15 de abril
El doctor Martin Philips recostó la cabeza contra la pared del cuarto de control; la frescura del yeso le produjo una agradable sensación. Frente a él, contra la mampara de vidrio, se apretaban cuatro estudiantes de tercer año de medicina, observando, completamente boquiabiertos, la preparación de un paciente para una tomografía axial. Era la primera clase de Radiología, asignatura optativa, y empezaban con Neurorradiología. Philips los había llevado a ver la computadora en primer término, pues sabía que eso los dejaría impresionados y aplacaría sus ínfulas. A veces, los estudiantes de medicina tienden a mostrarse bastante sabelotodo.
Dentro de la sala de tomografías, el técnico estaba inclinado sobre el paciente, verificando la posición de la cabeza con respecto a la gigantesca máquina en forma de rosquilla. Ahora se irguió, arrancó treinta centímetros de cinta adhesiva y sujetó la cabeza del paciente a un bloque de espuma sintética.
Philips alargó la mano hacia el mostrador para tomar el formulario de solicitud y la historia clínica del paciente, en busca de información.
—Este hombre se llama Schiller —dijo. Los estudiantes estaban tan absortos en los preparativos que no se volvieron a mirarlo—. Su principal molestia es una debilidad del brazo y la pierna derechos. Tiene cuarenta y siete años.
Observó al paciente. La experiencia le decía que ese hombre debía estar asustadísimo.
Philips volvió a dejar en su sitio el formulario y la historia clínica, mientras el técnico, dentro del cuarto de tomografía, activaba la mesa. Poco a poco, la cabeza del paciente se deslizó dentro del orificio de la máquina, como si se la fueran a devorar. Con una última mirada a la posición de la cabeza, el técnico se retiró hacia los controles.
—Bueno, apártense un momento —dijo Philips.
Los cuatro estudiantes obedecieron instantáneamente, alejándose hacia un lado de la computadora, que hacía parpadear sus luces, como si se preparara a entrar en acción. Tal como él había supuesto, los muchachos estaban impresionados hasta la sumisión.
El técnico cerró bien la puerta de comunicación y tomó el micrófono.
—Quédese muy quieto, señor Schiller. Muy quieto.
Con el dedo índice, apretó el botón de arranque del panel de control. Dentro del cuarto de tomografías, la gigantesca mole en forma de rosquilla que rodeaba la cabeza del señor Schiller inició unos movimientos rotativos abruptos e intermitentes, como si fuera la pieza principal de un enorme reloj mecánico. Los ruidos metálicos, de gran intensidad para el paciente, sonaban apagados para los que estaban del otro lado del vidrio.
—En estos momentos —explicó Martin—, la máquina está efectuando doscientas cuarenta lecturas radiológicas separadas por cada grado de rotación.
Uno de los estudiantes puso cara de no comprender absolutamente nada. Martin, pasando el gesto por alto, se llevó las manos a la cara para cubrirse los ojos y frotarse las sienes. Todavía no había tomado su café y se sentía aturdido. Por lo común solía detenerse al llegar en la cafetería del hospital, pero esa mañana, debido a los estudiantes, no había tenido tiempo.
Philips, como subdirector de Neurorradiología, no dejaba nunca de encargarse personalmente de introducir a los estudiantes a su asignatura. Esa obligación impuesta por sí mismo se estaba convirtiendo en una verdadera molestia, porque le acortaba el tiempo dedicado a la investigación. Las primeras veinte o treinta veces le había divertido impresionar a los estudiantes con su exhaustivo conocimiento de la anatomía cerebral, pero esa novedad estaba perdiendo atractivo. Ya sólo le resultaba agradable cuando se presentaba algún muchacho de inteligencia poco habitual, cosa que rara vez ocurría en su departamento.
Algunos minutos después, la máquina-rosquilla detuvo su movimiento rotativo y el panel de la computadora cobró vida. Era un despliegue imponente, como el de las películas de ciencia ficción. Todas las miradas pasaron del paciente al parpadeo luminoso de la máquina, salvo la de Philips, que la bajó a sus manos, tratando de quitar un pedacito de piel seca de una uña. Sus pensamientos vagaban por otros derroteros.
—En los próximos treinta segundos, la computadora resuelve simultáneamente cuarenta y tres mil doscientas ecuaciones de mediciones de densidad de tejidos —dijo el técnico, ansioso por tomar el papel de Philips.
Él lo alentaba a hacerlo. En realidad, se limitaba a dar las lecciones teóricas, permitiendo que sus compañeros de neurorradiología, o los técnicos, magníficamente preparados, se encargaran de las enseñanzas prácticas.
Levantó la cabeza para observar a los estudiantes, que estaban alelados frente al panel de la computadora. Luego desvió la mirada hacia los pies descalzos del señor Schiller, olvidado participante de ese drama en desarrollo. Para los estudiantes, la máquina era infinitamente más interesante que el paciente.
Philips se observó en el pequeño espejo situado sobre el botiquín de primeros auxilios.
Todavía no se había afeitado, y su barba del día anterior parecía las cerdas de un cepillo.
Siempre llegaba más de una hora antes que el resto del personal del departamento, y había adquirido el hábito de afeitarse en el vestuario de cirugía. Su rutina diaria consistía en levantarse, correr un rato, darse una ducha y, después de afeitarse en el hospital, detenerse en la cafetería para tomar el café. Eso le proporcionaba normalmente, dos horas libres para trabajar en sus investigaciones sin que lo interrumpieran.
Siempre mirándose al espejo, se pasó una mano por el pelo espeso y muy rubio, echándolo hacia atrás. Había tal diferencia entre la palidez de las puntas y el rubio más oscuro de las raíces que algunas enfermeras bromeaban con él, acusándolo de teñirse. Nada más lejos de la verdad. Philips no solía pensar en su aspecto físico; a veces hasta se asesinaba el pelo por su cuenta, si no tenía tiempo para ir a la peluquería del hospital. Sin embargo, a pesar de ese descuido, Martin era un hombre apuesto. Tenía cuarenta y un años, y las arrugas que se le habían formado últimamente alrededor de los ojos y de la boca no hacían sino realzar su aspecto, que hasta entonces era demasiado juvenil. Había adquirido una apariencia más recia; uno de los últimos pacientes había comentado que se parecía más a un vaquero de la televisión que a un médico. Ese comentario le agradó; en realidad, no carecía de fundamento.
Philips medía casi un metro ochenta de estatura; su constitución era delgada, pero atlética, y su rostro no impresionaba como el de profesional universitario. Era anguloso, de nariz muy recta y boca expresiva. Los ojos, de un vívido azul celeste, reflejaban, por encima de todo, una gran inteligencia. Se había graduado con todos los honores en la Universidad de Harvard, en la promoción de 1961.
En el panel se encendió el tubo de rayos catódicos, al aparecer la primera imagen. El técnico se apresuró a hacer los ajustes necesarios para mejorar la imagen en lo posible. Los estudiantes se agolparon alrededor de la pequeña pantalla como si estuvieran a punto de contemplar algún campeonato; en su lugar, la imagen que apareció era ovalada, con reborde blanco e interior granuloso. Era una imagen del interior de la cabeza construida por la computadora y proyectada como si alguien mirara desde arriba al señor Schiller, una vez retirada la parte superior del cráneo.
Martin echó un vistazo al reloj. Eran las ocho menos cuarto. Contaba con que la doctora Denise Sanger llegara en cualquier momento y se hiciera cargo de los estudiantes. Lo que más ocupaba la mente de Philips, esa mañana, era una reunión con su colaborador de investigaciones, William Michaels. Lo había llamado el día anterior, diciendo que iría a verlo temprano por la mañana, pues le tenía una pequeña sorpresa. A esa altura, la curiosidad de Martin estaba más afilada que una navaja; la intriga lo estaba matando. Llevaban cuatro años trabajando en un programa que permitiera a una computadora realizar la interpretación de las radiografías de cráneo, reemplazando así al radiólogo. Si tenían éxito, las compensaciones serían increíbles. Como que los problemas en la interpretación de las radiografías craneales equivalían, esencialmente, a las de cualquier otra radiografía, el programa acabaría por adaptarse a todo el campo de esa disciplina científica. Y si lo conseguían… Philips se permitía soñar, a veces, con un departamento de investigación propio, y hasta con el premio Nóbel.
La siguiente imagen que apareció en la pantalla lo devolvió a la realidad.
—Esta imagen es trece milímetros más alta que la anterior —entonó el técnico, mientras señalaba con el dedo la base del óvalo—. Aquí está el cerebelo y…
—Hay una anormalidad —dijo Philips.
—¿Dónde? —preguntó el técnico, que estaba sentado en un banquillo, frente a la computadora.
—Aquí.
Philips se escurrió junto a la máquina para poder señalar. Su dedo tocó la zona que el técnico acababa de denominar «cerebelo».
—Esta luminosidad, aquí en el hemisferio cerebelar derecho, es anormal. Debería presentar la misma densidad que el otro lado.
—¿Qué es? —preguntó uno de los estudiantes.
—A esta altura resulta difícil determinarlo. —Philips se inclinó para estudiar más de cerca la zona cuestionable—. El paciente ¿ha tenido algún problema locomotor?
—En efecto —confirmó el técnico—. Hace una semana que está atáxico.
—Un tumor, probablemente —decidió Philips, incorporándose.
Las cuatro caras estudiantiles, fijas en la inocente luminosidad de la pantalla, reflejaron una inmediata consternación. Por una parte, los deslumbraba presenciar una demostración positiva del poder que alcanzaba la moderna tecnología del diagnóstico. Por la otra, el concepto de un tumor cerebral los asustaba; asustaba la idea de que cualquiera podía tenerlo, incluso ellos mismos.
La imagen siguiente comenzó a borrar la anterior.
—Aquí hay otra zona de luminosidad en el lóbulo temporal —observó Philips, apresurándose a señalar una zona que ya iba siendo reemplazada por la imagen siguiente—. Lo veremos en la próxima imagen, pero necesitaremos un estudio de contraste.
El técnico se levantó y fue a inyectar material de contraste en la vena del paciente.
—¿Qué efecto tiene el material de contraste? —preguntó Nancy McFadden.
—Ayuda a destacar lesiones tales como los tumores, cuando se rompe la barrera sanguínea —explicó Philips, volviéndose para ver quién entraba al cuarto, pues había oído abrirse la puerta que daba al corredor.
—¿Contiene yodo?
El médico no oyó la última pregunta, porque Denise Sanger acababa de entrar y le sonreía cálidamente, a espaldas de los absortos estudiantes de medicina.
Se quitó la corta chaqueta blanca que llevaba y fue a colgarla junto al botiquín de primeros auxilios. Era su modo de ponerse manos a la obra. Su efecto, produjo en Philips el resultado contrario. Denise llevaba una blusa color rosa, de pechera plisada, con una fina cinta azul atada en un lazo. Al estirar los brazos para colgar la chaqueta, los pechos se irguieron contra la tela; él apreció la imagen como un experto apreciaría una obra de arte, pues Denise le parecía la más hermosa de las mujeres que había conocido en su vida. Ella decía medir un metro sesenta y dos, cuando en realidad era un metro sesenta; tenía silueta delgada —no llegaba a los cuarenta y nueve kilos— y pechos no muy grandes, pero de forma y firmeza maravillosas.
El pelo era castaño, espeso y reluciente; solía peinarlo hacia atrás, sujetándolo con un pasador bajo la nuca. Los ojos, de color castaño claro con estrías grises, le otorgaban un aspecto vivaz y travieso. Pocos adivinaban que había sido la primera de su clase en el momento de la graduación, tres años antes, y también eran pocos los que le calculaban sus veintiocho años.
Una vez atendida su chaqueta, Denise pasó rozando a Philips y aprovechó para apretarle furtivamente el codo izquierdo. Fue tan rápida que él no pudo responder. La muchacha se sentó ante la pantalla, ajustando a su placer los controles de visión, y se presentó a los estudiantes. En ese momento volvió el técnico, anunciando que ya había suministrado el material de contraste, y preparó la máquina para otra serie de imágenes.
Philips se inclinó de modo tal que tuvo que apoyarse en el hombro de Denise para señalar la imagen de la pantalla.
—Aquí hay una lesión en el lóbulo temporal, y una más, o quizás dos, en el frontal. —Se volvió hacia los estudiantes—. Veo, por su historial, que el paciente fuma mucho. ¿Qué les sugiere eso?
Los jóvenes miraron fijamente la pantalla, temerosos de hacer un solo gesto. Para ellos, era como hallarse sin dinero en una subasta: cualquier pequeño movimiento podía ser interpretado como una oferta.
—Les daré una pista —dijo Philips—. Los tumores cerebrales suelen ser solitarios; los que proceden de otras partes del cuerpo, en cambio, en lo que llamamos metástasis, pueden ser simples o múltiples.
—Cáncer de pulmón —soltó uno de los estudiantes, como si estuviera en un concurso de televisión.
—Muy bien. A esta altura no se puede estar del todo seguro, pero me atrevería a apostar que de eso se trata.
—¿Cuánto tiempo de vida le queda al paciente? —preguntó el estudiante, obviamente sobrecogido por el diagnóstico.
—¿Quién lo atiende? —preguntó Philips a su vez.
—El equipo neuroquirúrgico de Curt Mannerheim —respondió Denise.
—En ese caso no le queda mucha vida —dictaminó Martin—. Mannerheim lo operará.
Denise se volvió con prontitud.
—¡Pero si ese caso no es operable!
—No conoces a Mannerheim. Opera cualquier cosa, sobre todo los tumores.
Martin volvió a inclinarse sobre el hombro de Denise, aspirando el aroma inconfundible de su pelo recién lavado. Para Philips era tan distintivo como una huella digital, y a pesar del ambiente profesional sintió una leve agitación. Para quebrar el hechizo, se irguió, diciendo súbitamente:
—Doctora Sanger, ¿puede venir un momento?
Y le hizo señas de que lo acompañara a un rincón. Denise obedeció prontamente, aunque con cara de desconcierto.
—Como profesional, opino que… —empezó Philips, con el mismo tono serio y formal.
Luego hizo una pausa; al continuar, su voz era un susurro:
—… usted está hoy increíblemente atractiva.
La expresión de Denise tardó en cambiar, pues le llevó un instante captar el significado del comentario. Al fin estuvo a punto de echarse a reír.
—Me pescaste desprevenida, Martin. Parecías tan severo que esperaba un reproche por alguna equivocación.
—Te lo merecías. Te has puesto esa ropa tan incitante sólo para inhibir mi capacidad de concentración.
—¡Incitante! ¡Si voy abrochada hasta el cuello!
—En ti cualquier cosa es incitante.
—Eso es porque tienes la mente sucia, viejecito.
Martin tuvo que soltar la risa. Denise tenía razón: cada vez que la veía no podía dejar de recordar lo maravillosa que era cuando estaba desnuda. Hacía ya seis meses que salía con ella, y aún se sentía como un adolescente excitado. Al principio habían tomado precauciones para evitar que el resto del personal se enterara de su idilio, pero a medida que iban adquiriendo confianza en la seriedad de esa relación, el secreto les fue importando menos, sobre todo, porque la diferencia de edades se acortaba cuanto más se conocían. Y el hecho de que Martin fuera subdirector de Neurorradiología, mientras Denise realizaba su segundo año como interna de Radiología, actuaba como estímulo profesional para los dos, especialmente desde hacía tres semanas, al disponer el turno rotativo que ella empezara a trabajar bajo sus órdenes. Denise ya era capaz de igualar en habilidad a las dos personas que acababan de terminar las prácticas de radiología. Y además, se divertían.
—¿Así que viejecito? —susurró Martin—. Por ese comentario recibirás un castigo. Dejo a estos estudiantes en tus manos. Si empiezan a aburrirse, mándalos al cuarto de angiografía.
Les daremos una sobredosis de práctica clínica antes de entrar en la teórica.
Denise asintió, resignada.
—Y cuando termines las tomografías de la mañana —continuó Philips, aún susurrando—, ven a mi despacho. ¡Tal vez podamos hacer una escapada hasta la cafetería!
Antes de que pudiera responderle, él tomó la bata blanca y se marchó.
Las salas de Cirugía estaban en el mismo piso que Radiología, y Philips se encaminó en esa dirección. Esquivando la aglomeración de camillas cargadas de pacientes que esperaban ser sometidos a fluoroscopia, acortó camino por la sala de rayos X. Era una zona amplia, con separaciones formadas por hileras de pantallas, regentada habitualmente por diez o doce internos que charlaban y tomaban café. La diaria avalancha de radiografías todavía no se había iniciado, aunque los proyectores estaban ocupados desde hacía media hora. Al principio serían unas cuantas placas; después, un torrente. Philips lo recordaba muy bien desde sus tiempos de interno. Había hecho las prácticas en el Centro Médico y, respondiendo a las exigencias del departamento de Radiología, uno de los mejores del país, había pasado allí muchas jornadas de doce horas.
La recompensa a aquellos esfuerzos fue una invitación para hacer la especialización en Neurorradiología. Al terminarla, su actuación había sido tan sobresaliente que se le ofreció un puesto de responsabilidad, vinculado a una de las cátedras de la Facultad de Medicina. De ese puesto, sin mayor importancia, ascendió rápidamente hasta el cargo que ocupaba en la actualidad, esto es, subdirector del departamento de Neurorradiología.
Philips se detuvo un momento en el centro mismo de la sala. Su iluminación característica, de baja altura, que procedía de los tubos fluorescentes encendidos tras el vidrio esmerilado de los visores, arrojaba una luz fantasmal sobre la gente. Por un instante, los internos le parecieron cadáveres de piel blanca, muerta, y cuencas oculares vacías. Philips se preguntó por qué no lo había notado hasta entonces. Cuando se miró las manos, vio que tenían el mismo tono de yeso. Continuó avanzando, dominado por una extraña sensación de inquietud. En el transcurso de este último año, no era la primera vez que contemplaba alguna conocida escena del hospital con acritud y una cierta decepción. Tal vez la razón fuera una ligera pero creciente insatisfacción con su trabajo, que había ido tornándose cada vez más administrativo, y la impresión de sentirse estancado en su carrera. En efecto, el director del servicio de Neurorradiología, Tom Brockton, tenía cincuenta y ocho años y consideraba aún lejano su retiro, y por otra parte el jefe del servicio de Radiología, Harold Goldblatt, era neurorradiólogo como Martin. Tenía que admitir que su meteórica ascensión en el seno del departamento se había detenido no por falta de habilidad por su parte sino porque los dos cargos superiores al suyo se hallaban sólidamente ocupados en un futuro inmediato. Hacía ya casi un año que Philips consideraba, a disgusto, eso sí, la idea de abandonar el Centro Médico por otro hospital que le ofreciera mejores perspectivas.
Las tres enfermeras, levantando la cabeza, empezaron a hablar simultáneamente.
Martin era una visita siempre bienvenida a la sala de operaciones, pues todavía estaba soltero.
Cuando las mujeres se dieron cuenta de lo que ocurría, se echaron a reír e iniciaron una complicada ceremonia, consistente en cederse mutuamente la palabra.
—Voy a tener que preguntar en otra parte —dijo Philips, fingiendo que se iba.
—Oh, no —exclamó la rubia.
—Podemos encerrarnos en el cuarto de la ropa blanca para hablar de eso —sugirió la morena.
La sala de operaciones era el único sitio del hospital donde se perdían todas las inhibiciones; su ambiente difería por completo de los demás sectores. Philips pensó que tal vez tuviera alguna relación con el hecho de que todo el mundo lucía el mismo atuendo, con ese aspecto de pijama, y con la posibilidad constante de riesgo y crisis a lo que las insinuaciones sexuales proporcionaban una válvula de escape. Fuese el motivo que fuese, él lo recordaba muy bien; había sido interno de cirugía durante un año, antes de decidirse por la radiología.
—¿Cuál de los casos de Mannerheim le interesa? —preguntó la enfermera rubia—. ¿El de la señorita Marino?
—Eso es.
—La tiene detrás de usted.
Philips se volvió. A unos seis metros de distancia, una camilla sostenía la silueta cubierta de una mujer de veintiún años. La chica debió oír su nombre a través de la niebla cernida por la medicación preoperatoria, pues giró lentamente la cabeza en dirección a Philips. Tenía el cráneo totalmente afeitado, listo para la operación, y su imagen hizo que Philips pensara en un pajarillo sin plumas. La había visto dos veces, brevemente, cuando se le tomaron las radiografías preparatorias, y ese aspecto tan distinto fue un desagradable impacto.
Hasta entonces él no se había dado cuenta de lo pequeña y delicada que era. Sus ojos tenían la expresión suplicante de los niños abandonados, y él sólo pudo volverle la espalda para dirigir su atención a las enfermeras. Uno de los motivos por los que había elegido la radiología y no la cirugía era su imposibilidad de dominar la simpatía por ciertos pacientes.
—¿Por qué no han empezado todavía con ella? —preguntó a la enfermera, enojado porque habían dejado a la paciente tanto rato librada a sus temores.
—Mannerheim está esperando unos electrodos especiales que deben enviarle desde el Hospital Gibson —explicó la rubia—. Quiere tomar ciertos datos de la parte del cerebro que va a extirpar.
—Comprendo —dijo Philips, mientras trataba de planificar el trabajo de esa mañana.
Mannerheim era especialista en alterar los horarios de todo el mundo.
—Tiene dos visitantes japoneses —agregó la enfermera—, y se ha pasado toda la semana dándose mucho pisto. Pero van a empezar dentro de unos minutos. Ya han pedido a la paciente, pero no teníamos con quién enviarla.
—Bueno —replicó él, mientras echaba a andar hacia la puerta—. Cuando Mannerheim pida las radiografías de localización llamen directamente a mi oficina. Así se ahorrarán unos minutos.
Mientras volvía sobre sus pasos, Martin recordó que aún debía afeitarse y se dirigió al saloncito de Cirugía. Como eran las ocho y diez, estaba casi desierto, pues los casos de las siete y media ya estaban en marcha y los siguientes no tenían esperanzas de iniciarse hasta dentro de un buen rato. Había un solo cirujano, que se rascaba distraídamente mientras hablaba por teléfono con su corredor de bolsa. Philips pasó al vestuario e hizo girar la combinación de su pequeño casillero, que conservaba gracias a Tony, el anciano encargado de la limpieza de la sección de Cirugía.
En cuanto tuvo la cara completamente enjabonada, su señal de localización empezó a emitir sonidos, haciéndole dar un brinco. No se había dado cuenta hasta entonces de lo tenso que estaba. Para contestar la llamada, utilizó el teléfono de la pared, tratando de no llenar el auricular de crema. Era Helen Walker, su secretaria, para informarle que William Michaels ya lo esperaba en su oficina.
Philips reanudó el afeitado con renovado entusiasmo. La excitación por la sorpresa de William volvió precipitadamente. Se puso una generosa cantidad de colonia y forcejeó para calzarse las mangas de la bata blanca. Al pasar por el saloncito notó que el cirujano seguía al teléfono, hablando con el agente de bolsa.
Martin llegó a su despacho medio corriendo. Helen Walker apartó la vista de la máquina de escribir, sorprendida por la imagen borrosa de su jefe, que acababa de pasar. Iba a levantarse, lista para llevarle un montón de correspondencia y mensajes telefónicos, pero se detuvo al ver que la puerta del despacho se cerraba con un golpe. Encogiéndose de hombros, volvió a su trabajo.
Philips se recostó contra la puerta cerrada, respirando pesadamente. Michaels hojeaba como al descuido una de las revistas especializadas que había en la oficina.
—¿Y bien? —preguntó Philips, excitado.
Su amigo vestía, como de costumbre, una chaqueta de tweed algo gastada, que no le caía bien, comprada cuando cursaba el tercer año de carrera. Aunque tenía treinta años, aparentaba veinte; su pelo, de tan rubio, hacía que el de Martin pareciera castaño por comparación. Cuando sonrió, su boca pequeña y traviesa expresó satisfacción, entre un chisporroteo de los ojos azules muy claros.
—¿Qué pasa? —preguntó fingiendo volver a la revista.
—Vamos —protestó Philips—. Estás tratando de impacientarme. Y lo malo es que lo consigues muy bien.
—No sé de qué… —empezó Michaels.
Pero no dijo más. Con un veloz movimiento, el radiólogo cruzó el cuarto y le arrancó la publicación.
—Basta de hacer el tonto —dijo—. Sabías que con eso de hacerme decir por Helen que tenías «una sorpresa» me ibas a volver loco. Estuve a punto de llamarte anoche a las cuatro de la madrugada. Ojalá lo hubiera hecho porque te lo merecías.
—Ah, sí, la sorpresa. Casi me olvido.
Y Michaels, burlón, empezó a revolver en su cartera. Un minuto después sacó un paquetito envuelto en papel oscuro y atado con una gruesa cinta amarilla. Martin quedó carilargo.
—¿Qué es eso?
Esperaba recibir algunos papeles, especialmente papel de computación con algún adelanto en las investigaciones. Pero no un regalo.
—¿Para qué diablos me traes ese regalo?
—Porque eres un colaborador magnífico en esta investigación —repuso Michaels, tendiéndole el paquete—. Vamos, toma.
Philips alargó la mano, lo bastante recobrado de la sorpresa para avergonzarse de su falta de tacto; sintiera lo que sintiese, no quería herir los sentimientos de Michaels. Después de todo había sido un gesto muy amable. Le dio las gracias, mientras sopesaba el paquete. Era liviano; medía unos diez centímetros de longitud por dos de grueso.
—¿No lo vas a abrir? —preguntó Michaels.
—Claro.
Philips estudió por un momento la cara de su amigo. Eso de comprar un regalo era muy poco característico del joven genio del Departamento de Computación. No porque careciera de generosidad o calidez, sino porque, al estar completamente absorbido por sus investigaciones, solía pasar por alto los detalles de ese tipo. En realidad, aunque trabajaban juntos desde hacía cuatro años, nunca se habían tratado en un plano social. Philips había acabado por decidir que la mente increíble de ese hombre no se detenía nunca. Después de todo lo habían elegido para encabezar la División de Inteligencia Artificial, de creación reciente, cuando sólo tenía veintiséis años. Y había terminado el doctorado en Física del MIT a los diecinueve.
—Oh, vamos —insistió, impaciente.
Philips desató el lazo y lo dejó caer ceremoniosamente entre el caos que desbordaba de su mesa. Luego quitó el papel verde. Debajo había una cajita negra.
—En eso hay un pequeño simbolismo —comentó Michaels.
—¿Eh?
—Sí, ya sabes lo que dice la psicología refiriéndose al cerebro: que es como una unidad sellada.[1] Bueno, tienes que mirar dentro.
El radiólogo sonrió débilmente. No sabía de qué estaba hablando aquel hombre. Abrió la tapa de la cajita y apartó un papel de seda. Para su sorpresa, se encontró con una cassette titulada Rumores, de Fleetwood Mac.
—Qué diablos… —exclamó, sonriendo, pues no tenía la menor idea de lo que había llevado a Michaels a comprarle esa grabación.
—Más simbolismo —explicó el físico—. El contenido de esa cinta será mejor que la música para tus oídos.
De pronto el acertijo cobró sentido. Philips abrió la cajita y sacó la cassette. No era una grabación musical, sino un programa de computación.
—¿Hasta dónde hemos llegado? —susurró.
—Hasta el final.
—¡No! —exclamó Martin, incrédulo.
—¿Sabes lo que era el último material que me diste? ¡Funcionó como un hechizo! Este programa incorpora todo lo que incluiste en tus diagramas. Interpretará cualquier radiografía que le des, siempre que la pongas en ese aparato.
Señaló algo al fondo del despacho. Sobre la mesa de trabajo había un aparato del tamaño de un televisor eléctrico. Obviamente, se trataba de un prototipo y no de un modelo para producción en serie. La parte frontal estaba hecha de simple acero inoxidable; de la chapa sobresalían las tuercas que la sujetaban. En la esquina izquierda había una ranura para introducir el programa. De los lados salían dos cables eléctricos, uno de los cuales alimentaba un artefacto de entrada y salida acoplado a una máquina de escribir. El otro partía de una caja de acero inoxidable rectangular que mediría unos ciento veinte centímetros de lado y treinta de altura. Al frente ese aparato metálico tenía una ranura larga, con rodillos visibles, para insertar placas radiográficas.
—No te creo —dijo Philips, temeroso de que Michaels siguiera bromeando.
—Yo tampoco —admitió Michaels—. Todo salió muy de repente. —Y fue a dar unas palmaditas a la computadora—. Todo lo que hiciste para resolver los aspectos de solución de problemas y reconocimiento de esquemas en radiología, no sólo hizo evidente que necesitábamos nuevos equipos, sino que también sugirió la forma de diseño. Aquí está.
—Desde fuera parece simple.
—Como de costumbre, las apariencias engañan —afirmó Michaels—. El interior de este aparato va a revolucionar el mundo de la computación.
—Y piensa en lo que será para la radiología, si de veras puede interpretar placas.
—Lo hará, pero todavía puede tener interferencias en el programa. Lo que debes hacer es usar ese programa con tantas placas como puedas, de las que hayas interpretado hasta ahora. Si hay problemas, creo que se presentarán en el plano de los falsos negativos. O sea, el programa dirá que la radiografía es normal cuando en realidad haya algo patológico en ella.
—Lo mismo ocurre con los radiólogos —observó Philips.
—Bueno, creo que podremos eliminar ese problema. Queda en tus manos. Ahora bien, para hacer funcionar esto, primero enciéndelo. Creo que hasta un médico es capaz de hacerlo.
—Sin duda —reconoció Philips—, pero hace falta un físico para enchufarlo.
—Muy bueno —rio Michaels—. Tu sentido del humor está mejorando. Una vez que tengas la computadora enchufada y encendida, insertas el programa en la unidad central. La impresora de salida te dirá cuándo insertar la radiografía en el visor.
—¿En qué posición?
—No tiene importancia, siempre que el lado de la emulsión vaya hacia abajo.
—De acuerdo —dijo Philips, mientras miraba el aparato frotándose las manos, como un padre orgulloso—. Todavía no lo puedo creer.
—Tampoco yo. ¿Quién hubiera adivinado, hace cuatro años, que podríamos lograr un adelanto así? Todavía recuerdo el día en que llegaste a Computación sin hacerte anunciar, preguntando en tono quejumbroso si a alguien le interesaba el reconocimiento de esquemas.
—Di contigo por pura casualidad —repuso Philips—. En ese momento creí que eras uno de los estudiantes. Ni siquiera sabía qué era la División de Inteligencia Artificial.
—En todo descubrimiento científico, la suerte juega un papel importante —concedió el físico—. Pero después de la suerte queda mucho trabajo pesado por hacer, como el que tienes por delante. Recuerda: cuantas más radiografías craneales utilices con ese programa, mejor será, no sólo porque lo depurarán, sino también porque el programa es heurístico.
—No me vengas con palabras raras —protestó Philips—. ¿Qué quiere decir «heurístico»?
—Con que no te gusta que te paguen con tu propia moneda —rio Michaels—. Parece increíble que un médico se queje de las palabras raras. Programa heurístico es el que puede aprender.
—¿Me quieres decir que este aparato se hará más inteligente?
—Lo has captado —replicó el físico, mientras se dirigía hacia la puerta—. Pero ahora ya todo corre de tu cuenta. Y no olvides que el mismo formato es aplicable a otras áreas de la radiología. En tu tiempo libre, si es que lo tienes, empieza con los esquemas para interpretación de angiogramas cerebrales. Después te llamaré.
Al cerrar la puerta, Philips se acercó a la mesa de trabajo para contemplar el aparato de interpretación radiológica. Estaba ansioso por iniciar de inmediato su trabajo con él, pero sabía que la carga de sus obligaciones diarias se lo impediría. Como para confirmarlo, entró Helen con una pila de cartas, mensajes telefónicos y una alegre noticia: la máquina radiográfica de uno de los cuartos de angiografía cerebral no funcionaba correctamente.
Philips, a regañadientes, volvió la espalda a la máquina nueva.