—¿Lisa Marino?
La voz hizo que Lisa abriera los ojos. Por encima de ella se inclinaba una enfermera llamada Carol Bigelow, cuyos ojos de color castaño oscuro constituían la única parte visible de su cara. El pelo estaba oculto bajo un gorro de estampado floral; la nariz y la boca, por la mascarilla.
Lisa sintió que le levantaba el brazo, haciéndoselo girar para verle el brazalete de identificación. Después se lo dejó en su sitio con unas palmaditas.
—¿Está lista para que la preparemos, Lisa Marino? —preguntó Carol, mientras soltaba el freno de la camilla con el pie.
—No sé —admitió Lisa, tratando de ver la cara de la enfermera.
Pero ella se había apartado, diciendo:
—Claro que está lista —empujó el vehículo hasta dejar atrás el escritorio blanco.
Las puertas automáticas se cerraron tras ellas, y Lisa inició su fatídico viaje por el corredor, hacia la Sala de Operaciones N.º 21. Por lo común, las operaciones de neurocirugía se llevaban a cabo en uno de cuatro quirófanos: los de los números 20 a 23, equipados para satisfacer las necesidades de toda intervención en el cerebro. Contaban con microscopios Zeiss instalados arriba, sistemas de video en circuito cerrado que también podían grabar y mesas de operación especiales. El N.º 21 tenía también una galería para espectadores, lo cual lo convertía en el favorito del doctor Curt Mannerheim, jefe del servicio de Neurocirugía y catedrático de la facultad.
Lisa había tenido la esperanza de entrar dormida, pero no fue así. Por el contrario, parecía más consciente que nunca, con todos los sentidos bien alerta. Hasta el olor de los esterilizantes químicos le pareció excepcionalmente fuerte. Todavía estaba a tiempo, se dijo.
Podía bajarse de la camilla y echar a correr. No quería que la operaran, y menos aún en la cabeza. Hubiera preferido que la operaran de cualquier cosa, pero no de la cabeza.
El movimiento se detuvo. Al mover los ojos vio que la enfermera desaparecía por un recodo. La había dejado estacionada, como un coche junto a la acera de una calle muy transitada. Un grupo de personas pasó junto a ella, transportando a otro paciente que iba haciendo arcadas. Uno de los enfermeros que empujaban la camilla le sostenía la barbilla hacia atrás; su cabeza era una pesadilla con vendas.
Por las mejillas de Lisa empezaron a caer lágrimas. Aquel paciente le recordaba la prueba de fuego que tenía por delante. Iban a abrirle bruscamente el centro de todo su ser, violándolo. No se trataba de una parte periférica, como los pies o los brazos, sino de la cabeza, en donde residía su personalidad, su alma misma. ¿Podría ser después la misma persona?
A los once años había sufrido una apendicitis aguda. En aquel entonces, la operación le había dado miedo, por cierto, pero no como el que experimentaba en esos momentos.
Estaba segura de perder su identidad, si no la vida. En cualquiera de los dos casos, iba a quedar reducida a fragmentos, y allí quedaban los pedazos para que la gente los recogiera y los examinara.
Carol Bigelow apareció de nuevo.
—Bueno, Lisa, estamos listos para atenderla.
—Por favor —susurró ella.
—Vamos, Lisa. No querrá que el doctor Mannerheim la vea llorar.
Lisa no quería que nadie la viera llorar y sacudió la cabeza, respondiendo a la observación de Carol Bigelow, pero sus emociones se convirtieron en enojo. ¿Por qué le estaba pasando todo eso? No era justo. Un año antes era una estudiante universitaria como cualquier otra. Había decidido hacer el curso básico de Literatura y prepararse, tal vez, para estudiar Derecho. Las clases le encantaban y había sido una excelente alumna, al menos hasta que conoció a Jim Conway. Estaba descuidando los estudios, lo sabía, pero de eso hacía sólo un mes. Antes de conocer a Jim había probado el sexo unas cuantas veces, pero nunca con verdadera satisfacción, y empezaba a preguntarse por qué se hacía tanta bulla al respecto.
Pero con Jim fue diferente. Comprendió de inmediato que el sexo, con él, era lo que debía ser.
Y fueron responsables; ella no tenía confianza en la píldora, pero hizo el esfuerzo de acudir a Planificación Familiar, pues prefería un diafragma. Recordaba muy bien lo mucho que le había costado reunir el valor suficiente para hacer esa primera visita a la clínica y volver cuando fue necesario.
La camilla entró en la sala de operaciones. Era completamente cuadrada, de unos siete u ocho metros de lado. Las paredes estaban cubiertas por azulejos de cerámica gris hasta la galería superior, cerrada con cristales. En el cielorraso se veían grandes reflectores de acero inoxidable, cuya forma era la de dos timbales invertidos. En el centro de la habitación se levantaba la mesa de operaciones: una cosa estrecha y fea, que Lisa comparó con el altar de algún rito pagano. En un extremo de la mesa se veía un acolchado redondo con un agujero en el centro, y ella comprendió instintivamente que debía ser para sujetarle la cabeza. Totalmente fuera de lugar en ese sitio, los Bee Gees cantaban desde una pequeña radio de transistores, colocada en un rincón.
—Bueno —dijo Carol Bigelow—. Ahora quiero que se pase a la mesa.
—Está bien —dijo Lisa—. Gracias.
Su propia respuesta la fastidió. Lo que menos había pensado era darle las gracias a nadie. Pero quería caerle bien a la gente, porque dependía de sus cuidados. Al pasarse de la camilla a la mesa de operaciones, se aferró a la sábana en un vano intento por conservar un mínimo de dignidad. Una vez en aquella superficie se acostó muy quieta, con la vista fija en los reflectores. Hacia el lado distinguió los paneles de cristal. Los reflejos le dificultaban la vista a través de ellos, pero al fin vio las caras que la miraban desde arriba. Cerró los ojos: estaba convertida en un espectáculo.
Su vida se había vuelto una pesadilla. Hasta aquella noche fatal, todo había sido maravilloso. Estaba con Jim, y los dos estudiaban. Ella había ido notando que tenía dificultades para leer, cada vez más, especialmente al llegar a una frase determinada que empezaba con la palabra «Ese». Estaba segura de conocer la palabra, pero la mente se negaba a proporcionársela. Tuvo que preguntársela a Jim. Su única respuesta fue una sonrisa, pues creyó que ella bromeaba. Cuando Lisa insistió, se la dijo: «Ese». Aun después de que Jim se la hubo leído, no pudo reconocer la palabra escrita al mirarla. Recordaba su fuerte sensación de miedo y frustración. Y entonces empezó a percibir ese olor extraño. Era un olor feo, y aunque le parecía haberlo sentido alguna vez, no pudo identificarlo. Jim dijo que no olía nada, y eso era lo último que ella recordaba. Lo que siguió fue el primer ataque. Al parecer había sido horrible, porque cuando ella recobró el sentido Jim estaba temblando; lo había golpeado varias veces, arañándole la cara.
—Buenos días, Lisa —dijo una agradable voz masculina, de acento británico.
Lisa levantó los ojos hacia atrás y se encontró con las pupilas oscuras del doctor Bal Ranade, un médico de la India que había estudiado en la universidad.
—¿Recuerda lo que le recomendé anoche?
—Nada de toser ni de hacer movimientos bruscos —respondió ella, deseosa de agradar.
Recordaba vívidamente la visita del doctor Ranade. Había aparecido después de la cena, presentándose como el anestesista que la atendería durante la operación. Le hizo las mismas preguntas sobre su salud que ya le habían hecho varias veces, pero con una diferencia: al doctor Ranade no parecían interesarle las contestaciones. Su rostro de caoba no cambió de expresión, salvo cuando Lisa habló de la apendicectomía sufrida a los once años.
Entonces hizo un gesto afirmativo, al decir ella que no había tenido problemas con la anestesia. Sólo una información más pareció interesarle: su falta de reacciones alérgicas.
También entonces afirmó con la cabeza.
Por lo común, Lisa prefería a las personas expresivas. El doctor Ranade era todo lo contrario; no revelaba emociones, sólo una tranquila atención. Pero en sus circunstancias, ese sereno afecto era lo mejor para ella. Le resultaba agradable encontrarse con alguien para quien su suplicio fuera cosa de rutina.
Y entonces el doctor Ranade la dejó pasmada. Porque había dicho, con el mismo y exacto acento de Oxford:
—Supongo que el doctor Mannerheim ha hablado con usted de la técnica anestésica que piensa utilizar.
—No —dijo Lisa.
—Qué extraño…
El anestesista había tardado en responder, y ella presintió que había problemas. La idea de que podía haber fallos en la comunicación la alarmó, llevándola a preguntar:
—¿Qué tiene de extraño?
—Por lo general se utiliza anestesia total para la craneotomía. Pero el doctor Mannerheim nos ha informado que prefiere anestesia local.
Lisa no sabía que su operación se llamaba «craneotomía». El doctor Mannerheim le había dicho que iba a «abrir una ventanita» en su cabeza, para poder retirar la parte dañada del lóbulo temporal derecho. Afirmaba que una parte de su cerebro se había lesionado por alguna causa, y que esa sección era la que originaba los ataques. Si podía quitarla, las crisis desaparecerían. Había practicado cien operaciones de ese tipo, siempre con magníficos resultados. En aquel momento Lisa quedó en éxtasis, porque hasta entonces los médicos se habían limitado a menear compasivamente la cabeza.
Y los ataques eran horribles. Por lo común preveía el momento en que se iban a producir porque percibía ese olor extrañamente familiar. Pero a veces se presentaban sin previo aviso, cayendo sobre ella como una avalancha. Una vez, después de un largo tratamiento con abundante medicación, le habían asegurado que el problema estaba resuelto pero un día, en el cine, había vuelto a sentir ese espantoso olor. Dominada por el pánico, se levantó de un salto, salió al pasillo como pudo y corrió hacia el vestíbulo. En ese momento perdió la conciencia de sus actos. Al volver en sí, estaba recostada contra la pared del vestíbulo, junto a la máquina expendedora de golosinas, con la mano entre las piernas. Tenía las ropas desabrochadas y se había estado masturbando. Varias personas la miraban fijamente, como si estuviera chiflada; entre ellas, Jim, a quien había atacado a trompadas y puntapiés.
Más tarde le dijeron que había agredido a dos muchachas, hiriendo a una lo bastante como para que la llevaran al hospital. Cuando volvió en sí, sólo pudo cerrar los ojos y llorar. Todo el mundo temía acercarse. Recordaba haber oído, a distancia, la sirena de la ambulancia; en ese momento creyó volverse loca.
La vida de Lisa había entrado en un punto muerto. No estaba loca, pero no había medicación capaz de terminar con sus ataques. Por eso el doctor Mannerheim apareció como un salvador. Sólo con la visita del doctor Ranade empezó a comprender la realidad de lo que iba a sucederle. Al retirarse el anestesista había llegado un enfermero para afeitarle la cabeza.
A partir de ese momento, Lisa sintió miedo.
—¿Hay algún motivo para que prefiera la anestesia local? —preguntó ella.
Las manos empezaban a temblarle. El doctor hindú sopesó cautelosamente su respuesta.
—Sí —dijo, por fin—. Quiere localizar la parte enferma del cerebro, y para eso necesita que usted lo ayude.
—Eso quiere decir que voy a estar despierta cuando…
No concluyó la frase. Se le apagó la voz. La idea le parecía absurda.
—Así es.
—Pero él sabe cuál es la parte enferma —protestó Lisa.
—No del todo. Pero no se preocupe. Yo voy a estar allí. No sentirá ningún dolor. Sólo debe acordarse de no toser y de no hacer movimientos bruscos.
Un dolor en el brazo izquierdo interrumpió los recuerdos de Lisa. Al levantar la vista vio subir diminutas burbujas en un frasco suspendido encima de su cabeza. El doctor Ranade había iniciado la aplicación intravenosa. Repitió la operación en el antebrazo derecho, fijándole un largo tubito de plástico. Después graduó la mesa de modo que se inclinara levemente hacia abajo.
—Lisa —advirtió Carol Bigelow—. La voy a sondar. Ella movió la cabeza para mirar.
Carol desenvolvía una caja cubierta de plástico. Nancy Donovan, otra enfermera, retiró la sábana que la cubría, dejándola expuesta de la cintura hacia abajo.
—¿Sondarme? —preguntó Lisa.
—Sí. —Carol Bigelow se puso unos guantes de goma holgados—. Le voy a introducir un tubo en la vejiga.
Lisa dejó caer la cabeza. Nancy Donovan le tomó las piernas y se las puso de modo tal que las plantas de los pies se tocaban, con las rodillas bien separadas. Allí estaba expuesta, a la vista del mundo entero.
—Voy a aplicarle una medicina llamada Mannitol —explicó el doctor Ranade—, que provoca una gran abundancia de orina.
Lisa asintió como si comprendiera, mientras sentía que Carol Bigelow empezaba a desinfectarle los genitales.
—Hola, Lisa. Soy el doctor George Newman. ¿Se acuerda de mí?
Ella abrió los ojos y se encontró con otra cara enmascarada. Aquellos ojos eran azules.
Al otro lado había otro rostro con ojos pardos.
—Soy el jefe de internos de Neurocirugía —aclaró el doctor Newman—, y aquí, el doctor Ralph Lowry, uno de nuestros internos. Como le expliqué ayer, nosotros ayudaremos al doctor Mannerheim.
Antes de que ella pudiera responder, sintió un dolor súbito y agudo entre las piernas, seguido por una extraña sensación de tener la vejiga llena. Tomó aliento. Le estaban pegando esparadrapo a la cara interior del muslo.
—Ahora afloje el cuerpo —prosiguió Newman, sin esperar respuesta—. Enseguida estará lista.
Y los dos médicos se dedicaron a la serie de radiografías alineadas en la pared trasera.
El ritmo del quirófano se aceleró. Nancy Donovan apareció con una humeante bandeja de acero inoxidable, llena de instrumentos quirúrgicos, y la dejó sobre una mesa cercana, con gran estruendo. Darlene Cooper, otra enfermera, ya con guantes y bata, se inclinó sobre el instrumental para ordenarlo en una bandeja. Lisa volvió la cabeza al ver que sacaba un gran taladro.
El doctor Ranade le envolvió el antebrazo con una banda para tomarle la presión sanguínea. Carol Bigelow le descubrió el pecho para fijar los cables del electrocardiógrafo.
Pronto, las señales acústicas que emitía el monitor cardíaco compitieron con John Denver, cuya música brotaba de la radio.
El doctor Newman dejó las radiografías para poner en la posición debida la cabeza afeitada de Lisa. Poniéndole el meñique sobre la nariz y el pulgar en la parte superior de la cabeza, dibujó una línea con marcador. El primer trazo iba de oreja a oreja, por encima de la coronilla. El segundo lo cruzaba, iniciándose en el medio de la frente para extenderse hasta la zona occipital.
—Vuelva la cabeza hacia la izquierda, Lisa —pidió Newman.
Ella mantenía los ojos cerrados. Sintió que un dedo le palpaba el borde óseo que corría desde el ojo derecho hacia la oreja. Luego, el marcador trazó una línea curva desde la sien, hacia arriba, hacia atrás, hasta la oreja; definía una zona en forma de herradura, con la oreja como base. Esa sería la solapa que el doctor Mannerheim había descrito.
Un inesperado adormecimiento le corrió por el cuerpo. Era como si el aire de la habitación se hubiera tornado viscoso, como si sus extremidades fueran de plomo. Le costó un gran esfuerzo levantar los párpados El doctor Ranade le sonrió; tenía en una mano el tubo intravenoso; en la otra, una aguja hipodérmica.
—Es para relajarla —explicó. El tiempo se hizo discontinuo. Los sonidos, a la deriva, le llegaban a la conciencia o se apartaban de ella. Quería dormirse, pero su cuerpo, involuntariamente, se negaba al sueño.
Sintió que la volvían sobre un costado, con el hombro derecho elevado sobre una almohada.
Como si no se tratara de su persona, sintió también que le ataban las muñecas a una tabla que sobresalía en ángulo recto de la mesa de operaciones. Los brazos le pesaban tanto que, de cualquier modo, no hubiera podido moverlos. Una correa de cuero le rodeó la cintura, sujetándole el cuerpo. Le frotaron y pintaron la cabeza. Después hubo varios pinchazos agudos, acompañados de breves dolores, hasta que le sujetaron la cabeza en una especie de torno. A pesar de sí misma, se quedó dormida.
Despertó sobresaltada, ante un dolor intenso y repentino. No tenía idea del tiempo transcurrido. El dolor, localizado encima de la oreja derecha, se repitió. En la boca se le formó un grito y trató de moverse. Con excepción de un túnel de tela formado directamente frente a su cara, estaba cubierta con capas de sábanas y toallas quirúrgicas. Al final del túnel se veía la cara del doctor Ranade.
—Todo va bien, Lisa —le dijo él—. No se mueva. Le están inyectando la anestesia local.
Sólo dolerá un momento.
El dolor se repitió una y otra vez, hasta que Lisa sintió el cráneo a punto de estallar.
Trató de levantar los brazos, pero las ligaduras la retuvieron.
—Por favor —quiso gritar, pero su voz era débil.
—Todo va bien, Lisa. Trate de relajarse.
El dolor cesó. Sentía la respiración de los médicos sobre la oreja derecha.
—Bisturí —pidió el doctor Newman.
La muchacha se encogió de miedo. Percibió una presión, como si le apretaran un dedo contra el cuero cabelludo, siguiendo la línea dibujada por el marcador. Sintió un fluido caliente en el cuello, a través de las telas.
—Hemostatos —dijo Newman.
Se oyeron agudos chasquidos metálicos.
—Pinzas de Raney. Y llamen a Mannerheim. Díganle que estaremos listos dentro de treinta minutos.
Lisa trató de no pensar en lo que le estaban haciendo en la cabeza. Pensó, en cambio, en la incomodidad de la vejiga. Llamó al doctor Ranade y le dijo que necesitaba orinar.
—Tiene una sonda en la vejiga —le recordó el anestesista.
—Pero quiero orinar.
—Tranquilícese, Lisa. Le daré algo más para que duerma.
Lo siguiente que ella percibió fue el agudo gemido de un motor de gasolina combinado con una presión vibrante contra el cráneo. El ruido la asustaba, porque sabía a qué se debía: le estaban abriendo el cráneo con una sierra; no sabía que a eso se le llamaba «craneotomía». Por suerte no dolía, aunque ella se preparó para que así ocurriera en cualquier momento. El olor del hueso chamuscado penetró por entre las gasas que le cubrían la cara.
Sintió que la mano del doctor Ranade tomaba la suya y, agradecida, se aferró a él como si fuera su única esperanza de sobrevivir.
Se apagó el sonido de la craneotomía y la señal rítmica del monitor cardíaco emergió del súbito silencio. Entonces Lisa volvió a sentir dolor; en esa ocasión era casi como la molestia de una cefalalgia localizada. La cara del doctor Ranade apareció en la boca del túnel, observándola mientras inflaba la banda de la presión sanguínea.
—Fórceps —pidió el doctor Newman.
Lisa oyó y sintió un crujir de huesos, muy cerca de la oreja derecha.
—Elevadores.
Varías punzadas más, seguidas por algo que le pareció un fuerte chasquido.
Comprendió que tenía la cabeza abierta.
—Gasa húmeda —pidió Newman, con voz indiferente.
El doctor Curt Mannerheim, sin dejar de restregarse las manos, se inclinó para mirar por la puerta del quirófano N.º 21. En el reloj de pared vio que eran casi las nueve. En ese momento vio que el jefe de internos, el doctor Newman, se apartaba un paso de la mesa.
Cruzó las manos enguantadas sobre el pecho y fue a estudiar la hilera de radiografías dispuestas en el visor. Eso sólo podía significar una cosa: la craneotomía había sido realizada y estaban esperando al catedrático. Mannerheim sabía que no disponía de mucho tiempo. La comisión investigadora del N. I. H. debía llegar a mediodía, y estaba en juego un fondo para investigación de doce millones de dólares, que solventaría sus problemas financiando sus experimentos en los cinco años siguientes. Tenía que conseguir esos fondos. De lo contrario, tal vez perdiera todo el laboratorio, con sus animales y, con ellos, el resultado de cuatro años de trabajo. Mannerheim tenía la seguridad de estar a punto de descubrir el punto exacto del cerebro responsable de la agresión y la cólera.
Mientras se enjuagaba vio pasar a Lori McInter, subdirectora de la sección de Quirófanos. La llamó con un grito y ella se detuvo en seco.
—¡Lori, encanto! Tengo dos médicos de Tokyo aquí. ¿No puedes mandar a alguien al saloncito, para que les den ropa esterilizada y todo eso?
Lori McInter asintió con la cabeza, aunque dio a entender que la petición no le era nada grata. Mannerheim la irritaba con esos gritos en el corredor. El cirujano captó su silencioso reproche y maldijo en voz baja.
—Estas mujeres —murmuró.
Para él, las enfermeras se estaban convirtiendo en un incordio cada vez peor.
Entró en el quirófano como un toro al ruedo, y la atmósfera cordial cambió de inmediato. Darlene Cooper le entregó una toalla esterilizada para que se secara las manos. Él empezó con una, siguió con la otra y fue subiendo por los antebrazos, inclinándose para mirar el interior del cráneo de Lisa Marino.
—Qué porquería Newman —bramó—. ¿Cuándo aprenderá a hacer una craneotomía decente? Le he dicho una y mil veces que bisele mejor los bordes. ¡Qué diablos, esto es un desastre!
Lisa, bajo las sábanas, experimentó un nuevo ataque de miedo. Algo había salido mal en su operación.
—Yo… —empezó Newman.
—No me venga con excusas. Si no aprende de una vez, puede ir buscándose otro puesto. Tengo unos visitantes japoneses. ¿Qué van a pensar cuando vean esto?
Nancy Donovan estaba de pie junto a él, lista para recoger la toalla, pero Mannerheim prefirió arrojarla al suelo. Le gustaba crear disturbios; como los chicos, exigía una atención total dondequiera que estuviese. Y la conseguía. Se le consideraba, desde el punto de vista técnico, uno de los mejores neurocirujanos del país, si no el más rápido. Por usar sus propias palabras, gustaba de decir: «Cuando uno entra en la cabeza, no hay tiempo para andar a tientas». Y con su enciclopédico conocimiento de la neuroanatomía humana y todos sus recovecos, era de una eficiencia soberbia.
Darlene Cooper le presentó, bien abiertos, los guantes de goma especiales, de color pardo, que él exigía. Introdujo en ellos las manos, mirándola a los ojos.
—Ahhh —arrulló, como si el meter allí las manos le provocara un orgasmo—. Querida, eres una maravilla. La enfermera esquivó sus ojos azul grisáceos, mientras le entregaba una toalla húmeda para que quitara el talco de los guantes. Estaba habituada a esos comentarios, y sabía, por experiencia propia, que la mejor defensa era pasarlos por alto.
Después de instalarse a la cabecera de la mesa, con Newman a la derecha y Lowry a la izquierda, Mannerheim observó la duramadre semitransparente que cubría el cerebro.
Newman había practicado cuidadosas suturas tomando parte de ella para sujetarla a los bordes de la craneotomía. Esos puntos levantaban la corteza cerebral, manteniéndola tirante hacia arriba.
—Bueno, adelante —dijo Mannerheim—. Gancho dural y escalpelo.
Los instrumentos fueron puestos con mucha firmeza en la mano de Mannerheim.
—Despacio, nena. No estamos actuando para la televisión. No quiero sentir dolor cada vez que pido un instrumento.
Y se inclinó para levantar diestramente la dura con el gancho. Hizo una pequeña abertura, y por el agujero quedó a la vista un montículo gris-rosado de cerebro humano.
Una vez iniciada su actividad, Mannerheim tomaba una actitud completamente profesional. Sus manos, relativamente pequeñas, se movían con económica deliberación; sus ojos prominentes no se apartaban del paciente. Contaba con una extraordinaria sincronización de pulso y vista. Su poca estatura, de un metro sesenta y tres, representaba para él una fuente de irritación constante. A su modo de ver, lo habían estafado al privarlo de los quince centímetros que le faltaban para igualar su estatura intelectual, pero se mantenía en excelentes condiciones físicas y no representaba, ni con mucho, los sesenta y un años que tenía.
Con tijeras pequeñas y tampones de algodón, que fue insertado entre la duramadre y el cerebro a manera de protección, abrió la cubierta del cerebro en toda la extensión de la ventanilla practicada en el hueso. Utilizando el dedo índice, palpó suavemente el lóbulo temporal de Lisa. Dada su experiencia, era capaz de detectar la más leve anormalidad. Para Mannerheim, esa íntima interacción entre él y un cerebro humano, vivo y palpitante, era la apoteosis de la existencia. En muchas operaciones el mismo entusiasmo le provocaba una erección.
—A ver, el estimulador y los registros del electroencefalograma.
Los doctores Newman y Lowry maniobraban con profusos cablecitos. Nancy Donovan, en su papel de enfermera, tomó los terminales que los médicos le entregaban y los conectó a los tableros cercanos. El jefe de internos ubicó cuidadosamente los electrodos en dos hileras paralelas: una, cruzando por el medio el lóbulo temporal; la otra, por encima de la cisura de Silvio. Los electrodos flexibles y sus bolitas de plata entraron bajo el cerebro. Nancy Donovan operó una llave y la pantalla de EEG, próxima al monitor cardíaco, se encendió en señales fluorescentes que trazaban líneas erráticas.
Los doctores Harata y Negamoto entraron en el quirófano. A Mannerheim no le complacía tanto la posibilidad de que los visitantes pudieran aprender alguna cosa como el hecho de tener público a su alrededor.
—Ahora fíjense —dijo Mannerheim, haciendo ademanes—, se dicen muchas tonterías sobre si se debe o no quitar la parte superior del lóbulo temporal durante una lobectomía temporal. Algunos médicos temen que afecte el habla del paciente. La respuesta es hacer la prueba.
Con un estimulador eléctrico en la mano a manera de batuta, Mannerheim hizo una seña al doctor Ranade, que se inclinó para levantar la sábana.
—Lisa —llamó.
La muchacha abrió los ojos; reflejaban aturdimiento por la conversación que había escuchado.
—Lisa —dijo el doctor Ranade—. Quiero que recite tantas rimas infantiles como pueda.
Ella obedeció, en la esperanza de que, si cooperaba, todo aquello terminaría pronto.
Empezó a hablar, pero mientras lo hacía, el doctor Mannerheim tocó la superficie de su cerebro con el estimulador. Ella se interrumpió en la mitad de una palabra. Sabía lo que intentaba decir, pero le era imposible. Al mismo tiempo tuvo la imagen mental de una persona que cruzaba una puerta.
El cirujano, observando la interrupción del habla, dijo:
—¡Ahí está la respuesta! En este caso no sacamos la circunvolución temporal superior.
«Los japoneses sacudieron afirmativamente la cabeza» indicando que comprendían.
—Ahora vamos a la parte más interesante de este ejercicio —continuó Mannerheim, tomando uno de los dos electrodos de profundidad que le había prestado el hospital Gibson—. A propósito, que alguien llame a Radiología. Quiero una diapositiva de estos electrodos, para que más tarde podamos saber dónde estaban.
Las rígidas agujas de los electrodos eran, a un tiempo, instrumentos de registro y de estímulo. Antes de someterlas a esterilización, el neurocirujano había marcado un punto a cuatro centímetros de la punta aguzada. Con una pequeña regla metálica, midió cuatro centímetros desde el borde frontal del lóbulo temporal; sostuvo el electrodo en ángulo recto con respecto a la superficie del cerebro y lo empujó a ciegas, sin dificultad, hasta la marca de los cuatro centímetros. Los tejidos cerebrales presentaron una resistencia mínima. Después tomó el segundo electrodo y lo insertó dos centímetros más atrás. Cada uno sobresalía unos cinco centímetros del cerebro.
Por suerte, Kenneth Robbins, el jefe de técnicos de Neurorradiología, llegó en ese momento. Si se hubiera retrasado un poco más, Mannerheim habría tenido uno de sus célebres arrebatos. Como el quirófano estaba preparado para obtener radiografías, el jefe de técnicos tardó sólo unos pocos minutos en tomar las dos imágenes.
—A ver —dijo Mannerheim, mirando el reloj; comprendió que debía acelerar las cosas—. Estimulemos los electrodos profundos para ver si podemos generar ondas cerebrales epilépticas. Según mi experiencia, si se producen, hay sólo un uno por ciento de posibilidades de que la lobectomía solucione los ataques.
Los médicos se reagruparon alrededor de la paciente.
—Doctor Ranade —dijo Mannerheim—, pregunte al paciente qué experimenta y qué piensa después del estímulo.
El anestesista, asintiendo, desapareció bajo el borde de las sábanas. Al sacar la cabeza indicó al cirujano que podía proseguir.
Para Lisa, el estímulo fue como una bomba que estallara sin sonido ni dolor. Después de un período en blanco que pudo haber sido de una hora o una fracción de segundo, un calidoscopio de imágenes se confundió con la cara del médico indio, al final del largo túnel.
No reconoció al doctor Ranade, no sabía quién era ella misma. Sólo tuvo conciencia del terrible olor que presagiaba sus ataques, y eso la aterrorizó.
—¿Qué sintió? —preguntó el doctor Ranade.
—Ayúdeme —gritó Lisa. Trató de moverse, pero las ligaduras la contenían. Comprendió que el ataque era inminente—. Ayúdeme.
El anestesista se alarmó.
—Lisa, Lisa, todo va bien. Tranquilícese.
—Ayúdeme —gritó Lisa, y perdió el dominio de su mente.
La cabeza seguía fija en su sitio, al igual que la correa de la cintura. Toda su fuerza se concentró en el brazo derecho: tiró con una fuerza enorme, imprevista. La ligadura de la muñeca se soltó, y el brazo libre se arqueó hacia arriba entre las sábanas.
Mannerheim, hipnotizado por los registros anormales del EEG, vio la mano de Lisa por el rabillo del ojo. Si hubiera reaccionado con mayor prontitud, quizá hubiera podido evitar el incidente. Tal como ocurrieron las cosas, la sorpresa le impidió reaccionar por un momento.
La mano de Lisa, «agitándose salvajemente para liberar el cuerpo aprisionado en la mesa de operaciones» golpeó los electrodos que sobresalían y los clavó directamente en el cerebro.
Philips hablaba por teléfono con un pediatra llamado George Rees en el momento en que Robbins llamó a la puerta y abrió. Le hizo señas de que pasara al despacho mientras terminaba su conversación con Rees; el pediatra quería saber ciertos datos de una radiografía craneal de un niño de dos años, que supuestamente se había caído por las escaleras. Martin se vio obligado a informarle que, en su opinión, había indicios de castigos corporales, debido a antiguas fracturas de costillas que había visto en la radiografía de tórax del paciente. Era un asunto para tomar con pinzas, y Philips se sintió aliviado al terminar la conversación.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó a Robbins, haciendo girar la silla.
Robbins era el jefe de técnicos de Neurorradiología, contratado por él, y entre los dos existía una relación especial.
—Sólo las placas de localización que se mandó hacer para Mannerheim.
Philips asintió, mientras el técnico las sujetaba en el visor del despacho. No era habitual que ese hombre saliera del departamento para tomar radiografías, pero él le había pedido que atendiera personalmente a Mannerheim, para evitar cualquier problema.
La radiografía operativa de Lisa Marino se encendió en la pantalla. La placa lateral mostraba una luminosidad poliédrica allí donde se había abierto la ventana ósea. Dentro de su área, bien definida, se veían las siluetas blancas y brillantes de los numerosos electrodos. Los de profundidad, parecidos a agujas, eran los más visibles; fue la posición de esos instrumentos lo que interesó a Philips. Con el pie, activó el motor de un visor del tamaño de un mural, llamado alternador. Mientras él mantuviera el pie sobre el pedal, la pantalla cambiaría, porque la unidad se podía cargar con una cantidad indefinida de placas y películas. Philips mantuvo la máquina en funcionamiento hasta llegar a las placas anteriores de Lisa Marino.
Al comparar las nuevas con las antiguas, le sería posible determinar la situación exacta de los electrodos de profundidad.
—Caramba —exclamó—. Tus radiografías son una verdadera preciosidad. Si pudiera reproducirte por multiplicación, tendría solucionada la mitad de mis problemas.
Robbins se encogió de hombros, como si no le importara, aunque el cumplido le había agradado. Philips era un jefe exigente, pero sabía reconocer los méritos del personal que trabajaba para él.
Martin utilizó una regla calibrada para medir las distancias asociadas con los diminutos vasos sanguíneos de las radiografías anteriores. Su conocimiento de la anatomía del cerebro y de la ubicación habitual de esos vasos le permitía formarse una imagen mental en tres dimensiones de la zona que le interesaba. Al aplicar esa información a las nuevas imágenes, captaba la posición en que habían sido colocadas las puntas de los electrodos.
—Sorprendente —dijo, recostándose hacia atrás—. Esos electrodos están perfectamente colocados. Mannerheim es fantástico. Si al menos su buen juicio igualara a su habilidad técnica…
—¿Quieres que lleve estas placas a la sala de operaciones?
El radiólogo sacudió la cabeza.
—No, las llevaré personalmente. Quiero hablar con Mannerheim. Voy a llevar también algunas de estas placas viejas. La posición de esta arteria cerebral posterior me preocupa un poco.
Philips recogió las radiografías y se dirigió hacia la puerta.
Aunque la situación, en el quirófano 21, había vuelto a una especie de normalidad, Mannerheim estaba furioso por el incidente. Ni siquiera la presencia de los visitantes extranjeros sirvió para atemperar su enojo. Newman y Lowry llevaron la peor parte, como si el neurocirujano los creyera deliberadamente confabulados para provocar el problema.
Habían iniciado la lobectomía en cuanto Ranade hubo aplicado a Lisa una anestesia total endotraqueal. El ataque de la paciente provocó un pánico inmediato, pero todo el mundo actuó con serenidad y eficacia. Mannerheim logró atrapar la mano de Lisa antes de que provocara más daños y Ranade, el verdadero héroe, reaccionó inmediatamente, inyectando una dosis de ciento cincuenta miligramos de Tiopental, seguido por un paralizante muscular llamado D-tubocurarina. Esas drogas, no sólo durmieron a la paciente, sino que además acabaron con el ataque. En cuestión de pocos minutos, el médico indio había colocado el tubo endotraqueal, después de poner en funcionamiento el óxido nitroso e instalar sus monitores.
Mientras tanto, Newman extraía los dos electrodos profundamente hundidos y Lowry retiraba los superficiales, colocando tampones de algodón húmedos sobre el cerebro que quedaba al descubierto; después cubrió la zona con una toalla esterilizada. Hubo que cambiar las sábanas que cubrían a la paciente, las batas y los guantes a los médicos. Todo volvió a la normalidad, excepto el humor de Mannerheim.
—Mierda —dijo, enderezándose para aliviar la tensión de la espalda—. Lowry, si quiere ser alguna cosa cuando sea mayor, avíseme. Si no, sostenga los retractores de modo que yo pueda ver.
El interno, desde su posición, no veía lo que estaba haciendo.
Se abrió la puerta del quirófano y Philips entró con las radiografías.
—Cuidado —le susurró Nancy Donovan—. Napoleón está de un humor espantoso.
—Gracias por la advertencia —respondió Philips, exasperado.
Lo irritaba la tolerancia de todo el mundo por la personalidad adolescente de Mannerheim, por muy buen cirujano que fuera. Puso las radiografías en el visor, sabiendo que el cirujano ya lo había visto. Pasaron cinco minutos antes de que Philips comprendiera que lo estaba ignorando deliberadamente.
—Doctor Mannerheim —llamó Martin, haciéndose oír por encima del monitor cardíaco.
Todas las miradas se volvieron hacia Mannerheim, que se enderezaba; el reflector que llevaba en la cabeza cayó directamente sobre la cara del radiólogo.
—No sé si se ha dado cuenta —dijo, dominando la furia—, pero estamos haciendo cirugía de cerebro y quizá no esté bien interrumpir.
—Usted pidió radiografías de localización —repuso Philips, calmosamente—, y considero mi deber proporcionarle esa información.
—Dé su deber por cumplido —replicó el cirujano, volviendo a la incisión que estaba ampliando.
Lo que preocupaba a Philips no era la posición de los electrodos, pues los sabía perfectamente ubicados, sino la orientación del electrodo posterior o hipocampal en relación con la formidable arteria cerebral posterior.
—Hay algo más —dijo—. Quisiera…
Mannerheim levantó bruscamente la cabeza. El rayo del reflector cruzó la pared y el techo; su voz fue como un látigo.
—Doctor Philips, ¿le molestaría salir de aquí con esas radiografías para que podamos terminar esta operación? Cuando necesitemos ayuda, ya se la pediremos.
Después, ya en voz normal, pidió a la instrumentista ciertos fórceps y volvió a su trabajo.
Martin, tranquilamente, sacó sus radiografías y abandonó el quirófano. Mientras volvía a ponerse la ropa de calle, en el vestuario, trató de no pensar demasiado, cosa que le era fácil en ese estado de ánimo. Después, al volver a Radiología, se permitió evaluar el conflicto de responsabilidad que evocaba el incidente. Tratar con Mannerheim requería recursos que nunca había creído necesitar como radiólogo. Todavía no había resuelto nada cuando llegó al departamento.
—Lo están esperando en la sala de angiografía —le dijo Helen Walker, y se levantó para seguirlo al interior.
Helen era una mujer negra, de treinta y ocho años, sumamente agraciada; procedía de Queen y era secretaria de Philips desde hacía cinco años. Entre los dos había una magnífica relación. Él se aterrorizaba de sólo pensar que esa mujer pudiera renunciar a su puesto, pues, como toda buena secretaria, era indispensable para ordenar la rutina diaria de Philips. Hasta la ropa que él usaba actualmente era resultado de sus esfuerzos. Aún emplearía la de sus épocas de estudiante si Helen no lo hubiera convencido de que se encontraran en una de las grandes sastrerías, un sábado por la tarde. De aquello salió un nuevo Philips; las ropas modernas caían de maravilla a su cuerpo atlético.
Arrojó las radiografías sobre el escritorio, donde se mezclaron con otras placas, papeles, libros y periódicos. Era el único sitio que a Helen le estaba prohibido tocar.
Aunque aquello parecía un revoltijo, él sabía dónde tenía las cosas.
Helen, de pie tras él, le leyó un torrente de mensajes que tenía la obligación de transmitirle. El doctor Rees había llamado para preguntar por la tomografía de su paciente; la unidad de Rayos X de la segunda sala de Angiografía estaba reparada y funcionando normalmente; habían llamado de Urgencias, diciendo que esperaban a un paciente gravemente herido en la cabeza, y necesitarían una tomografía urgente. Todo interminable y rutinario. Philips le dijo que se encargara de todo, lo cual era lo que ella había pensado hacer, de todos modos, y la vio regresar a su mesa.
Él se quitó la chaquetilla blanca para reemplazarla por el delantal de plomo que utilizaba durante ciertos procedimientos radiológicos, a fin de protegerse de las radiaciones.
En la pechera se veía un desteñido monograma de Superman, que resistía todos los intentos de borrado. Dos años antes lo habían dibujado allí, en broma, sus compañeros de Neurorradiología. Martin no se fastidió; sabía que era una muestra de admiración.
Cuando estaba para salir, recorrió con la vista la superficie de su mesa, buscando la cassette con el programa; necesitaba asegurarse de que no había imaginado las noticias de Michaels. Como no la halló, fue a revolver las capas superiores del desorden; allí estaba bajo las radiografías pedidas por Mannerheim. Philips se dio vuelta para irse, pero volvió a detenerse para recoger la cassette y la última placa lateral de Lisa Marino. Levantando la voz, pidió a Helen, a través de la puerta, que se encargara de avisar a la sala de Angiografía que iría en seguida. Luego fue a su mesa de trabajo.
Dejó caer el delantal de plomo en una silla y se quedó mirando fijamente el prototipo computado, preguntándose si en verdad funcionaría. Después puso la radiografía de Lisa Marino contra la luz que surgía de los visores. No le interesaban las siluetas de los electrodos, de modo que su mente las eliminó. Lo que le intrigaba era lo que la computadora podía decir de la craneotomía. Philips sabía que ese procedimiento no estaba incluido en el programa.
Movió la llave del procesador central; cuando se encendió la luz roja, insertó lentamente la cassette. No la había introducido en sus tres cuartas partes cuando la máquina se la tragó como un perro hambriento. De inmediato, la máquina de escribir conectada cobró vida. Philips cambió de posición para leer lo que escribía.
¡HOLA! SOY RADIOINTERP, CRÁNEO I. POR FAVOR, SUMINISTRE NOMBRE PACIENTE.
Philips pulsó «Lisa Marino» con los índices y lo hizo ingresar.
GRACIAS. POR FAVOR, SUMINISTRE SÍNTOMAS.
Él escribió: «Ataques».
GRACIAS. POR FAVOR, SUMINISTRE INFORMACIÓN CLÍNICA RELACIONADA.
«Sexo femenino —escribió Martin—; edad 21 años, un año padeciendo epilepsia del lóbulo temporal».
GRACIAS. POR FAVOR, INSERTE PLACA EN VISOR LÁSER.
Philips vio que los rodillos que cerraban por dentro la ranura de inserción ya estaban en movimiento. Introdujo cuidadosamente la placa, con la emulsión hacia abajo, y el aparato la tomó para arrastrarla hacia dentro, mientras se activaba la máquina de escribir. Decía:
GRACIAS. TOME UNA TAZA DE CAFÉ.
El radiólogo sonrió. El sentido del humor de Michaels aparecía cuando menos se lo esperaba.
Se produjo un ligero zumbido eléctrico, pero la máquina de escribir permaneció inactiva. Philips tomó su delantal de plomo y salió de la oficina.
El quirófano 21 permanecía en silencio total, a medida que Mannerheim iba retirando lentamente el lóbulo temporal derecho de Lisa. Unas venas pequeñas ligaban el espécimen a los senos venosos. Newman las coaguló hábilmente para cortarlas. Cuando al fin quedó libre, el neurocirujano retiró el trozo de cerebro del cráneo y lo depositó en una bandeja de acero inoxidable que le tendía Darlene Cooper. Mannerheim miró la hora; iba bien. A medida que avanzaba la operación, su humor había vuelto a cambiar. Se sentía eufórico y justamente complacido con su actuación: había cumplido con todo el procedimiento en la mitad del tiempo habitual, y estaba seguro de llegar a su oficina antes del mediodía.
—Todavía no hemos terminado —dijo, tomando el succionador metálico en la mano izquierda y los fórceps en la derecha.
Con cuidado, trabajó en el sitio donde había estado el lóbulo temporal, absorbiendo más tejido cerebral. Estaba eliminando lo que se denomina núcleo gris profundo. Era, probablemente, la parte más peligrosa de la operación, pero la que más le gustaba. Con suprema confianza, manejó el succionador esquivando las estructuras vitales.
En cierto punto, un gran lóbulo de tejido cerebral bloqueó momentáneamente la boca del aparato. Se oyó un ligero silbido antes de que el fragmento desapareciera por el tubo.
—Ahí van las lecciones de música —dijo Mannerheim.
Era un chiste común entre los neurocirujanos, pero resultaba más gracioso que de costumbre por provenir de Mannerheim, después de tanta tensión como había provocado.
Todo el mundo lo festejó, hasta los dos médicos japoneses.
En cuanto Mannerheim hubo terminado de retirar el tejido, Ranade aminoró el ritmo de ventilación de la paciente. Quería que la presión sanguínea de Lisa ascendiera un poco mientras Mannerheim inspeccionaba la cavidad, en busca de pérdidas de sangre. Después de una meticulosa verificación, el cirujano quedó convencido de que la zona operada estaba seca.
Entonces tomó una aguja para cerrar la duramadre, esa gruesa cobertura del cerebro. En ese momento el médico indio empezó a aligerar cautelosamente la anestesia de Lisa. Quería estar en condiciones de retirar el tubo de su tráquea, al terminar la operación, sin que ella tosiera ni se pusiera tensa, y eso requería una delicada orquestación de todas las drogas que había estado empleando. Era imperativo que la presión sanguínea no subiera.
El cierre de la corteza se llevó a cabo con prontitud; con una diestra rotación de muñeca, colocó el último punto interrumpido. El cerebro de Lisa estaba nuevamente cubierto, aunque la duramadre se veía algo hundida y más oscura allí donde faltaba el lóbulo temporal.
Mannerheim inclinó la cabeza a un costado para admirar su obra de arte; después, dando un paso atrás, se quitó los guantes de goma. El chasquido resonó en todo el quirófano.
—Bien —dijo—. Ciérrenla, pero no tarden toda la vida para ello.
Y salió de la habitación, indicando con un gesto a los dos médicos japoneses que lo siguieran.
Newman tomó su puesto a la cabecera de la mesa.
—Bueno, Lowry —indicó, imitando a su jefe—, a ver si puedes ayudarme en vez de molestarme.
Con un par de pinzas quirúrgicas, tomó el borde de la herida y la volvió parcialmente hacia fuera. Después hundió profundamente la aguja en la piel del cráneo, asegurándose de pinchar también el pericráneo, y sacó la aguja dentro de la herida. Después de retirar el porta agujas de su posición original, en la parte trasera, lo usó en la punta, ajustando la sutura.
Más o menos con la misma técnica, pasó el hilo por el otro lado de la herida, pasando la sutura por la mano presta del doctor Lowry, a fin de atar el punto. Repitieron el procedimiento hasta que la herida quedó cerrada con puntos negros, dando la impresión de que la cabeza tenía un gran cierre de cremallera.
Durante esa parte de la operación, el doctor Ranade seguía ventilando a Lisa por medio de una bolsa de ventilación. En cuanto echaron el último punto, planeaba suministrar a Lisa oxígeno al cien por ciento y revertir el resto del paralizante muscular que el cuerpo no hubiera metabolizado. A su debido tiempo, volvió a comprimir la bolsa de ventilación, pero en esa ocasión sus dedos experimentados detectaron un sutil cambio con respecto a la presión anterior. En los últimos minutos Lisa había empezado a hacer esfuerzos para respirar por cuenta propia, y eso causaba cierta resistencia a la respiración artificial. Ranade, observando la vejiga respiratoria y escuchando con su estetoscopio de esófago, determinó que la muchacha había dejado de respirar. Controló el estimulante del nervio periférico; indicaba que el paralizante muscular estaba perdiendo efecto, tal como había sido programado. Entonces ¿por qué respiraba? Al anestesista se le aceleró el pulso; para él, manejar la anestesia era como estar de pie en una cornisa segura, pero estrecha, al borde de un precipicio.
Se apresuró a medir la presión sanguínea. Había ascendido a 150 sobre 90. Durante la operación se había mantenido estable a 105 sobre 60. ¡Algo andaba mal!
—Un momento —pidió el doctor Newman, mientras miraba rápidamente el monitor cardíaco.
Las pulsaciones eran regulares, pero se iban haciendo lentas, con largas pausas entre los picos.
—¿Qué pasa? —preguntó el jefe de internos, percibiendo la ansiedad en la voz.
—No sé.
El doctor Ranade consultó la presión venosa de Lisa, mientras se preparaba para inyectar una droga llamada Nitroprusside para bajar la presión sanguínea. Hasta entonces, creía que la variación en los signos vitales de la paciente eran una respuesta del cerebro, que reaccionaba contra el insulto de la cirugía. Pero en ese momento empezó a temer que se tratara de una hemorragia. Lisa podía estar sangrando, y la presión aumentaría dentro de la cabeza. Eso explicaría la secuencia de los síntomas.
Volvió a tomar la presión sanguínea: había subido a 170 sobre 100. Inmediatamente inyectó el Nitroprusside. Al hacerlo experimentó ese desagradable vacío en el abdomen que se asocia con el terror.
—Podría ser una hemorragia —explicó, inclinándose para levantar los párpados de Lisa.
Vio lo que temía ver: las pupilas se estaban dilatando.
—¡Estoy seguro! ¡Es una hemorragia! —chilló.
Los dos internos se miraron fijamente por encima de la paciente. Pensaban lo mismo.
—Mannerheim se va a poner furioso —dijo Newman—. Tenemos que llamarlo. —Y ordenó a Nancy Donovan—: Vaya. Dígale que es una emergencia.
Nancy voló al intercomunicador para llamar al personal de la entrada.
—¿La volvemos a abrir? —preguntó Lowry.
—No sé —fue la nerviosa respuesta de Newman—. Si la hemorragia está en el cerebro, será mejor pedir una tomografía de emergencia. Si está en el sitio de la operación, entonces habrá que abrirla.
—La presión sanguínea sigue subiendo —observó el doctor Ranade, mirando su medidor con cara de incredulidad.
Y se preparó para darle más medicación, a fin de bajarla.
Los dos internos permanecían inmóviles.
—¡Y sigue subiendo! —les gritó el hindú—. ¡Por el amor de Dios, hagan algo!
—Tijeras —ladró Newman.
Se las plantaron en la mano. Cuando cortó los últimos puntos, la herida se abrió espontáneamente; bastó levantar el colgajo de cuero cabelludo para que el sector de hueso que había quitado la craneotomía empujara hacia ellos. Parecía palpitar.
—Tráiganme las cuatro unidades de sangre preparada —gritó Ranade.
El doctor Newman cortó las dos suturas que sostenían el trozo de hueso en su sitio: cayó a un costado antes de que pudiera retirarlo. La duramadre se abultaba, con una ominosa sombra negra. La puerta del quirófano se abrió de golpe. El doctor Mannerheim entró como un ciclón, con la bata desabrochada casi hasta abajo.
—¡Qué diablos pasa! —aulló. De inmediato vio la duramadre palpitante y abultada—. ¡Santo Dios! ¡Guantes, denme guantes!
Nancy Donovan empezó a abrir un par nuevo, pero el cirujano se los arrancó y se los puso sin lavarse.
En cuanto cortaron unos pocos puntos, la duramadre se abrió como si estallara y un chorro de sangre roja, brillante, saltó al pecho de Mannerheim, empapándolo, en tanto él cortaba a ciegas el resto de la sutura. Tenía que hallar la fuente de la hemorragia.
—Succionador —chilló.
La máquina, con un tosco sonido, empezó a absorber la sangre. De inmediato fue evidente que el cerebro se había movido o hinchado, porque el cirujano dio con él en seguida.
—La presión sanguínea está descendiendo —indicó Ranade.
Mannerheim pidió a gritos un retractor cerebral para que le facilitara la vista del sitio operado, pero en cuanto retiró el succionador la sangre subió en un chorro.
—Presión sanguínea… —dijo el anestesista. Una pausa—. No hay registro.
El ruido del monitor cardíaco, tan constante en el curso de la operación, aminoró hasta convertirse en una penosa pulsación y se detuvo.
—¡Paro cardíaco! —gritó el doctor Ranade.
Los internos retiraron bruscamente las pesadas sábanas arrojándolas sobre la cabeza de Lisa para descubrir el cuerpo. Newman trepó al banquillo que estaba junto a la mesa e inició un masaje cardíaco, apretando el esternón de la paciente. El anestesista colgó los frascos de sangre que le habían traído y abrió todos los tubos intravenosos, para inyectar el fluido con toda la celeridad posible.
—¡Paren! —chilló Mannerheim, que había dado un paso atrás en el momento en que Ranade anunciaba el paro cardíaco.
Invadido por una frustración absoluta, arrojó el retractor de cerebro al piso y permaneció inmóvil por un momento, con los brazos caídos. Por los dedos le chorreaban sangre y fragmentos de cerebro.
—Basta —dijo al fin—. No hace falta. Es obvio que reventó alguna arteria principal. Ha de haber sucedido cuando esta maldita paciente apretó los electrodos. Probablemente traspasó una arteria y la dejó en espasmo. El ataque lo disimuló pero al relajarse el espasmo empezó a sangrar. ¡No hay modo de resucitar a esta paciente!
Y se volvió para salir, sujetándose los pantalones esterilizados, que estaban a punto de caer. Ya en la puerta ordenó a los dos internos:
—Quiero que la cierren como si estuviera viva. ¿Entendido?