EL DÍA DE LA «INVESTIDURA» fue un día de lluvia. Una lluvia gris, monótona, triste y sin vida. Ni siquiera tenía fuerzas para detenerse. En las ventanas del ala norte, un centenar de cabezas miraban el cielo, la lluvia. Un centenar de figuras se asomaban a los alféizares de la pared sur, y miraban. Desaparecían una a una retrocediendo en la oscuridad, pero aparecían otras, en otras ventanas. Había siempre un centenar de vigías. Lluvia. La lenta lluvia. De este a oeste, el castillo observaba la lluvia. Iba a ser un día de lluvia… No había modo de impedirlo.
Incluso horas antes del alba, cuando los Fregones Grises pulían las paredes de la cocina de piedra, y los Constructores de la Balsa daban los toques finales a la balsa de ramas de castaño, y los mozos de cuadra almohazaban los caballos a la luz de las linternas, era evidente que había un cambio en el castillo. Era el Gran Día. Y estaba lloviendo. El cambio se notaba en muchos aspectos, y más superficialmente en el campo visual, pues todos iban vestidos de arpillera. Hasta el último de los mortales. Arpillera teñida con sangre caliente de águilas. Ese día, nadie a excepción de Titus estaba exento de cumplir el decreto inmemorial: «El Castillo se vestirá de arpillera el día de la Investidura».
Pirañavelo se había ocupado de distribuir las ropas, bajo la dirección de Bergantín. El muchacho estaba acumulando mucha información sobre los ritos más oscuros y legendarios de Gormenghast. Alimentaba la idea de poder convertirse, a la muerte de Bergantín, en la principal si no la única autoridad en materia de ritual y de protocolo. De cualquier modo, el tema lo fascinaba. Tenía posibilidades.
—¡Maldita sea! —musitó al despertarse con el ruido de la lluvia. Pero al fin y al cabo, ¿qué más daba? Tenía la mirada puesta en el futuro. Dentro de un año. Dentro de cinco años. Mientras tanto, «¡todos a bordo hacia la gloria!».
La señora Ganga se levantó temprano y atendiendo a la sacrosanta convención se puso inmediatamente la arpillera. Era una pena que no pudiera lucir el sombrero con las uvas de cristal, pero claro está, el día de la Investidura nadie llevaba sombrero. La noche anterior un criado había traído la piedra que Titus tenía que sostener en la mano izquierda, la rama de yedra que llevaría en la derecha, y el collar de conchas de caracol para la pequeña garganta. Seguía durmiendo, y Tata le estaba planchando la túnica de hilo blanco que le llegaría a los tobillos. Era de un blanco tan diáfano que parecía una luz blanca. Tata la acarició con la punta de los dedos como si se tratara de una gasa sutil.
—O sea que ha llegado el momento. —Tata hablaba a solas—. Ha llegado el momento. La cosita más pequeña del mundo va a convertirse en conde hoy. ¡Hoy! ¡Oh, mi pobre corazón! ¡Qué crueles son al dar tanta responseveridad a una cosa tan pequeña! Es cruel. Cruel. ¡No es justo! No, no lo es. Pero así son las cosas. Ese mocoso travieso es el conde. El único conde, y nadie puede negarlo. ¡Oh, mi pobre corazón! Nunca han venido a verlo. Y ahora quieren verlo porque ha llegado el día.
La diminuta cara apergaminada estaba al borde de las lágrimas. En los intervalos de silencio, la boca asomaba entre sus propias arrugas y volvía a esconderse.
—Todos esperan al nuevo pequeño conde, para homenajearlo y todo lo demás, pero soy yo quien lo baña y lo prepara, y quien le plancha la túnica blanca y le da el desayuno. Pero ellos no piensan en todo eso…, y luego…, y luego… —Tata se sentó de pronto en el borde de una silla y rompió a llorar— me lo van a quitar. Oh, qué injusticia. Y me voy a quedar sola…, completamente sola para morir… y…
—Yo estaré contigo —dijo Fucsia desde la puerta—. Y nadie va a quitártelo. Claro que no.
Tata Ganga se precipitó hacia ella y le agarró el brazo.
—¡Sí que me lo quitarán! —gritó—. Tu enorme madre dijo que lo haría. Lo dijo.
—Bueno, a mí no me han llevado, ¿verdad?
—¡Pero tú eres sólo una chica! —gritó Tata Ganga, más fuerte que nunca—. Tú no cuentas. Tú no serás nada.
Fucsia apartó la mano de la niñera y fue pesadamente hacia la ventana. La lluvia caía a torrentes, caía y caía.
Por detrás de ella, continuaba la voz:
—Como si no le hubiera entregado todo mi amor, día tras día, días tras días. Se lo he dado todo hasta vaciarme por completo. Siempre me toca a mí. Siempre me ha tocado a mí. Trajín y más trajín. Tráfago y más tráfago; y sin nadie que me diga «¡Que Dios te bendiga!». Sin nadie que me comprenda.
Fucsia no podía soportarlo más. Aunque quería mucho a su niñera, no podía seguir escuchando la voz melancólica y quejumbrosa y ver caer la lúgubre lluvia y a la vez mantenerse en calma. Si no se marchaba enseguida era capaz de romper algo, lo primero que tuviera a mano. Dio la vuelta y echó a correr, y en cuanto estuvo de nuevo en su propia habitación, se tiró sobre la cama, con el vestido de arpillera recogido hasta los muslos.
Esa oscura mañana, pocos de los innumerables desayunos del castillo tuvieron buen sabor. El ruido monótono y regular de la lluvia era ya bastante deprimente, pero que ocurriera en un día semejante descorazonaba al más pintado. Era como si la lluvia desafiara la fe más arraigada del castillo; se mofaba de él con un necio e ignorante chaparrón de blasfemia, como si las inagotables nubes murmuraran: «¿Qué nos importa una Investidura? Nos da lo mismo».
Por suerte, había mucho que hacer antes de las doce, y casi todos estaban ocupados con una u otra tarea. Desde mucho antes de las ocho la gran cocina bullía de actividad.
El nuevo chef era muy distinto de su predecesor: un veterano de los hornos, patizambo, con cara de mulo, dentadura de latón, y sucias greñas grises. Había algo feroz en esa cabeza, de la que parecían brotar, más que crecer, los cabellos hirsutos. En la cocina se decía que se los rapaba cada dos días, y aun había alguien que sostenía haberlos visto crecer a la velocidad de la aguja minutera de un gran reloj.
Una voz lenta y resonante salía de vez en cuando por entre los destellos de los dientes de ésta cara de mulo. Pero no era un hombre comunicativo, y la mayor parte de las veces daba las órdenes gesticulando con las pesadas manazas.
Las actividades de la gran cocina, donde todo lo relacionado con la preparación de la comida en cualquiera de sus aspectos parecía ocurrir al mismo tiempo, y donde el calor ya hacía sudar la sala de paredes de piedra, no estaban, en realidad, destinadas al Día de la Investidura, sino al día siguiente, ya que la pobreza de la indumentaria iba acompañada de una dieta de mendicante: las figuras vestidas de arpillera no comían más que migajas hasta el amanecer del otro día. Vestidos de nuevo con sus ropas habituales, y finalizada la simbólica humildad ante el nuevo conde de Gormenghast, se regalaban entonces con una barbacoa que rivalizaba con la del día del nacimiento de Titus.
El personal de la cocina, hombres y muchachos, y toda la servidumbre, de todas las categorías y de ambos sexos, tenían que estar listos a las once y media para bajar en tropel hacia el lago de Gormenghast, donde los árboles ya estarían preparados.
Los carpinteros habían estado trabajando a orillas del lago y entre las ramas durante los últimos tres días. Habían instalado en los cedros las plataformas de madera que desde hacía veintidós años permanecían apoyadas contra una negra pared de medianoche, en las profundidades de las bodegas de cerveza. Eran superficies de madera aseguradas con listones, de extrañas formas, como piezas de un rompecabezas gigantesco. Había sido preciso reforzarlas, pues veintidós años en las malsanas bodegas no les había hecho ningún bien. Y por supuesto, habían tenido que ser repintadas: de blanco. Cada una de esas curiosas plataformas estaba cortada de tal manera que se adaptaba perfectamente a las ramas de los cedros. Las diversas excentricidades de los árboles habían sido cuidadosamente estudiadas cientos de años atrás, de modo que esos estrados tan ingeniosamente concebidos pudieran ser instalados con un mínimo de dificultad en futuras Investiduras. Para evitar confusiones, en la parte trasera de cada estrado de madera se había escrito el nombre del árbol correspondiente, y la altura del suelo a la que había que montarlo.
Había cuatro de estos artilugios de madera, ya todos instalados. Los cuatro cedros a los que pertenecían estaban hundidos un metro en el agua; y apoyadas contra los grandes troncos, se habían erigido unas escalas que atravesaban los bajíos desde la orilla hasta aproximadamente un palmo por debajo del nivel de las plataformas. Estructuras similares, aunque más groseras, se habían introducido entre las ramas de los fresnos y de las hayas, y donde era posible entre los alerces y pinos más próximos. En la orilla opuesta, donde las tías habían chapoteado hasta el chorreante Pirañavelo, los árboles crecían demasiado lejos del borde del lago para que sirvieran de atalaya; pero en el espeso bosque en pendiente había miles de ramas entre cuyas circunvoluciones podían acomodarse los criados.
En un claro de ese bosque, y bastante más apartado del agua que el resto de los árboles habitados, había un tejo que tenía como invitado al poeta con cara de cuña. Alguien había arrancado un gran pedazo de corteza, y la lluvia burbujeaba, y la carne desnuda del árbol era roja. La lluvia caía casi verticalmente en el aire inmóvil, punteando el lago gris. Era como si la textura blanca y acristalada de ayer hubiera sido reemplazada por otra sustancia: papel de lija gris, una hoja enorme y granulada. Las plataformas chorreaban con cortinas de lluvia. Las hojas goteaban y salpicaban en esas mismas cortinas. En la otra orilla la lluvia había empapado la arena. El castillo estaba demasiado lejos como para distinguirlo a través del interminable velo de agua. No se veía ninguna nube en el cielo gris, ininterrumpido, del que descendían las cuerdas melancólicas.
El día avanzó, los lluviosos minutos, las lluviosas horas se sucedieron, y al fin los árboles del empinado declive estuvieron repletos de figuras. Las había prácticamente en todas las ramas capaces de soportarlas. Un gran roble albergaba al personal de cocina. Un haya a los jardineros, con Pentecostés majestuosamente sentado en la horcadura principal del tronco resbaladizo. Los mozos de cuadra, precariamente encaramados a las ramas de un nogal muerto, silbaban y rechiflaban, tirándose de los cabellos a la menor oportunidad o dando puntapiés en el aire. A cada árbol, o grupo de árboles, correspondía un oficio o categoría particular.
Sólo unos cuantos oficiales se movían por el borde del agua, aguardando la llegada de los protagonistas. Sólo unos cuantos oficiales entre los árboles, pero en la orilla opuesta, a lo largo de la arena oscura se había congregado una gran muchedumbre. Hombres viejos, mujeres viejas, y jóvenes extraños envueltos en completo silencio. Eran los habitantes de las casas de barro, los Moradores de Extramuros, el pueblo olvidado de los Tallistas Brillantes.
Cerca de la orilla había una mujer. Estaba de pie, un poco apartada. Tenía un rostro que era joven y que era viejo: la estructura juvenil, la expresión estragada por los años: la maldición de los Moradores. Llevaba en brazos a una criatura de carne de alabastro.
La lluvia lo bañaba todo. Era una lluvia tibia. De una melancolía tibia y perpetua. Lavaba el cuerpo de alabastro de la criatura y lo lavaba otra vez. Parecía que nunca iba a parar, y el gran lago crecía. En las altas ramas del nogal muerto habían cesado los silbidos y las rebatiñas, pues a través de las coníferas de la orilla próxima se acercaban unos caballos. Acababan de llegar al borde del agua y estaban atándolos a las ramas bajas y abiertas de los cedros.
Sobre el primer animal, un caballo de caza gris, de gran tamaño, iba sentada, de lado, la condesa. Al principio había quedado oculta por el follaje y no se veía más que el caballo, pero en cuanto quedó al descubierto, la montura se convirtió en un poney.
La arpillera simbólica pendía en torno al cuerpo de la condesa en pliegues enormes y chorreantes. Detrás de ella iba Fucsia, montada a horcajadas sobre un caballo ruano. La muchacha le acariciaba el cuello mientras avanzaban por entre los árboles. Era como acariciar terciopelo mojado. La crin negra parecía una réplica de la cabellera de Fucsia; mojada y lacia, se le pegaba a la frente y al cuello.
Las tías iban en un tílburi tirado por un poney. Parecía extraordinario que no estuvieran vestidas de púrpura. Las ropas purpúreas de las mellizas habían sido siempre y para todos tan inevitables como sus caras. Parecían incómodas con la arpillera y no hacían más que tirar de ella con dedos fláccidos. El delgado cochero detuvo al poney cerca del lago, y en el mismo instante otro tílburi de diseño parecido, pero pintado de un feo color naranja oscuro, apareció por entre los pinos, y en él venía sentada la señora Ganga, tan tiesa como podía, la orgullosa pose (así la imaginaba ella) anulada por la expresión aterrorizada del rostro, que emergía como una especie de fruta marchita de los ásperos pliegues de la vestimenta. Recordaba la Investidura de Sepulcravo. Él era entonces un adolescente. Había nadado hasta la balsa, y no había llovido. Pero —¡oh, su pobre corazón!— todo había cambiado. Nunca hubiera llovido el día de una Investidura cuando ella era joven. Entonces las cosas eran tan diferentes.
En la falda llevaba a Titus, empapado. No obstante, la túnica que había planchado con tanto esmero parecía milagrosamente blanca, como si emitiera luz en lugar de recibirla. Titus se chupaba el pulgar y miraba alrededor. Veía a las figuras que lo observaban desde lo alto de los árboles. No sonreía: simplemente miraba, volviendo la cabeza de unos a otros. Luego se interesó por una argolla de oro que la condesa le había enviado esa misma mañana: la hacía subir por el brazo tan arriba como podía, y luego la hacía bajar hasta el pliegue de la regordeta muñeca, examinándola muy seriamente todo el rato.
El doctor y su hermana tenían un sicomoro para ellos solos. Tardaron un cierto tiempo en alzar a Irma, a quien todo este asunto no le hacía ninguna gracia. Le desagradaba tener las caderas apretadas entre el ramaje, aunque fuera en nombre del simbolismo. El doctor, sentado un poco más arriba, parecía alguna especie de pájaro, posiblemente una grulla desplumada.
Pirañavelo había seguido a Tata Ganga para impresionar a la muchedumbre. Aunque le correspondía un pino-para-cuatro, eligió un pequeño fresno, donde gozaría de la doble ventaja de ver cómodamente y de ser visto por el resto de Gormenghast.
Las mellizas mantenían las bocas herméticamente cerradas. Se repetían interiormente cualquier pensamiento que se les ocurriera, para comprobar que la palabra «Incendio» no se les había colado, y cuando estaban seguras de que no era así, decidían de cualquier modo guardarlo para ellas mismas, como medida precautoria. En consecuencia no habían pronunciado una palabra desde que Pirañavelo las dejara en el dormitorio. Seguían estando lívidas, pero no con una blancura tan horrible. Un pequeño reflejo amarillo se les había infiltrado en la tez, y esto era bastante repelente. Las palabras de Pirañavelo, cuando en su papel de Muerte les había dicho que estaría siempre junto a ellas, no podían haber sido más verídicas. Ahora, mientras esperaban a que las ayudaran a bajar del tílburi, estaban estrechamente abrazadas, pues la Muerte no las había abandonado desde aquella pavorosa noche, y en todo momento tenían el lívido cráneo delante de los ojos.
Por medio de una proporcionada mezcla de fuerza bruta y de obsequiosa delicadeza, los oficiales habían conseguido por fin encaramar a la condesa Gertrude sobre su estrado, entre las enormes ramas oscuras de un cedro. Una alfombra roja cubría el tablado de la plataforma. Las diferentes especies de pájaros y aves zancudas del lago, que espantadas por las actividades del Día habían estado sobrevolando el bosque en aturdidas bandadas, acudieron en tropel hacia el árbol de la condesa en cuanto ella se instaló en el enorme sillón de mimbre. Luchando por conseguir las mejores posiciones a los pies y en otras partes del hospitalario cuerpo de la condesa, había una curruca, un zorzal, un reyezuelo, un herrerillo, un pitpit, un martín pescador, un alcaudón de dorso rojizo, un jilguero, un escribano amarillo, dos arrendajos, un pájaro carpintero moteado, tres gallinas de agua (en el regazo, junto con un pato silvestre, una becada y un zarapito), un caudatrémula, cuatro chorlos, seis mirlos, un ruiseñor y veintisiete gorriones.
Todos ellos aleteaban, derramando salpicaduras de diferentes dimensiones, de acuerdo con la envergadura de las alas, en el aire goteante. Los cedros, con los enormes brazos extendidos uno encima del otro, como húmedas terrazas de color verde oscuro, eran una protección más adecuada que el resto de la vegetación.
Por ese entonces los mozos de establo en las ramas superiores del nogal muerto estaban tan empapados como si se hubiesen sentado en el lago.
Lo mismo ocurría en la orilla de los Moradores, esa orgullosa e indigente congregación. No dejaban ningún reflejo en la superficie del agua, demasiado triturada por los aguijones de la lluvia.
Instalar a Bergantín en su estrado fue la tarea más delicada y desagradable que le cupo al grupo de oficiales. Estuvo acompañada de tan horribles palabrotas que incluso la pierna atrofiada se sonrojó por debajo de la arpillera. Aunque ya tenía que estar curada de espantos tras muchos años de oír juramentos, esta mañana sintió vergüenza al comprobar hasta qué punto de degradación la parte superior del cuerpo era capaz de descender, y se puso de color de almagre desde la cadera hasta la punta del dedo gordo. Sólo la consolaba que la influencia contaminante no hubiese descendido más allá de los pulmones, y que por tanto los males de la pierna atrofiada eran enteramente físicos.
En cuanto se sentó en la silla de respaldo alto de la Investidura, Bergantín metió debajo la muleta con aire irritado y empezó a escurrirse la barba. Para entonces, Fucsia estaba ya en su cedro. Tenía uno para ella sola, y estaba relativamente seco gracias al espeso follaje que se extendía por encima del estrado. Miraba a los habitantes de las casas, al otro lado del lago. ¿Por qué el corazón le latía con fuerza al ver a esas gentes de Extramuros? ¿Por qué se sentía incómoda? Era como si ellos guardaran un oscuro secreto, del que se iban a servir un día; algo que amenazaría la seguridad del castillo. Pero esa gente no tenía ninguna fuerza. Dependían de la gracia de Gormenghast. ¿Qué podían hacer? Fucsia observó a una mujer que se mantenía un poco apartada del grupo. Tenía los pies en el agua. Sostenía a una criatura en brazos. Mientras Fucsia la observaba, le pareció ver por un instante las oscuras lanzas de la lluvia a través de los miembros de la criatura. Se restregó los ojos y miró de nuevo. Estaba tan lejos… No podía estar segura.
Incluso los oficiales habían trepado a un olmo recubierto de yedra, con una rama quebrada que pendía de un tendón sin savia.
Sobre el cuarto estrado de los cedros, las tías temblaban, con las bocas cerradas herméticamente. No podían concentrarse en la ceremonia porque la Muerte estaba sentada con ellas.
Bergantín había empezado, la vieja voz se abría paso rechinando a través del tibio aguacero. Llegaba a todas partes, pues ya nadie notaba el sonido de la lluvia. Había sido tan monótona durante tanto tiempo que ya no se oía. Si hubiera cesado de repente, el silencio habría sido como un estruendo.
Pirañavelo observaba a Fucsia a través de las ramas. Sería difícil, pero sólo necesitaba un plan bien urdido. No había que forzar las cosas. Paso a paso. Conocía el temperamento de Fucsia: simple, dolorosamente simple, propensa a apasionarse por cosas ridículas; obstinada, pero en definitiva una muchacha, fácil de asustar y de adular; absurdamente fiel a unos pocos amigos, pero en la que no sería difícil sembrar desconfianza. ¡Una muchacha tan dolorosamente simple! Ése era el punto clave. No podía olvidar a Titus, claro, pero ¿para qué estaban los problemas sino para solucionarlos? Se pasó la lengua por el diente cariado.
Prunescualo se había secado las gafas por vigésima vez y observaba a Pirañavelo, que observaba a Fucsia. No prestaba atención a Bergantín, que soltaba la monodia del catecismo tan rápidamente como podía, pues estaba sufriendo las primeras punzadas de reumatismo.
—… y cargará para siempre con la sagrada responsabilidad del castillo de sus padres y de los dominios adyacentes, que defenderá de palabra y obra contra las incursiones de mundos ajenos. Observará los ritos sagrados, honrará sus blasones, y cuando llegue el momento instilará en su primer vástago varón respeto y reverencia por cada una de las piedras, hasta que repose en la tumba de sus antepasados, añadiendo un eslabón a la interminable cadena de los Groan. Que así sea.
Bergantín se sacó de la cara el agua chorreante con la palma de la mano y se escurrió de nuevo la barba. Luego buscó la muleta tanteando alrededor, y se incorporó sobre su única pierna. Con el brazo libre apartó una rama y chilló a través del ramaje:
—Eh, vosotros holgazanes, ¿estáis listos?
Los dos hombres de la balsa estaban listos. Habían tomado a Titus de brazos de Tata Ganga y se habían puesto de pie sobre la balsa de ramas de castaño, en el borde del lago. Del tamaño de una muñeca, Titus estaba sentado en medio de la balsa. El pelo de color sepia se le había pegado a la cara y al cuello, y tenía una expresión azorada en los ojos violetas. La ceñida túnica blanca marcaba los contornos del cuerpo pequeño.
La ropa ajustada era luminosa.
—¡Empujad, maldita sea! ¡Empujad! —La voz chillona de Bergantín rastrilló la superficie del agua de este a oeste.
Con un largo y gradual impulso de las perchas, los dos hombres condujeron la balsa hacia aguas más profundas. Moviéndose por ambos lados de la balsa y sumergiendo las perchas una docena más de veces, llegaron cerca del centro del lago. En un saquito de cuero que le colgaba de la cintura, el hombre más viejo llevaba la piedra simbólica, la rama de yedra y el collar de caracoles. El agua era ahora demasiado profunda para que pudieran alcanzar el fondo con las perchas, por lo que los dos hombres se zambulleron en el agua y se agarraron al borde de la balsa. Enseguida, dando puntapiés, moviendo las piernas como ranas, la acercaron al sitio adecuado.
—¡Más al oeste! —vociferó Bergantín desde la orilla—. ¡Más al oeste, idiotas!
Los nadadores chapotearon hasta el lado contiguo de la balsa y patalearon otra vez. Luego alzaron la cabeza por encima del agua pinchada de lluvia y miraron en la dirección de la voz de Bergantín.
—¡Alto! —chilló la desapacible voz—. ¡Y esconded vuestras malditas cabezas!
Los dos hombres se movieron a lo largo del borde hasta que las espesas ramas de castaño de la balsa, en el lado más alejado de los árboles, les oscurecieron las cabezas.
Con sólo las caras meneándose por encima de la superficie, los hombres pedaleaban en el agua. Titus estaba solo. Miraba alrededor, desconcertado. ¿Dónde había ido toda la gente? La lluvia chorreaba encima de él. Las facciones empezaron a arrugársele, le temblaban los labios, y estaba a punto de echarse a llorar cuando cambió de idea y decidió ponerse de pie. La balsa estaba completamente inmóvil y Titus se mantuvo en equilibrio.
Bergantín gruñó entre dientes. Todo salía a la perfección. Lo ideal era que el futuro conde estuviese de pie mientras se le nombraba. Naturalmente, en el caso de Titus este detalle se hubiera pasado por alto si la criatura hubiera decidido quedarse sentada o gatear alrededor.
—Titus Groan —gritó la anciana voz desde la orilla—. ¡El Día ha llegado! El castillo aguarda tu soberanía. De horizonte a horizonte, todo es tuyo, para que lo guardes y cuides: animales, vegetales y minerales, por los siglos de los siglos, pues tu muerte no detendrá la marea de una sangre tan ilustre.
La pausa era una señal para los nadadores. Encaramándose a la balsa, colgaron los caracoles alrededor del cuellecito mojado, y cuando la voz de la orilla gritó «¡Ahora!» intentaron poner en las manos de Titus la piedra y la rama de yedra.
Pero la criatura se negaba a sujetarlas.
—¡Por la sangre y los cálculos biliares del infierno! —chilló Bergantín—. ¿Qué sucede, carroñas inmundas? ¿Qué sucede? ¡Maldita sea, dadle la piedra y la rama!
Le obligaron a abrir los deditos y le pusieron los símbolos en las palmas, pero Titus apartó bruscamente las manos. No quería sostener esas cosas.
Bergantín estaba fuera de sí. Era como si el niño tuviera una mente propia. Golpeó el estrado con la muleta y escupió con furia. No había nadie, tanto en los árboles goteantes como a lo largo de la burbujeante franja de arena, nadie que no tuviera los ojos fijos en Titus.
Los hombres de la balsa no sabían qué hacer.
—¡Inútiles! ¡Inútiles! ¡Inútiles! —chillaba la odiosa voz a través de la lluvia—. ¡Dejadlos a sus pies, malditas sean vuestras sucias entrañas! ¡Dejadlos a sus pies! ¡Y sacad de ahí esas condenadas cabezas!
Los dos hombres volvieron a deslizarse en el agua, maldiciendo al anciano. Habían depositado la piedra y la rama de yedra sobre la balsa, a los pies del niño.
Bergantín sabía que la Investidura tenía que concluir al mediodía: estaba escrito en los viejos tomos y era la Ley. Apenas quedaba un minuto.
Balanceó la cara barbuda a derecha e izquierda.
—¡Su señoría la condesa Gertrude de Gormenghast! ¡Su señoría Fucsia de Gormenghast! ¡Sus señorías Cora y Clarice Groan de Gormenghast! ¡De pie!
Apoyándose sobre la muleta, Bergantín avanzó cojeando por la resbaladiza plataforma hasta unas pulgadas del borde. No había tiempo que perder.
—¡Que Gormenghast observe y escuche! ¡Ha llegado el Momento!
Se aclaró la garganta y empezó a hablar y ya no pudo detenerse, pues no había tiempo. Pero mientras gritaba las palabras tradicionales, las uñas se le partían contra la muleta de roble y el semblante se le había vuelto púrpura. Las enormes gotas de sudor que tenía sobre la frente eran lilas, pues en ellas ardía el color de la cara congestionada.
—¡En presencia de todos! En presencia del ala sur del castillo, en presencia de la montaña de Gormenghast y en la sagrada presencia de tus antepasados de la Sangre, yo, Guardián de los Ritos Inmemoriales, en este día de la Investidura, te proclamo Conde, único conde legítimo entre el cielo y la tierra, de horizonte a horizonte: Titus, septuagésimo séptimo Señor de Gormenghast.
Un silencio terrible e irreal se había posado sobre el lago, sobre los bosques y torres, sobre el mundo. La calma había llegado como una conmoción, y en cuanto los efectos de la conmoción se apagaron, sólo quedó la blanca vacuidad del silencio. Pues mientras las últimas palabras eran pronunciadas con una furia negra, habían sucedido dos cosas. La lluvia había cesado y Titus había caído de rodillas y se había puesto a gatear hacia el borde de la balsa con la piedra en una mano y la rama de yedra en la otra. Y entonces, ante el horror de todos, había arrojado los símbolos sacrosantos a las profundidades del lago.
En el frágil y expectante silencio que siguió, una sección de delicado cielo azul se desprendió de las lóbregas nubes por encima de Titus, quien se incorporó y avanzó con pasitos prudentes hacia el borde de la balsa, de cara a la sombría multitud de los Moradores congregados en la orilla. Estaba de espaldas a Bergantín, a su madre la condesa, y a todos los que observaban paralizados la única cosa que se movía en el silencio de porcelana.
Si una rama se hubiera quebrado en cualquiera de los mil árboles que rodeaban el agua, o si de pronto hubiera caído una piña, la atroz tensión se habría roto. No se quebró ninguna rama. No cayó ninguna piña.
En los brazos de la mujer, junto a la orilla, la extraña criatura empezó a debatirse con una fuerza que ella no podía entender. Se apartaba del pecho de ella, se apartaba inclinándose hacia el lago; y entretanto, el cielo se abría en flores de azur, y Titus, en el borde de la balsa, tiró tan fuerte del collar que se le quedó en las manos. Luego levantó la cabeza y con un único grito dejó helada a la muchedumbre que lo observaba desde todas partes, ya que no era un grito de llanto ni de alegría, ni tampoco de miedo o de dolor; era un grito agudo, pero no parecía la voz de un niño. Mientras gritaba lanzó el collar al agua centelleante, y cuando el collar estaba hundiéndose, un arco iris se curvó sobre Gormenghast, y una voz respondió.
Una voz diminuta. En aquella absoluta quietud, llenó el universo, como la nota única de un pájaro. Flotó por encima del agua desde la orilla donde estaban los Moradores, desde donde la mujer permanecía apartada de los suyos; desde la garganta de la criatura nacida de las entrañas de Keda, de la criatura bastarda, hermana de leche de Titus, que refulgía con una luz espectral.