Capítulo 38

Igual que en la ocasión anterior en la que había estado allí el olor a limpio inundó sus sentidos. Aunque lo que en realidad le había llamado la atención fue el trolley negro que había apartado en un lateral de la entrada.

—No puedes ser —se dijo a sí misma en voz alta—. ¡Es imposible!

El sonido de unos pasos la alertó de que, tal y como había supuesto, no estaba sola. Instantes después, un rostro familiar se asomó en la entrada.

—¡Jimena! ¿Qué haces aquí? —preguntó simulando sorpresa—. No me lo puedo creer, la casualidad con nosotros se esmera.

—Sí, eso parece. Me he cogido unos días de descanso, no sabía que ibas a estar aquí. Si quieres puedo quedarme en casa de Eugenia. —Se ofreció con las rodillas temblorosas. ¡Por favor, por favor, que diga que no, que diga que no!

—No es necesario, puedes instalarte en tu dormitorio, yo he vuelto a escoger el mismo de la otra vez. Así que por mí no hay problema, la casa es grande.

Se dio cuenta de que Lucas estaba como siempre, calmado, centrado… Mientras que ella temblaba interiormente como una hoja de papel. Aunque no era la primera vez que estaba a solas con él, habían estado juntos en su casa viendo una película, tomando café… Esta vez era diferente. Estaban en el lugar donde todo había comenzado, iban a volver a pasar unos días juntos, conviviendo, durmiendo a unos pocos metros el uno del otro.

—Perfecto. Voy al coche a por mis cosas —dijo, ansiosa por salir de allí. Necesitaba que el aire fresco le despejara la cabeza.

—Deja que te ayude. —Se ofreció sin esperar una respuesta afirmativa para hacerlo.

—¿Y tú maleta? —preguntó señalando en su dirección.

—Puede esperar.

Todavía en shock, Jimena permitió que la ayudara a sacar su equipaje del coche y a subirlo a su habitación. Un escalofrío le atravesó la espina dorsal cuando comenzó a subir las escaleras. El recuerdo de lo que había sucedido en ellas se instaló debajo de su piel y tuvo que agarrarse con fuerza a la barandilla para no soltar el chelo y lanzarse sobre él, preguntarle si había algo cierto en lo que le había contado Anabel y, si la respuesta era afirmativa, atarlo a esa escalera y no dejarlo marchar hasta que todos los malentendidos y las asignaturas pendientes entre ellos quedaran resueltas.

—Jimena, ¿estás bien? —Se giró Lucas que iba por delante cargado con las dos maletas que se había traído.

—Sí. Perfecta, ¿no me ves? —Replicó en un tono acerado que no pretendía usar.

La respuesta de Lucas fue una sonrisa traviesa.

—Te decía que ahora cuando deshagas las maletas podríamos ir a la tienda a comprar algo para comer, me temo que la despensa está vacía.

—En realidad he quedado con Eugenia para comer con ella, pero estoy segura de que estará encantada de que me acompañes.

—De acuerdo. Me gustará saludarla. —Aceptó. No era exactamente lo que él había planeado, pero deseaba estar con Jimena, y acompañarla a casa de la panadera era un modo como otro cualquiera de pasar más tiempo con ella.

—Ahora mismo le mando un mensaje para decírselo —dijo mientras cruzaba los dedos para que la mala cobertura de Alcolea le diera una tregua esta vez.

—De cualquier manera deberíamos hacer algunas compras. —Insistió—. Habrá que cenar.

—Tienes razón. Dame quince minutos y nos vamos.

Jimena se pasó los quince minutos sentada en su cama. Intentando calmar los acelerados latidos de su corazón. Lucas estaba allí, lo había dejado todo y estaba de nuevo en Alcolea, no hacía falta ser un lince para entender que ella era el motivo de que hubiera regresado a ese pueblo. No había proyectos que necesitaran silencio y soledad, no había ninguna razón para que hubiera dejado Valencia. Se llevó las manos a las sienes, presionándolas, intentando calmar el pulso que sentía en ellas.

Ni siquiera le había preguntado el motivo de que estuviera en la casa, estaba tan alterada que había resultado grosera, puede que incluso un poco hostil.

—¡Relájate, Jimena! —se dijo—. E intenta ser amable.

Con esas directrices cogió el bolso y la chaqueta y bajó las escaleras.

—¡Lucas! —Llamó.

—Estoy en el salón, intentando encender el fuego.

Respiró hondo varias veces y se acercó hasta el salón. Lucas estaba acuclillado frente a la chimenea. Levantó la cabeza cuando ella se acercó y Jimena se fijó en la mancha negra que tenía encima de la ceja.

—Te has manchado —le dijo sin poder apartar la vista de su cara. Lucas se pasó la mano por la sien, pero al llevar los dedos negros de hollín, empeoró bastante la mancha.

Ella rio al ver el resultado.

—¿Ya está?

—Peor que antes. Llevas las manos sucias —explicó acercándose—. ¿Puedo?

—Sí.

Los dos aguantaron la respiración a la espera del roce. Con suavidad, Jimena pasó los dedos índice y corazón por la frente, sintiendo el calor de su piel en las yemas de sus dedos, alargando más tiempo del necesario el roce.

—Ya está.

—El fuego también. Dejemos que caldee la casa y vayamos a por víveres. —Propuso Lucas, sintiendo cómo toda la sangre de su cuerpo se concentraba en un punto.

En la tienda del pueblo les recibieron con afecto, todos los habitantes les creían una pareja, así que siguieron con la farsa mientras estuvieron dentro. Se cogieron de la mano y se miraron como dos tortolitos que buscan refugio para estar juntos.

Ir de la mano de Lucas revolucionó las hormonas de Jimena, que dudaba si podría seguir cuerda si debía compartir durante mucho tiempo el mismo espacio con él.

Cuando llegaron a casa las cosas no se pusieron mucho más fáciles. La cocina seguía siendo diminuta para dos personas, y todavía más si esas dos personas se dedicaban a guardar la compra en los armarios y la despensa.

En un momento en el que estaban haciendo malabares para que Jimena guardara los huevos y la leche en la nevera y Lucas, el pan de molde en el armario de arriba, se quedaron encallados prácticamente uno encima del otro. Ella podía sentir el musculado pecho masculino sobre su espalda. Tenía la piel tan sensibilizada por su contacto que estaba segura de que era capaz de saber qué músculo de su estómago se movía con cada movimiento.

La voz sensual de Lucas en su oído la hizo gemir. Su aliento cálido le rozó la piel del cuello.

—¡Qué bien hueles! A limón y azúcar.

Avergonzada por su propia reacción, no respondió. Temerosa de que le fallara la voz.

—No te muevas todavía. —Pidió él, en el mismo tono insinuante—. Tengo que guardar las latas también aquí arriba.

¡Me está torturando a propósito! Se dijo. No hay necesidad de guardarlo todo ahí. Sonriendo interiormente, se preparó para devolverle la pelota y, fingiendo que necesitaba abrir el cajón de la parte de abajo del frigorífico, pegó su trasero a la incipiente dureza de Lucas, contoneándose sin ningún pudor.

—¿Me pasas la lechuga? —Pidió con inocencia—. Voy a guardar la verdura —dijo al tiempo que volvía a moverse sobre él.

Una sonrisa de triunfo se instaló en su rostro cuando lo escuchó gruñir, y comenzó a sentir cómo su cuerpo respondía al contacto. Sin embargo, su tortura aún no había terminado. Dejó escapar un suspiro de necesidad y se preparó para realizar su último movimiento. Sin dejar de presionar el cuerpo de Lucas, se dio la vuelta quedando de frente a él, pegada a él desde los muslos hasta los senos, entonces echó la mano hacia atrás y cerró la puerta de la nevera.

—Jimena. —Llamó Lucas con la voz ronca por el deseo.

Ella no respondió, ni siquiera dio muestras de haberle escuchado.

—Voy a darme una ducha y nos marchamos a casa de Eugenia, ¿o quieres que te reserve agua caliente para que te duches tú también?

La imagen del agua corriendo sobre la piel de Jimena embotó el cerebro de Lucas, que apenas era capaz de hablar con coherencia o de pensar en otra cosa que no fuera en ella desnuda y mojada.

—Sí, vale.

—¿Sí me ducho y nos vamos o sí te duchas y nos duchamos los dos? —Volvió a repetir reforzando la imagen en su cabeza.

—Sí. Ducha. Tú. Adiós —contestó marchándose a toda prisa de la cocina.

Jimena se sintió perversamente bien, el que juega con fuego acaba por quemarse. Tomó nota mental para ofrecerle ese sabio consejo popular a Lorena, la reina de los refranes.

Eran las dos menos cuarto cuando salió de su dormitorio ya duchada y ataviada con el mismo vestido rojo que había llevado la primera noche que se acostaron juntos en esa misma casa. Se había ondulado el cabello en las puntas dejándolo suelto.

Sentía que había ganado la primera batalla, pero la guerra era mucho más amplia. Parada en la puerta de su habitación hizo dos respiraciones profundas y movió sus dedos al ritmo de Elgar, mientras con su brazo derecho agitaba el arco de su chelo.

—¿Nerviosa? —preguntó la voz de Lucas.

Abrió los ojos y se topó con la imagen más sexy que había visto nunca. Lucas llevando unos vaqueros desgastados con unas botas de motorista y su camiseta de Led Zeppelin debajo de una chaqueta de cuero.

¡Wow! Chico malo, estás buenísimo —dijo intentando que sonara a burla.

Él no picó.

—Tú también estás muy guapa. ¿Nos vamos o prefieres que nos quedemos en casa? —Se burló él.

—Nos vamos. Sería una lástima que las mujeres del pueblo se perdieran verte vestido de cuero.

Touché. —Aceptó la derrota.

Bajaron las escaleras cogidos y aunque ninguno de los dos dijo nada ambos recordaron lo mismo al bajarlas.

—Hola, Lucas. ¡Cuánto tiempo!, ¿cómo estás? —le preguntó abrazándole, aunque no le permitió responderle a la pregunta sino que ella misma lo hizo—, guapísimo como siempre.

—Gracias, Eugenia. Tú estás estupenda.

—Pasad, pasad. He preparado codornices en escabeche porque sé que Jimena se muere por comer carne, ¿te parece bien? —Inquirió a Lucas.

—Cualquier cosa que prepares tú seguro que está deliciosa. —Aduló consiguiendo que la panadera le mirara con ojitos soñadores.

Siguiendo a Eugenia llegaron al salón, una estancia acogedora y con el estilo colorido e inconfundible de la mujer. Su marido se levantó del sillón para saludar a los invitados y Lucas y él pronto comenzaron a hablar de lo que hablan todos los hombres que apenas se conocen, de fútbol.

La chelista se dio cuenta de que en la mesa había cubiertos para cinco personas, sin embargo no preguntó.

—Niña, ¿qué hace Lucas aquí?

—No lo sé. Estaba ya en la casa cuando yo he llegado. No le había dicho que iba a venir —le comentó entre susurros.

—No hace falta que te diga que eso se lo debes a tus amigas.

—Voy a acabar con ellas cuando las pille. Por entrometidas.

—Lo que cuenta es que él ha venido. No lo habría hecho si no te quisiera. —Advirtió muy seria.

Jimena iba a replicar cuando el timbre sonó y la mujer fue a abrir. Tres minutos después entró por la puerta de nuevo acompañada de un hombre de unos treinta años, alto, dos dedos más alto que Lucas, moreno y con los ojos más verdes que había visto en su vida.

Eugenia se acercó a ella con el chico a su lado.

—Jimena, ¿te acuerdas de lo mucho que te he hablado de mi sobrino Manuel? —preguntó sin poder ocultar el orgullo.

—Pues claro, como para olvidarme. —Bromeó ella—. No habla de otra cosa.

—Es que mi tía me quiere mucho —comentó Manuel con una voz rasgada que enrojeció sus mejillas—. Espero no resultar muy decepcionante.

Dijo sabiendo que nadie podría decir algo así sobre él.

—¿Buscas halagos? —Le espetó su lengua viperina con una sonrisa.

—Siempre. Es una de mis máximas. Conseguir que las chicas guapas me piropeen.

—En ese caso, no eres ninguna decepción. ¿Contento?

—Mucho. —Bromeó él.

El carraspeo de Lucas la hizo girarse. Su rostro estaba impasible, a excepción del rictus serio de sus labios.

Eugenia siguió ejerciendo de anfitriona y le presentó a Lucas a su sobrino, no añadió ningún epíteto, ni novio ni amigo, solo Lucas.

La comida se desarrolló tranquila, la incomodidad de Jimena estando a solas con Lucas desapareció en casa de su amiga, y Manuel resultó ser una persona interesante y carismática. Jimena estaba sorprendida de que siguiera viviendo en Alcolea, el pueblo era precioso para pasar unos días de descanso, pero demasiado tranquilo y aburrido para vivir regularmente. Entonces Eugenia comenzó a alardear de sobrino y supieron por fin la razón de que viviera tan aislado, era el médico del pueblo, ejercía en el mismo lugar en que lo había hecho su padre.

—Mi tía me ha dicho que eres músico. Es una lástima que no hayas traído tu instrumento, me habría gustado escucharte —comentó Manuel con una sonrisa deslumbrante de dientes blancos y perfectos.

—Estoy segura de que Jimena se ha traído el chelo, dudo que vaya a ninguna parte sin él. —Intervino Eugenia.

—Me has pillado, Eugenia. —Concedió riendo.

—Entonces tienes que tocar para mí. —Pidió Manuel—. ¿Qué te parece mañana? Prometo prepararte una cena casera de chuparse los dedos.

—Sí, Jimena, ¿por qué no le tocas algo de Elgar? Seguro que le encanta. —El comentario de Lucas había sido deliberadamente hiriente.

—Claro, mañana no tengo planes. Me encantará cenar contigo. —Aceptó más por fastidiar a Lucas por su desafortunado comentario que porque tuviera ganas realmente de ir a cenar con Manuel.

Vale que fuera guapo, simpático e inteligente, pero ella estaba echada a perder para todos los hombres que no fueran creídos, atractivos, divertidos, inteligentes y unos arquitectos brillantes.

En cuanto salieron de la calle de la panadería, aceleró el paso. Caminaba tan rápido que pronto dejó a Jimena andando a unos metros por detrás de él.

Siguió su camino como si no escuchara la pregunta de ella a su espalda, tenía prisa. Claro que la tenía, estaba impaciente por recoger sus cosas y marcharse de Alcolea cuanto antes.

Estaba nervioso, más nervioso de lo que recordaba haber estado nunca, pero también estaba enfadado consigo mismo y con ella. Sobre todo con ella por ser la mujer perfecta para él y no permitirle quererla.

Cuando Patricia y Lorena habían ido a su despacho para contarle que Jimena se marchaba unos días a Alcolea, no se había cuestionado qué debía hacer. La respuesta había estado clara desde el comienzo, de manera que lo había dejado todo, la reunión que tenía para esa misma mañana con uno de sus clientes más importantes, los últimos retoques al proyecto más decisivo de su carrera, y todo para descubrir que había sido un completo imbécil.

Se paró de repente consiguiendo que Jimena chocara contra su espalda:

—¿Ha sido él la razón por la que has vuelto al pueblo?, ¡no me mientas! —Advirtió muy tenso.

—¿De qué hablas? ¿Por qué estás tan raro?

—De Manuel, Jimena, ¿de quién si no iba a hablar? —preguntó mirándola fijamente.

—No sabía que Eugenia hubiera decidido invitarle a comer, y desde luego él no es la razón por la que he venido a esta casa. Necesitaba descansar, ya te lo había contado.

—Te he dicho que no me mientas. —Exigió en un tono frío y distante.

—No te miento, aunque tampoco comprendo por qué narices te importa tanto.

—Por fin algo en lo que estamos de acuerdo, ¿por qué narices me importa? —dijo acelerando el paso y dejándola atrás aturdida y molesta consigo misma por no saber mantener la boca cerrada.