen volvió a sus notas, para decirle que Cornelia Rogers, de Mecanografía, se había declarado otra vez indispuesta con lo cual iban nueve días en ese mes. En los cinco meses que llevaba trabajando para Neurorradiología había enfermado cuanto menos siete días de cada treinta. La secretaria preguntó a Philips qué debía hacer.
Él hubiera querido azotarla, descuartizarla y hacerla arrojar al East River.
—¿Qué haría usted en mi lugar? —preguntó, dominándose.
—Creo que deberíamos darle un aviso.
—Muy bien, encárguese de ello.
A Helen le quedaba un último comentario antes de salir, Philips debía dar una clase sobre tomografía axial comprobada a los alumnos de prácticas, a las 13.00. Estaba por retirarse cuando Philips la detuvo.
—Oiga, hágame un favor. Hay una paciente internada que se llama Lynn Anne Lucas.
Encárguese de que tenga turno para una tomografía axial y una politomografía esta mañana. Y diga a los técnicos que me llamen antes de empezar con ella. Si hay problemas, bastará con que diga que es un encargo especial de mi parte.
Helen tomó el mensaje y se retiró, mientras Martin volvía a las historias. Era alentador que las dos jóvenes presentaran síntomas neurológicos, especialmente considerando que en el caso de Katherine Collins se mencionaba específicamente la posibilidad de una esclerosis múltiple. En el de Ellen McCarthy, Philips buscó la frecuencia con que se presentaban los ataques como parte del cuadro clínico de la esclerosis muscular. Menos del diez por ciento, pero los había. Y sin embargo, ¿por qué habían dejado de presentarse las dos muchachas para continuar con las pruebas? Martin no pudo evitar una cierta preocupación al pensar que sería difícil convencerlas de que se dejaran tomar radiografías si ya estaban siguiendo un tratamiento en otro centro, o hasta incluso en otra ciudad.
En ese preciso momento llamó Helen, para informarle que el interno lo esperaba en la sala de angiografía cerebral. Philips se puso el delantal de plomo con el desteñido monograma de Superman, recogió las historias de Collins y de McCarthy y salió del despacho. Se detuvo ante el escritorio de su secretaria para pedirle que averiguara el destino de las dos pacientes y las convenciera de acudir a tomarse unas radiografías gratuitas. Era importante que no las asustara, aunque sin dejar de hacerles comprender que era importante.
Abajo se encontró con Denise, que lo estaba esperando. Estaba recién bañada, con el pelo húmedo y ropa limpia, milagrosamente transformada en treinta minutos. Ya no parecía cansada, y sus ojos de color castaño claro chisporroteaban por encima de la mascarilla.
A Philips le hubiera encantado tocarla, pero en cambio dejó que sus ojos se demoraran un segundo de más en los de ella.
Ella ya había efectuado angiogramas en número suficiente como para que él, Philips, permaneciera desempeñando un simple papel de ayudante. No hubo conversaciones mientras ella manejaba diestramente el catéter, inyectándolo en la arteria del paciente. Philips observaba con atención, listo para hacer sugerencias si le parecían necesarias. No hizo falta.
El paciente era Harold Schiller, a quien se había efectuado una tomografía el día anterior. Tal como Philips había supuesto, Mannerheim pedía un angiograma cerebral, probablemente como preparación para operar, aunque evidentemente el caso no era operable.
Una hora después todo estaba casi listo.
—Te digo que ya me has superado —susurró Martin—, y eso que llevas unas pocas semanas en esto.
Denise se ruborizó, pero Martin notó que estaba complacida. La dejó terminar sola, indicándole que lo llamara cuando estuviera por iniciar el caso siguiente. Quería terminar de revisar las radiografías de cráneo en el alternador para poder suministrarlas a la computadora de Michaels. Había calculado que, si podía procesar un centenar por día, terminaría con todas ellas en un mes y medio. También pensó que podía proporcionar a Michaels las discrepancias, a fin de que, al concluir pudiera actualizar el programa. En ese caso tendrían algo que presentar al desprevenido mundo médico hacia el mes de julio.
Pero en tanto doblaba el recodo hacia su oficina, Helen lo atrapó con noticias desalentadoras. No había tenido suerte con ninguno de sus encargos. Lynn Anne Lucas no podía someterse a radiografías ni exámenes tomográficos porque durante la noche la habían trasladado al Centro Médico de Nueva York. En cuanto a Katherine Collins y Ellen McCarthy, había localizado su última dirección en la universidad, donde figuraban como estudiantes. Sin embargo, Katherine Collins parecía haber huido un mes antes y figuraba como persona buscada. Ellen McCarthy, por el contrario, había muerto en un accidente automovilístico fatal, hacía dos meses.
—¡Por Dios, dígame que es una broma! —exclamó Philips.
—Lo siento —replicó Helen—. Es todo lo que pude conseguir.
El radiólogo sacudió la cabeza, con incredulidad. Hasta entonces se había sentido seguro de poder examinar siquiera un caso de los tres. Entró en su oficina y se quedó mirando la pared del fondo, con la mente en blanco. Su apremiante personalidad no estaba habituada a vérselas con tales reveses.
De pronto se golpeó la palma de la mano con el puño y se levantó para pasearse de un lado a otro, tratando de pensar. Collins quedaba descartada. Si la policía no podía encontrarla, menos podría él. ¿Y McCarthy? Si había fallecido, seguramente la habrían llevado a un hospital, pero ¿a cuál? Y Lucas… Al menos ella estaba en el Centro Médico de Nueva York, donde contaba con un buen amigo.
Indicó a Helen que tratara de averiguar el motivo de que Lynn Anne hubiese sido trasladada, y que lo comunicara por teléfono con el doctor Travis, del Centro Médico de Nueva York. También podía averiguar si la policía sabía a donde habían llevado a Ellen McCarthy después del accidente.
Aún distraído, se obligó a concentrarse en las radiografías craneales que tenía delante.
Todas eran normales con respecto a su textura. Cuando salió para hablar nuevamente con Helen, esta le tenía pocas buenas noticias. El doctor Travis estaba ocupado y tendría que llamarlo cuando terminara. Sobre Lucas no había podido averiguar gran cosa, pues la enfermera que estaba de turno en el momento de su salida se había retirado a las siete de la mañana y no había modo de hablar con ella. La única información positiva era que Ellen McCarthy había sido devuelta al Centro Médico de la Universidad de Hobson después del accidente.
Antes de que Philips pudiera pedirle que siguiera esta pista, apareció un operario de mantenimiento con un enorme carro de cajas, papeles y otros desechos. Sin decir palabra, lo empujó hasta la oficina de Philips y empezó a descargarlo.
—¿Qué diablos es eso? —preguntó Philips.
—Lo que había en el cuarto de materiales. Usted ordenó que lo trajeran aquí —explicó Helen.
—Mierda —fue el único comentario del radiólogo, en tanto el hombre apilaba las cosas contra la pared. Tenía el desagradable presentimiento de que las cosas se le escapaban de la mano.
Sentado en medio del caos, marcó el número de Ingresos. Mientras el teléfono sonaba sin cesar al otro lado de la línea, sentía que el humor se le deterioraba cada vez más.
—¿Tienes un momento libre? —preguntó William Michaels, subiendo la voz.
Estaba apoyado en el marco de la puerta, y su sonrisa alegre contrastaba con el ceño fruncido de Martin. Recorrió la habitación con la mirada, mudo de asombro.
—No preguntes nada —se adelantó Philips, para evitar todo comentario.
—Dios mío, cuando trabajas no armas poco jaleo.
Al fin alguien contestó a su llamada, pero era sólo una recepcionista provisional, que comunicó a Martin con otra persona. Esa persona sólo se encargaba de los ingresos y no de los traslados ni de las salidas, de modo que Philips tuvo que esperar otra vez. Sólo entonces supo que la persona con quien debía hablar se había retirado a tomar un café. Por fin cortó, frustrado por la burocracia, protestando:
—¿Por qué no me habré dedicado a fontanero?
Michaels, riendo, le preguntó cómo andaba el proyecto. Philips le indicó que había hecho sacar casi todas las radiografías, y le mostró el montón con la mano. Creía poder procesarlas en el curso de un mes y medio.
—Perfecto —dijo el técnico—. Cuanto antes, mejor porque estamos trabajando en un centro de memoria y un sistema de asociación que está superando todas nuestras expectativas.
Cuando hayas terminado, ya tendremos una procesadora central capaz de encargarse del programa actualizado. No tienes idea de la maravilla que va a ser.
—Por el contrario —afirmó Philips, levantándose—, tengo una idea bastante aproximada.
Deja que te enseñe lo que detectó el programa.
Martin despejó una pantalla visora para poner las radiografías de Marino, Lucas, Collins y McCarthy. Utilizando el índice y el papel agujereado, trató de mostrarle las densidades anormales de cada una.
—A mí me parecen todas iguales —admitió Michaels.
—Esa es la cuestión. Así comprenderás las excelencias de este sistema.
Con sólo hablar con Michaels volvía a sentir el mismo entusiasmo que pocas horas antes.
Entonces se oyó el timbre del teléfono. Era el doctor Donald Travis, del Centro Médico de Nueva York. Martin le explicó el problema de Lynn Anne Lucas, pero sin mencionar la anormalidad radiológica, y preguntó a Travis si podía ordenar que tomasen una, tomografía y algunas radiografías especiales a la paciente. Travis se mostró de acuerdo y cortó. De inmediato volvió a sonar el teléfono. Helen quería informarle que Denise estaba lista para efectuar la siguiente angiografía.
—De cualquier modo tengo que irme —aclaró Michaels—. Buena suerte con las placas.
Recuerda que ahora todo corre por tu cuenta. Necesitamos esa información cuanto antes.
Philips sacó el delantal de plomo de su percha y lo siguió al exterior de la oficina.