—Soy Kristin Lindquist —dijo la joven que esperaba en la sala de Ginecología de la universidad. Logró sonreír, pero las comisuras de la boca le temblaban un poco—. Tengo hora con el doctor John Schonfeld, a las once y cuarto.
Según el reloj de pared, eran exactamente las once.
Ellen Cohen, la recepcionista, levantó la vista de su novela barata para mirar aquella cara bonita que le sonreía. Vio de inmediato que Kristin Lindquist tenía cuanto a ella le faltaba: pelo rubio natural, fino como la seda, nariz pequeña y respingona, grandes ojos de un azul intenso y piernas largas, bien torneadas. Ellen la detestó instantáneamente; para sus adentros, la clasificó como «una de esas locas de California». El que Kristin Lindquist proviniera de Madison, Wisconsin, no le hubiera importado mucho. Aspiró largamente su cigarrillo, despidiendo el humo por la nariz, en tanto revisaba el libro de visitas. Tachó el nombre de Kristin y le indicó que tomara asiento, agregando que la atendería el doctor Harper en vez del doctor Schonfeld.
—¿Y por qué no me atiende el doctor Schonfeld? —preguntó la chica; ese era el médico que le había recomendado una de sus compañeras, en la residencia universitaria.
—Porque no está. ¿Basta con eso?
Kristin asintió, pero Ellen no se dio cuenta. Había vuelto a su novela; sin embargo, cuando la paciente se alejó, Ellen la miró con envidiosa irritación.
Ese fue el momento en que Kristin debió haberse marchado. En realidad pensó hacerlo, comprendiendo que nadie se daría cuenta; bastaba con seguir caminando en la misma dirección. Ya le disgustaba el aspecto ruinoso del hospital, que sugería enfermedad y decadencia. El doctor Walter Peterson, de Wisconsin, tenía un despacho limpio y fresco; aunque a ella no le gustaba el examen semestral, al menos allí no resultaba deprimente.
Pero no se fue. Le había hecho falta bastante coraje para pedir hora, y ella era casi maniática cuando se trataba de terminar lo comenzado. Por eso se sentó en la silla manchada, cruzó las piernas y esperó.
Las manecillas del reloj avanzaban penosamente. A los quince minutos Kristin notó que le sudaban las palmas de las manos y, comprendiendo que estaba cada vez más nerviosa, se preguntó si sufriría algún desequilibrio psicológico. Había otras seis mujeres en la pequeña sala de espera, y todas parecían tranquilas; eso aumentó la incomodidad de Kristin. Pensar en su estructura interna la descomponía, y la visita al ginecólogo la obligaba a ello de un modo brutal y desagradable.
Tomó una maltratada revista para intentar distraerse. No tuvo éxito. Casi todos los anuncios le recordaban la tortura inminente. Entonces vio la foto de un hombre y una mujer, que vino a causarle una nueva preocupación: ¿por cuánto tiempo quedaría esperma en la vagina después del acto sexual? Dos noches antes se había acostado con Thomas Huron, su novio, estudiante de los últimos cursos. Sería humillante que el médico se diera cuenta.
La relación con Thomas era el motivo de que Kristin hubiera decidido acudir a la clínica. Salían con frecuencia desde el otoño y, al intensificarse la relación, ella comprendió que elegir los días «no peligrosos» ya no era un método anticonceptivo razonable. Thomas se negaba a aceptar responsabilidades y la presionaba constantemente para que hicieran el amor con más frecuencia. Ella había hecho averiguaciones sobre las píldoras anticonceptivas en el dispensario de la facultad, pero le dijeron que primeramente debía hacerse un examen ginecológico en el Centro Médico. Kristin hubiera preferido consultar a su antiguo médico, en la ciudad natal, pero ahí no habría sido posible mantener el secreto, como deseaba.
Al aspirar profundamente notó que tenía el estómago hecho un nudo; sentía unos rumores perturbadores en el abdomen. Sólo le faltaba pescar una diarrea a causa de los nervios. El mismo pensamiento la mortificó.
Volvió a mirar el reloj, rogando que no la hicieran esperar mucho.
Una hora y veinte después, Ellen Cohen hizo pasar a Kristin a uno de los consultorios.
Mientras se desvestía tras un pequeño biombo, sintió en los pies el frío del linóleo del suelo.
Colgó toda su ropa en un único perchero y, siguiendo las indicaciones, se puso una bata de hospital que le llegaba a la mitad del muslo y se ataba adelante. Al mirar hacia abajo se vio los pezones, erectos por el frío, sobresaliendo como botones duros bajo la tela de algodón gastada. Rogó que volvieran a su estado normal antes de que la viera el médico.
Al salir de tras la cortina vio que la señorita Blackman, la enfermera, disponía los instrumentos en una toalla. Desvió la vista, pero no antes de divisar, involuntariamente, una serie de instrumentos de reluciente acero inoxidable, incluidos un espéculo y algunos fórceps.
Con sólo ver aquellos artefactos se sintió débil.
—Ah, muy bien —dijo la señorita Blackman—. Es rápida, y eso nos gusta. ¡Venga! —Palmeó la camilla—. Ahora súbase aquí. El doctor llegará en seguida.
Y movió un banquillo con el pie, para ponerlo en una posición estratégica.
Utilizando las dos manos para sujetar su frágil bata, Kristin avanzó hacia la camilla.
Los estribos metálicos que salían de un extremo le daban el aspecto de un artefacto medieval para tortura. Subió al banquillo y se sentó de cara a la enfermera.
La señorita Blackman procedió entonces a confeccionar con todo detalle una historia médica que impresionó a Kristin por su meticulosidad. Nadie se había tomado nunca el trabajo de hacer un trabajo completo, que incluyera concienzudas preguntas sobre la historia familiar. Al ver por primera vez a la enfermera se había sentido intranquila, temiendo que fuera tan fría y áspera como lo sugería su aspecto. Pero durante aquel interrogatorio se reveló tan agradable, tan interesada en Kristin como persona, que la muchacha empezó a relajarse.
Los únicos síntomas que la señorita Blackman anotó fueron un leve flujo que la chica había notado en los últimos meses y algunas pérdidas intermenstruales que había tenido desde siempre, por lo que ella podía recordar.
—Está bien, vamos a prepararnos para cuando venga el doctor —indicó la señorita Blackman, apartando la hoja—. Acuéstese y ponga los pies en los estribos.
Kristin hizo lo indicado, tratando vanamente de sostener los bordes de la bata para que no se separaran. Era imposible, y una vez más empezó a perder la compostura. Los estribos de metal estaban helados y los escalofríos le recorrían el cuerpo.
La enfermera desplegó con una sacudida una sábana recién planchada y se la tendió encima. Después levantó un extremo para mirar por debajo. Kristin tuvo la impresión de que sentía la mirada de la mujer sobre la antepierna, totalmente descubierta.
—Bueno —dijo—, muévase hasta el borde de la camilla.
La chica, con un movimiento rotatorio de las caderas, se deslizó hacia abajo. La señorita Blackman, que seguía mirando por debajo de la sábana, no quedó satisfecha.
—Un poco más.
Kristin siguió bajando hasta que las nalgas le quedaron medio fuera de la camilla.
—Eso es —dijo la enfermera—. Ahora descanse hasta que venga el doctor Harper.
¿Quién hubiera podido descansar? Se sentía como un trozo de carne colgado de un gancho, esperando a que los compradores vinieran a palparlo. Detrás de ella había una ventana, y el hecho de que las cortinas no estuvieran del todo cerradas la preocupaba mucho.
La puerta del consultorio se abrió con un golpe seco, y un mensajero del hospital metió la cabeza. ¿Dónde estaban las muestras de sangre que debían ir al laboratorio? La señorita Blackman dijo que se lo indicaría y desapareció. Kristin quedó a solas en la atmósfera esterilizada, envuelta por el aséptico olor a alcohol. Cerró los ojos y aspiró profundamente, varias veces. Era esperar lo que empeoraba tanto las cosas.
Se abrió la otra puerta. Ella levantó la cabeza, con la esperanza de que fuera el médico, pero en cambio vio a la recepcionista, que preguntó por la señorita Blackman. La chica se limitó a sacudir la cabeza. Cuando la recepcionista se marchó, dando un portazo, volvió a recostarse y a cerrar los ojos. No le sería posible resistir mucho más.
Cuando estaba pensando en levantarse y salir de allí, se abrió la puerta y entró el médico, a grandes trancos.
—Hola, querida; soy el doctor David Harper. ¿Cómo se siente?
—Bien —respondió ella, en tono desmayado.
El doctor David Harper no era lo que ella esperaba. Parecía demasiado joven para tener el título de médico; la cara mostraba facciones juveniles, toscas, que contrastaban con la cabeza casi calva. Tenía unas cejas tan espesas que no parecían auténticas.
El doctor Harper fue hacia el pequeño lavabo y se lavó rápidamente las manos.
—¿Es estudiante de la universidad? —preguntó, leyendo la ficha que había quedado sobre la mesa.
—Sí —respondió Kristin.
—¿Y qué estudia?
—Arte.
La chica comprendió que el doctor Harper se limitaba a buscar una conversación liviana, pero no le importó. En realidad, era un alivio hablar después de la interminable espera.
—Arte, qué interesante —replicó Harper, indiferente.
Después de secarse las manos, abrió un paquete de guantes de goma y, frente a Kristin, metió en ellos las manos, tirando ruidosamente de ellos para cubrirse las muñecas; después ajustó los dedos, uno por uno. Lo hacía meticulosamente, como en un rito. Kristin notó que el doctor Harper tenía mucho pelo en todos lados, salvo en el cráneo. El vello de las manos, visto a través del látex, hacía un efecto muy vulgar.
Mientras se dirigía hacia el pie de la camilla, interrogó a Kristin sobre su leve flujo y sus pérdidas ocasionales. Era obvio que ninguno de los dos síntomas lo preocupaba. Sin más demora, se sentó en el banquillo, desapareciendo del campo visual de Kristin. Ella tuvo un momento de pánico cuando se levantó el borde de la sábana.
—Muy bien —dijo él, indiferente—. Quiero que se corra un poco más hacia abajo.
En el momento en que Kristin volvía a deslizarse, se abrió la puerta del consultorio y la señorita Blackman volvió a entrar. Kristin se alegró de verla. Sintió que le apartaban las piernas al máximo; nunca se había sentido tan vulnerable y expuesta.
—Deme el espéculo de Graves —pidió el médico.
La chica no podía ver lo que ocurría, pero oyó el agudo choque del metal contra otro metal, que le hizo sentir un vacío en el abdomen.
—Bueno —dijo el médico—. Ahora relájese.
Antes de que ella pudiera responder, un dedo enguantado le separó los labios de la vagina y los músculos de las piernas se le contrajeron por reflejo. En seguida sintió la fría intrusión del espéculo.
—¡Vamos, relájese! ¿Cuándo se hizo el último Papanicolau?
Kristin tardó algunos segundos en comprender que la pregunta se dirigía a ella.
—Hace cosa de un año —respondió, con la sensación de que algo se expandía dentro de ella.
El doctor Harper guardaba silencio. Kristin no tenía idea de lo que estaba ocurriendo; con el espéculo en su interior, no se atrevía siquiera a mover un músculo. ¿Por qué tardaba tanto? El instrumento se movió un poco y ella oyó murmurar al médico. ¿Acaso le pasaba algo malo? Al levantar la cabeza vio que él ni siquiera la miraba. Estaba inclinado sobre la mesita, haciendo algo con las dos manos. La señorita Blackman asentía y susurraba. Kristin, recostándose, rogó que se apurara a quitar el espéculo. En eso lo sintió moverse, y experimentó una extraña sensación de vacío en el estómago.
—Bueno —dijo al fin el doctor Harper.
El espéculo salió con tanta prontitud como había entrado y con sólo una breve punzada de dolor. Kristin lanzó un suspiro de alivio, sólo para verse atacada por el resto del examen. Finalmente el médico se quitó los guantes sucios y los dejó caer en un balde con tapa.
—Sus ovarios están bien.
—Me alegro —replicó Kristin, aunque se refería, ante todo, al hecho de que la experiencia hubiese acabado.
Después de un breve examen de mamas, el doctor Harper le indicó que podía vestirse.
Actuaba de modo seco, como preocupado. Ella fue al pequeño cubículo y cerró las cortinas.
Se vistió a toda velocidad, temiendo que el médico pudiera salir antes de que ella hubiera tenido oportunidad de hablarle. Salió del vestidor abotonándose la blusa; la sincronización fue buena, pues el doctor Harper estaba completando la ficha.
—Doctor —dijo Kristin—, quisiera consultarle sobre los anticonceptivos.
—¿Qué quiere saber?
—Quisiera saber qué método me conviene más.
El médico se encogió de hombros.
—Cada método tiene sus ventajas y sus desventajas. En lo que a usted respecta, no creo que haya contraindicaciones; puede emplear cualquiera de ellos, según sus preferencias.
Consulte a la señorita Blackman.
Kristin, asintió. Hubiera querido preguntar más, pero los modales abruptos del médico le despertaban la timidez.
—En cuanto a su examen —prosiguió él, mientras se levantaba, guardando el bolígrafo en el bolsillo de la chaqueta—, todo está esencialmente normal. Noté una ligera erosión en el cuello de la matriz, lo que podría explicar esa leve pérdida. Pero no es nada. Quizá convenga hacer otra revisión dentro de un par de meses.
—¿Qué es una erosión? —preguntó la chica, aunque no estaba segura de querer saberlo.
—Simplemente una zona desprovista de las células epiteliales acostumbradas. ¿Alguna otra pregunta?
El doctor Harper dejaba bien en claro que tenía prisa por concluir con la consulta.
Kristin vaciló.
—Mire, tengo que atender a otros pacientes —agregó él, apresuradamente—. Si necesita información sobre anticonceptivos, consulte con la señorita Blackman, que es muy buena consejera. Una advertencia: quizá sangre un poco después de la revisión pero no se preocupe.
Nos veremos dentro de dos meses.
Y con una sonrisa de despedida, acompañada por una palmadita dada en la cabeza de la paciente, se marchó.
Un momento más tarde se abrió la puerta. La señorita Blackman asomó la cabeza, sorprendida de que el médico no estuviera allí.
—Terminaron pronto —comentó, mientras recogía la ficha—. Venga al laboratorio para que terminemos con usted; así podrá irse.
Kristin la siguió a otro consultorio que tenía dos camillas y largas mesas llenas de instrumentos médicos, incluido un estetoscopio. Contra la pared opuesta se veía una vitrina llena de objetos de aspecto maligno. Junto a ella colgaba una cartilla de oculista; Kristin sólo reparó en ella porque era una de esas que únicamente contienen la letra E.
—¿Usa gafas? —preguntó la señorita Blackman.
—No.
—Bien. Ahora acuéstese para que le saque una muestra de sangre.
La chica obedeció, diciendo:
—Me mareo un poco cuando me sacan sangre.
—Es algo muy corriente. Por eso le pedimos que se acueste.
Kristin apartó la vista para no ver la aguja. La enfermera trabajó con mucha celeridad; después le tomó el pulso y la presión sanguínea. Por fin oscureció el cuarto para hacerle un examen de la vista.
Aunque la muchacha trataba de consultarla sobre los métodos de anticoncepción, ella no respondió a preguntas mientras no hubo concluido con su tarea. Después se limitó a aconsejarle que acudiera al Centro de Planificación Familiar de la universidad, diciéndole que, como ya tenía aprobado el examen ginecológico, no tendría ningún problema. En cuanto a la erosión, tomó nota para aclarar el punto más adelante. Anotó también el número de teléfono de Kristin, asegurándole que se le avisaría de cualquier irregularidad que denunciaran los análisis.
Kristin salió apresuradamente de allí, muy aliviada por haber terminado con aquello.
Después de las tensiones experimentadas, le pareció mejor no ir esa tarde a clase. Cuando llegó al centro de la sala se sintió algo desorientada: se había olvidado del camino. Giró en redondo, buscando el cartel que indicaba la dirección de los ascensores, y lo divisó en la pared del corredor más próximo. Pero en cuanto la imagen de la palabra cayó en su retina, algo extraño se produjo en su cerebro. Sintió una sensación peculiar, un leve mareo, seguido por un olor detestable. No pudo identificarlo, pero le pareció extrañamente familiar.
Con una extraña sensación de malos presagios, trató de no prestar atención a los síntomas y siguió caminando por el corredor atestado de gente. Tenía que salir del hospital.
Pero el mareo iba en aumento. El corredor empezó a girar. Ella se aferró del marco de una puerta, en busca de apoyo, y cerró los ojos. El vértigo cesó. Al principio tuvo miedo de volver a mirar, temiendo que los síntomas se repitieran, pero lo hizo gradualmente. Por suerte, el mareo no volvió a presentarse, y en pocos segundos pudo soltar el marco de la puerta.
Antes de que pudiera dar un paso, una mano la tomó por el antebrazo, haciéndola retroceder, asustada. Fue un alivio descubrir que se trataba del doctor Harper.
—¿Se siente bien? —preguntó él.
—Sí, perfectamente —respondió Kristin, avergonzada de admitir sus síntomas.
—¿Seguro?
Kristin asintió y, para dar paso a su respuesta, retiró el brazo que Harper le sujetaba.
—Perdone si la molesté —se disculpó el médico, y se alejó por el vestíbulo.
Kristin lo observó mezclarse con la multitud. Después tomó aliento y echó a andar hacia los ascensores, con las piernas inseguras.