Mientras esperaba en una larga cola, Lynn Anne Lucas se preguntó si había sido buena idea presentarse en urgencias. Anteriormente había acudido al dispensario de la universidad, confiando que la atendieran allí pero el médico se había ido a las tres, y le habían dicho que el único sitio donde podrían atenderla de inmediato era en el departamento de urgencias del hospital. Lynn Anne había considerado la posibilidad de esperar hasta el día siguiente, pero con sólo coger un libro e intentar su lectura se convenció de que debía ir inmediatamente.
Estaba asustada.
La sala de urgencias estaba tan concurrida, al caer la tarde, que la cola para ingresar se movía a paso de tortuga. Era como si todo Nueva York se hubiera reunido allí. El hombre que seguía a Lynn Anne estaba borracho, y cubierto de harapos; olía a vino y orina. Cada vez que la cola avanzaba, él se iba encima de la muchacha y se aferraba a ella para no caer. En frente de Lynn Anne había una mujer enorme que llevaba a una criatura envuelta en una manta sucia. Una y otra esperaban en silencio a que les tocara el turno.
Unas grandes puertas se abrieron a la izquierda de Lynn Anne, y la cola tuvo que dar paso a una invasión de camillas que transportaban los despojos de un accidente automovilístico, acaecido algunos minutos antes. Muertos y heridos fueron llevados por la sala de espera a la sala de guardia, directamente. Quienes estaban esperando comprendieron que acababan de perder otros tantos turnos. En un rincón, una familia portorriqueña comía pollo frito, agrupada en torno a un cesto; no parecía preocuparles lo que ocurriera en la sala y ni siquiera repararon en la llegada de las víctimas.
Por fin le tocó el turno a la mujerona que precedía a Lynn Anne. En cuanto habló, su origen extranjero resultó evidente, pues, señalando a su bebé, dijo a la recepcionista: «Ella nena no llorar más». La empleada observó que generalmente las madres se quejaban de lo contrario, y pidió que le mostrara a la criatura. Cuando la mujer retiró el borde de la manta, dejó al descubierto a una niña cuyo color era el del cielo antes de una tormenta estival: un oscuro azul grisáceo. Llevaba tanto tiempo muerta que estaba rígida como una tabla.
Lynn Anne quedó tan impresionada que, al llegar su turno, no pudo casi hablar. La recepcionista, comprensiva, le dijo que allí debían estar preparados para ver cualquier cosa.
Entonces la muchacha se apartó el pelo rojizo de la frente y consiguió dar su nombre, su número de matrícula de estudiante y los síntomas que padecía. Le dijeron que tomara asiento y esperara un rato, asegurándole que la atenderían lo antes posible.
Después de casi dos horas más de espera, la condujeron por un vestíbulo muy concurrido y la dejaron en un cubículo, separado de la sala por unas manchadas cortinas de nailon. Una eficiente enfermera diplomada le tomó la temperatura oral y la presión sanguínea antes de dejarla sola. Lynn Anne sentada en el borde de una vieja camilla, escuchaba los múltiples sonidos que la rodeaban, con las manos húmedas de ansiedad. Tenía veinte años; acababa de ingresar en la universidad y había estado considerando la posibilidad de prepararse para estudiar medicina. Pero en esos momentos, al mirar a su alrededor, vacilaba. Eso no era lo que ella había pensado.
Se trataba de una joven saludable, que hasta entonces sólo había estado una vez en un dispensario a causa de un accidente de patinaje sufrido a los once años. Por una extraña casualidad, la habían llevado a ese mismo hospital, pues su familia había vivido en un barrio cercano antes de mudarse a Florida. Pero Lynn Anne no guardaba malos recuerdos de aquel episodio. Probablemente el Centro Médico había cambiado tanto como su vecindario desde aquel entonces.
Media hora después apareció el interno, el joven doctor Huggens; como era de West Palm Beach, le encantó saber que Lynn Anne era de Coral Gables, y los dos charlaron de Florida mientras él revisaba su historia clínica. Evidentemente estaba encantado de haber encontrado a una paciente bonita y además americana por los cuatro costados, de las que le tocaban una entre mil. Más adelante llegó hasta a pedirle el número de teléfono.
—¿Qué la trae por urgencias? —preguntó, dando comienzo a su trabajo.
—Algo difícil de describir —respondió ella—. A ratos no veo bien. Empezó hace cosa de una semana, mientras estaba leyendo. De pronto comencé a tener problemas con ciertas palabras; las veía, pero no estaba segura de lo que querían decir. Y al mismo tiempo me atacaba un terrible dolor de cabeza. Aquí —Lynn se puso la mano en la parte trasera de la cabeza y se la deslizó por el costado hasta por encima de la oreja—. Es un dolor sordo que viene y se va.
El doctor Huggens asintió.
—Además, siento como un olor —agregó Lynn Anne.
—¿Qué olor?
La chica pareció algo confundida.
—No sé —confesó—. Desagradable; no puedo identificarlo, pero me parece conocido.
El doctor Huggens asintió. Era obvio que los síntomas de Anne no se ajustaban a ninguna categoría conocida.
—¿Algo más?
—Un poco de mareo. También siento las piernas pesadas. Y me pasa cada vez con más frecuencia, casi siempre cuando trato de leer.
El doctor dejó la historia clínica y revisó a la muchacha. Le examinó los ojos y los oídos, le miró la boca, escuchó el corazón y los pulmones, le probó los reflejos. La hizo tocar objetos, caminar en línea recta y recordar secuencias de números.
—Para mí, usted está perfectamente normal —comentó al fin—. Quizá le conviniera tomarse dos doctores y venir a ver a una aspirina.
Él festejó su propio chiste; Lynn Anne, no. Había decidido no dejarse despedir tan fácilmente, sobre todo después de esperar tanto. El doctor Huggens notó que seguía seria y la imitó.
—Bromas aparte, creo que debería tomar una aspirina para que se alivien los síntomas y volver mañana a Neurología. Tal vez ellos puedan descubrir algo.
—Quiero ir a Neurología ahora mismo —dijo Lynn Anne.
—Esto es una sala de guardia, no una clínica —observó el doctor Huggens, con firmeza.
—No me importa.
La muchacha estaba ocultando sus emociones, desafiante.
—Bueno, está bien —cedió Huggens—. Me comunicaré con Neurología. Y ya que estamos hablaré también con Oftalmología, pero tal vez deba esperar bastante.
Lynn Anne asintió. Temía abrir la boca en ese momento, por si su firmeza se disolvía en lágrimas.
Y en verdad tuvo que esperar bastante. Eran más de las seis cuando se abrió la cortina y Lynn Anne se encontró con el rostro barbudo del doctor Wayne Thomas, un negro oriundo de Baltimore. La tomó por sorpresa, pues nunca la había atendido un médico negro. Sin embargo olvidó rápidamente su reacción inicial y respondió a sus exigentes preguntas.
El doctor Thomas logró descubrir otros datos que le parecieron importantes. Unos tres días antes, Lynn Anne había sufrido uno de sus «episodios», como ella los llamaba, que la hizo saltar inmediatamente de la cama donde estaba leyendo. Cuando recobró la conciencia se encontró en el suelo: se había desmayado. Al parecer se había golpeado la cabeza, pues tenía un gran chichón en el lado derecho. El médico descubrió también que le habían hecho un par de Papanicolau con resultados atípicos y que debía volver a Ginecología a la semana siguiente. También había sufrido de una infección reciente en las vías urinarias, que se curó con un tratamiento de sulfuro.
Después de terminar el interrogatorio, el doctor Thomas llamó a una enfermera y le efectuó el examen médico más completo de su vida. Repitió todo lo efectuado por el doctor Huggens y mucho más. La mayor parte de los tests eran totalmente misteriosos para la chica, pero su meticulosidad le resultó alentadora. Sólo le disgustó la punción lumbar: acurrucada sobre un costado, con las rodillas tocándole el mentón, sintió que una aguja le perforaba la piel de la zona lumbar, pero sólo dolió un momento.
Una vez terminadas las pruebas, el doctor Thomas le dijo que deseaba hacerle obtener algunas radiografías para comprobar si no se había fracturado el cráneo en la caída. Antes de retirarse, le dijo que los exámenes sólo habían probado la existencia de ciertas zonas del cuerpo en las que ella parecía haber perdido la sensibilidad, pero admitió no saber qué importancia tenía eso. Lynn Anne siguió esperando.
—¿Qué me dices de eso? —comentó Philips, mientras se llenaba la boca con un pedazo de pavo. Masticó rápidamente y tragó el bocado—. La primera vez que a Mannerheim se le muere un paciente en la mesa de operaciones, y tenía que ser un caso del que yo quería más radiografías.
—Tenía sólo veintiún años, ¿no? —preguntó Denise.
—Sí. —Martin echó más sal y pimienta a la comida para darle sabor—. Una tragedia. Una doble tragedia, en realidad, porque ahora no puedo conseguir esas placas.
Se habían llevado las bandejas de la cafetería al rincón más apartado del mostrador, tratando de aislarse en lo posible de aquel ambiente. Pero resultaba difícil. Las paredes estaban pintadas de color mostaza sucio; el suelo era de linóleo gris, y las sillas de plástico moldeado, de un horrible amarillo verdoso. Los altavoces, como fondo, recitaban monótonamente los nombres de distintos médicos y los números telefónicos con que debían comunicarse.
—¿Por qué la operaron? —preguntó Denise, picoteando en su ensalada.
—Tenía ataques. Pero lo interesante es que quizá padecía esclerosis múltiple. Cuando te fuiste, esta tarde, se me ocurrió que tal vez los cambios de densidad que vimos en la placa representaban alguna enfermedad neurológica muy extendida. Revisé su historia clínica.
Habían dado, como diagnóstico posible, la esclerosis múltiple.
—¿Revisaste alguna placa de pacientes con esclerosis simple comprobada?
—Empezaré con eso esta noche. Para poner a prueba el programa de Michaels tengo que suministrarle tantas radiografías craneales como sea posible. Será muy interesante, si logro encontrar otros casos con el mismo cuadro radiológico.
—Se diría que tu proyecto de investigación va muy bien encaminado.
—Eso espero. —Martin tomó un bocado de espárragos y decidió no seguir comiéndolos—. No quiero entusiasmarme demasiado a esta altura, pero ¡por Dios!, parece que funciona. Por eso me indigné tanto con el caso Marino. Prometía resultados tangibles inmediatos. En realidad, todavía hay algo que puedo hacer. Como esta noche le van a hacer la autopsia, trataré de relacionar el cuadro radiológico con lo que descubran en Patología. Si es esclerosis múltiple, estaremos otra vez sobre la pista. Pero te digo una cosa: necesito algo que me saque de esta carrera de ratas que es el hospital, aunque sólo sea por un par de días a la semana.
Denise dejó el tenedor para mirar los ojos inquietos, azules, de Martin.
—¿Salir del hospital? No puedes hacer eso. Eres uno de los mejores neurorradiólogos que existen. Piensa en todos los pacientes que se benefician de tu habilidad. Si dejaras la radiología clínica, sería una tragedia.
Martin también dejó su tenedor y le tomó la mano izquierda. Por primera vez no le importaba quién pudiera estar mirando.
—Denise —dijo, suavemente—, en este momento hay sólo dos cosas que me importan en la vida: tú y mi investigación. Y si pudiera ganarme la vida con sólo estar contigo, hasta podría olvidarme de la investigación.
Denise no supo si sentirse halagada o cautelosa. Cada vez confiaba más en su cariño, pero no tenía idea de que él estuviera tan cerca del compromiso sentimental. Desde un principio se había sentido apabullada por la reputación de Martin, por su conocimiento de la radiología, al parecer enciclopédico. Él era, a un tiempo, amante e ídolo profesional; por eso no quería pensar, siquiera, que aquel idilio pudiera tener futuro. Ni siquiera estaba segura de encontrarse preparada para algo así.
—Escucha —continuó Martin—. Este no es momento ni lugar para semejante conversación. —Apartó los espárragos, como para subrayarlo—. Pero me interesa que sepas de dónde sale esto. Tú estás en una primera etapa de tu carrera profesional, y es muy satisfactoria; pasas el día entero aprendiendo y tratando con los pacientes. Yo, por desgracia, paso poquísimo tiempo dedicado a esas cosas. La mayor parte de mi trabajo consiste en lidiar con problemas administrativos y disparates burocráticos. Y ya estoy hasta la coronilla.
Denise levantó la mano izquierda, que aún estaba firmemente presa en la de él, y le rozó los nudillos con los labios, lo hizo con celeridad y lo miró por debajo de las cejas oscuras. Se mostraba coqueta a propósito, sabiendo que eso le borraría el súbito enojo.
Funcionó, como de costumbre, y Martin se echó a reír. Con un leve apretón le soltó la mano y echó un vistazo a su alrededor para ver si alguien los había visto.
La señal acústica de Philips, al ponerse en funcionamiento, los sorprendió a los dos. Él se levantó inmediatamente para acudir a los teléfonos del hospital, seguido por la mirada de Denise. La había atraído desde el primer momento, pero cada vez le gustaba más su humor, su asombrosa sensibilidad; esa nueva confesión de que se sentía insatisfecho, de que era vulnerable, parecía realzar los sentimientos de la muchacha.
Y sin embargo, ¿era, en verdad, vulnerable? Quizá la excusa de Philips con respecto a los problemas administrativos era sólo una racionalización para explicar su descontento ante el hecho de envejecer, de verse obligado a admitir que, en el plano profesional, su vida se había convertido en algo predecible. Denise no estaba segura; desde que lo conocía, lo había visto enfrentarse a su trabajo con tanta diligencia que nunca lo hubiera creído insatisfecho.
Pero le conmovía el que compartiera con ella su modo de sentir. Eso debía significar que daba a su relación con Denise más importancia de la que ella creía.
Mientras lo veía hablar por teléfono, analizó otro aspecto de su idilio. Él le había dado fuerzas para dar por terminada, por fin, otra relación que resultaba totalmente destructiva.
Siendo aún estudiante, Denise se había encandilado por un interno de neurología que supo manipular hábilmente sus sentimientos. Debido al aislamiento impersonal de los estudios, Denise era susceptible a la idea del compromiso sentimental. Interiormente, nunca puso en duda que podría combinar la atención del hogar con su carrera, si se casaba con alguien que conociera a fondo las exigencias de la medicina. Richard Druker, su amante, fue lo bastante astuto para adivinar su modo de sentir y convencerla de que él pensaba lo mismo. Pero no era así. Prolongó la relación años enteros, esquivando toda formalización y fomentando en cambio, con mucha amabilidad, la dependencia de Denise. Como resultado, a ella le fue imposible romper con ese hombre, aun después de descubrirlo tal como era y de sufrir la humillación de varias traiciones. Volvía constantemente a él, como un perro castigado que buscara al amo, en la vana esperanza de que él se corrigiera y se transformara en la persona que decía ser. La esperanza empezó a convertirse en desesperación, en tanto ella ponía en tela de juicio su propia femineidad y no la inmadurez de Druker. Y sólo pudo dejarlo cuando conoció a Martin Philips.
Al verlo regresar hacia la mesa que ocupaban, experimentó una oleada de afecto y gratitud. Al mismo tiempo, no dejaba de pensar que Martin era un hombre y temía asumir un compromiso que él no sintiera.
—Hoy no es mi día —dijo Martin, sentándose frente a ella—. Era el doctor Reynolds. No harán la autopsia a Lisa Marino.
Denise, sorprendida, trató de volver sus pensamientos a la medicina.
—Yo hubiera dicho que era obligatorio —observó.
—Claro. Era un caso para el forense, pero por respeto a Mannerheim, él mismo envió el cadáver a nuestro departamento de Patología. Pidieron permiso a la familia, pero no se lo dieron. Al parecer, los parientes estaban histéricos.
—Es comprensible —dijo la Sanger.
—Supongo que sí —aceptó Philips, decaído—. ¡Maldición, maldición!
—Podrías pensar un poco más en la paciente y un poco menos en tu propia desilusión.
Martin la miró fijamente durante varios minutos, hasta que ella se sintió culpable de haber traspasado un límite tácito. No había sido su intención ponerse moralista. En eso, la cara del radiólogo se transformó con una amplia sonrisa.
—¡Tienes razón! —exclamó—. En realidad, acabas de darme una idea fabulosa.
Justo frente a la mesa del Departamento de Urgencias, había una puerta gris con un letrero que decía: PERSONAL DE URGENCIAS. Era un cuarto de estar para los internos y practicantes, aunque rara vez se usaba para descansar. En la parte trasera había un cuarto de baño con duchas para los hombres; las doctoras tenían que subir a la sala de enfermeras. A lo largo de la pared lateral se veían tres cuartitos, cada uno con dos camitas estrechas, que sólo se utilizaban para alguna siesta muy breve. Nunca había tiempo de nada más.
El doctor Wayne Thomas había ocupado la única silla cómoda del salón: un viejo monstruo de cuero al que le salía parte del relleno por una costura abierta, como si fuera una herida sin cicatrizar.
—Creo que Lynn Anne Lucas está enferma —estaba diciendo, convencido.
A su alrededor, apoyados contra la mesa o sentados en las sillas de madera, estaban los doctores Huggens, Carolo Langone, interno de Endocrinología; Ralph Lowry, de Neurocirugía; David Harper, de Ginecología, y Sean Farnsworth, de Oftalmología. Aparte del grupo, otros dos médicos interpretaban un electrocardiograma ante una mesa de trabajo.
—Me parece que, en realidad, estás entusiasmado… —sugirió el doctor Lowry, con una sonrisa cínica, y agregó—: Es la chica más bonita que nos ha tocado hoy y quieres buscar una excusa para tenerla a tu cuidado.
Todo el mundo se echó a reír, con excepción del doctor Thomas, que sólo movió los ojos para mirar al doctor Langone.
—Ralph no anda muy descaminado —admitió Langone—. No tiene fiebre, sus signos vitales son normales, la sangre y la orina también, y lo mismo el fluido espinal.
—Las radiografías de cráneo también dan normales —agregó Lowry.
—Bueno —dijo Harper, levantándose de la silla—. Si tiene algo, no corresponde a Ginecología. Le hicimos un par de Papanicolau que dieron resultados atípicos, pero el departamento la está vigilando. Así que los dejo resolver el problema sin mí. A decir verdad, me parece que sólo está histérica.
—Estoy de acuerdo —afirmó Farnsworth—. Asegura tener problemas de visión, pero el examen oftalmológico da resultados normales; no le cuesta leer la línea inferior de la cartilla.
—¿Y los campos visuales? —preguntó el doctor Thomas.
Farnsworth se levantó para retirarse.
—A mí me parecen normales. Mañana podemos hacer una prueba de Goldmann, pero eso no se lleva a cabo en casos de urgencia.
—¿Y las retinas?
—Normales —respondió el oftalmólogo—: Gracias por la consulta. Ha sido un placer. —Y recogió su maletín para abandonar la reunión.
—¡Un placer, mierda! —protestó Lowry—. Que venga otro interno presumido a decirme que no se hacen pruebas de Goldmann por la noche y me lío con él a bofetadas.
—Silencio, Ralph —dijo Thomas—. Ya pareces un cirujano.
El doctor Langone también se levantó desperezándose.
—Yo también me voy. Dime, Thomas, ¿por qué dices que esa chica está enferma?
¿Sólo por esa sensación de sensibilidad disminuida? Eso me parece algo subjetivo.
—Es una corazonada que tengo. Está asustada, pero no histérica; de eso no me cabe duda. Además, sus anormalidades sensoriales son fáciles de reproducir. No está fingiendo.
Tiene algo torcido en el cerebro.
El doctor Lowry se echó a reír.
—Lo único torcido es lo que te gustaría hacer con ella si te la encontraras en otras circunstancias. Vamos, Thomas. Si fuera una pobre desgraciada le dirías que volviera por la mañana.
Todos los presentes se echaron a reír. El doctor Thomas los despidió con la mano, mientras se levantaba del sillón.
—Sois todos unos payasos. Renuncio. Me encargaré personalmente de esto.
—No dejes de pedirle el teléfono —aconsejó Lowry.
Huggens rio, aunque pensó que no era mala idea.
Thomas, nuevamente en la sala de Urgencias, miró a su alrededor. Entre las siete y las nueve se producía un relativo respiro, como si la gente hiciera una pausa en la miseria, el dolor y las enfermedades para comer. Hacia las diez empezarían a llegar los ebrios, las víctimas de accidentes de tráfico y las de los ladrones o psicópatas; a las once serían los crímenes pasionales. Disponía, por lo tanto, de un ratito para pensar en Lynn Anne Lucas.
Algo le molestaba de este caso, como si estuviera pasando por alto una clave importante.
Se detuvo ante la mesa principal y preguntó a una de las recepcionistas si ya había llegado de los archivos la historia clínica de Lynn Anne Lucas. Después de consultar, la empleada dijo que no, pero le aseguró que volvería a llamar. El médico asintió, distraído, mientras se preguntaba si la chica no habría consumido drogas exóticas. Tomó por el corredor principal para volver al consultorio, donde Lynn Anne seguía esperando.
Denise no tenía idea de lo que podía ser la «fabulosa» ocurrencia de Martin. Él le había pedido que volviera a su despacho a eso de las nueve de la noche. Se le hicieron las nueve y cuarto antes de que pudiera hallar una pausa mientras interpretaba radiografías traumatológicas en la sala de guardia. Usando las escaleras que partían de los locales comerciales cerrados, llegó al piso de Radiología, donde el corredor parecía muy distinto, sin el caos y el tumulto habitual del día. Al final del vestíbulo, uno de los porteros lustraba el piso plastificado con un producto en polvo.
El despacho de Philips tenía la puerta abierta; desde fuera, Denise oyó la voz monocorde de su dictado. Al entrar lo encontró terminando con los angiogramas cerebrales de la jornada. En el alternador, frente a él, tenía una serie de estudios angiográficos. En cada una de las placas, los millares de vasos sanguíneos se destacaban en forma de hilos blancos, como si fueran el sistema radicular de un árbol patas arriba. Sin dejar de hablar, señaló el visor para que Denise comprendiera. Ella asintió, aunque le parecía imposible que él pudiera saber los nombres, el tamaño normal y la posición de cada vaso.
—Conclusión —dijo Philips—: la angiografía cerebral muestra una gran malformación arterovenosa de los ganglios basales derechos en este hombre de diecinueve años. Punto. Esa malformación circulatoria está alimentada por la arteria cerebral media derecha, por medio de las ramas lenticulostriadas, así como desde la arteria cerebral posterior derecha por medio de las ramas tálamoperforada y tálamogeniculada. Punto final. Por favor, envía una copia de este informe a los doctores Mannerheim, Prince y Clauson. Gracias.
El grabador se detuvo con un chasquido, mientras Martin giraba en redondo con la silla. Con una sonrisa traviesa, se frotó las manos como los pícaros de las tragedias de Shakespeare.
—Sincronización perfecta —dijo.
—¿Qué te ha dado? —preguntó ella, como si estuviera asustada.
—Ven conmigo.
Philips se la llevó fuera. Apoyada contra la pared esperaba una camilla con todo el equipo: frascos de inyección intravenosa, sábanas y una almohada. Martin, sonriendo ante su sorpresa, empezó a empujar el vehículo por el pasillo. Denise lo alcanzó ante el ascensor reservado a las camillas.
—¿Y dices que yo te di esta idea fabulosa? —comentó, mientras le ayudaba a meter la camilla en el ascensor.
—Así es —afirmó él, mientras apretaba el botón para bajar al sótano.
Las puertas se cerraron.
Salieron a las entrañas del hospital. Un laberinto de tuberías que, como vasos sanguíneos, corrían en ambas direcciones, retorciéndose y girando unas en torno a las otras, como atormentadas. Todo estaba pintado de gris o de negro, eliminando las sensaciones cromáticas. La luz, escasa, provenía de tubos fluorescentes protegidos por tela metálica, y situados entre sí a gran distancia, lo cual creaba parches de resplandor blanco separados por largos trechos de sombras densas. Frente al ascensor se veía un cartel que decía:
MORGUE: Siga la línea roja.
La línea, como un reguero de sangre, corría por el centro del pasillo, marcando una complicada ruta por pasajes oscuros; y girando bruscamente en las encrucijadas. Por fin descendió por una pendiente inclinada, que estuvo a punto de arrancar la camilla de manos de Martin.
—En el nombre de Dios, ¿qué estamos haciendo aquí abajo? —preguntó Denise.
Su voz rebotó, junto con el ruido de los pasos, en los corredores vacíos.
—Ya verás.
Pero la sonrisa de Philips había desaparecido y parecía tenso. El aire juguetón del comienzo había cedido paso a una nerviosa preocupación por la imprudencia que estaban cometiendo.
Abruptamente, el corredor se abrió formando una enorme caverna subterránea. Allí la iluminación era igualmente escasa, y el cielorraso, dos pisos más arriba, se perdía en la sombra. En la pared izquierda se veía la puerta del incinerador; estaba cerrada, pero dejaba oír el siseo de las llamas hambrientas.
Dos puertas de vaivén, más adelante, constituían la entrada de la morgue. Allí acababa la línea roja del piso, con brusca determinación. Philips dejó la camilla para avanzar hacia la puerta. Abrió la hoja derecha y miró hacia el interior.
—Estamos de suerte —dijo, volviendo a la camilla—. No hay nadie aquí.
Denise lo siguió contra su voluntad.
La morgue era una habitación grande y descuidada; la habían dejado deteriorar hasta tal punto que parecía uno de esos pórticos desenterrados en Pompeya. Del cielorraso pendían múltiples bombillas eléctricas, pero la mayoría estaban quemadas. El suelo era de un mosaico manchado y las paredes estaban revestidas de cerámica resquebrajada. En el centro de la habitación, un foso parcialmente inclinado albergaba la vieja losa de mármol para autopsias, que no se utilizaba desde la década de 1920; allí, entre tanto deterioro parecía un antiguo altar pagano. Por lo común, las autopsias se llevaban a cabo en el departamento de Patología, con su ambiente moderno, de acero inoxidable, instalado en el quinto piso.
Numerosas puertas se alineaban en las paredes; había una de madera maciza que parecía la de un frigorífico de carnicería. Al fondo, un corredor ascendía, en completa oscuridad, hasta una puerta que se abría hacia un callejón trasero del enorme complejo hospitalario. El silencio era mortal. Sólo se oía, de vez en cuando, una gota que caía dentro de una pileta y el ruido hueco de los pasos.
Martin dejó la camilla y colgó el frasco de transfusiones.
—Toma —ordenó, entregando a Denise una punta de la sábana limpia para que la metiera bajo el colchón de la camilla.
Quitó el cerrojo a la gran puerta de madera y la abrió con esfuerzo. Una vaharada de niebla helada brotó de su interior, depositándose en el mosaico. Al encontrar el interruptor de la luz, Martin se volvió, descubriendo que Denise no se había movido.
—¡Ven aquí!, y trae la camilla.
—No pienso moverme mientras no me digas qué está pasando.
—Jugamos a estar en el siglo XV.
—¿Qué significa eso?
—Vamos a robar un cadáver por el bien de la ciencia.
—¿El de Lisa Marino? —preguntó Denise, incrédula.
—Exactamente.
—Bueno, yo no quiero tener nada que ver con esto.
Y Denise retrocedió, como a punto de escapar.
—No seas tonta. Sólo quiero hacer una tomografía. Después traeremos el cadáver otra vez. No creerás que vaya a quedarme con él, ¿verdad?
—Ya no sé qué creer.
—¡Vaya imaginación!
Philips tomó de la camilla por un extremo y la arrastró hasta la antigua cámara frigorífica. El frasco de transfusiones resonó contra su soporte metálico. Denise lo siguió, explorando rápidamente el interior, que estaba completamente embaldosado: piso, paredes y techo, con unos azulejos que habían sido blancos en otro tiempo, pero que ahora tenían un indefinido tono gris.
La habitación medía unos nueve metros de longitud por seis de ancho. A cada lado había una hilera de viejas camillas de madera, cuyas ruedas tenían el tamaño de las de bicicleta. En el centro quedaba un amplio pasillo abierto. Cada camilla sostenía un cadáver amortajado.
Philips avanzó lentamente por el pasillo central, mirando a un lado y al otro. Al llegar al fondo giró en dirección opuesta y comenzó a levantar una punta de cada sábana. Denise temblaba en aquel frío húmedo. Trató de no mirar los cadáveres más cercanos a ella, que habían sido el sangriento resultado de un accidente automovilístico ocurrido en las horas punta. Un pie, todavía calzado, sobresalía en un ángulo descabellado, anunciando que la pierna estaba fracturada por la mitad. En alguna parte se puso en funcionamiento un compresor.
—Ah, aquí está —dijo Philips, espiando bajo una sábana.
Para alivio de Denise, dejó el sudario en su sitio y le indicó que acercara la camilla.
Ella obedeció como un autómata.
—Ayúdame a levantarla.
La muchacha tomó el cadáver por los tobillos, con la sábana puesta, para no tocarlo.
Philips lo levantó por el torso. Contaron hasta tres y movieron el cuerpo, notando que ya estaba rígido. Luego sacaron la camilla de la cámara; Martin empujaba mientras ella tiraba desde delante. El radiólogo cerró la puerta y volvió a asegurarla.
—¿Para qué trajiste el frasco? —preguntó Denise.
—No quiero revelar que llevamos un cadáver. Y para eso, el frasco es un toque maestro.
Retiró un poco la sábana, descubriendo el rostro sin sangre de Lisa Marino. Denise apartó la vista mientras él levantaba la cabeza del cadáver para ponerle la almohada y acomodaba el tubo intravenoso bajo la tela. Por fin dio un paso atrás para apreciar el efecto.
—Perfecto.
Y dio una palmadita al brazo del cadáver, preguntando:
—¿Está cómoda?
—Martin, por el amor de Dios, ¿no podrías ser menos grosero?
—Bueno, para serte sincero, es una forma de defensa. No estoy seguro de que esto sea correcto.
—Y ahora me lo dices —gimió Denise, mientras lo ayudaba a pasar con la camilla por las puertas dobles.
Volvieron sobre sus pasos por el laberinto subterráneo, hasta el ascensor reservado a las camillas. Para desconcierto de los dos, se detuvo en el primer piso. Dos enfermeros esperaban allí, con un paciente en silla de ruedas. Martin y Denise se miraron fijamente por un instante, asustados. Por último ella apartó la vista, castigándose por haberse involucrado en esa absurda aventura.
Los enfermeros introdujeron al paciente con la cara hacia la parte posterior del vehículo, cosa que les estaba prohibida. Iban muy entretenidos hablando de la próxima temporada de béisbol, y si el aspecto de Lisa Marino les llamó la atención, ninguno de los dos dijo nada. Pero con el paciente no ocurrió lo mismo, porque a la primera mirada distinguió la enorme herida en forma de herradura que el cadáver tenía en la cabeza.
—¿La operaron? —preguntó.
—Eh, sí —respondió Philips.
—¿Se va a reponer?
—Está un poco cansada. Necesita reposo.
El paciente asintió como si comprendiera. Las puertas se abrieron en el segundo piso, y allí bajaron Philips y Denise; uno de los enfermeros les ayudó a empujar la camilla para sacarla del ascensor.
—Esto es ridículo —dijo Denise, mientras cruzaban el vestíbulo desierto—. Me siento como un delincuente.
Cuando entraron en la sala de Tomografía, el técnico pelirrojo los vio a través del vidrio emplomado que separaba los controles y se acercó a ayudarles. Philips le dijo que se trataba de un examen de urgencia. En cuanto el técnico terminó de acomodar la mesa, se instaló tras la cabeza de Lisa Marino y le puso las manos bajo los hombros, listo para levantarla. Pero dio un brinco hacia atrás al sentir la carne helada y sin vida.
—¡Está muerta! —exclamó, alelado.
Denise se cubrió los ojos.
—Digamos que ha tenido un día difícil —corrigió Philips—. Y usted no diga nada de este pequeño ejercicio.
—¿Quiere una tomografía? —preguntó el técnico, incrédulo.
—Sin lugar a dudas.
Armándose de coraje, el técnico ayudó a Martin a acomodar el cadáver sobre la mesa.
Como no había necesidad de inmovilizarla con ataduras, activó los controles de inmediato y la cabeza de Lisa se deslizó dentro de la máquina; en cuanto estuvo seguro de la posición, el hombre hizo que Philips y Denise pasaran al cuarto de control.
—Estará pálida —comentó el técnico—, pero tiene mejor aspecto que algunos de los pacientes que nos llegan de Neurocirugía.
Oprimió el botón que daba comienzo al proceso; la enorme máquina en forma de rosquilla cobró vida abruptamente e inició su rotación alrededor de la cabeza de Lisa.
Los tres esperaron, agrupados frente a la pantalla del visor. En la parte superior de la pantalla apareció una línea horizontal que fue descendiendo, como si retirara el velo de la primera imagen. El cráneo era bien visible, pero en su interior no se notaba nada definido.
Todo era oscuro y homogéneo.
—¿Qué diablos pasa? —exclamó Martin.
El técnico se acercó al tablero para verificar los controles. Volvió meneando la cabeza, y todos esperaron la imagen siguiente. Una vez más, el perfil del cráneo era visible, pero con un interior uniforme.
—¿Ha funcionado bien esa máquina, hoy? —preguntó Philips.
—Perfectamente —fue la respuesta del técnico.
El radiólogo estiró una mano para ajustar los controles de visión, el vertical y el horizontal.
—Dios mío —susurró, un segundo después—, ¿saben qué es lo que vemos? ¡Aire! No hay cerebro. ¡Ha desaparecido!
Los tres cambiaron una mirada, compartiendo la sorpresa y la incredulidad. De pronto, Martin se volvió y corrió hacia la sala de Tomografía, seguido por Denise y su colaborador.
Levantó con las dos manos la cabeza de Lisa, y todo el torso se levantó de la mesa, debido a la rigidez. El técnico le echó una mano para que pudiera ver la parte trasera de la cabeza.
Hubo que buscar bien en la piel exangüe, pero allí estaba: una fina incisión en forma de U, que se extendía por la base del cráneo, cerrada con puntos subcutáneos para que la sutura no fuera visible.
—Será mejor que devolvamos el cadáver a la morgue —dijo Martin, intranquilo.
El trayecto de regreso se cubrió deprisa, y casi en silencio. Denise no hubiera querido ir, pero sabía que Martin necesitaría ayuda para sacar el cadáver de la camilla. Cuando llegaron al incinerador, él volvió a verificar que la morgue estuviera desierta y sostuvo las puertas de par en par, ayudando a Denise a empujar la camilla hacia la cámara. Cuando abrió la pesada puerta de madera, Denise notó que su aliento formaba breves volutas en el aire frío, en tanto caminaba de espaldas, tirando de la camilla. La pusieron junto a la vieja mesa rodante. Estaban por levantar el cuerpo cuando un ruido súbito reverberó en el aire helado.
Denise y Martin sintieron un vuelco en el corazón: tardaron varios segundos en comprender que se trataba de la señal de llamada de Denise. Ella se apresuró a apagarla, azorada, como si la intrusión fuera culpa suya; luego tomó a Lisa por los tobillos y contaron hasta tres para ponerla en su mesa.
—Fuera, en la morgue, hay un teléfono de pared —dijo Martin, levantando el sudario—. Contesta a la llamada mientras yo me encargo de que este cuerpo quede como lo encontramos.
Denise, que no necesitaba ser alentada, se apresuró a salir. Pero no estaba preparada para lo que ocurrió. Al volverse en dirección al teléfono chocó de frente contra un hombre que se acercaba a la puerta abierta de la cámara. Se le escapó un grito involuntario y tuvo que levantar las manos para absorber el impacto.
—¿Qué está haciendo usted aquí? —le espetó el hombre.
Se llamaba Werner, y era el encargado de la morgue. Alargó una mano y atrapó a Denise Sanger por una de las muñecas levantadas. Martin, al oír la conmoción, apareció en el umbral de la cámara.
—Soy el doctor Martin Philips; la señorita es la doctora Denise Sanger. —Trató de que su voz sonara potente, pero sólo consiguió un tono hueco y apagado. Werner dejó a Denise. Era un hombre flaco, de pómulos altos y cara cavernosa. La luz escasa dejaba invisibles sus ojos, profundamente hundidos. Las órbitas parecían vacías, como si fueran agujeros abiertos a fuego en una máscara. Tenía la nariz estrecha y afilada, como una hachuela. Vestía un jersey de cuello alto, negro, y un delantal de goma, también negro.
—¿Qué están haciendo con mis cadáveres? —preguntó, pasando junto a los médicos y la camilla. Una vez en la cámara, contó los cuerpos y al fin señaló el de Lisa Marino.
—¿Sacaron este de aquí?
Philips, ya recobrado de la sorpresa inicial, se maravilló ante esa actitud posesiva para con los muertos.
—No creo que sea correcto hablar de «mis» cadáveres, señor. ¿Cómo se llama usted?
—Werner —dijo el encargado, acercándose a él para sacudirle un largo dedo índice frente a la cara—. Mientras no me los pidan mediante nota firmada, son mis cadáveres, porque yo soy el responsable.
Al radiólogo le pareció mejor no discutir. La boca de Werner, de labios finos, marcaba una línea firme, inexorable. Ese hombre parecía un resorte apretado. Philips empezó a hablar, pero su voz surgió como un chirrido vergonzante. Se aclaró la garganta y lo intentó otra vez.
—Queremos hablar con usted sobre uno de esos cadáveres. Creemos que ha sido violado.
La señal de llamada de la doctora Sanger sonó por segunda vez. Ella se disculpó y fue a contestar desde el teléfono.
—¿De qué cuerpo me habla? —saltó Werner, sin apartar los ojos de la cara de Martin.
—Lisa Marino. —Él señaló el cuerpo, parcialmente tapado—. ¿Qué sabe de esa mujer?
—No mucho —respondió el hombre, algo más relajado—. Lo recogí en cirugía. Creo que se la llevan esta noche o mañana a primera hora.
—¿Y del cadáver en sí?
Martin notó que el encargado tenía el pelo muy corto, cepillado hacia atrás sobre las sienes. Werner seguía mirando a Lisa.
—Precioso —respondió.
—¿Qué quiere decir con eso de «precioso»?
—Que es la mujer más bonita que me ha tocado desde hace tiempo.
Y se volvió para mirar a Martin, con la boca curvada en una sonrisa obscena. El médico, momentáneamente desarmado, tragó saliva; tenía la boca seca. Fue un alivio que Denise regresara diciendo:
—Tengo que irme. Me llaman de la sala de Guardia para examinar una radiografía de cráneo.
—De acuerdo —concordó Martin, tratando de ordenar sus pensamientos—. Cuando termines ve a mi oficina.
Denise asintió y se fue, aliviada. Philips, claramente incómodo al verse solo con Werner en la morgue, se obligó a acercarse a Lisa Marino. Retiró la sábana y levantó el hombro del cadáver para señalar la prolija incisión.
—¿Qué sabe de esto?
—De eso no sé nada —respondió el hombre, rápidamente.
Philips no estaba seguro de que hubiera visto lo que le señalaba. Dejó que el cuerpo volviera a caer sobre la mesa y se dedicó a estudiar al encargado. Su rígida expresión tenía algo de nazi.
—Dígame —insistió—, ¿estuvo por aquí alguien del equipo de Mannerheim?
—No sé. Me dijeron que no se haría ninguna autopsia.
—Bueno, esa incisión no es de autopsia. —Philips volvió a cubrir la cara de la muerta.—
Aquí pasa algo raro. ¿Está seguro de no saber nada?
Werner sacudió la cabeza.
—Ya veremos —afirmó el médico.
Y salió de la cámara, dejando que Werner se encargara de la camilla. El hombre esperó hasta que se oyó el ruido de las puertas exteriores al cerrarse. Entonces tomó el vehículo y le dio un poderoso empujón. Salió disparado de la cámara, hasta estrellarse en una esquina de la mesa de autopsias, volcándose con un tremendo estruendo. El frasco de transfusiones estalló haciéndose añicos.
El doctor Wayne Thomas se recostó contra la pared, con los brazos cruzados. Lynn Anne Lucas estaba sentada en la vieja camilla, y los dos pares de ojos quedaban a la misma altura; los del médico, alertas y contemplativos; los de ella, exhaustos y vacíos.
—¿Y esa infección urinaria reciente? —preguntó el doctor Thomas—. Se calmó con sulfamidas. ¿Hay algo que usted no haya mencionado sobre eso?
—No —respondió Lynn Anne, lentamente—, pero me recomendaron ver a un urólogo. Me dijo que retenía demasiada orina en la vejiga después de ir al baño y me aconsejó que me visitara un neurólogo.
—¿Consultó con alguno?
—No, porque el problema desapareció solo y creí que ya no importaba.
Se separó la cortina, dando paso a la cabeza de la doctora Sanger.
—Disculpen. Alguien me ha llamado para consultar sobre una placa de cráneo.
Thomas se apartó de la pared, diciendo que sólo tardaría un minuto. Mientras caminaban hacia el saloncito, puso rápidamente a Denise al tanto del caso de Lynn Anne, diciendo que, si bien la radiografía le parecía normal, necesitaba una confirmación sobre la zona de la pituitaria.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Denise.
—Ese es el problema —confesó Thomas, abriendo la puerta del salón—. La pobre chica lleva cinco horas aquí, y no he podido resolverlo. Pensé que podía ser drogadicta, pero no; ni siquiera fuma marihuana.
Thomas puso la placa contra el visor y Denise la inspeccionó por orden, comenzando por los huesos.
—El resto del personal de Urgencias me ha dado un mal rato —comentó él—. Creen que me interesa el caso tan sólo porque la chica es preciosa.
Denise interrumpió el estudio de la radiografía para echarle una mirada intensa.
—Pero no es cierto —continuó él—. Esa muchacha tiene algo en el cerebro. Y sea lo que sea, está muy extendido.
Denise Sanger volvió su atención a la placa. La estructura ósea era normal, incluso en la zona pituitaria. Luego revisó las vagas sombras en el interior del cráneo. A fin de orientarse, se fijó en la glándula pineal, por si estuviera calcificada. No lo estaba. Cuando estaba por declarar que la radiografía era normal, percibió una ligerísima variación de textura.
Cubrió la placa con las dos manos, dejando una pequeña zona abierta para estudiarla en especial, en una triquiñuela similar a la que había visto emplear a Philips con el papel agujereado. Al sacar las manos estaba convencida: había descubierto otro ejemplo de los cambios de densidad que Martin le mostrara anteriormente en la radiografía de Lisa Marino.
—Quiero mostrársela a otra persona —dijo Denise, sacándola del visor.
—¿Ha encontrado algo? —preguntó Thomas, alentado.
—Creo que sí. No deje ir a la paciente hasta que yo vuelva.
Y Denise desapareció antes de que Thomas pudiera decir una palabra.
Dos minutos después estaba en el despacho de Martin.
—¿Estás segura? —preguntó él.
—Bastante. —Y le entregó la placa.
Martin tomó la radiografía, pero no la observó de inmediato; se quedó manoseándola, como si temiera verse ante otra desilusión.
—Vamos —dijo ella, ansiosa porque confirmara sus sospechas.
La radiografía se deslizó bajo las grapas y la luz del visor se encendió con un parpadeo. El ojo adiestrado de Philips trazó un sendero errático sobre la zona adecuada.
—Creo que tienes razón —dijo.
Y utilizó la hoja perforada para examinar con más cuidado la imagen. No cabían dudas: el mismo esquema de densidad anormal que había visto en la de Lisa Marino se repetía en aquella. La diferencia era que, en la nueva placa, las variaciones no eran tan pronunciadas ni tan extensas.
Tratando de dominar su entusiasmo encendió la computadora de Michaels y suministró el nombre. En seguida se volvió hacia Denise para preguntarle cuáles era los síntomas de la paciente. Ella le informó que se trataba de dificultades en la lectura, combinadas con períodos de inconsciencia. Philips suministró la información y se acercó al visor de láser. Al encenderse la lucecita roja, introdujo el borde de la radiografía. La máquina de escribir se puso en acción con un «GRACIAS, DUERMA UNA SIESTA».
Mientras esperaban, Denise le contó cuanto sabía de Lynn Anne Lucas; sin embargo, el dato más interesante que pudo darle fue que la paciente estaba viva y presente en la sala de emergencias. En cuanto la máquina cesó en su veloz repiqueteo. Philips arrancó el informe y lo leyó mientras Denise hacía lo mismo por encima de su hombro.
—¡Sorprendente! —exclamó, al terminar—. La computadora está de acuerdo con tu impresión, por cierto. Y recuerda haber visto el mismo esquema de densidad en la radiografía de Lisa Marino, y por si eso fuera poco me pide que le diga de qué se trata. ¡Quiere aprender!
Es tan humana que me asusta. En cuanto me descuide querrá casarse con la computadora de tomografías y tomarse todo el verano de vacaciones.
—¿Casarse? —exclamó Denise, riendo.
Martin descartó aquello con un gesto de la mano.
—Líos administrativos. ¡No empecemos con eso! Traigamos a esa tal Lynn Anne y hagamos la tomografía, y las radiografías que no pude tomarle a Lisa Marino.
—Es un poco tarde, date cuenta. El técnico cierra la unidad a las diez y se retira.
Tendremos que hacerle venir. ¿Estás seguro de que quieres hacer todo eso esta misma noche?
Philips miró su reloj de pulsera; eran las diez y media.
—Tienes razón. Pero no quiero perder a esta paciente. Me encargaré de que la internen siquiera por esta noche.
Denise acompañó a Martin hasta la sala de Urgencias y lo condujo directamente a una de las salas grandes. Le señaló el rincón de la derecha y retiró una cortina que separaba un pequeño cubículo de revisión. Lynn Anne Lucas levantó los ojos irritados. Estaba junto a la camilla, apoyada en ella, con el rostro entre los brazos.
Antes de que Denise pudiera presentar a Philips, su señal de llamada empezó a sonar; entonces dejó que él lo hiciera por su cuenta.
Martin no tardó en notar que la chica estaba exhausta; le sonrió cálidamente y le preguntó si le molestaría pasar la noche en el hospital, para que pudieran hacerle algunas radiografías especiales por la mañana. Lynn Anne respondió que no le molestaba, siempre que le sacaran de la sala de Urgencias y la llevaran a algún lugar donde pudiera dormir. Philips le apretó suavemente el brazo y le aseguró que se encargaría de todo.
En Administración tuvo que actuar como si estuviera en una liquidación: chilló y hasta golpeó el mostrador con la mano abierta para llamar la atención de los atareadísimos empleados. Preguntó quién estaba a cargo de Lynn Anne Lucas, y el recepcionista, después de consultar los registros, le informó que era el doctor Wayne Thomas; en ese momento se encontraba en la habitación N.º 7, atendiendo a un cardíaco.
Al entrar, Philips se encontró en medio de un ataque cardíaco. El paciente era un hombre obeso, que parecía un enorme pastel tendido sobre la camilla. Un negro de barba (el doctor Thomas, según descubriría después) estaba de pie sobre una silla, aplicándole masajes al corazón. Con cada movimiento de compresión, las manos del médico desaparecían entre pliegues de carne. Al otro lado del paciente, un interno sostenía unas almohadillas de defibrilación, mientras vigilaba los trazos del monitor cardíaco. A la cabecera del paciente, una anestesista lo ventilaba con una bolsa coordinando sus esfuerzos con los del doctor Thomas.
—Un momento —dijo el interno del defibrilador.
Todo el mundo retrocedió, mientras él ubicaba las almohadillas sobre la grasa conductora del indefinido tórax del paciente. Cuando apretó el botón del polo pectoral anterior, una descarga eléctrica corrió por el pecho del paciente, provocando varias sacudidas.
Las extremidades del hombre se sacudieron inútilmente, como las de un pollo gordo que quisiera volar.
La anestesista recomenzó inmediatamente la ayuda respiratoria. El monitor se reajustó por sí solo, mostrando un trazo lento, pero regular.
—Hay buen pulso en la carótida —observó ella, apretando con la mano el cuello del paciente.
—Bueno —dijo el interno, que no quitaba la vista del monitor.
En cuanto se presentó el primer pico ventricular ectópico, ordenó:
—Setenta y cinco milímetros de lidocaína.
Philips se acercó al doctor Thomas y atrajo su atención con una palmadita en la pierna.
El interno bajó de la silla y se apartó del enfermo, aunque sin perderlo de vista.
—Vengo por Lynn Anne Lucas, su paciente —dijo Philips—. Tiene algo interesante en la zona occipital, que se extiende hacia adelante.
—Me alegro de que hayan encontrado algo. La intuición me decía que a esa chica le pasaba algo, pero no sabía qué.
—Todavía no lo puedo ayudar a hacer el diagnóstico. Pero me gustaría tomarle otras radiografías por la mañana. ¿Qué le parece si la internamos por esta noche?
—Muy bien —concordó Thomas—. Me encantaría, pero los muchachos me van a dar un rapapolvo si no presento cuanto menos un diagnóstico provisional.
—¿Qué le parece esclerosis múltiple?
Thomas se acarició la barba.
—Esclerosis múltiple. Es un poco arriesgado.
—¿Hay algún motivo por el que no puede ser esclerosis múltiple?
—No, pero tampoco hay muchos motivos para afirmar que sea eso.
—En una etapa muy inicial, ¿eh?
—Podría ser, pero la esclerosis múltiple suele ser diagnosticada más adelante, cuando aparece el síndrome característico.
—Precisamente de eso se trata. Estamos sugiriendo el diagnóstico anticipándonos, en vez de hacerlo tardíamente.
—De acuerdo —dijo Thomas—. Pero en la nota de admisión diré específicamente que el diagnóstico fue sugerido por Radiología.
—Como guste. Pero no deje de anotar que mañana se deben efectuar pruebas de tomografía axial y politomografía. Yo me encargo de darle turno en Radiología.
Y Philips volvió a Recepción, donde soportó el amontonamiento y las aperturas el tiempo suficiente para obtener la historia clínica de Lynn Anne y el informe de Urgencias. Se llevó las dos cosas al saloncito desierto, donde tomó asiento.
Primero leyó las anotaciones del doctor Huggens y de Thomas. No había nada fuera de lo común. Después revisó la historia clínica. Por el código cromático de los bordes, notó que había un informe de Radiología y lo buscó. Describía una radiografía de cráneo a la edad de once años, tras un accidente de patinaje; la interpretación había sido hecha por un interno al que Philips conocía, condiscípulo suyo, aunque algunos años atrasado, que ahora estaba en Houston. La placa era normal.
Retrocediendo un poco en la historia clínica, leyó las anotaciones de los dos últimos años, relacionadas con infecciones respiratorias que habían sido atendidas en el dispensario de la universidad. También echó un vistazo a una serie de visitas a Ginecología, donde habían anotado que los Papanicolau daban resultados levemente atípicos. Philips admitió para sí que la información no le resultaba demasiado útil, debido a la vergonzosa cantidad de datos de clínica general que había olvidado desde sus tiempos de interno. Entre 1969 y 1970 no había anotaciones en la carpeta.
Martin la devolvió a Urgencias antes de iniciar el regreso a su oficina. Subió los peldaños de dos en dos, incitado por una maravillosa sensación de entusiasmo investigador.
Tras la desilusión del caso Marino, el descubrimiento relativo a Lynn Anne Lucas era mucho más emocionante. Ya en su despacho, sacó los polvorientos textos de medicina general y buscó Esclerosis Múltiple.
Tal como recordaba, el diagnóstico de la enfermedad era circunstancial. No había pruebas de laboratorio concluyentes, salvo en la autopsia. Entonces Philips volvió a comprender el valor y las apreturas del diagnóstico radiológico. Siguió leyendo; los síntomas clásicos de la enfermedad incluían anormalidades de la vista, así como un mayor funcionamiento de la vejiga. Después de leer las dos frases siguientes, Philips se detuvo para leerlas otra vez en voz alta.
El diagnóstico puede ser incierto durante los primeros años de la enfermedad.
Demoran el diagnóstico definitivo los largos períodos de latencia entre los síntomas iniciales, y el subsiguiente desarrollo de otros más característicos.
Philips tomó el teléfono y marcó el número particular de Michaels. Un diagnóstico radiológico de la enfermedad evitaría que fuera detectada tardíamente. Sólo cuando el teléfono empezó a sonar reparó en la hora: le sorprendió ver que ya eran las once pasadas.
En ese momento Eleanor, la esposa de Michaels, a quien Philips no conocía, atendió la llamada.
Él lanzó inmediatamente una larga disculpa por haber llamado tan tarde, aunque la mujer no parecía haberse levantado de la cama para atender al teléfono. Eleanor le aseguró que nunca se acostaban antes de medianoche y le comunicó con su esposo.
Michaels se burló de lo que tomaba por «entusiasmo adolescente», al saber que Martin seguía en su despacho.
—He estado ocupado —explicó él—. Tomé una taza de café, comí e hice una siesta.
—No dejes que cualquiera que entre vea esos informes —advirtió Michaels, riendo otra vez—. Programé también algunas sugerencias obscenas.
Philips, entusiasmado, le contó entonces que el verdadero motivo de su llamada era el haber encontrado a otra paciente, en Urgencias, llamada Lynn Anne Lucas, quien presentaba las mismas anormalidades de densidad que Lisa Marino. Le dijo que, si bien no había podido seguir el caso anterior, tendría radiografías definitivas por la mañana, y agregó que la computadora le había preguntado, nada menos, por el significado de esos cambios en la densidad.
—¡Esa cosa endiablada quiere aprender!
—Recuerda que el programa enfrenta la radiología tal como la enfrentas tú —le advirtió Michaels—. Es tu técnica la que utiliza.
—Sí, pero ya me ha superado. Captó las diferencias de densidad cuando yo no las veía.
Si utiliza mi técnica, ¿cómo explicas eso?
—Fácil. Recuerda: la computadora digita la imagen en una red de doscientos cincuenta y seis por doscientos cincuenta y seis puntos, con valores de gris entre cero y doscientos.
Cuando te sometimos a examen, tú sólo podías diferenciar valores entre cero y cincuenta. Evidentemente, la máquina es más sensible.
—Lamento haber formulado la pregunta —confesó Philips.
—¿Sometiste al programa algunas radiografías viejas?
—No —admitió él—. Estoy a punto de hacerlo.
—Bueno, no hace falta que lo hagas todo en una sola noche. Ni Einstein lo hacía. ¿Por qué no esperas a mañana?
—Cállate —replicó el radiólogo, de buen humor, y cortó.
Armado con el número de registro de Lynn Anne Lucas, Philips encontró su archivo de radiografías con bastante facilidad. Contenía sólo dos placas de tórax recientes y la serie craneal tomada tras el accidente de patinaje, cuando tenía once años. Puso una de las placas viejas en el visor, junto a la que había tomado esa tarde. Al compararlas comprobó que la densidad anormal se había desarrollado a partir de los once años. Para cerciorarse, suministró una de las viejas a la computadora. Concordaba.
Philips volvió a guardar las placas antiguas en el sobre y dejó las nuevas sobre ellas.
Después dejó la pila en su escritorio, donde Helen no las iba a tocar. Mientras Lynn Anne no fuera sometida a nuevos estudios, no había nada más que pudiera hacer en su caso.
Se preguntó qué debía hacer. A pesar de lo tardío de la hora, se encontraba demasiado excitado para dormir. Además, quería esperar a Denise, confiando que pasaría por su oficina en cuanto hubiera terminado con lo que estaba haciendo. Pensó en hacerla llamar por los altavoces, pero después prefirió no hacerlo.
Decidió pasar el rato buscando algunas radiografías viejas en el archivo. Y quizá pudiera comenzar también el proceso de verificar el programa de la computadora. Por si Denise regresaba antes que él, le dejó una nota en la puerta: «Estoy en Radiología Central».
En una de las terminales de la computadora central del hospital, marcó penosamente lo que deseaba: una lista de nombres y números de inscripción de los pacientes que hubieran sido objeto de radiografías craneales en los últimos diez años. Cuando terminó, oprimió el botón de «ingreso» e hizo girar la silla para observar la impresora. Hubo una breve demora.
Después la máquina comenzó a escupir papel a una velocidad alarmante. Una vez terminada la lista, Philips se encontró con que abarcaba miles de nombres; el solo mirarla lo dejaba extenuado.
Sin dejarse acobardar, buscó a Randy Jacobs, uno de los empleados nocturnos del departamento, contratado para archivar las radiografías y sacar las que se requirieran al día siguiente. Era un estudiante de farmacología, flautista bien dotado y homosexual declarado. A Martin le resultaba inteligente, alegre y muy trabajador.
Para comenzar, le pidió que sacara las radiografías de la primera página de la lista; equivalía a unos sesenta pacientes. Randy, con su eficiencia habitual, puso veinte placas laterales en el alternador de Philips en otros tantos minutos. Pero el radiólogo no pasó las imágenes por la computadora, como Michaels le había pedido, sino que empezó a examinarlas atentamente, sin resistir la tentación de buscar las densidades anormales descubiertas en las placas de Marino y Lucas. Utilizando el papel agujereado, empezó a revisarlas una por una, haciendo avanzar las pantallas visoras mediante presiones del pie contra el pedal eléctrico.
Así había procesado más o menos la mitad cuando llegó Denise.
—Tanto hablar de que quieres abandonar la radiología clínica y estás estudiando placas casi a medianoche.
—Es un poco tonto —reconoció Martin, recostado en la silla, mientras se frotaba los ojos con los nudillos—, pero hice sacar estas radiografías viejas y se me ocurrió revisarlas por si encontraba otro caso con densidades anormales.
Denise fue a detenerse tras él y le frotó el cuello. Se le veía cansado.
—¿Descubriste alguna?
—No. Pero sólo estudié diez o doce.
—¿Estrechaste el campo?
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, ya has visto dos casos. Los dos son recientes, del sexo femenino y de unos veinte años de edad.
Philips gruñó, mirando la pila de radiografías que tenía frente a sí. Era su modo de reconocer que Denise tenía razón sin decirlo abiertamente. Se preguntó por qué no se le había ocurrido a él mismo.
La muchacha lo siguió a la terminal principal de la computadora, con un torrente de comentarios sobre lo ajetreada que había sido la noche. Philips la escuchaba a medias mientras ingresaba su pregunta. Pidió los nombres y números de inscripción de pacientes femeninas, entre quince y veinticinco años, que hubieran sido objeto de radiografías craneales en los últimos dos años. Cuando la impresora cobró vida, fue sólo para escribir una línea: informaba a Philips que los bancos de datos no estaban preparados para clasificar las radiografías craneales por sexo. Philips ajustó su pregunta en el tablero y la máquina se reactivó a gran velocidad, aunque sólo por unos momentos. La lista comprendía solamente ciento tres pacientes. Una rápida inspección sugería que menos de la mitad eran mujeres.
A Randy le gustó la lista nueva. Dijo que la longitud de la otra era desmoralizante.
Mientras esperaban, sacó siete sobres, diciendo que podían empezar con esos mientras él reunía los otros.
De regreso en su oficina, Martin admitió que estaba deshecho; la fatiga empezaba a desgastar su entusiasmo. Dejó caer las radiografías frente al alternador y abrazó a Denise, apretándola contra sí para apoyarle la cabeza en un hombro. Ella lo estrechó a su vez; por un momento estuvieron abrazados sin hablar. Por fin Denise levantó la vista y le apartó el pelo rubio de la frente. Él seguía con los ojos cerrados.
—¿Por qué no damos el día por terminado? —sugirió ella.
—Buena idea —reconoció Philips, abriendo los ojos—. Podrías venir a mi apartamento.
Sigo un poco excitado y necesito conversar.
—¿Conversar?
—O lo que sea.
—Por desgracia, es seguro que me llamarán del hospital.
Philips vivía en un edificio de pisos llamado Las Torres, construido por el Centro Médico de la Universidad de Hobson en un terreno contiguo al hospital. Aunque diseñado con muy poca originalidad, era nuevo, cómodo y muy práctico. Además, estaba cerca del río, y el apartamento de Martin daba a él. Denise, por el contrario, vivía en un edificio viejo de una calle muy ruidosa. Su apartamento estaba en el tercer piso y las ventanas daban a un pozo de aire muy oscuro.
Martin señaló que su piso estaba tan cerca del hospital como el salón de enfermeras, y tres veces más próximo que el de ella.
—Si te llaman, mala suerte —dijo.
Ella vaciló. Verse estando ella de guardia era una experiencia nueva, y temía que la intensificación de sus relaciones exigiera una decisión.
—Puede ser —dijo—. Déjame ir a Urgencias por si hay algún problema en perspectiva.
Mientras la esperaba, él empezó a poner en el visor algunas de las radiografías recién obtenidas. Colgó tres ante sus ojos antes de que la primera le atrajera la atención, haciéndolo saltar de la silla para arrimar la nariz a la placa. ¡Otro caso! Allí estaban las mismas motas, que se iniciaban detrás del cerebro y corrían hacia adelante. Philips buscó el sobre. La paciente «se llamaba Katherine Collins; tenía veintiún años; el informe de radiología pegado al sobre daba, como información clínica, la presencia de “ataque”».
Llevó la placa a la pequeña computadora y la colocó ante el visor. Después tomó los otros cuatro sobres y sacó una radiografía craneal de cada uno para ponerlos en la pantalla.
Pero antes de soltar siquiera la primera, supo que había detectado otro caso. Sus ojos ya estaban muy sensibles a aquellas sutiles variaciones. Ellen McCarthy, de veintidós años; información clínica: dolores de cabeza, perturbaciones visuales y debilidad de las extremidades derechas. Las otras placas eran normales.
Utilizando un par de placas laterales que habían sido tomadas en ángulos ligeramente divergentes, Philips encendió la luz del visor estéreo. Al mirar por la parte superior le fue difícil detectar mancha alguna; lo que veía parecía superficial, como si estuviera en la corteza cerebral y no en un sitio más profundo, en las fibras nerviosas de la materia blanca. Ese dato era algo inquietante, pues las lesiones de la esclerosis múltiple solían presentarse en la materia blanca del cerebro. Por fin arrancó la hoja de la computadora para leer el informe.
En el extremo superior de la página se leía: «GRACIAS», anotación hecha en el momento en que Philips había insertado la película: seguía un nombre de mujer y un número de teléfono ficticio. Otra muestra del humor de Michaels.
El informe, en sí, era lo que Philips esperaba. Había una descripción de las densidades y, como en el caso de Lynn Anne Lucas, la computadora volvía a pedir información sobre la importancia de las anormalidades no programadas.
Casi en el mismo instante regresó Denise. También llegó Randy, con otros quince sobres. Philips dio a su novia un beso resonante, diciéndole que, gracias a su consejo, había descubierto otros dos casos, ambos correspondientes a mujeres jóvenes. Estaba por comenzar con las placas recién traídas por Randy cuando Denise le puso una mano en el hombro.
—En Urgencias no pasa nada en estos momentos. Dentro de una hora, ¿quién sabe?
Philips suspiró. Se sentía como un niño cuando se le pide que deje el juguete nuevo para ir a dormir. Dejó los sobres, de mala gana, y pidió a Randy que buscara los correspondientes a la segunda lista y se los dejara sobre el escritorio. Después, si le quedaba tiempo, podía empezar a sacar los de la lista principal y ponerlos contra la pared del fondo, tras la mesa de trabajo. Como si acabara de tener otra idea, le pidió que llamara a Archivos para pedir las historias clínicas de Katherine Collins y Ellen McCarthy.
—Me parece que me olvido de algo —dijo al fin, mirando a su alrededor.
—Sí, de ti —afirmó Denise, exasperada—. Hace dieciocho horas que estás aquí. Por el amor de Dios, vámonos.
Como Las Torres era parte del Centro Médico, estaba comunicado con el hospital por un pasaje subterráneo bien iluminado y pintado de alegres colores. La electricidad y la calefacción viajaban por la misma ruta, ocultos en el cielorraso del túnel, tras los paneles acústicos. Martin y Denise, tomados de la mano, pasaron primero bajo la vieja Facultad de Medicina y despues, bajo el nuevo edificio que la albergaba. Más allá estaban las bifurcaciones que llevaban al Hospital Pediátrico Brenner y al Instituto Psiquiátrico Goldman.
Las Torres estaba al final del túnel y representaba el límite de la creciente expansión del centro médico hacia el barrio circundante. Un tramo de escaleras llevaba directamente al vestíbulo inferior del edificio. El guardia apostado tras el cristal a prueba de balas reconoció a Philips y le abrió con el portero electrónico.
Las Torres era una residencia lujosa, habitada sobre todo por médicos y profesionales del Centro. También vivían allí algunos otros profesores de la universidad, pero por lo común los alquileres les parecían caros. De los médicos, la mayor parte estaban divorciados, aunque existía un nuevo contingente de jóvenes casados con mujeres agresivas y de carrera. No había prácticamente niños, salvo en los fines de semana, cuando los pequeños le tocaban a papá.
Martin había notado también que eran pocos los psiquiatras y que abundaban los maricas.
Él era uno de los divorciados. Había ocurrido cuatro años antes, tras seis de estancamiento matrimonial. Martin, como la mayor parte de sus colegas, se había casado durante su época de interno, un poco como reacción contra las exigencias de la vida académica. Había amado a Shirley; al menos, creyó amarla; ella lo tomó por sorpresa al rebelarse y abandonarlo. Por suerte no habían tenido hijos. Reaccionó ante el divorcio con depresiones, que trató de combatir trabajando más que antes, si eso era posible.
Gradualmente, con el correr del tiempo, había logrado analizar el episodio con la suficiente objetividad para comprender lo que había ocurrido. Estaba casado con la medicina, y su esposa era, en realidad, una amante. Shirley había elegido para abandonarlo el año en que lo nombraron subdirector de Neurorradiología, pues al fin había comprendido cuál era su escala de valores. Antes del ascenso, la excusa que daba a su mujer por trabajar setenta horas a la semana era el deseo de llegar a subdirector. Una vez logrado el puesto, comenzó a aducir que era el jefe y debía dar ejemplo. Shirley llegó a comprender, aunque él no lo hiciera. Como se negaba a estar casada y sola, se fue.
—¿Llegaste a alguna conclusión sobre la desaparición del cerebro de Lisa Marino? —preguntó Denise, devolviéndolo al presente.
—No. Pero Mannerheim ha de tener alguna responsabilidad en el asunto.
Estaban esperando el ascensor bajo una araña enorme y vistosa. La alfombra era de color naranja oscuro, con círculos dorados entrelazados.
—¿Piensas hacer algo al respecto?
—No sé qué. Y me gustaría saber por qué lo retiraron.
Lo mejor del apartamento de Philips era la vista al río y la graciosa curva del puente.
Por lo demás, se trataba de una vivienda muy poco original. Él se había mudado repentinamente después de alquilarlo por teléfono y de contratar a un decorador para que lo amueblara. El resultado era un sofá, un par de mesitas rinconeras, una de café, dos sillas para el living, un comedor y una cama con mesita de noche haciendo juego. No era gran cosa, pero bastaba, pues sólo se trataba de una residencia provisional. El hecho de que llevara cuatro años viviendo allí no cambiaba su modo de verla.
Martin no era aficionado al alcohol, pero esa noche quería relajarse, de modo que se sirvió un poco de whisky con hielo. Por cortesía ofreció la botella a Denise, pero ella sacudió la cabeza, como él esperaba. Sólo tomaba vino y, de vez en cuando, ginebra con agua tónica; jamás cuando estaba de guardia. En cambio fue a buscar un vaso grande de jugo de naranja a la nevera.
Una vez en el living, dejó que Martin siguiera parloteando con la esperanza de que se agotara pronto. No tenía interés en conversar de investigaciones ni de cerebros desaparecidos.
No había olvidado su confesión de que la quería, y la posibilidad de que hablara en serio la excitaba, permitiéndole reconocer sus propios sentimientos.
—La vida puede ser asombrosa —decía Martin—. En un solo día toma giros sorprendentes.
—¿A qué te refieres? —preguntó Denise confiando que él hablara de la relación entre los dos.
—Ayer no tenía idea de que estábamos tan próximos a conseguir el programa de interpretación radiológica. Si las cosas siguen…
Ella, exasperada, se levantó y lo obligó a ponerse de pie. Mientras le tironeaba de los faldones de la camisa, le aconsejó relajarse y olvidarse del hospital. Levantó la vista hacia la cara divertida de Martin con una sonrisa tentadora, para que, pasara lo que pasase, no resultara embarazoso.
Philips admitió que estaba excitado y dijo que se sentiría mejor después de una ducha rápida. No era exactamente lo que Denise tenía pensado, pero él le pidió que entrara al baño y le hiciera compañía. Ella lo contempló mientras se duchaba; el vidrio de las mamparas, escarchado de un lado y cincelado del otro, fracturaba y suavizaba el cuerpo desnudo de Philips, de un modo extrañamente erótico, mientras él se contorsionaba e iba girando bajo el chorro de agua.
Sorbiendo su jugo de naranja, Denise oía la voz de Martin, que trataba de seguir con la conversación por encima del estruendo del agua. No entendía una palabra; mejor así: en ese momento prefería mirar. El efecto se henchía dentro de ella, llenándola de calidez.
Al terminar, Martin cerró el grifo y tomó la toalla, saliendo de la ducha. Entonces Denise descubrió, disgustada que seguía hablando de médicos y computadoras. Llena de fastidio, le arrebató la toalla para secarle la espalda, pero cuando hubo terminado lo hizo girar en redondo.
—Hazme un favor —dijo, como si estuviera furiosa—. Cállate, ¿quieres?
Luego lo tomó de la mano para arrastrarlo fuera del baño. Philips, confundido por aquel arrebato, se dejó llevar al dormitorio oscuro. Allí, ante el panorama del río silencioso y el dramático puente, Denise le echó los brazos al cuello para besarlo apasionadamente.
Martin respondió al instante, pero antes de que empezara siquiera a desnudar a la muchacha, la señal de llamada de la doctora Sanger pobló el cuarto con un ruido insistente.
Por un momento se quedaron abrazados, postergando lo inevitable, disfrutando de la proximidad.
Aunque no lo dijeran, los dos sabían que aquella relación acababa de entrar en una nueva etapa.
A las dos y cuarenta de la madrugada, una ambulancia municipal entró en la zona de Recepción del Centro Médico de la Universidad de Hobson. Había ya otras dos ambulancias allí estacionadas, y la recién llegada retrocedió entre ellas hasta que su parachoques chocó con una defensa de goma. Después de apagar el motor, el chófer y su pasajero bajaron de la cabina para dirigirse a paso vivo hasta la plataforma, con la cabeza inclinada bajo la persistente lluvia de abril. El más delgado de los dos abrió la puerta trasera de la ambulancia, mientras el otro, un hombre más musculoso, sacaba una camilla vacía. A diferencia de las otras, esa no llevaba un caso urgente: había ido a recoger a un paciente, cosa bastante habitual.
Los hombres desplegaron la camilla portátil, haciendo que las patas bajaran como las de una tabla de planchar, y la empujaron hasta pasar las puertas correderas automáticas de la sala de Urgencias. Sin mirar a derecha ni a izquierda, tomaron por el corredor principal para subir a un ascensor que los dejó en Neurología Oeste, situado en el 14.º piso. Había dos enfermeras diplomadas y cinco auxiliares de guardia en la sala, pero una de las enfermeras y tres de las ayudantes estaban descansando, de modo que la señorita Claudine Arnette, enfermera profesional, había quedado a cargo de todo. A ella fue a quien el hombre más delgado presentó los documentos de transferencia. La paciente debía ser trasladada a una habitación privada del Centro Médico de Nueva York, donde su médico particular tenía influencia.
La señorita Arnette verificó los documentos, maldiciendo por lo bajo, pues acababa de terminar con los papeles de ingreso, y firmó el formulario. Luego pidió a María González que acompañara a los hombres hasta el cuarto 1420 y volvió al control de narcóticos antes de tomar su turno de descanso. A pesar de lo escaso de la luz, había notado que el conductor tenía unos ojos asombrosamente verdes.
María González abrió la puerta del cuarto 1420 y trató de despertar a Lynn Anne, pero fue difícil. Explicó a los de la ambulancia que habían recibido una indicación telefónica ordenando administrarle una doble dosis de somníferos, además de Fenobarbital, debido a la posibilidad de que sufriera un ataque. Los hombres afirmaron que no importaba. Pusieron la camilla en la posición debida y, después de arreglar los cobertores, levantaron a la paciente con toda facilidad instalándola en la camilla con mantas y todo. Lynn Anne Lucas ni siquiera despertó.
Los hombres dieron las gracias a María, que ya estaba retirando las sábanas de la cama, y sacaron la camilla al pasillo. La señorita Arnette levantó la vista cuando pasaron junto a la sala de enfermeras para volver al ascensor. Una hora después, la ambulancia salió del Centro Médico de Hobson. No había necesidad de hacer funcionar la sirena ni la luz rotatoria: el vehículo iba vacío.