—No puedo creer que Lorena y tú hayáis organizado esto sin dobles intenciones. —Se burló Lucas.
—Es una cena de inauguración del piso, esa es la única intención. —Rubén remarcó deliberadamente la última palabra—. Por fin dejamos la casa de alquiler y ahora somos los dueños de nuestro hogar.
—Eso díselo al banco. Seguro que está de acuerdo con tu apreciación. —Se rio, intentando provocarle para que confesara lo que había sospechado desde el principio.
—Tú siempre estropeando los buenos momentos. Deja de ver problemas donde no los hay, es una simple cena de celebración. —Volvió a remarcar Rubén.
—Ya, por eso solo hay dos invitados a tu cena, y casualmente son un chico y una chica.
—Acabas de regresar de Ginebra, también queríamos celebrarlo. Eres demasiado retorcido, Lucas, y crees que los demás somos igual que tú —censuró tendiéndole una bandeja con unas tazas coloridas para el café.
Lucas se echó a reír con ganas, apoyándose en la encimera.
—No cuela, numeritos. —Le avisó usando su antiguo apodo. Un sobrenombre que se había ganado en el instituto gracias a su habilidad con las matemáticas. Y con el que años después había sido rebautizado por sus alumnos del instituto en el que impartía dicha asignatura.
—Vale, ¿y qué hay de malo si Lorena ha preparado una cena con la intención de que nuestros amigos se conozcan? A lo mejor tenía la esperanza de que os gustarais, y sinceramente, no veo el problema.
—¡Lo sabía!, sabía que era una trampa.
—No es una trampa, es un empujoncito en la dirección correcta y, si se lo cuentas a mi novia, te mato. —Amenazó sosteniendo la bandeja con las cuatro tazas.
—Llámalo como quieras. Lo que me sorprende es que Lorena esperase que me gustara su amiga. Esa chica es todo lo opuesto a lo que me atrae de una mujer. —Cogió la bandeja con intención de llevarla hasta la mesa y dar por terminada la conversación. Sin embargo, Rubén no la soltó, interesado en recibir algunas explicaciones, la sujetó de forma posesiva.
—¿Por qué dices eso?
—¿No es evidente? —preguntó encogiéndose de hombros.
—Pues no —contestó con expresión de desconcierto.
—Es, cómo decirlo amablemente… ¿poco agraciada?
—A mí no me lo parece. —Le contradijo su amigo, aferrando con fuerza la bandeja—. De hecho yo la calificaría como atractiva.
—Entonces tendrás que revisar tus dioptrías, numeritos.
—Mis dioptrías están más que graduadas —dijo recolocándose las gafas de pasta sobre el puente de la nariz—, seguramente el problema es tuyo.
—En absoluto. Reconozco que tiene un buen cuerpo, demasiado flaco, pero interesante. El problema es que tiene más pecas en la cara de las que soy capaz de contar. El color de sus ojos es bonito, pero son demasiado grandes para su rostro, igual que sus labios. Y su pelo… ninguna mujer debería llevarlo tan desaliñado, es casi un sacrilegio. Esa chica es todo más de lo mismo, bonito color, mal conjunto.
—Pues sí que le has dado un buen repaso para no gustarte nada. —Le atacó Rubén, molesto por la mordacidad de Lucas. Normalmente no era tan superficial; aunque las mujeres con las que salía siempre eran guapísimas, parecían sacadas de un catálogo de alta costura.
—Ya sabes, deformación profesional, todas las fachadas me interesan a primera vista, otra cosa es que sigan haciéndolo a la segunda… Pero es que el colofón final son sus zapatillas de deporte.
—No seas elitista. ¿Qué tienen de malo unas zapatillas? Cualquiera diría que tú no tienes unas.
—No hay nada de malo en ellas si las llevas para salir a correr —espetó a la defensiva.
Él no era elitista, simplemente le atraían las mujeres femeninas que cuidaban su aspecto. Algo que no hacía la amiga de Lorena, que además de con zapatillas, había asistido a la cena con vaqueros de pata de elefante, por clasificarlos de algún modo, y una camiseta descolorida con el tablero del parchís estampado en la pechera. Era simple buen gusto.
Jimena estaba tan concentrada en la conversación masculina que se sobresaltó cuando notó una mano que oprimía, con afectuosa presión, su hombro.
Se giró perdida en sus pensamientos, para toparse con la mirada preocupada de su mejor amiga. Lorena siempre se había comportado con ella como si necesitara de su constante protección, algo impensable para alguien que conociera a Jimena.
Desde luego será una madre controladora, se dijo esta con cálida ironía.
Más por tranquilizarla que porque realmente le hubiera dado importancia a lo que había escuchado, se encogió de hombros y entró en la cocina con paso firme, cortando de golpe la conversación:
—Pues es una suerte no gustarte, así me ahorras tener que mandarte a la mierda —explicó sin perder la sonrisa fría que se había instalado en su rostro mientras escuchaba.
Ni Rubén ni Lorena, que la había seguido al interior de la cocina, se atrevieron a abrir la boca. Sorprendentemente fue el propio Lucas el que habló con la misma calma que su interlocutora.
—No sabía que la acumulación de pecas imprimiera tanto carácter —respondió resaltando el que consideraba el mayor de sus defectos.
—¡Oh no!, te equivocas. Según tengo entendido son las narices aguileñas las que lo aportan, aunque tú no tienes mucho aspecto de tenerlo.
—Parece que te ha dolido bastante mi rechazo, sobre todo teniendo en cuenta que no estás interesada.
—¡Seguro que sí, guaperas!
Y dicho esto, se dio la vuelta muy digna, y abandonó la habitación haciendo rechinar sus zapatillas de deporte, no sin antes escuchar a Lucas decir en voz alta:
—Lo siento, chicos, pero la única cualidad que le encuentro es que huele muy bien. Muy, muy bien.
Jimena se mordió la lengua para no contestarle y se encaminó al salón a la espera de que llevaran el café.
***
Jimena se había encerrado en la habitación insonorizada con la sana intención de dormir.
Patricia y ella la habían hecho insonorizar para sus ensayos con el violín y el chelo, respectivamente, pero en ocasiones como esa, Jimena se planteaba la posibilidad de trasladar el dormitorio de su amiga hasta allí. Patricia era demasiado… ¿expresiva?, ¿ruidosa? Cuando quedaba con sus ligues, y Jimena tenía que abandonar el calor de su cama si pretendía dormir algo durante la noche.
La malo era que dormir sobre la alfombra equivalía a dormir en el suelo. Ni era lo bastante gruesa como para aislarla del frío ni lo suficientemente cómoda. Iba a tener que transportar hasta allí uno de los sofás del salón para ocasiones como aquella, que por desgracia, eran bastante habituales en su vida.
Con un suspiro resignado, se levantó y abrió el estuche rosa chicle de su chelo, la única nota discordante que se permitía en su vida. Lo sacó con mimo, casi con reverencia, y asió con la mano derecha el arco. Lo colocó entre sus piernas, ladeó la cabeza y comenzó a tocar el Concierto para Violonchelo y Orquesta N.º 1 en Do mayor de Haydn, la pieza que había escogido para la prueba. Cinco minutos después y sin haber terminado el primer movimiento, apartó el arco de las cuerdas y maldijo en voz alta. Primero Patricia la sacaba de la cama, y ahora, el estúpido amigo de Rubén le arrebataba el placer de la desconexión musical que siempre había sido su refugio.
Enfadada, se levantó de la silla para guardar su instrumento en su lugar con sumo cuidado.
Una vez que el preciado chelo estuvo a salvo, decidió desquitar su malhumor con la almohada, que todavía estaba sobre la alfombra, en el lugar en el que había intentado dormir. Le lanzó la primera patada, pero no consiguió liberar toda la tensión que la embargaba y le impedía dormir, así que resolvió seguir probando con más golpes:
—Tú. —Nueva patada que acompañó con un pensamiento sobre lo bien que golpeaba la almohada, fruto de su interés por el fútbol.
—¡Estúpido! —Otra más fuerte, tenía que apuntar mejor, se dijo, sobre todo si quería que pasara por encima del atril de las partituras.
—¡Guaperas! —Chilló riendo.
—¿Crees de verdad que me importa tu opinión? —Patada que hizo volar la almohada a la otra punta de la habitación. ¡Ahora sí que había marcado gol!
—¡Pues no! —se respondió en voz alta.
Fue entonces cuando se dio cuenta que había ido levantando la voz gradualmente. Ya puestos, un grito más no suponía ninguna diferencia, la habitación estaba insonorizada:
—No me importa, ni me importará nunca lo que pienses de mí.
Sonrió satisfecha de sí misma y regresó a la alfombra que seguía siendo tan incómoda como al principio, aunque ahora parecía que un poco menos.
Jimena se tumbó con su brazo bajo la cabeza, ya había tenido suficiente almohada por una noche. De hecho lo mejor sería que al día siguiente se hiciera con una nueva. No era plan de tener que dormir con el enemigo.