En realidad el que la hubieran obligado a ponerse un vestido ceñido, hipercorto y unos tacones de quince centímetros colaboró para que no discutiera y aceptara conducir un par de calles y terminara dando vueltas a la caza de un aparcamiento, un ser mítico similar a los unicornios.
Tres cuartos de hora después de salir de casa, entraban en El Zoom. Patricia a la cabeza mientras Jimena intentaba andar con soltura sobre los andamios que calzaba.
—Voy a la barra a por una copa. Acuérdate de sonreír, a ver si te acerca algún Milan.
—Algún ¿qué?, ¿ese no es el hombre del hijo de la Shakira y Piqué?
—¿Qué hijo?, ¿de qué hablas?
—Nada, déjalo. ¿Qué es un «Milan»?
—Un Milan, ¿no te acuerdas de las gomas de borrar del cole? —preguntó sorprendida de que su amiga no las recordara.
—Me acuerdo. Lo que no entiendo es que quieres decir con que se me acerque la goma de borrar que usaba cuando iba al instituto. ¿Has bebido antes de salir?
—¡Qué pez estás! Un Milan es un tío goma. Sirve para borrar malos recuerdos y esas cosas. Se usan después de una ruptura difícil, tras un desengaño… Lo que viene siendo tu caso.
—Son todos muy jóvenes —contestó obviando el tema Milan. Ella no pretendía olvidar nada, no obstante, tampoco protestó.
—Claro, como tú eres tan vieja. —Se guaseó Patricia.
—Mira a tu izquierda con disimulo. —Pidió—. He dicho di-si-mu-lo.
Se quejó al ver cómo Patricia se giraba descaradamente a mirar la mesa que le había indicado en la que tres chicos bebían y reían.
—Qué, ¿te gusta alguno?
—No vayas de lista. El chico de la camiseta verde es el frutero de debajo de casa. Héctor, creo que se llama.
—Sí que estás enterada. ¡Es muy mono! Mucho.
—¡Patricia! Ni se te ocurra.
La rubia obvió la advertencia.
—Me voy a por una copa, ¿te traigo algo?
—Una Cola light sin hielo, pero con limón, por favor.
—Anotado. —Se burló su amiga, quien esbozó una sonrisa condescendiente antes de encaminarse a la barra, balanceando sus caderas de manera que atrajo todas las miradas masculinas del pub.
Quince minutos después, Jimena seguía esperando el refresco y a su acompañante. Sintiéndose tonta, ahí sentada, sin bebida y sola, se levantó de la mesa que había estado ocupando y, tras un suspiro resignado, se colocó al final de la interminable cola del baño de mujeres. La chica morena que estaba delante de ella le sonrió comprensiva:
—Esto es imposible. Da igual el país en el que estés, en el baño de mujeres siempre hay que esperar para entrar mientras que el de hombres está vacío.
—Sí, es verdad. —Aceptó sonriendo.
La chica era realmente llamativa, lucía unos pantalones pitillo oscuros, y un top brillante del mismo tono, que resaltaba cada una de sus curvas. Sus taconazos parecían el hermano mayor de los que ella misma llevaba.
A todo ello había que añadirle su melena larga y ondulada de un negro brillante y su carácter abierto y simpático.
—Yo puedo esperar, si necesitas pasar antes. —Ofreció con generosidad cuando le llegó el turno para entrar al baño.
—Gracias, yo también puedo esperar. —Agradeció con una sonrisa.
La chica se la devolvió mientras entraba, caminando con sus zapatos con la misma soltura con la que lo haría si fuera descalza.
—¿Jimena? —preguntó una voz cerca de su oído.
Habría reconocido esa voz en cualquier parte. Con el cuerpo temblando, se giró para toparse con Lucas, vestido con una camisa negra y unos vaqueros desgastados que, a juzgar por lo que alcanzaba a ver, le quedaban como un guante.
—¡Wow! Estás espectacular —le dijo él mientras se inclinaba a darle dos castos besos en las mejillas—. Te dejo unas horas y te transformas en esta belleza. —Aunque su tono era de broma parecía estar diciendo lo que realmente pensaba.
Su cercanía le permitió aspirar su aroma y cada una de sus terminaciones nerviosas se derritió a la espera del contacto.
—Gracias —respondió enderezándose más.
¿Qué narices le pasaba a su cerebro que se volvía Blandi Blub cuando ese hombre aparecía en su campo de visión?, se quejó para sí.
—¿Qué haces aquí? ¿Estás sola?
Estaba a punto de responderle cuando la chica amable con la que había entablado una conversación minutos antes, salió del lavabo y cortó cualquier posible respuesta.
—¡Luc! ¿No podías esperarme en la mesa? —le preguntó con una sonrisa complacida en los labios.
Este miró a Jimena y fue entonces cuando la morena se dio cuenta que la chica del baño y Lucas habían estado hablando.
—Anabel, te presento a Jimena, una amiga —explicó con incomodidad—. Jimena esta es Anabel, otra amiga.
Llevaba todo el día pensando en Jimena, pero la idea de reencontrarse con ella frente a Anabel le pilló desprevenido.
—Encantada, Jimena. —Saludó mirándola con renovada curiosidad.
—Igualmente, Anabel —respondió haciendo uso de su poco habitual diplomacia y estampando dos besos corteses en las mejillas de la chica.
—¿Quieres tomarte algo con nosotros? —Ofreció Lucas—. Estamos en aquella mesa.
Jimena giró la cabeza y vio a tres personas en ella, dos chicos y una chica mucho menos llamativa que Anabel.
Una punzada de alivio le recorrió la espalda, no estaban solos, no era una cita.
—Muchas gracias, pero ya me voy a casa. —Rechazó con amabilidad.
—Vente con nosotros, Jimena. Es mi último día de vacaciones en España, mañana regreso a Ginebra. ¡La noche es joven! —Pidió la morena con una sonrisa.
—En ese caso, que tengas buen viaje, pero no puedo acompañaros. Me voy a casa, aunque antes voy a entrar no sea que se me cuelen —dijo, señalando la puerta abierta del aseo—. Adiós, Lucas. Encantada, Anabel.
Y dicho esto se despidió con una sonrisa y escapó al interior del cuarto de baño.
—¡Mierda!, ¡mierda! —Se desahogó, apoyándose contra la puerta cerrada.
***
Mala suerte era encontrarse a Lucas en el fútbol, en una librería, un pub… El colmo de la mala suerte era tener una camiseta suya encima de la cama y no saber qué hacer con ella.
Sentada en el baúl a los pies de su cama, observaba la prenda como si fuera un objeto mítico. Temerosa de tocarlo y ser incapaz de resistirse a ponérsela, cual anillo único, o a terminar siendo una de esas mujeres cursis de las comedias románticas que se pasaban el día con la ropa de sus novios pegada a la nariz.
Consciente de que la única opción que le quedaba, si quería resistir, era sacarla de sus dominios, la cogió con dos dedos de una puntita, cruzó el dormitorio y llegó hasta el salón, donde la dejó extendida sobre el sofá. Al día siguiente llamaría a Lorena y quedaría con ella para dársela. Su amiga se encargaría de hacérsela llegar a su dueño, y de ese modo se libraría de la tentación de quedársela.
El ruido de la cerradura la puso alerta, y las risas que la acompañaron, anunciaron a Jimena que Patricia llegaba acompañada. Suspiró resignada a encontrarse con un intruso en el baño a la mañana siguiente, y regresó a su dormitorio a toda prisa.
Al menos podría dormir sin interrupciones, se animó. Todavía disponía de una semana para vivir feliz. Patricia le había prometido un mes de silencio si la llevaba al partido, y solo habían transcurrido tres semanas desde aquello.
Deseosa de olvidarse del amor, el sexo y cualquier cosa que activara sus recuerdos más recientes, sacó el DVD de las emergencias de la estantería, encendió la televisión y centró su atención en Jack Nicholson actuando en el papel de su vida: en El resplandor, una película que le recordaba que la familia perfecta no existía.
En plena madrugada Jimena abrió los ojos debatiéndose entre permitirse pensar o volver a ver El resplandor. Sorprendiéndose a sí misma, optó por la primera opción y la caja de Pandora se abrió de golpe.
¿Quién era Anabel? ¿Qué hacía con Lucas? Fueron las dos primeras preguntas en abandonar la caja. Seguramente había algo entre ellos, el rostro de ella se había iluminado cuando le vio, y la pregunta sobre si no podía esperarla en la mesa también era bastante significativa, por no pensar en el diminutivo que había utilizado: Luc.
Aun así, él había mantenido las distancias sin mostrar a las claras su relación, e incluso la había invitado a tomar una copa con ellos. No obstante, eso tampoco apoyaba la idea de que no fueran pareja, aunque tampoco la descartaba.
Por otro lado, apenas hacia un mes y medio que Lorena había intentado emparejarlos en la cena que había organizado en su casa, de modo que si Anabel y Lucas estaban juntos, debía de ser desde hacía poco tiempo. Frustrada consigo misma por estar pensando en él, cerró los ojos e intentó volver a conciliar el sueño.
Horas después se despertó sin ganas de afrontar el día, por lo que se quedó remoloneando en la cama unos minutos. Aburrida de no hacer nada, alargó el brazo hasta la mesilla de noche y cogió el portátil, terminó de desperezarse mientras se encendía y sacó los auriculares del cajón de la mesita conectándolos al ordenador. Después de oír el ronroneo de encendido, abrió la aplicación de Spotify del escritorio y tecleó el nombre del grupo en el buscador. Instantes después se desplegó una lista de pistas y reprodujo una canción al azar. ¡Seguro que sí, Jimena! Al azar, se recriminó.
You need coolin’, baby, I’m not foolin’,
I’m gonna send you back to schoolin’,
Way down inside honey, you need it,
I’m gonna give you my love,
I’m gonna give you my love.
Wanna Whole Lotta Love[4]
Bueno, no estaba mal, Led Zeppelin no era Elgar, pero hacían buena música. Al menos no podría recriminarle a Lucas su mal gusto musical.
La inyección de adrenalina de la canción y el olor a café recién hecho la activaron completamente, por lo que decidió levantarse de la cama y hacer frente al nuevo día.
Tras ponerse unos calcetines gruesos y una sudadera de chándal sobre el pijama se aventuró a la cocina, cruzando los dedos para no toparse con el ligue de su compañera de piso. Cada vez que su amiga llevaba a alguien a casa, salía temerosa de lo que podía encontrarse, el gusto de su amiga por los hombres era tan ecléctico como su elección musical.
Jimena se había visto obligada a compartir el único cuarto de baño con banqueros engominados, artistas bohemios o revolucionarios ansiosos por cambiar el mundo…
En esta ocasión fue con Héctor, el hijo del dueño de la frutería de abajo, con quien se topó. Suspiró ruidosamente cuando se percató de que iba desnudo.
—¡Dime que esto es una pesadilla! —Pidió acercándose a la cafetera—. Dime que no estás desnudo en mi cocina, y que no has usado mi baño.
—¡Ostras tía! Lo siento. No me acordaba de que Patricia vivía contigo.
—No puedo creerlo, ¡y yo que pensaba que era inolvidable! —respondió sirviéndose una taza de café.
—Ahora vengo.
Dos minutos después estaba de vuelta con los calzoncillos puestos.
—¿No tienes más ropa? —preguntó con el ceño fruncido.
—No me ha dejado entrar en el búnker ese que tenéis montado, y mi ropa está ahí.
—Supongo que tendrás que esperar a que se meta en la ducha para sacarla. —Le aconsejó conocedora de las manías de su amiga.
—¿Siempre es tan poco amable por las mañanas?
—Borde. Llama a las cosas por su nombre, es borde. Y sí, lo es siempre que tiene visita —explicó con firmeza. Lo mejor era no crearle falsas esperanzas que a la larga le harían más daño.
—¡Oh! ¿Y eso ocurre a menudo?
—Más a menudo de lo que desearía. —Confesó, sintiéndose cómoda con él, a pesar de su desnudez.
—Ya veo…
—Regreso a mis dominios. No te lo tomes como algo personal, ¿de acuerdo? Siempre hace lo mismo.
—Claro. Gracias.
Jimena le sonrió comprensiva y se metió en su dormitorio, en ese instante lo único que conseguiría calmar su mal humor era su apreciado chelo. De entre todos los hombres disponibles de El Zoom su amiga había tenido que escoger a uno que veían cada día y cuyo padre les suministraba la mayor parte de lo que comían. ¡Fabuloso! Y encima lo había hecho a conciencia, a pesar de que ella le había pedido que con Héctor no, que buscara a otro que no les fuera a crear momentos incómodos.