Capítulo 4

28 de diciembre 2012, Día de los Santos Inocentes.

This could be paradise Paradise, paradise Could be paradise, oh[1]

«Paraíso» era una palabra bastante acertada para lo que advertía. La nieve se veía blanca y esponjosa a través de los cristales del vehículo en el que seguía sentada. A pesar de haber llegado a su destino, permanecía al volante rememorando las decisiones que había tomado en la última semana.

Después de haberse resistido durante meses, al final había aceptado presentarse a las pruebas para primera chelista en la orquesta del Palau, de la que formaba parte. Tras muchas charlas disuasorias, se había dejado convencer por su compañera de piso, Patricia, para que lo hiciera. Si bien Jimena reconocía que la idea le había surgido a ella misma en algún momento, también era cierto que la había descartado en cada una de esas ocasiones, sabiendo que si participaba en la selección y lograba el puesto, se conformaría con eso y no seguiría luchando por aspirar a su sueño de tocar en la Filarmónica de Viena, una ilusión que la había acompañado desde que siendo una niña comprendió que su vida estaba ligada a la música.

Resultaba imposible no interesarse por ella teniendo un padre clarinetista y un abuelo oboísta. Aunque al principio la música fue para ella un intento de llegar a su progenitor, creía que su interés compartido conseguiría lo que no había hecho la sangre. Se equivocó, sin embargo, encontró su profesión y un modo de vivir su propia vida.

Consciente de que ya había hecho su elección y ahora tenía que defenderla y lucharla, se puso en movimiento. Había aprendido desde niña que era necesario mucho esfuerzo y tenacidad para cumplir los sueños, al menos los relativos a la música.

Decidida a ello, salió del coche y se quedó parada observando la casa rural en la que iba a despedir el año, sola con su amante más fiel, su querido chelo.

Amante, pensó, ¿qué es eso? Ya ni me acuerdo de cuándo fue la última vez que tuve uno de esos seres míticos en mi vida.

Dando carpetazo al pensamiento centró su atención en la casa que era exactamente como Lorena le había explicado: una vivienda rústica de dos plantas en un pueblo nevado de Guadalajara que apenas consistía en un par de calles, una plaza central con una fuente y la carretera que llevaba de nuevo al estrés y el ruido de la gran ciudad que acababa de abandonar.

Sin ninguna duda el lugar era perfecto para estar sola y ensayar para la gran prueba que iba a decidir su camino.

Abrió la puerta de atrás del coche y sacó con mucho cuidado el enorme chelo, lo más importante de su equipaje, que ocupaba los asientos traseros.

Suspiró resignada, la idea de pasar el año nuevo alejada de sus amigos no le atraía lo más mínimo, no obstante, si quería conseguir el puesto de primera chelista en la orquesta, no tenía más remedio que quedarse allí y practicar hasta que su ejecución fuera perfecta. Ni siquiera abrió el maletero, como no podía cargar con todo y abrir la puerta a la vez, se encaminó hasta la casa, con la idea de volver a recoger lo que le quedaba, la comida que había comprado de camino, y la maleta con la ropa de nieve que agradecía haber llevado.

No se paró a ponerse el abrigo, la casa estaba a solo cuatro pasos y además, para hacerlo, tendría que dejar en el suelo su instrumento, algo que no estaba dispuesta a hacer.

Sin soltar el chelo en ningún momento, sacó las llaves del bolsillo del pantalón y abrió la puerta, sorprendiéndose al descubrir que la llave no estaba echada. Imaginó que Lorena habría enviado a alguien para que adecentara la vivienda, por lo que cerró sin volver a pensar en ello. No obstante, una vez dentro, descubrió que adecentar no era la palabra adecuada, ni de lejos. El suelo brillaba y todavía olía a fregasuelos, además no había ni una mota de polvo en los muebles del recibidor; sin duda, quién hubiera ido a limpiar se había ganado el sueldo hasta el último céntimo.

Dispuesta a inspeccionarlo todo antes de vaciar el maletero, descargó su valiosa posesión sobre una de las sillas del recibidor y se adentró en la casa que sería su hogar durante los próximos días. Sintió el cambio de temperatura en cuanto cerró la puerta tras de sí, el calor relajó la tensión de sus músculos doloridos por el frío y la conducción, no obstante, seguía expectante.

El pasillo era largo y espacioso, desembocaba, por el lado derecho, en la cocina con una pequeña habitación anexa que hacía de despensa y, por el lado izquierdo, un arco custodiaba la entrada al salón en el que ardían varios leños en la chimenea.

Jimena se quedó parada en el umbral sin llegar a traspasarlo. El corazón comenzó a latir desbocado, su estómago se contrajo… Nunca había sido una mujer miedosa, pero era evidente que había alguien viviendo allí: la limpieza, el fuego encendido…

Se recriminó no haberse dado cuenta cuando descubrió que no estaba echada la llave. La idea de compartir hogar con unos okupas pulcros en extremo casi la hizo sonreír a pesar de la tensión que la embargaba.

Tras el instante de duda, recordó que la casa de Alcolea era el lugar de veraneo de la familia de Lorena, allí iban todos sus primos desde siempre, seguramente se trataría de alguno de ellos, que había decidido pasar la Nochevieja en la vieja residencia familiar. Cruzó los dedos para que el primo en cuestión fuera Néstor, el pariente preferido de Lorena y también el suyo. Y lo era no por ser el primo más guapo de la extensa familia de su amiga sino por méritos propios.

En su adolescencia incluso se había permitido fantasear con la idea de ser su novia. El recuerdo se esfumó con brusquedad cuando escuchó pasos en el corredor tras ella y se topó de frente con la persona a la que menos ganas tenía de ver en el mundo.

Los dos se quedaron parados mirándose con fijeza. La sorpresa se leía idéntica en ambos rostros, hasta que Lucas cambió su expresión de asombro a una de profundo desdén.

—¿Es esto una inocentada? Porque si es así me la habéis gastado buena —dijo Lucas con ganas de provocarla.

—Si ese fuera el caso, la víctima sería yo, no tú. ¿Qué haces aquí? —preguntó sin alterarse, lo que conseguía que su interlocutor se pusiera más nervioso.

—Perdona, pero la pregunta correcta es: ¿qué haces tú aquí? —Puntualizó con la misma indiferencia que mostraba Jimena—. Desde que te conozco no he dejado de encontrarme contigo en todas partes, cualquiera diría que estás siguiéndome.

—¡Qué más quisieras!

—No lo niegues, es demasiado sospechosa tanta coincidencia. —La pinchó; en ningún momento había creído que ella fuera a seguirle, pero verla alterarse le divertía más de lo que aceptaría nunca.

—He venido a preparar una prueba. Y por si tienes alguna duda te informo de que me quedo aquí hasta el día tres de enero.

—Estás de broma, ¿verdad? No pienso vivir contigo. Me niego a hacerlo. —La fachada de indiferencia cayó para regocijo de Jimena que estaba disfrutando del momento de triunfo.

—Entonces, ¿te vas? Pues buen viaje y cuidado con la carretera, está todo nevado, vas a necesitar cadenas. No tardes mucho en recoger o se te va echar encima la noche y es peligroso conducir por estas carreteras sin luz.

Y dicho eso se dio la vuelta y se dirigió hacia las escaleras que conducían a los dormitorios con la intención de elegir el suyo. Lucas tardó varios segundos en reaccionar, pero cuando lo hizo la siguió con el ceño fruncido.

—No necesito guía turístico. —Le espetó, arisca.

—Perfecto, porque no pienso enseñarte nada. Solo me aseguro de que vas a quedarte con el dormitorio más alejado del mío.

—¿Ves? En eso estamos totalmente de acuerdo. Ya verás como al final nos hacemos colegas y todo. Por cierto, ¿qué hace un tipo como tú que no está preparando una Nochevieja de alcohol y sexo desenfrenado?

—Si buscas molestarme te advierto que por ahí vas mal. En realidad me gusta el alcohol y el sexo desenfrenado.

—Sí, eso me había imaginado.

—En cuanto a tu pregunta, estoy aquí para terminar un proyecto arquitectónico en el que necesito poner los cinco sentidos. Voy a presentarme al concurso público para diseñar el nuevo museo de artes de la ciudad, y ya sabes, el alcohol y el sexo desenfrenado desconcentran bastante. ¡Espera! —dijo parándose de golpe en medio de las escaleras que estaban subiendo—, olvidé que de eso tú no sabes nada.

Y dicho esto siguió su camino con una sonrisa victoriosa en los labios; había ganado la primera batalla, aunque distaba mucho de ganar la guerra.

Abrió los ojos, cansada de fingir que iba a volver a dormirse. El despertador digital que había colocado en la mesilla anunciaba que eran las seis y media de la mañana. Suspiró resignada a no poder dormir más y recordó el día anterior; para su desgracia, el actual se preveía muy similar o incluso peor.

Tras el amable recibimiento del que sin remedio iba a convertirse en la persona con la que despediría el año, se había quedado sola. Lucas desapareció en cuanto le dejó claro las pocas, o más bien nulas, ganas que tenía de tenerla cerca, por lo que Jimena había dedicado sus energías a subir el equipaje hasta la primera planta en la que estaban los dormitorios.

Las dos horas siguientes las había pasado encerrada en la habitación del fondo del pasillo, la más alejada de la de Lucas, deshaciendo la maleta y maquinando sobre cómo conseguir sobrevivir a la semana que le esperaba.

La idea de pasar la Nochevieja sola le había parecido deprimente, pero pasarla con Lucas era cuanto menos surrealista. Desde que se conocieron, gracias a la encerrona de sus amigos, su animadversión había sido inmediata y recíproca.

El arquitecto era el típico guapo que sabía que lo era, su cabello negro despeinado y sus profundos ojos azules causaban estragos entre las féminas; que tuviera la nariz ligeramente aguileña, lejos de afearle, le confería personalidad a su rostro. Por otro lado estaba la opinión que él tenía de ella y que había compartido con tan poco tacto. Con ello se había ganado su rechazo de por vida.

De hecho, se sentía tan ajena a sus encantos, reflexionó Jimena tumbada en la cama, que cuando bajó a la cocina para prepararse su cena, ni siquiera se fijó en lo ajustados que le quedaban los vaqueros, ni en cómo se le marcaban los músculos del brazo cuando levantó la sartén mientras le daba la vuelta a la tortilla. No, no se fijó en ello, el único motivo por el que sabía que tenía un cuerpo fibrado y trabajado era porque la cocina era diminuta y había chocado con él varias veces cuando preparaba su comida. De hecho tras el primer choque, Lucas se había quedado paralizado un momento, con la mirada fija en ella. Durante un instante pensó que estaba enfadado, pero un segundo después desapareció la expresión y Jimena no supo qué era lo que en realidad había pasado por su cabeza.

Tras diez minutos de infructuosos intentos por compartir la cocina, y tres choques más, Lucas tapó su cena a medio hacer con un plato y se marchó anunciándole que volvería cuando ella hubiera terminado de hacer la suya.

¡Se ha rendido! Pensó con orgullo.

Jimena medio sonrió al recordar su victoria, una victoria con sabor agridulce. Se había ido, cierto, pero la razón por la que lo había hecho no era precisamente para tirar cohetes. Dispuesta a animarse del mejor modo que sabía, se levantó de un salto y sin siquiera vestirse o pensar en la hora que era, se abalanzó sobre su adorado chelo.

La música le despertó poco a poco, primero se coló en su sueño, mientras desnudaba despacio y con suaves caricias a Anabel, que le sonreía pícara y tentadora tumbada de lado como las majas de Goya, dejándose hacer. Entonces se volvió melancólica y estridente, hasta el punto de que lo único que conseguía escuchar eran notas que se llevaban lejos las palabras de su apasionada compañera…

El sueño se fundió a negro, llevándose el calor del cuerpo de Anabel, y Lucas se incorporó en la cama de golpe. Se pasó las manos por las sienes, todavía adormilado, pero consciente de que algo había perturbado su merecido descanso.

A medida que sus sentidos se iban desembotando de la ensoñación, volvió a escuchar la música que ya no provenía de su sueño, sino del dormitorio de Jimena.

Dos segundos después del reconocimiento se levantó de un salto y, sin ponerse siquiera unas zapatillas, corrió por el pasillo dispuesto a explicarle a su impuesta compañera las normas básicas de educación y urbanidad.

¿Qué le pasaba a esa mujer que era tan molesta, grosera, impertinente e inoportuna?

Jimena estaba concentrada en su música, absorta en cada nota. La tensión anterior había desaparecido al ritmo que marcaba su chelo, hasta que una voz atronadora interrumpió su tan anhelada paz.

—¿Se puede saber qué haces?

Antes de dar una respuesta que era evidente, se tomó su tiempo para deleitarse en la visión del cuerpo musculado que tenía delante, Lucas llevaba unos pantalones de pijama oscuros, pero el torso lo llevaba al descubierto. Bueno, es atractivo y tiene buen cuerpo —se dijo—, pero sigue siendo un imbécil. No compensa.

—Estaba ensayando la pieza para la prueba.

—¿Y no puedes hacerlo a horas más decentes? —preguntó a punto de perder la poca paciencia que le quedaba.

—¡Qué sabrás tú de decencia! —Le espetó demasiado rápido, sin pensar en su posible réplica.

—Nada, pero estaba seguro de que lo tú sabrías todo al respecto.

—¿Me estás llamando mojigata?

—No, eso lo has dicho tú. Te has descubierto tú solita. —Y tras el breve intercambio en el que las dobles intenciones dejaron marcas en las paredes, se dio la vuelta y la dejó temblando de ira.

Definitivamente no compensaba.