Y es que por mucho que Bertram hubiera intentado tranquilizarla, la seguridad que el alemán tenía en sus logros solo conseguía deprimirla más; dividida entre su deseo de conseguir el puesto y su sueño de tocar en la Filarmónica de Viena, una fantasía cada vez más lejana.
Todavía indecisa sobre qué debía tirar y qué conservar, dirigió la mirada a la única pieza de ropa que había colgada en el armario, un vestido rojo de punto, un vestido que se había convertido en su prenda favorita, y no precisamente por cómo se sentía al llevarla puesta, más bien todo lo contrario…
El inconfundible ruido de la puerta de la entrada al cerrarse la sacó de sus cavilaciones, suspiró resignada a que Patricia llegara con más vegetales que no se iban a comer en meses, y se levantó del suelo para confirmar sus sospechas. La violinista casi había terminado con las existencias de la frutería Blasco, en un solo día, mientras que el frigorífico estaba tan repleto que casi no se podía ni cerrar.
Se encaminó a la cocina para comprobar los daños sufridos por el pobre electrodoméstico, y se topó con la sonrisa feliz de Patricia, que le confirmó sin necesidad de abrir la nevera, que efectivamente, había ido de compras. Jimena fue incapaz de reprenderla, su expresión se lo impidió, hacía mucho que no la veía en el rostro de su amiga, y supo sin necesidad de comprobaciones que abrir la nevera iba a ser más peligroso que pasear por un campo de minas.
Visto lo visto, la táctica de Héctor de ir despacio estaba consiguiendo mucho más de lo que había esperado. En poco más de veinticuatro horas, Patricia ya había visitado la frutería más de lo que lo había hecho en los últimos dos años.
Y es que Héctor podía ser joven, pero no por ello era inmaduro o infantil, todo lo contrario, era el contrapunto perfecto para su alocada compañera de piso.
—Ayúdame a guardar la compra. —Pidió Patricia en cuanto la vio entrar en la cocina.
—¿Qué has traído?
—Patatas. Me apetece hacer una buena tortilla y una ensalada completa para comer —comentó contenta.
—Ya teníamos patatas. ¿Has traído también lechuga?
—Sí, he traído lechuga y sí, teníamos patatas, pero no eran las adecuadas.
—¿No eran adecuadas? —preguntó alucinada.
—Las que tenemos en casa son rojas.
—Creía que te gustaba el rojo —comentó con intención de sacarla de quicio. ¡Qué narices importaba el color de las patatas! Las patatas eran patatas, punto.
—Qué graciosa eres —murmuró entre dientes, molesta por ser tan evidente—. Las blancas son mucho mejor para hacer tortilla —explicó con altanería. De acuerdo que las había comprado por ver a Héctor, pero Jimena no tenía por qué saberlo, imaginárselo sí, pero saberlo era otra cosa.
—Si tú lo dices…
—Lo digo. Ya sabes que la tortilla de patata es mi especialidad.
—Creía que tu especialidad era la fideuà o incluso la paella.
—Sí, eso también, soy muy habilidosa en la cocina. —Se alabó con una mueca orgullosa.
Jimena iba a replicar cuando el móvil que había dejado sobre la mesilla del recibidor, junto a las llaves de casa, comenzó a sonar y a vibrar.
Se acercó hasta él arrastrando los pies para darle tiempo al Réquiem de Fauré a seguir sonando sabedora de lo deprimente que le resultaba a su compañera la melodía que había elegido para su móvil.
—¡A ver cuándo le cambias el sonido al teléfono! —Se quejó Patricia—. Es demasiado lúgubre incluso para ti.
Sin responder a la pulla, cogió el iPhone y se planteó la posibilidad de no responder; el número que aparecía en pantalla era desconocido para ella, no lo tenía memorizado.
—Dígame. —Pidió más bruscamente de lo acostumbrado, creyendo que era la típica llamada para convencerte de que te cambies de compañía telefónica.
—¡Vaya! Das más miedo por teléfono que en persona —comentó divertido, una voz conocida.
Jimena se tensó, entre sorprendida y molesta. Más lo primero que lo segundo.
—¿Qué quieres?, ¿por qué tienes mi número?
—Veo que me has reconocido. —Se burló Lucas—. Ese es el tono amable y dulce que reservas en exclusiva para mí.
—Claro que te he reconocido, ya te he explicado muchas veces que soy muy lista. A ver cuándo por fin lo aceptas y nos ahorramos más palabras.
—De acuerdo, eres muy, muy lista, y excesivamente cariñosa conmigo. Todo aclarado.
—¿Qué quieres, Lucas? No tengo tiempo para discutir contigo, estoy muy ocupada —dijo, al tiempo que se volvía a mirar mal a Patricia que había resoplado al escuchar su afirmación.
Tapando el teléfono con la mano, se giró para hablar con su amiga sin que su interlocutor la escuchara.
—¿No tenías trabajo en la cocina? —preguntó al ver que la había seguido hasta el recibidor y que estaba observándola sin ningún disimulo.
—Sí, por supuesto. Luego me cuentas, pero hazte un favor y no seas tan borde. Cuenta hasta diez si hace falta.
—¡Seguro que sí! Empieza a contar por mí. —Le espetó, aunque sabía que tenía razón, que terminaría contándole su conversación con Lucas.
Patricia arrugó la nariz, en un gesto que pretendía ser una mueca ofendida, y se fue por donde había venido.
Volviendo a pegarse el teléfono a la oreja, escuchó la última parte de la cháchara que salía por él:
—¿Cenarás conmigo?
—¿Perdón? —preguntó asombrada.
—Tiene gracia que me pidas perdón tú; la razón principal por la que te llamaba era precisamente para disculparme por lo del otro día. Puede que me excediera un poco con mis palabras —comentó suavizando con ello lo que había sido un ataque de celos en toda regla.
—¿Por qué estás disculpándote exactamente? ¿Por ser un patán, un maleducado, un cerdo? ¿Por besarme a la fuerza? ¿Por largarte sin despedirte de tus amigos? ¿Por…?
—¡Wow!, veo que aceptas mis disculpas. —Bromeó admirado por su fuerte carácter.
—¡Ni lo sueñes, guapito!
—¿Guapito? Interesante… Aunque no creas que me disculpo por haberte besado. Eso fue lo mejor de la noche, o para ser justos contigo, lo mejor de la semana.
Jimena sintió un calorcillo serpenteando en su estómago, ¡lo mejor de la semana! Las rodillas comenzaron a flojearle y estiró el brazo para apoyarlo en la pared del pasillo y mantener el equilibrio.
—Puedes halagarme todo lo que quieras, pero eso no te va a funcionar. —Le avisó con la voz poco firme.
—Entonces es a cada minuto más indispensable que cenes conmigo para que pueda disculparme como corresponde a mi afrenta. —Era más que evidente en su tono, lo bien que se lo estaba pasando en la batalla dialéctica con Jimena.
—No es buena idea.
—Es una idea estupenda. Solo te molesta que se me haya ocurrido a mí en lugar de a ti. —Continuó pinchándola.
Jimena tuvo que reírse ante aquello e incluso darle la razón. La idea de cenar con Lucas la tentaba, no iba a negárselo, pero al mismo tiempo sus reacciones exageradas y sus pullas la descolocaban más de lo que lo había hecho ninguna persona antes. Definitivamente no era prudente quedar con él. Sufría el riesgo de enamorarse de la parte correspondiente al Doctor Jekill, pero no podía olvidar que iba unido a un Mr. Hyde.
—Seguramente estés en lo cierto. —Concedió de mala gana—. Pero sigue siendo un «no».
—Puedes apostar por ello, es una de mis mayores virtudes, siempre tengo razón. —Y añadió como si no hubiera escuchado su negativa—: ¿Qué te parece si cenamos el viernes?
—Lo siento, estoy ocupada. —Se excusó.
—¿El sábado?
—Ocupada.
—Entonces come conmigo, no será lo mismo, pero me conformo con eso.
—Ocupada, ya tengo planes.
—¿Domingo?
—También, todo el día. Mira lo mejor es que te llame yo cuando me venga bien. ¿De acuerdo? Esta semana ya la tengo organizada.
—De acuerdo, tú mandas. Pero quiero que sepas que estoy impaciente por disculparme. —Confesó entre bromas, lo que no lo hacía menos cierto.
—Seguro que sí. Adiós, Lucas.
—Qué despedida tan sosa, ¿sin besos, achuchones ni nada?
La reacción de su cuerpo fue automática, sus oídos escucharon la palabra «beso» y su mente rememoró el último que había recibido de su boca… Sintió la fría pared a su espalda, la respiración se le aceleró, y de repente el chándal que llevaba puesto para estar por casa le pareció demasiado abrigado para su acalorado organismo.
—Adiós. —Se despidió con la voz ronca y las rodillas temblorosas.
Todavía con la imagen que había evocado la palabra, se quedó en silencio en medio del pasillo. ¿Por qué quería cenar con ella? Y lo más importante, ¿quién había sido el traidor que le había dado su número de teléfono?
Comprendiendo que si estaba enfadada no podría deprimirse, se encaminó hecha una furia hasta la cocina, con el teléfono todavía en la mano, dispuesta a descubrir quién le había dado su número al hombre más exasperante que había conocido nunca. Un hombre que además era peligroso, sexy e insistente, demasiado para su salud mental.