Martin salió de la sala de angiografía en cuanto estuvo seguro de que el interno lo tenía todo bajo control y que el catéter había salido de la arteria. Mientras se aproximaba a su oficina, apretando el paso, rogó que Helen hubiera salido a almorzar; pero en cuanto dio vuelta al último recodo ella lo divisó y fue a entregarle su omnipresente manojo de mensajes urgentes. No se trataba de que Philips no quisiera verla, pero sabía que ella le traería toda clase de malas noticias.
—La segunda sala de angiografía está nuevamente fuera de servicio —dijo, en cuanto él le prestó atención—. No es el aparato de rayos X en sí, sino la máquina que mueve la película; no funciona.
Philips, asintiendo, colgó su delantal de plomo. Ya estaba enterado del problema y confiaba en que Helen hubiera llamado a la compañía que se encargaba de las reparaciones.
Echó un vistazo al aparato instalado en su mesa de trabajo, donde se veía toda una página de notas escritas por computadora.
—También tenemos problemas con Claire O’Brian y Joseph Abbodanza —dijo Helen.
Claire y Joseph eran dos técnicos de neurorradiología que ellos habían adiestrado durante años.
—¿Qué clase de problema? —preguntó Philips.
—Han decidido casarse.
—Bueno —exclamó él, riendo—, ¿y han estado haciendo cosas feas en el cuarto oscuro?
—¡No! —saltó Helen—. Pero están decididos a casarse en junio y tomarse todo el verano para hacer un viaje por Europa.
—¡Todo el verano! —gritó Philips—. ¡No nos pueden hacer eso! Ya va a ser bastante difícil dejar que se tomen las dos semanas de vacaciones al mismo tiempo. Supongo que usted se lo habrá dicho.
—Por supuesto —afirmó Helen—. Pero contestaron que no les importaba. Piensan hacerlo de todos modos, aunque los despidan.
—Caramba —protestó él, dándose una palmada en la cabeza.
Sabía que Claire y Joseph, dado el adiestramiento con que contaban, podían conseguir trabajo en cualquier centro médico de importancia.
—Además —continuó la secretaria—, el decano de la facultad llamó para decir que, en una reunión de la semana pasada, se decidió doblar el número de estudiantes para los turnos de Neurorradiología. Dijo que los estudiantes del año pasado votaron este servicio como uno de los mejores para la materia optativa.
Philips cerró los ojos y se masajeó las sienes. ¡Más estudiantes! Sólo eso le faltaba, por todos los diablos.
—Y por último —prosiguió Helen, ya caminando hacia la puerta—, el señor Michael Ferguson llamó desde Administración para decir que debemos desocupar el cuarto que estamos utilizando para almacén de materiales. Lo necesitan para servicio social.
—¿Y tendría a bien decirme qué se propone que hagamos con los materiales?
—Eso mismo le pregunté yo. Me contestó que ese espacio nunca fue asignado a Neurorradiología y que usted lo sabía. Que pensara alguna solución. Bueno; salgo un ratito para almorzar. Vuelvo en seguida.
—Por supuesto. Buen provecho.
Philips aguardó algunos minutos hasta que su presión volvió a ser normal. Los problemas administrativos eran cada vez menos tolerables. Se encaminó a la computadora y sacó el informe.
RADIOINTERP, CRÁNEO I
MARINO, LISA
INFORMACIÓN CLÍNICA:
Edad 21 años, sexo femenino, un año de epilepsia lóbulo temporal. Presentación de una sola proyección lateral izquierda tomada con unidad rayos X portátil. Parece tomada aproximadamente ocho grados fuera de verdadero lateral. Hay una gran luminosidad en la región temporal derecha, que representa una zona desprovista de hueso. Los bordes de esa zona son nítidos, sugiriendo origen yatrogénico. Esta impresión queda confirmada por una zona de tejido pesado y suave por debajo de extirpación ósea, sugiriendo un gran colgajo de cuero cabelludo. Radiografía muy probablemente de una operación.
Numerosos cuerpos metálicos representando electrodos superficiales. Dos estrechos electrodos metálicos cilíndricos parecen ser electrodos de profundidad en el lóbulo temporal, probablemente ubicados en el núcleo amigdaloide y el hipocampo. Las densidades del cerebro muestran finas variaciones lineales en el lóbulo occipital, el parietal medio y el lateral temporal.
CONCLUSIÓN:
Placa de operación, con gran extirpación ósea en la región temporal derecha. Múltiples electrodos de superficie y dos de profundidad. Extendidas variaciones en densidad de naturaleza no programada.
RECOMENDACIONES:
Se recomiendan proyecciones anterosposterior y oblicua, así como tomografía, para mejor caracterización de las variaciones de densidad lineales y para localización de los electrodos profundos. Se requieren datos angiográficos para asociar la posición de los electrodos profundos con vasos sanguíneos mayores.
*** Programa requiere inserción en unidad de memoria central de lo relevante en variaciones lineales de densidad.
GRACIAS. SÍRVASE ENVIAR CHEQUES A WILLIAM MICHAELS, DOCTOR EN FÍSICA, Y MARTIN PHILIPS, DOCTOR EN MEDICINA
Philips no podía creer en lo que acababa de leer. Era bueno; mejor que eso, era fantástico.
Y con esa pequeña muestra de humor al pie, resultaba sobrecogedor. Philips repasó algunas partes del informe. Le parecía increíble estar leyendo algo redactado por una máquina y no por otro neurorradiólogo. Aunque la unidad no había sido programada para craneotomías, parecía capaz de razonar con la información que poseía y dar la respuesta correcta. Además, estaba aquello de las variaciones de densidad. Philips no tenía idea de qué se trataba.
Sacó la placa de Lisa Marino del visor de láser y la puso en una pantalla común. Como no encontraba las variaciones que sugería la computadora, empezó a sentirse algo alarmado.
Tal vez el nuevo método de trabajar con densidades, que había sido el obstáculo infranqueable desde el principio, no era tan bueno, después de todo. Philips activó su alternador y las placas fueron desfilando por su pantalla hasta llegar al estudio del angiograma de Lisa Marino.
Entonces detuvo el alternador y sacó una de las primeras placas laterales de cráneo. La puso junto a la de la operación y volvió a buscar las variaciones de densidad descritas en el informe. Para su desilusión, la imagen parecía normal.
En ese momento se abrió la puerta de su oficina, dando paso a Denise Sanger. Martin, después de una sonrisa, volvió a lo que estaba haciendo: doblando por la mitad una hoja de papel, cortó un pedacito diminuto. Al desplegar la hoja, esta tenía un pequeño agujero en el centro.
—Bueno —dijo Denise, rodeándolo con los brazos—. Veo que estás muy ocupado haciendo pajaritas de papel.
—La ciencia progresa de modos extraños y maravillosos —replicó él—. Han pasado muchas cosas desde que nos vimos, esta mañana. Michaels entregó la primera unidad interpretadora de radiografías craneales. Aquí tienes el primer informe.
Mientras Denise lo leía, Philips puso la hoja de papel agujereada contra la placa de Lisa Marino, que estaba en el visor. La función del papel era eliminar todos los aspectos complicados de la imagen, con excepción de la pequeña zona visible por el agujero. Retiró el papel para ver si Denise podía detectar alguna anormalidad. Ella no pudo. Cuando volvió a poner el papel, Denise siguió sin ver nada, hasta que él señaló unas diminutas notas blancas orientadas linealmente. Al retirar nuevamente la hoja siguieron siendo visibles para los dos, puesto que los ojos ya las habían localizado.
—¿Qué puede ser? —preguntó Denise, mientras examinaba la imagen desde muy cerca.
—No tengo la menor idea.
Philips se acercó al tablero y preparó la pequeña computadora para que aceptara la primera placa de Lisa Marino. Confiaba en que el programa pudiera ver las mismas variaciones de densidad. El visor de láser se tragó la placa con tanta avidez como antes.
—Pero me preocupa —agregó, observando la máquina de escribir, que parloteaba activamente.
—¿Por qué? Yo encuentro este informe fantástico.
La pálida luz del visor iluminaba el rostro de Denise.
—Lo es, y ahí está la cosa. Sugiere que el programa puede interpretar radiografías mejor que su creador, porque yo no vi esas variaciones en ningún momento. Me recuerda la historia de Frankenstein.
Y súbitamente, Martin se echó a reír.
—¿En dónde está la gracia? —preguntó Denise.
—¡Este Michaels! Al parecer, ha programado este artefacto de modo que, cuando le proporciono una radiografía, me manda descansar mientras él trabaja. La primera vez me dijo que tomara un café. Ahora dice que vaya a comer algo.
—Me parece buena idea —comentó la muchacha—. ¿Qué hay de la romántica cita que me habías prometido en la cafetería? No tengo mucho tiempo; debo volver al visor de tomografía.
—En este momento no puedo salir —se disculpó él. Recordaba haberla invitado a almorzar y no quería desilusionarla—. Esto me tiene entusiasmado de veras.
—De acuerdo. Pero yo voy a comer un sandwich. ¿Quieres que te traiga algo?
—No, gracias —dijo él, notando que la máquina cobraba vida.
—Me alegro de que tu investigación marche tan bien —afirmó la muchacha desde la puerta—. Sé lo mucho que te importa.
Y desapareció.
En cuanto la máquina de escribir se detuvo, Philips sacó la hoja. Al igual que la primera vez, el informe era muy completo; para deleite suyo, la computadora volvía a describir las variaciones de densidad, recomendando nuevas radiografías tomadas desde diferentes ángulos, y otra tomografía.
Philips echó la cabeza atrás, con una exclamación de entusiasmo, mientras batía la superficie de la mesa como si fuera un gran tambor. Varias de las placas se deslizaron desde los visores y cayeron al suelo. Cuando él se inclinó para recogerlas vio a Helen Walker, de pie en el vano de la puerta, observándolo como si lo creyera loco.
—¿Se siente bien, doctor Philips? —preguntó.
—Por supuesto —contestó él, enrojeciendo, mientras recogía las placas—. Estoy bien.
Algo entusiasmado, nada más. ¿No iba a salir a almorzar?
—Ya salí —dijo Helen—. Me traje un sandwich a mi mesa.
—Pues, comuníqueme, por favor, con William Michaels.
Helen, con un gesto afirmativo, desapareció. Philips volvió a colgar las radiografías, preguntándose qué podían significar esas sutiles manchitas blancas. No parecían concentraciones de calcio; tampoco estaban orientadas según el esquema de los vasos sanguíneos. Se preguntó cómo determinar si los cambios se habían producido en la materia gris, esa zona celular del cerebro llamada córtex, o si estaban en la materia blanca, la capa fibrosa.
Sonó el teléfono: Philips se inclinó para tomar la extensión. Era Michaels. Con evidente entusiasmo, Philips le describió el increíble funcionamiento del programa y dijo que parecía capaz de detectar un tipo de variación de densidades que hasta entonces había sido pasado por alto. Hablaba a tal velocidad que Michaels se vio forzado a tranquilizarlo.
—Bueno, me alegro de que esté trabajando tan bien como esperábamos —fue su comentario, cuando al fin Martin hizo una pausa.
—¿Tan bien como esperábamos? Es más de lo que yo soñaba.
—Magnífico. ¿Cuántas radiografías le suministraste?
—En realidad, sólo una —admitió Martin—. Pasé dos, pero eran de la misma paciente.
—¿Sólo dos? —protestó Michaels, desencantado—. Caramba, no te agotes.
—Está bien, está bien. Por desgracia, durante el día no tengo mucho tiempo para nuestro proyecto.
Michaels dijo que comprendía, pero imploró a Philips que aplicara el programa a todas las placas que hubiera interpretado en los últimos años, en vez de dejarse llevar por las ramas con un solo hallazgo positivo. Volvió a destacar que, en esa etapa del trabajo, eliminar las interpretaciones falsamente negativas era lo más importante.
Martin siguió escuchando, pero no podía dejar de estudiar las variaciones de densidad en la placa de Lisa Marino; parecían telas de araña. Sabía que esa paciente padecía de ataques, y su mente científica se preguntaba si podía existir una asociación entre esos síntomas y el sutil descubrimiento detectado en la placa. Quizá representara alguna vaga enfermedad neurológica.
Terminó su conversación con Michaels lleno de un nuevo entusiasmo. Había recordado que, en el caso de Lisa Marino, uno de los diagnósticos sugeridos había sido el de esclerosis múltiple. ¿Y si hubiera dado con un diagnóstico radiológico de la enfermedad?
Sería un descubrimiento fantástico. Los médicos llevaban años buscando la forma de detectar en el laboratorio los casos de esclerosis múltiple. Martin sabía que necesitaba más placas y otra tomografía de Lisa. No sería fácil, porque acababan de operarla, y haría falta la aprobación de Mannerheim. Pero el neurocirujano apoyaba las investigaciones, y Martin resolvió dirigirse francamente a él.
Desde su despacho, pidió a Helen que lo comunicara con el neurocirujano y volvió a estudiar las placas de la paciente. En términos radiológicos, los cambios de densidad se llamaban reticulares, aunque las finas líneas parecían, antes bien, ser paralelas. Por medio de una lupa estudió aquel diseño, preguntándose si podían ser causadas por las fibras nerviosas.
Eso no tenía sentido, pues los rayos X que se necesitaban para atravesar el cerebro eran relativamente fuertes. El timbre del teléfono interrumpió esos pensamientos. Tenía a Mannerheim en la línea.
Inició la conversación con algunas amabilidades de rigor, pasando por alto la reciente escena que habían tenido a causa de las placas en el quirófano. Tratándose de Mannerheim, siempre era preferible dejar a un lado esos choques. El cirujano parecía peculiarmente silencioso; por lo tanto, Martin pasó a explicar que llamaba porque había detectado algunas densidades peculiares en la placa de Lisa Marino.
—Creo que convendría explorarlas; me gustaría tomar otras radiografías de cráneo y una nueva tomografía, en cuanto la paciente esté en condiciones de tolerarlo. Eso, por supuesto, siempre que usted esté de acuerdo.
Se hizo un silencio incómodo. Cuando Philips estaba a punto de hablar. Mannerheim bramó:
—¿Me está haciendo una broma? En ese caso me parece de muy mal gusto.
—No se trata de ninguna broma —aseguró Martin, desconcertado.
—Oiga —gritó Mannerheim, subiendo cada vez más la voz—. Ya es un poco tarde para que Radiología se ponga a interpretar placas. ¡Qué diablos!
Se oyó un chasquido y en la línea quedó el tono de marcar. La conducta egocéntrica de Mannerheim parecía haber llegado a alturas insuperadas. Martin colgó, pensativo. No podía dejar que sus emociones interfirieran; por otra parte, había otra forma de encarar las cosas.
Como aquel hombre no seguía el postoperatorio de sus pacientes con mucha minuciosidad, era Newman, el jefe de internos, quien se encargaba de esa parte. Martin decidió ponerse en contacto con Newman para averiguar si la muchacha seguía en la sala de recuperación.
—¿Newman? —dijo la recepcionista de Cirugía—. Se fue hace un rato.
—Oh —Philips cambió el teléfono a la otra oreja—. Lisa Marino, ¿sigue en la sala de recuperación?
—No —dijo la recepcionista—. Por desgracia no llegó hasta allí.
—¿Cómo que no llegó?
De pronto, Philips comprendía la conducta de Mannerheim.
—Murió en la mesa de operaciones —informó la enfermera—. Una tragedia, sobre todo porque para Mannerheim era la primera vez.
Philips se volvió hacia el visor. Ya no veía la placa, sino la cara de Lisa Marino, tal como la había visto esa mañana, ante los quirófanos. Recordó su aspecto de pájaro desplumado, pero eso lo perturbó, y forzó la atención para concentrarse en la radiografía, preguntándose qué podría haber descubierto. Siguiendo un impulso, se bajó del banquillo.
Quería revisar la historia clínica de Lisa, ver si podía asociar el esquema de la radiografía con cualquier síntoma o señal clínica de esclerosis múltiple. No sería igual que una nueva serie de placas, pero sí mejor que nada.
Al pasar junto a Helen, que comía un sandwich ante su mesa, le ordenó llamar a la sala de Angiografía para decir a los internos que comenzaran sin él, pues tardaría un ratito. La secretaria se apresuró a tragar el bocado y preguntó qué debía contestar al señor Michael Ferguson con respecto al cuarto de materiales, cuando él volviera a llamar. Philips no respondió. Fingió no oírla.
—Al diablo con Ferguson —dijo para sus adentros, mientras tomaba el corredor principal hacia Cirugía.
Había aprendido a despreciar a los administradores del hospital.
Todavía quedaban algunos pacientes en el vestíbulo de Cirugía, pero aquello no se parecía en nada al caos de la mañana. Philips reconoció a Nancy Donovan, que acababa de salir de un quirófano. Lo recibió con una sonrisa.
—¿Hubo problemas con el caso Marino? —preguntó él, solidario.
La sonrisa de Nancy Donovan desapareció.
—Fue horrible. Espantoso. Una chica tan joven… Lo siento mucho por el doctor Mannerheim.
Philips asintió, aunque le parecía pasmoso que Nancy pudiera simpatizar con un hombre tan detestable como Mannerheim.
—¿Qué ocurrió?
—Estalló una arteria principal al terminar la operación.
Philips meneó la cabeza, comprensivo y desconcertado. Recordaba la proximidad del electrodo y la arteria cerebral posterior.
—¿Dónde estará la historia clínica? —inquirió.
—No lo sé —admitió la Donovan—. Déjeme averiguar en Recepción.
Philips la vio hablar con las tres enfermeras de la mesa. Al volver, ella le dijo:
—Creen que quedó en Anestesia, junto al quirófano 21.
Philips volvió a la antesala de Cirugía, que en esos momentos estaba atestada, para ponerse un equipo esterilizado. Al regresar al vestíbulo notó que en el corredor principal, entre los quirófanos, se veían señales de las batallas libradas por la mañana. Alrededor de los lavabos quedaban charquitos de agua, con las superficies irisadas de jabón. Había esponjas y cepillos en los bordes, y algunos esparcidos por el suelo. Un cirujano dormía en una de las camillas, empujada hasta un lado del pasillo; probablemente se había pasado la noche en pie, operando, y al terminar había pensado descansar por un momento en la camilla. Nadie lo molestaba.
Philips llegó a la sala de Anestesia, junto al quirófano 21, y probó la puerta. Estaba cerrada. Dio un paso atrás para mirar por la ventanilla de la sala. Estaba oscura, pero la puerta cedió al empujarla. Movió un interruptor, y uno de los enormes reflectores se encendió con un zumbido eléctrico. Lanzaba un rayo concentrado directamente sobre la mesa de operaciones, dejando en relativa oscuridad el resto de la sala. Philips vio entonces, con desagradable sorpresa, que el quirófano no había sido limpiado después del desastre acaecido a Lisa Marino. La mesa vacía, con su aparato mecánico inferior, tenía un aspecto particularmente maligno. En el suelo, a la cabecera de la mesa, se veían charcos de sangre espesa. En todas direcciones, huellas de pisadas marcadas en sangre.
Aquella escena hizo que Martin se sintiera mal; le recordaba los episodios desagradables de la época estudiantil. Se estremeció, y la sensación quedó atrás. Esquivando concienzudamente aquella carnicería, dio la vuelta a la mesa para cruzar las puertas de vaivén que comunicaban con la sala de Anestesia. Mantuvo la puerta entreabierta con el pie, a fin de ver dónde estaba el interruptor de luz. Empero, el cuarto no estaba tan oscuro como él esperaba. La puerta que daba al vestíbulo estaba abierta un palmo y dejaba entrar algo de luz desde el pasillo. Philips, sorprendido, encendió los tubos fluorescentes del cielorraso.
En el centro de la habitación, que medía tan sólo la mitad del quirófano, se veía una camilla con un cuerpo amortajado. El cadáver estaba cubierto por una sábana blanca, con excepción de los dedos de los pies, que asomaban obscenos. Philips hubiera podido soportarlo perfectamente, pero allí estaban los dedos, anunciando al mundo que ese bulto cubierto era, en verdad, un cuerpo humano. Y sobre el cadáver, puesta como al descuido, estaba la historia clínica.
Respirando apenas, como si la muerte fuera contagiosa, Martin esquivó la camilla y abrió del todo la puerta que daba al corredor. Desde allí se veía al cirujano dormido y a varios enfermeros. Miró hacia ambos lados, preguntándose si anteriormente se habría equivocado de puerta. Incapaz de resolver la discrepancia, decidió pasarla por alto y volvió a la historia clínica.
Estaba por abrir la carpeta cuando sintió el impulso irresistible de levantar el sudario.
No quería mirar el cadáver, pero su mano se extendió para retirar lentamente la sábana. Antes de descubrir la cabeza, Philips cerró los ojos. Al abrirlos se encontró ante el inanimado rostro de porcelana de Lisa Marino. Tenía un ojo parcialmente abierto, descubriendo una pupila vidriosa y fija. El otro estaba cerrado. En la parte derecha de la cabeza afeitada se veía una incisión en forma de herradura, meticulosamente suturada. La habían lavado al concluir la operación y no había sangre a la vista. Philips se preguntó si Mannerheim lo había ordenado así para poder decir que había muerto después de la operación, y no en su transcurso.
La fría irrevocabilidad de la muerte barrió la mente de Martin como un viento polar.
Se apresuró a cubrir la cabeza afeitada y se llevó la carpeta hasta el banquillo del anestesista.
Lisa Marino, como casi todos los pacientes del hospital tenía ya una historia clínica abultada, aunque sólo llevaba dos días en el hospital. Había largas anotaciones hechas por internos y estudiantes a diversos niveles. Philips ojeó abultados informes de Neurología y Oftalmología y hasta una nota de Mannerheim que resultaba totalmente ilegible. Lo que deseaba ver era el resumen final hecho por el jefe de internos de Neurocirugía.
En resumen, la paciente es una mujer de veintiún años, caucásica, con un año de padecimiento de epilepsia lóbulo temporal progresiva, que ingresa en el hospital para someterse a una lobectomía temporal derecha con anestesia local. Los ataques de la paciente no han respondido en absoluto a las terapias con dosis máximas de medicación y se han hecho más frecuentes, presagiados por lo común por un aura de olor desagradable, y caracterizados por agresividad creciente y exhibicionismo sexual. El centro de los ataques ha sido localizado en ambos lóbulos temporales, pero especialmente en el D, por EEG. No hay antecedentes de traumatismos o daños cerebrales conocidos. La paciente ha gozado de buena salud hasta la afección actual, aunque se informaron varios Papanicolau atípicos.
Excluyendo los datos anormales detectados por EEG, todo el sistema neurológico parece normal.
Los análisis de laboratorio, incluyendo angiografía cerebral y tomografía ofrecen resultados normales. Subjetivamente, la paciente ha informado de algunos problemas visuales de concepto, pero ni Neurología ni Oftalmología los han confirmado. La paciente tiene también parestesias pasajeras repetidas y debilidad muscular, pero estas no han sido documentadas. Se considera la posibilidad de una esclerosis múltiple, pero sin confirmación. La paciente, examinada en consulta médica por Neurología y Neurocirugía, fue declarada buena candidata para una lobectomía temporal derecha.
Firmado: George Newman.
Philips volvió a depositar la carpeta sobre el cuerpo de Lisa Marino, tímidamente, como si ella aún pudiera sentirla. Luego volvió apresuradamente a la antesala para ponerse la ropa de calle. Debía admitir que la historia clínica no había sido tan útil como él esperaba.
Mencionaba la posibilidad de una esclerosis múltiple, tal como él recordaba, pero no ofrecía informaciones que pudieran reemplazar la ayuda de nuevas radiografías y otras tomografías.
Mientras acababa de vestirse, no podía quitarse de la mente la pálida máscara mortuoria de Lisa. Le recordaba que, como había muerto en Cirugía, probablemente tuvieran que hacerle una autopsia. Entonces utilizó el teléfono de pared para llamar al doctor Jeffrey Reynolds, de Patología, amigo y excompañero de estudios, y le habló del caso.
—Todavía no me han dicho nada —dijo el doctor Reynolds.
—Murió alrededor de mediodía, en la mesa de operaciones. Pero se tomaron la molestia de cerrarla.
—No me extraña. A veces los llevan a toda prisa a la sala de Recuperación, para poder decir que murieron allí y no estropear sus antecedentes.
—¿Vas a hacer la autopsia? —preguntó Philips.
—No sé. Eso depende del inspector.
—Si tuvieras que hacerla, ¿cuándo sería?
—En este momento estamos muy ocupados. Probablemente esta noche, temprano.
—Este caso me interesa mucho —dijo Philips—. Mira, me quedaré por el hospital hasta que termine la autopsia. ¿Podrías ordenar que me busquen cuando hagan el cerebro?
—Por supuesto —prometió Reynolds—. Pediremos que nos manden la comida y nos divertiremos de lo lindo. Y si no piden autopsia te lo haré saber.
Philips amontonó todo dentro de su casillero y salió a la carrera. Desde sus tiempos de estudiante sufría un desmesurado nerviosismo cuando se atrasaba en su trabajo. En tanto corría por el atareado hospital, volvió a sentir esa desagradable inquietud. Sabía que lo estaban esperando en la sala de Angiografías; que debía llamar a Ferguson, por mucho que quisiera perder de vista a ese hijo de puta; que debía conversar con Robbins acerca de los técnicos que deseaban tomarse todo el verano de permiso. Y sabía también que Helen lo estaría esperando con diez o doce asuntos igualmente apurados.
Al pasar junto a la pantalla de tomografías, decidió hacer un rápido desvío. Después de todo, ¿qué importaban dos minutos más, si ya llegaba tan tarde? Entró al cuarto de Computación, recibiendo como una bienvenida el aire acondicionado frío que necesitaban las máquinas para seguir funcionando. Denise y los cuatro estudiantes, agrupados en torno a la pantalla semejante a la de un televisor, estaban completamente absortos. Detrás de ellos, de pie, se veía al doctor George Newman. Philips se unió al grupo sin que nadie lo viera y contempló la pantalla. Denise describía un gran hematoma subdural izquierdo, indicando a los estudiantes el modo en que la sangre acumulada había impulsado el cerebro hacia la derecha.
Newman interrumpió para sugerir que el coágulo sanguíneo podía ser intracerebral; en su opinión, la sangre estaba dentro del cerebro y no en la superficie.
—¡No! —exclamó Martin—. La doctora Sanger tiene razón.
Todos se volvieron, sorprendidos de ver a Philips allí. Él se inclinó para señalar con el dedo los rasgos radiológicos del hematoma subdural. No cabían dudas de que Denise estaba en lo cierto.
—Bueno, eso cierra la discusión —reconoció Newman, cordialmente—. Mejor que me lleve a este tipo a Cirugía.
—Cuanto antes, mejor —afirmó Philips.
También sugirió el sitio en que Newman debía hacer la perforación del cráneo para facilitar la salida del coágulo. Estaba por preguntar al jefe de internos algo sobre Lisa Marino, pero lo pensó mejor y dejó que Newman se marchara.
Antes de salir a su vez, apresuradamente, se llevó a Denise aparte.
—Oye, para compensarte por haberte dejado plantada a la hora del almuerzo, ¿aceptas una cena romántica?
Sanger sacudió la cabeza, sonriendo.
—Te traes algo entre manos. Sabes que esta noche estoy de guardia aquí, en el hospital.
—Lo sé —admitió él—. Pensaba en la cafetería del hospital.
—Qué maravilla —contestó Denise sarcástica—. ¿Y no vas a jugar al frontón?
—Esta noche no —afirmó Philips.
—Entonces sí que te traes algo entre manos.
Martin se echó a reír. En verdad, sólo cancelaba sus sesiones de frontón en casos de emergencia nacional. Pidió a Denise que lo esperara en su oficina para revisar las placas de la jornada, cuando hubiera terminado la tarea de tomografía. Si los estudiantes querían acompañarla, que los trajera. Se despidieron apresuradamente en el vestíbulo y él se marchó, otra vez corriendo. Quería tomar bastante velocidad, a fin de pasar junto a la mesa de Helen como un soplo incontenible.