PEQUEÑAS RÁFAGAS de aire blanco y fresco soplaban a través de los árboles altos alrededor del lago. Parecían como apartados del calor denso de la estación; tan diferentes eran del cuerpo estéril del aire. ¿Cómo era posible que un aire tan espeso se abriera a columnas tan ajenas y acuosas? En la húmeda estación aparecía una fisura al paso de cada ráfaga. Y volvía a cerrarse, como una manta ardiente cuando las ráfagas morían, hasta que una nueva punzada de púas azules la rasgaba otra vez. Y volvía a cerrarse y a abrirse.
La atmósfera empalagosa de este día de verano era ahora más ligera, menos rancia. Las hojas abrasadas golpeaban unas contra otras, y las arvejas crujían débilmente, inclinando las cabezas copetudas, y la superficie del lago era una conmoción punteada por un millón de alfilerazos, y unas sombras de piel de gallina se deslizaban sobre el agua soltando o escondiendo momentáneamente una danza de diamantes.
Entre los árboles de la pendiente del lado sur que descendía precipitadamente hasta el agua, y a través de una cuna abierta entre el ramaje alto, podía verse una parte del castillo de Gormenghast, descamado por el sol y pálido dentro del oscuro marco de las hojas: una fachada distante.
Un pájaro descendió de pronto, barriendo la superficie del lago con las plumas del pecho y dejando un rastro de luciérnagas sobre el agua inmóvil. Mientras subía hacia los árboles por el aire caliente, el pájaro esparció un rosario de gotas de agua. Una de estas gotas colgó por un momento de una hoja de encina. Y mientras así colgaba, su cuerpo era titánico. Todo el vasto verano creció en ella; reflejaba las hojas, el lago y el cielo. La arboleda se extendía sobre ella, balanceándose junto con el calor, cada rama, cada hoja. Y cuando las plumas azules echaban a volar, el movimiento del paisaje en miniatura se estremecía, pendiendo. Al fin la gota se hundió y descendió, y mientras se alargaba, el reflejo distorsionado de las altas y ruinosas masas del distante edificio moteadas con ventanas anónimas, y de la yedra posada sobre el ala sur como una mano negra, empezó a temblar dentro de la perla estirada, a punto de desprenderse del borde de la hoja de encina.
Pero aun mientras caía, las hojas de la lejana yedra seguían aleteando en el vientre de la lágrima, y, microscópica, asomada a la espinilla de una ventana, una cara contemplaba el verano.
En el lago los reflejos de los árboles ondeaban con un movimiento de concertina, y las aguas se rizaban mostrando entre ráfaga y ráfaga una crespa inmovilidad. Pero había una pequeña zona del lago donde las ráfagas no penetraban, pues allí una alta pared en ruinas, adosada a un soto, resguardaba una ensenada poco profunda de agua humeante manchada por renacuajos.
La ensenada se abría en la otra orilla del lago, delante de la empinada arboleda y el castillo, desde donde soplaba la brisa. Tomaba el sol en el rincón norte del extremo oriental. De oeste a este (de la arboleda a la ensenada) se extendía la parte más larga del lago, pero no había mucha distancia, en cambio, entre las orillas norte y sur. La del sur estaba en gran parte almenada por oscuras hileras de coníferas, y algunos cedros y pinos crecían en el agua. A lo largo de la orilla norte una fina arena gris se perdía entre los bosquecillos de abedules y saúcos.
En la arena, cerca del agua, y aproximadamente en el centro de la costa norte, había una enorme alfombra de color de orín, y en el centro de la alfombra estaba sentada Tata Ganga. Fucsia yacía de espaldas junto a ella, con la cabeza vuelta a un lado y el antebrazo sobre los ojos para protegerlos del sol. Vestido con una camisa amarilla, Titus se bamboleaba de un lado a otro por la arena caliente. Tenía el pelo más largo y oscuro. Era totalmente lacio, pero el grosor y el peso compensaban la falta de rizos. Le llegaba hasta los hombros, una umbría oscura, y le caía por la frente en un espeso flequillo.
Se detuvo un momento (como si se le acabara de ocurrir algo muy importante) en medio de un trote diminuto y errático, y volvió la cabeza hacia la señora Ganga. Tenía las cejas fruncidas sobre el violeta único de los ojos, y había una mezcla de patetismo, ridiculez y sabiduría en la expresión de su carita de manzana. Incluso una pizca de pomposidad durante un instante, mientras se tambaleaba y se sentaba de golpe, tras perder el equilibrio; y luego, ya en el suelo, un toque de majestuosidad.
Pero de pronto, gateando de lado, impulsándose con una sola pierna, y remando con los brazos hundidos en la arena hasta los codos, sin que la otra pierna intentara cooperar, contenta con dejarse arrastrar por debajo y detrás de su enérgica contraparte, el niño abandonó su aire flemático y fue todo impetuosidad; pero ni una sola sonrisa le cruzó por los labios.
Cuando al fin alcanzó la alfombra de color de herrumbre, se sentó muy quieto a unos palmos de la señora Ganga y examinó el zapato de la anciana, con el codo sobre la rodilla y el mentón hundido en la mano, una actitud sorprendentemente adulta e inapropiada en una criatura de menos de dieciocho meses.
—¡Oh, mi pobre corazón! ¡Qué aspecto tiene! —se oyó la vocecita de la señora Tata—. Como si no me hubiera afanado para quererlo y hacerlo un niño alegre. Sufriendo las mil y una, molida hasta los tuétanos día tras día, noche tras noche, con esto, lo otro y lo de más allá, apilando agonía sobre agonía para que su pequeña señoría esté feliz de amor, pero él va a su aire como si fuera más listo que la vieja Tata, que lo sabe todo sobre las vagancias —extravagancia quería decir, sin duda— de los bebés, y lo único que recibo a cambio son las travesuras de su hermana…, oh mi pobre corazón, travesuras y rencores.
Fucsia se incorporó sobre un codo y observó las sombrías coníferas al otro lado del lago. Ya no tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar: había llorado mucho últimamente, hasta agotar por un tiempo el flujo salobre. Parecía como si los ojos hubiesen combatido victoriosamente contra huestes de lágrimas.
—¿Qué has dicho?
—¡Eso es! ¡Eso es! —La señora Ganga se puso de malhumor—. Nunca escucha. Supongo que se cree demasiado lista para escuchar a una anciana que ya no tiene mucho tiempo de vida.
—No te he oído —dijo Fucsia.
—Nunca lo intentas —respondió Tata—. Eso es lo que ocurre. No lo intentas. Es como si yo no estuviera aquí.
Fucsia había acabado por cansarse de las quejumbrosas y lacrimosas reprimendas de la anciana niñera. Apartó los ojos de los pinos y miró a su hermano, que luchaba con la hebilla de un zapato de la señora Ganga.
—Bueno, por lo menos hay una brisa agradable —dijo.
La vieja niñera, olvidándose de que estaba reprendiendo a Fucsia, volvió bruscamente la cara apergaminada.
—¿Qué pasa, mi querida ingrata? —preguntó en tono sorprendido.
Luego, recordando que la «ingrata» la había ofendido por alguna olvidada razón, frunció la cara con una ridícula y encanijada altivez, como queriendo decir: «Aunque te haya llamado “mi querida ingrata”, eso no significa que ya seamos amigas».
Fucsia la miró con una malhumorada tristeza.
—He dicho que hay una brisa agradable —repitió.
La señora Ganga no era capaz de mantener durante mucho tiempo esta fingida dignidad, y quiso dar una manotada a Fucsia, como un último gesto, pero juzgó mal la distancia, y errando el golpe, cayó de costado. Fucsia se estiró sobre la alfombra y volvió a sentar a la enana como si se tratara de un objeto de adorno, dejando expresamente el brazo estirado, pues conocía a la vieja niñera. En efecto, en cuanto Tata Ganga se recuperó, se alisó la falda y volvió a ponerse el sombrero con las uvas de cristal, dio un débil golpe sobre el brazo de Fucsia.
—¿Qué has dicho sobre las brisas, querida? Nada que valga la pena, me imagino, como de costumbre.
—He dicho que eran muy agradables.
—Sí, sí que lo son —dijo Tata después de pensarlo—. Sí que lo son, mi niña, pero no me hacen más joven. Simplemente pasan a mi alrededor y me refrescan un poco la piel.
—Bueno, es mejor que nada, ¿no?
—Pero no es suficiente, respondona sabelotodo. No es suficiente cuando hay tanto por hacer. Con tu enorme madre siempre enfadada conmigo, como si yo tuviera la culpa de la desaparición de tu pobre padre y de todos los problemas de la cocina. Como si yo fuera la culpable.
Al oír la mención de su padre, Fucsia cerró los ojos.
Ella misma había buscado y buscado. Durante las últimas semanas había envejecido mucho; había envejecido porque unas pasiones violentas hasta entonces desconocidas le habían acosado el corazón. El miedo a lo sobrenatural, al horror que había visto cara a cara, el miedo a la locura, y a la violencia que imaginaba en todas partes. Todo esto la había hecho más vieja, más tranquila, más recelosa. Había conocido el dolor: el dolor de la desolación, de haber sido olvidada y de haber perdido el poco amor que tenía. Había empezado a luchar consigo misma y a endurecerse, y comenzaba a sentir el despertar de un vago orgullo: la conciencia de su heredad. Al desaparecer, su padre había completado un eslabón en la cadena inmemorial. Fucsia había llorado su pérdida, con el pecho oprimido de dolor, pero más allá del dolor, notaba por primera vez detrás de ella la cordillera de los Groan, y sabía que ya no era libre, que ya no era simplemente Fucsia, sino que era de la sangre. Todo esto parecía todavía nebuloso. Amenazante, magnífico e indeterminado. Algo que no llegaba a comprender del todo. Algo de lo que huía, pues operaba de un modo incomprensible en ella. De pronto había dejado de ser una muchacha, excepto en la manera de hablar y de moverse. Era más vieja, de mente y de corazón, y lo que antes parecía tan claro, estaba ahora envuelto en nieblas; todo era confuso. Tata insistió de nuevo, con los débiles ojos mirando por encima del lago:
—Como si yo tuviera la culpa de todos los problemas y maldades de esa gente, que hace lo que no debiera. ¡Oh, mi pobre corazón! Como si todo fuera por mi culpa.
—Nadie dice que sea por tu culpa —dijo Fucsia—. Siempre crees que la gente piensa mal de ti. No tiene nada que ver contigo.
—No, claro que no, tormento mío, no tiene nada que ver conmigo, ¿verdad que no? —Y los ojos de Tata Ganga volvieron a enfocar a Fucsia (tanto como les era posible)—. ¿Qué es lo que no tiene nada que ver conmigo, querida?
—No importa —dijo Fucsia—. Mira a Titus.
Desaprobando la respuesta de Fucsia, Tata volvió la cabeza y vio a la criatura de camisa amarilla que se ponía de pie y marchaba solemnemente desde la gran alfombra hacía la cálida arena gris, con las manos agarradas por delante.
—¡No nos dejes tú también! —gritó Tata Ganga—. Podemos arreglárnoslas sin ese espantoso y gordo Vulturno, pero no sin nuestro pequeño conde. Podemos pasar sin el señor Excorio y…
Fucsia se puso de rodillas.
—¡No! ¡No es verdad! No hables así…, es horrible. No hables de eso. Nunca. Querido Excorio y…, pero no lo entiendes, es inútil. Dios mío, ¿qué les habrá pasado?
Fucsia se dejó caer sobre los talones, temblándole el labio inferior, sabiendo que no debía permitir que los irreflexivos comentarios de la vieja niñera le tocaran la llaga abierta.
Mientras la señora Ganga miraba con los ojos muy abiertos, ambas se sobresaltaron al oír una voz, y al volverse vieron a dos altas figuras que se acercaban a través de los árboles. Un hombre y, ¿podía ser?…, sí, y una mujer. Llevaba una sombrilla. En verdad la segunda figura no tenía aspecto masculino, incluso si hubiera dejado la sombrilla en casa. Ni mucho menos. El andar cimbreante era prodigiosamente femenino. El largo cuello tenía un indiscreto parecido con el de su hermano, y lo mismo hubiera podido decirse de la cara si las gafas oscuras no la disimularan piadosamente. Pero la diferencia se manifestaba sobre todo a la altura de la pelvis. El doctor (pues se trataba de Prunescualo) tenía menos caderas que una anguila puesta de pie, mientras que Irma, vestida de seda blanca, parecía haberse esforzado al máximo para exhibir de la forma más desventajosa posible (tenía la cintura ridículamente ceñida) un par de caderas capaces de balancear sobre sus prominencias óseas montones de chucherías, en cantidades suficientes como para atestar el armario de un cleptómano.
—Mis más encumbrados buenos días, queridas mías —gorjeó el doctor—, y cuando digo «encumbrado» es porque les ofrezco el centímetro cúbico más diáfano de la mañana, límpido de aspecto, instalado sobre una cresta del éter, ja, ja, ja.
A Fucsia le alegró ver al doctor. Le tenía mucho aprecio, a pesar de su desbordante verborrea.
Irma, que apenas había salido desde que se deshonrara en el funesto día del incendio, trataba por todos los medios de volver a ser una dama. Una dama que había cometido un desliz, es cierto, pero una dama al fin y al cabo, y estos esfuerzos de reconstrucción eran patéticamente ostentosos. Llevaba los vestidos cada vez más escotados, dejando al descubierto vastas extensiones de incomparable piel lechosa. Había acentuado el movimiento de las caderas, que se balanceaban como si fueran una gran campana regulada e impulsada por el evidente deseo de sonar, pero que no emitía ningún repique, y en cambio dibujaba «ochos» (vistos a vuelo de pájaro, corte transversal) mientras hablaba con una voz alta y desagradable (tan diferente del toque de difuntos que su pelvis hubiera emitido).
La larga y afilada nariz apuntaba a Fucsia.
—Querida niña —dijo Irma—. ¿Estás disfrutando la deliciosa brisa, sí, mi querida niña? He dicho, querida niña, ¿estás disfrutando la deliciosa brisa? Naturalmente que sí. Irrefutablemente, no me cabe la menor duda.
Sonrió, pero con una sonrisa sin alegría; los músculos de la cara se le movieron sólo en las direcciones dictadas, rehusándose a participar del espíritu festivo, suponiendo que lo hubiera.
—¡Tate! ¡Tate! —dijo su hermano en un tono que daba a entender que era innecesario responder a las convencionales observaciones de su hermana, y enseguida se sentó al lado de Fucsia, lanzándole una centelleante sonrisa de cocodrilo con empastes de oro.
—Me alegra que haya venido —dijo Fucsia.
El doctor le dio unas palmaditas en la rodilla con un stacatto amistoso y luego se volvió hacia Tata.
—Señora Ganga —le dijo, poniendo gran énfasis en el «señora» como si fuera un prefijo exclusivo—, ¿cómo está usted? ¿Cómo anda la corriente sanguínea, mi querida e inestimable mujercita? ¿Cómo anda la corriente sanguínea? Venga, venga, dígaselo al doctor.
Tata se arrimó un poco más a Fucsia, que estaba sentada entre ellos, y miró al doctor por encima del hombro de la muchacha.
—Está muy confortable, señor…, creo, gracias, señor.
—¡Ajá! —dijo Prunescualo, acariciándose la lisa barbilla—. Una corriente confortable, ¿no es así? ¡Ajá! M-u-y bien. M-u-y bien. Arrastrándose perezosamente de colina en colina, sin duda. Serpenteando a través de bosquecillos de huesos, colándose entre los tejidos y dando a su querido y viejo cuerpo todo el sustento posible. Señora Ganga, estoy tan contento. Pero y usted, usted misma, ¿cómo se siente? Carnalmente hablando, ¿está en paz? Desde la punta de los queridos cabellos grises hasta la planta de los pequeños pies, ¿está en paz?
—¿Qué quiere decir, mi niña? —preguntó la pobre señora Ganga, agarrándose al brazo de Fucsia—. Oh, mi pobre corazón, ¿qué quiere decir el doctor?
—Quiere saber si te encuentras bien o no —dijo Fucsia.
Tata volvió los ojos bordeados de rojo hacia el hombre de cabeza greñuda y piel lisa, con ojos saltones que nadaban detrás de las gafas de aumento.
—Vamos, vamos, mi querida señora Ganga. No tengo intención de comérmela. Oh, no. Ni siquiera encima de una tostada, con un poco de sal y pimienta. Ni lo más mínimo. Usted ha estado indispuesta, oh sí, desde la conflagración. Mi querida mujer, usted ha estado indispuesta, muy indispuesta, y es natural. ¿Ya se encuentra mejor? Esto es lo que su doctor quiere saber. ¿Se encuentra mejor?
Tata abrió la arrugada boquita.
—Va y viene, señor —dijo—, y a veces parece que me lleva.
Enseguida miró a Fucsia rápidamente, como para asegurarse de que aún estaba allí, y las uvas de cristal le tintinearon en el sombrero.
El doctor Prunescualo extrajo un gran pañuelo de seda y empezó a secarse la frente con leves golpecitos. Irma, después de un montón de dificultades, presumiblemente con las ballenas del corsé y cosas por el estilo, había conseguido sentarse en la alfombra entre crujidos y rechinamientos como de poleas, manivelas, cables y garfios. No aprobaba el hecho de sentarse en el suelo, pero estaba cansada de mirarles las cabezas y decidió arriesgarse a no ser una dama durante un breve intervalo. Observaba a Titus y se decía a sí misma: «Si este niño fuera mío, le cortaría el cabello, especialmente por la posición que ocupa ahora».
—¿Y en qué consiste este «va-y-viene»? —dijo el doctor, devolviendo el pañuelo de seda al bolsillo—. ¿Es el corazón el que está sujeto al flujo y reflujo de la marea, o son los nervios…, o el hígado, cielo santo…, o un agotamiento general del cuerpo?
—Me canso —dijo la señora Ganga—. Me canso tanto, señor. Tengo que hacerlo todo. —La pobre anciana se echó a temblar.
—Fucsia —dijo el doctor—, ven a verme esta noche y te daré un tónico que le harás tomar cada día. En nombre de la amarantina, es imprescindible. Bálsamo y plumón de cisne, Fucsia querida, plumón de pollo de cisne, y tiene que tomarlo todos los días, jarabe para los nervios, querida, y dedos fríos como tumbas para esa vieja, vieja frente.
—Tonterías —dijo su hermana—. He dicho: tonterías, Bernard.
—Ahí —prosiguió el doctor Prunescualo, sin atender a la interpolación de su hermana—, ahí está Titus. Ataviado con un harapo arrancado al sol, ja, ja, ja. ¡Qué enorme se está poniendo! ¡Pero qué solemne! —Cloqueó un momento—. El gran día se acerca, ¿verdad?
—¿Se refiere a la «Investidura»? —dijo Fucsia.
—Ni más ni menos —dijo Prunescualo, con la cabeza ladeada.
—Sí —contestó ella—, dentro de cuatro días. Están preparando la balsa. —De pronto, como si ya no pudiera soportar la carga de sus pensamientos, añadió—: ¡Oh, doctor Prune, tengo que hablar con usted! ¿Puedo verlo pronto? ¿Muy pronto? No emplee palabras complicadas conmigo cuando estemos a solas, querido doctor, como hace a veces, porque estoy tan…, bueno…, porque tengo…, tengo problemas, doctor Prune.
Con el largo índice blanco, Prunescualo trazó lánguidamente unas señales en la arena. Fucsia, preguntándose por qué no le había contestado, bajó los ojos y vio que el doctor había escrito:
«Esta noche a las 9 Sala Fresca».
En el momento en que la afilada mano borraba el mensaje, advirtieron que había alguien detrás, y al volverse vieron a las mellizas, las tías idénticas de Fucsia, de pie en el calor como dos tallas purpúreas.
El doctor se levantó ágilmente de un salto y las saludó inclinando el cuerpo juncoso.
Las mellizas no prestaron ninguna atención a esta galantería; clavaban los ojos en Titus, sentado tranquilamente a orillas del lago.
Parecía que un gran telón de fondo hubiera bajado desde el cenit del cielo a la franja de arena donde estaba sentado, pues el calor había aplanado el lago y parecía enderezarlo sobre el borde de arena; enderezaba también la pendiente donde las coníferas y sus sombras eran de tres tonalidades de verde, soleadas y enormes; y como un rompecabezas en equilibrio sobre el irregular perfil de este bosque pintado se elevaba un cielo azul, pesado, muerto, hasta el arco de proscenio del límite de la visión: el párpado curvo. Al pie de este telón fijo que la naturaleza había dejado caer, estaba sentada la criatura, increíblemente diminuta: Titus, con su camisa amarilla y el mentón de nuevo en la mano.
Fucsia se sentía incómoda con las tías de pie justo detrás de ella. Las miraba de soslayo y le costaba imaginar que alguna vez pudieran volver a moverse. Eran dos efigies, de cara blanca, de manos blancas, engalanadas con púrpura imperial. La señora Ganga no había notado aún que estaban allí, y en medio del silencio tuvo unas ganas tontas de hablar, y olvidando lo nerviosa que estaba, levantó la cabeza hacia el doctor:
—Verá, doctor, perdone, señor —se oyó decir, sorprendida por su propia audacia—, verá, yo siempre he sido del tipo enérgico, señor. Así es como he sido siempre, desde niña, haciendo esto y lo de más allá a todas horas. «¿Qué más va a hacer?», decían siempre. Siempre.
—Estoy seguro de que así era —contestó el doctor, sentándose de nuevo en la alfombra y mirando a Tata Ganga con las cejas levantadas y un aire de incrédula concentración en el rostro rosado.
La señora Ganga se sintió alentada. Nadie se había mostrado jamás tan interesado en lo que ella decía. Prunescualo había decidido que era muy probable que las mellizas se quedaran inmóviles donde estaban otra buena media hora, y que si él permanecía de pie sobre un par de elegantes piernas, esto no sólo sería contrario a sus intereses físicos, sino que además lastimaría su amor propio, que aunque algo peculiar, tenía raíces profundas. No habían respondido a su galante gesto. Es cierto que no lo habían advertido, pero no era culpa de él.
—Al diablo con esas dos viejas truchas —gorjeó entre dientes—. Chatas como una pared empapelada. En nombre de todo lo que colea, mi última autopsia tenía más energía que estas dos mujeres juntas dando saltos mortales.
Mientras discurría así interiormente, prestaba exteriormente la más apasionada atención a cada sílaba de la señora Ganga.
—Y siempre he sido igual —decía Ganga con voz trémula—, siempre igual. Responseveridad siempre, doctor. Y ya no soy pequeña.
—Claro que no, claro que no, tate, tate. En nombre de la perspicacia, habla usted con nobleza, señora Ganga, con mucha nobleza —le dijo Prunescualo, preguntándose al mismo tiempo si podría meterla en el maletín negro sin quitar las ampollas.
—Porque ya no somos tan jóvenes como antes, ¿verdad, señor?
Prunescualo reflexionó profundamente sobre este punto. Luego sacudió la cabeza.
—Lo que usted dice tiene el sonido inconfundible de la verdad. De la verdad inconfundible y cantarina. Ding dong, resuena en mi corazón. Pero dígame, Tata, dígame de la manera concisa que es propia de usted, hábleme del señor Ganga…, ¿tal vez soy inoportuno? No, no, no es posible. ¿Tú sabes algo, Fucsia? En cuanto a mí, navego despistado en lo que se refiere al señor Ganga. Está debajo de mi quilla, muy por debajo. ¡Qué curioso! Muy por debajo ¿O tal vez no? No importa. Para decirlo sin rodeos: ¿hubo un…?, ¡no, no! Un poco de finesse, por favor. ¿Quién era…? ¡No, no! Es grosero, demasiado grosero. Perdóneme. Querida dama, del señor Ganga le queda algún… ¡Dios mío!, hace tanto tiempo que la conozco, y ahora de repente este enigma viene a importunarme, a la chita callando, como por arte de birlibirloque, ja, ja, ja. ¡Qué rompecabezas! ¿No lo crees así, querida?
Se volvió hacia Fucsia.
La muchacha no pudo evitar una sonrisa, pero cogió la mano de la anciana niñera.
—¿Cuándo te casaste con el señor Ganga, Tata? —preguntó.
Prunescualo exhaló un suspiro.
—La aproximación directa —murmuró—. El ángulo adecuado. Dios bendiga los vericuetos de mi alma, vivir para ver…, vivir para ver.
La señora Ganga se irguió orgullosa y tiesa desde las uvas de cristal del sombrero hasta las posaderas diminutas.
—El señor Ganga —dijo con una vocecita aguda— se casó conmigo… —E hizo una pausa, convencida de haber comunicado una gran primicia; luego, como si acabara de ocurrírsele, añadió—: Murió aquella misma noche…, lo que no es extraño.
—Cielo bendito, vivo y muerto y a medio camino. En nombre de todo lo enigmático, mi muy querida señora Ganga, explíquese un poco más —chilló el doctor, con voz tan atiplada que un pájaro escapó abriéndose paso entre el follaje detrás de ellos, y voló hacia el oeste.
—Tuvo un ataque —dijo la señora Ganga.
—Nosotras también… hemos… tenido ataques —dijo una voz.
Se habían olvidado de las mellizas, y los tres volvieron la cabeza, aunque no con suficiente rapidez para ver qué boca se había abierto. Pero, mientras las observaban, Clarice salmodió:
—Las dos a la vez. Era encantador.
—No, no lo era —dijo Cora—. Ya no te acuerdas de lo incómodas que estábamos.
—¡Oh, eso! Nunca me importó. En cambio, cuando no podíamos hacer cosas con el lado izquierdo ya no me gustaba tanto.
—Eso es lo que he dicho, ¿no?
—Oh no, ni mucho menos.
—Clarice Groan —dijo Cora—, no te pases.
—¿A qué te refieres? —dijo Clarice, levantando nerviosamente los ojos.
Cora se volvió hacia el doctor por primera vez.
—Es una ignorante —dijo apáticamente—. No sabe interpretar figuras de lenguado.
Tata no pudo resistir la tentación de corregir a lady Cora; tenía ganas de seguir hablando, después de la atención del doctor. No obstante, insinuó una sonrisita nerviosa cuando dijo:
—Lo que usted quiere decir, lady Cora, no es «figuras de lenguado» sino «figuras de lenguaje».
Tata estaba tan orgullosa que alargó la temblorosa sonrisa en las arrugas de los labios hasta que al fin advirtió que las tías la miraban con fijeza.
—Sirviente —dijo Cora—. Sirviente…
—Sí, señora. Sí, sí, señora —dijo Tata Ganga, incorporándose a duras penas.
—Sirviente —repitió Clarice, que parecía haber disfrutado con el episodio.
Cora miró a su hermana.
—No es necesario que digas nada.
—¿Por qué?
—Porque no es a ti a quien ha desobedecido, estúpida.
—Pero yo también quiero castigarla —dijo Clarice.
—¿Por qué?
—Porque hace mucho tiempo que no impongo un castigo… ¿Y tú?
—Tú nunca lo has hecho —dijo Cora.
—Claro que sí.
—¿A quién?
—No importa a quién. Lo he hecho y ya está.
—¿Ya está qué?
—Ya está el castigo.
—¿Quieres decir como el de nuestro hermano?
—No sé. Pero a ella no habrá que quemarla, ¿verdad?
Fucsia se había levantado. Si hubiera abofeteado a sus tías, o aun si las hubiera tocado, se habría puesto enferma, y era difícil adivinar qué pensaba hacer. Las manos le temblaban a los costados.
La frase «Pero a ella no habrá que quemarla, ¿verdad?» fue a parar a una larga estantería en el fondo del cerebro del doctor Prunescualo que estaba casi vacía, y la ridícula frasecita que dormitaba perezosamente en un rincón, fue pronto desalojada por la larguirucha recién llegada, que se tumbó cuán larga era desde la «P» de la cabeza hasta la «d» de la cola, y dándose la vuelta abrió y cerró los ojos treinta y cinco veces (en contra de la norma acostumbrada), decidiendo hacerlo una vez por letra, y dos más para atraer la buena suerte; no había mucho tiempo para somnolencias, ya que el propietario del estante (y de toda la casa de hueso) podía llamar en cualquier momento a las adormecidas frases que tenía repartidas por las más oscuras cuevas, grietas y estanterías de las células grises. Aquí era imposible vivir en paz. Con los nudillos entre los dientes, la señora Ganga trataba de contener las lágrimas.
Irma apartaba los ojos. Las damas no participaban en «situaciones». Las ignoraban. Lo recordaba perfectamente. Era la lección Siete. Arqueó la nariz hasta que tuvo un aspecto incuestionablemente triunfal, y se convenció a sí misma de que no estaba escuchando con mucho interés.
El doctor Prunescualo, considerando que había llegado el momento, se puso en pie de un salto, se balanceó como una varita de sauce clavada en el suelo, haciendo vibrar la exquisitamente deshojada cabeza, y emitió un extraño grito, seguido de una serie de trinos que no pueden representarse más que con los Ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja-ja de la convención literaria, y lo remató con:
—¡Titus! ¡En nombre de todo lo infinitesimal…, que el Señor me bendiga si no lo ha devorado un tiburón!
Sería difícil precisar cuál de las cinco cabezas giró con mayor rapidez. Posiblemente Tata tardó una fracción de segundo más que los otros, por la doble razón de que la condición de su cuello no era nada plástica y porque toda exclamación, por muy dramática que fuese y por mucho que concerniera a sus preocupaciones inmediatas, necesitaba tiempo para filtrarse hasta el área correcta de su confuso y diminuto cerebro.
Sin embargo, la palabra «Titus» era diferente, ya que había descubierto tiempo atrás un atajo a través de las células. El corazón había respondido con más prontitud que el cerebro, y obedeciéndolo involuntariamente, y aun antes de que su cuerpo recibiera alguna orden por los canales habituales, la anciana estaba ya de pie y trotaba hacia la orilla.
No se molestó en preguntarse si era posible que hubiera un tiburón en el agua dulce que se extendía ante ella, ni si el doctor había hablado con demasiada ligereza de la muerte del único heredero, o qué iba a hacer en caso de que el tiburón ya hubiera devorado a Titus. Todo lo que sabía era que tenía que correr a donde lo había visto por última vez.
Los ojos cansados y viejos de la señora Ganga no vieron a Titus hasta que ella estuvo a medio camino. Pero no por eso dejó de correr. Todavía estaba a punto de ser devorado por un tiburón, y cuando por fin lo tuvo en brazos, Titus fue sometido a un baño de lágrimas.
Tambaleándose con su carga, Tata Ganga echó una última mirada recelosa a la brillante superficie del lago; el corazón le martilleaba en el pecho.
Prunescualo, que no había imaginado las destructivas consecuencias de su pequeña broma, había salido tras ella de puntillas, dando grandes zancadas. Pero casi enseguida se detuvo, considerando que si tenía que haber un tiburón, sería mejor que fuera la señora Ganga quien se ganara la satisfacción de frustrar las malvadas intenciones de la bestia. Sólo esperaba que el corazón de la anciana soportara el esfuerzo. Por lo demás, había conseguido lo que se proponía con su descabellada exclamación, es decir, poner fin a la ridícula pelea y librar a Tata Ganga de nuevas humillaciones.
Las mellizas parecieron perplejas durante un rato.
—Yo lo he visto —dijo Cora por fin.
Para no ser menos, Clarice también lo había visto. Ninguna de las dos estaba muy interesada.
Mientras Tata se sentaba jadeando en la alfombra color de orín, y Titus le resbalaba de los brazos, Fucsia se volvió hacia el doctor.
—No tendría que haberlo hecho, doctor Prune —dijo—. Pero ¡Dios mío, qué divertido! ¿Ha visto la cara de la señorita Prunescualo? —Fucsia soltó una risita nerviosa, sin alegría en los ojos—. Oh, doctor Prune, he sido impertinente; es la hermana de usted.
—Apenas —dijo el doctor, y acercando los dientes a la oreja de Fucsia, le susurró—: Se cree una dama. —Y enseguida mostró una amplia sonrisa que amenazaba con tragarse al lago mismo—. ¡Ay! ¡Pobre mujer! ¡Pone tanto empeño, y cuanto más lo intenta menos lo consigue! ¡Ja, ja, ja! Créeme, querida Fucsia, las auténticas damas son aquellas a las que nunca se les ocurre preguntarse si lo son o no. La sangre de Irma es correcta, tiene la misma que yo, ja, ja, ja, pero no es cuestión de sangre, Es el equilibrio, gitana mía, es el equilibrio lo que cuenta, esto y grandes dosis de tolerancia. Pero, bendita sea mi alma inoportuna, ¿qué hago yo entrando en el terreno de lo serio? Tate, tate.
Ahora estaban todos sentados en la alfombra, formando un grupo de inusitada grandiosidad. La brisa arrachada seguía atravesando el bosque y encrespando el lago. Detrás de ellos, las ramas de los árboles se frotaban unas contra otras, y las hojas, como un millón de lenguas procaces, conspiraban con voces enronquecidas.
Fucsia iba a preguntar en qué consistía ese «equilibrio», cuando advirtió un movimiento entre los árboles, al otro lado del lago. Un instante después se sorprendió al ver una columna de figuras que descendía hacia la orilla. Una vez allí se encaminaron hacia el norte, apareciendo y desapareciendo a medida que los grandes cedros que crecían en el agua los ocultaban o los revelaban.
A excepción del que marchaba delante, todos los demás iban cargados con rollos de cuerda y ramas de árboles, y parecían hombres más viejos que el primero, pues andaban pesadamente.
Eran los constructores de la Balsa, que en el día tradicionalmente fijado recorrían el camino tradicional que conducía a la ensenada tradicional, esa calinosa entrada de agua, resguardada por la ruinosa pared y el soto donde los renacuajos y los gobios y las miríadas de microscópicos pescaditos pronto serían perturbados.
No había duda sobre la identidad de quien encabezaba la marcha. Imposible no reconocer ese paso ágil, aunque arrastrado y ladeado, esa forma horriblemente deliberada de moverse, a medias entre andar y correr, ese cuerpo doblado hacia adelante como quien está olfateando una pista, pero suelto y desprendido del suelo.
Fucsia lo observaba, fascinada. No era frecuente ver a Pirañavelo sin que él lo supiera. Siguiendo la mirada de Fucsia, el doctor reconoció igualmente al joven. La frente rosada se le nubló. Últimamente había reflexionado mucho en esto y aquello: «esto» era sobre todo el inescrutable y de algún modo extraño joven, mientras que «aquello» se refería principalmente al misterioso Incendio. Realmente, los últimos tiempos habían deparado una abundante cosecha de enigmas. De no haber tenido un carácter tan trágico, hubieran deleitado al doctor. ¡Lo inesperado contribuía tanto a mitigar la interminable monotonía de las costumbres y ritos del castillo! Pero la Muerte y la Desaparición no eran golosinas para un paladar fatigado. Eran demasiado grandes y apenas cabían en la boca, y sabían a bilis.
Aunque el idiosincrático doctor tenía opiniones completamente heterodoxas sobre algunos aspectos de la vida del castillo —opiniones demasiado libres para que fueran proclamadas en una atmósfera en la que la trama y urdimbre del oscuro lugar y de su pasado se confundían con la red venosa de los cuerpos que lo habitaban—, sin embargo pertenecía al lugar, y era un marginado sólo cuando su mente, actuando en un espectro muy amplio de relaciones y correlaciones de ideas, llegaba a conclusiones precisas y claras que a menudo rozaban la herejía. Pero eso no significaba que se considerara superior. Oh, no. No lo era. La fe ciega era la fe verdadera, por muy turbio que estuviera el cerebro. Las joyas de sus conclusiones podían ser de primera agua, pero en su esencia y en su espíritu sentía que algo se le retorcía en proporción con su incredulidad cuando en algún momento dudaba del valor de las ceremonias rituales, por triviales que fueran. No era ningún forastero, y las tragedias recientes lo habían afectado en lo más vivo. Sus modales desenfadados y necios eran engañosos. Mientras gorjeaba, parloteaba, daba rienda suelta a su espontáneo «ingenio», o gesticulaba con grotesca afectación, dejando patinar los agrandados ojos por detrás de los cristales de las gafas como pastillas de jabón en el fondo de una bañera, a menudo tenía la mente en otro sitio, y en estos días, además, muy ocupada. Ponía en orden los hechos de que disponía —cabos sueltos de información— y los inspeccionaba con el ojo del cerebro, ahora desde aquí, ahora desde allá, ahora desde abajo, ahora desde arriba, mientras hablaba o fingía estar escuchando, de día y de noche, o durante las veladas nocturnas, cuando se sentaba con los pies encima de la chimenea, una copa de licor al alcance de la mano y su hermana en la silla de enfrente.
Echó una ojeada a Fucsia para comprobar si había reconocido la lejana figura del muchacho, y le sorprendió verle un mirada de intrigada concentración en el rostro sombrío. Tenía los labios entreabiertos, como si estuviera excitada. Para entonces, el cocodrilo de figuras doblaba la curva del lago, a la izquierda. Luego se detuvo. Pirañavelo se apartaba de los criados e iba hacia la orilla. Al parecer les había dado una orden, pues todos se sentaron entre los pinos que bordeaban el agua y lo observaron mientras se desprendía de sus ropas y clavaba el bastón-espada en el fango de la orilla. Incluso desde tan lejos se podía ver que tenía hombros muy altos y encorvados.
—En nombre de todo lo público —dijo Prunescualo—, parece que tenemos un nuevo oficial, ¿eh? Consultando los augurios al borde del agua. Sangre fresca en pleno verano para las próximas cuatro décadas. Se abre el telón… y avanza la precocidad, ja, ja, ja. ¿Pero qué hace ahora?
Fucsia acababa de sofocar un grito de sorpresa al ver que Pirañavelo se metía en el agua. Un momento antes de sumergirse, el joven los había saludado con la mano, aunque en apariencia ni siquiera había mirado hacia ellos.
—¿Qué ha sido eso? —dijo Irma, girando el cuello con un movimiento sumamente lubricado—. He dicho: ¿qué ha sido eso?, Bernard. Ha sonado como un chapoteo, ¿me oyes, Bernard? He dicho que ha sonado como un chapoteo.
—He ahí por qué —dijo su hermano.
—¿He ahí por qué? ¿Qué quieres decir, Bernard, con ese he ahí por qué? Qué pesado eres. He dicho que qué pesado eres. He ahí por qué ¿qué?
—He ahí por qué ha sonado como un chapoteo, mariposa mía.
—Pero ¿por qué? ¡Oh, señor, qué no daría por tener un hermano normal! ¿Porqué ha-sonado-como-un-chapoteo, Bernard?
—Porque eso es precisamente lo que ha sido, pava real. Ha sido un chapoteo auténtico y no diluido. ¡Ja, ja, ja! Un chapoteo no diluido.
—¡Oh! —chilló la señora Ganga, pellizcándose el labio inferior—, ¿no sería el tiburón, verdad, señor, doctor? ¡Oh, mi pobre corazón, señor! ¿Ha sido el tiburón?
—¡Tonterías! —dijo Irma—. ¡Tonterías! ¡Pero qué mujer más tontaina! ¡Tiburones en el lago de Gormenghast! ¡A quién se le ocurre!
Los ojos de Fucsia estaban fijos en Pirañavelo. Era un excelente nadador y ya había atravesado la mitad del lago; los codos blancos y delgados se levantaban en ángulos obtusos que se hundían y emergían metódicamente.
—Veo a alguien —dijo la voz de Cora.
—¿Dónde? —dijo Clarice.
—En el agua.
—¿Cómo? ¿En el lago?
—Sí, es la única agua que hay, boba.
—No es verdad.
—Bueno, es la única agua que hay cerca de nosotras en este momento.
—Ah, eso sí, es la única agua de ese tipo.
—¿Lo ves?
—Todavía no he mirado.
—Bueno, pues mira ahora.
—¿Ya?
—Sí, ahora.
—Oh…, veo un hombre. ¿Ves un hombre?
—Acabo de decírtelo. Claro que lo veo.
—Viene nadando hacia mí.
—¿Por qué hacia ti? También podría ser hacia mí.
—¿Por qué?
—Porque somos iguales en todo.
—Ésta es nuestra gloria.
—Y nuestro orgullo. No lo olvides.
—No, no lo olvidaré.
Se quedaron mirando al nadador que se acercaba con la cara siempre debajo del agua o vuelta de lado para tomar aliento; las mellizas no tenían idea de quién era el nadador.
—Clarice —dijo Cora.
—Sí.
—Somos las únicas damas presentes, ¿verdad?
—Sí. ¿Y qué pasa?
—Pues bien, bajaremos a la orilla, y cuando llegue podremos ahorrarle la formalidad de encorvarse.
—¿Hace daño?
—Qué ignorante eres. No sabes lo que es una locución. —Cora volvió la cara hacia el perfil de su hermana.
—No sé lo que quieres decir —musitó Clarice.
—No tengo tiempo para darte explicaciones sobre cosas del lenguaje —dijo Cora—. No importa.
—¿De verdad?
—No. Pero eso sí importa.
—Oh.
—Viene nadando hacia nosotras.
—Sí.
—O sea que ha de homenajearnos en la orilla.
—Sí…, sí.
—Hay que ir a darle ánimos.
—¿Ahora?
—Sí, ahora. ¿Estás preparada?
—En cuanto me levante lo estaré.
—¿Ya has acabado?
—Casi. ¿Y tú?
—Sí.
—Entonces vamos.
—¿Dónde?
—No me fastidies más con tu ignorancia. Limítate a seguirme.
—Sí.
—¡Mira!
—¡Mira!
Pirañavelo había salido de las profundidades y estaba de pie. El agua le lamía la base de las costillas y el fango del fondo del lago le rezumaba entre los dedos de los pies mientras saludaba al grupo con los brazos en alto, de los que caían rosarios de gotitas centelleantes.
Fucsia estaba entusiasmada. Le encantaba lo que el joven acababa de hacer. Verlo de pronto quitarse las ropas, zambullirse en el agua profunda, cruzar el lago, y finalmente emerger, jadeante, con el agua batiéndole contra el talle delgado y nervudo, todo esto en el arrebato del momento, era fantástico.
Irma Prunescualo, que no había visto a su «admirador» desde hacía varias semanas, dio un chillido al verlo salir desnudo del lago, y tapándose la cara con las manos espió por entre los dedos.
Tata todavía no podía distinguir quién era, y meses después aún seguía dudándolo.
La voz de Pirañavelo resonó por encima del agua.
—¡Feliz encuentro! —gritó—. ¡Acabo de verlos! ¡Lady Fucsia, buenos días! Es un placer verla otra vez. ¿Cómo anda su salud, señorita Irma? Disculpe mi piel. ¿Y usted, doctor, como está?
A continuación, con ojos muy juntos y enrojecidos, observó a las mellizas que venían hacia él vadeando el agua, sin darse cuenta de que les llegaba a los tobillos.
—Se están mojando las piernas, sus señorías. ¡Cuidado! ¡Retrocedan! —chilló el joven con fingida alarma—. Me abruman con tan inmerecido honor. ¡Por amor de Dios, retrocedan!
Tenía que chillarles de este modo para que nadie sospechara que tenía autoridad sobre ellas. En realidad, le importaba dos pepinos que continuaran avanzando hasta que el agua les llegara al cuello. Era una curiosa situación. Por razones de pudor, le era imposible dar un paso más hacia la orilla.
Tal como podía esperarse, las mellizas no reconocieron en la voz de Pirañavelo la autoridad que habían aprendido a obedecer. Entraron más profundamente en el lago, y el doctor, Fucsia y Tata Ganga se asombraron al ver que el agua les llegaba a las caderas y que las faldas voluminosas de los vestidos purpúreos flotaban magníficamente.
Encogiendo los hombros y extendiendo las palmas de las manos, Pirañavelo miró a los demás para indicarles que se sentía incapaz de poner remedio a la situación. Las mellizas estaban ya muy cerca. Lo suficientemente cerca como para poderles hablar sin que el grupo que se había reunido al borde del lago alcanzara a oírlo.
Habiéndoles en un tono bajo y rápido, y que de acuerdo con su experiencia era el mejor para obtener una respuesta inmediata, les dijo:
—Quédense donde están. Ni un paso más, ¿me oyen? Voy a decirles algo. Si no se quedan quietas y me escuchan, se quedarán sin los tronos de oro, que ya están acabados y van de camino a los aposentos de ustedes. Ahora váyanse. Regresen al castillo, vuelvan a sus habitaciones, o habrá problemas.
Mientras hablaba, hacía señas a los de la orilla; encogía los hombros como mostrando que no había nada que hacer. Entretanto, la voz rápida seguía discurriendo, hipnotizando a las mellizas, hundidas hasta las caderas en los centelleantes rizos del agua.
—No deben hablar del Incendio. Deben estar solas y no salir a hablar con la gente como han hecho hoy, en contra de mis órdenes. Me han desobedecido. Iré a verlas esta noche a las diez. Estoy enfadado porque han roto su promesa. A pesar de todo, todavía van a tener su gloria; pero con la condición de que nunca más hablen del Incendio. ¡Siéntense inmediatamente!
Pirañavelo no pudo resistirse a dar esta orden perentoria. Los cuatro ojos habían estado clavados en él mientras hablaba, y quiso estar seguro de que ellas eran incapaces de desobedecerlo en momentos como éste, que no podían pensar en otra cosa que no fuera lo que él les inculcaba en una voz baja peculiar y con la constante repetición de unas pocas máximas simples. La mueca que le torcía los labios era una muestra de la arrogante y vil satisfacción que experimentaba al ver cómo las dos criaturas purpúreas se sentaban sobre sus traseros en el lago tibio. Sólo los largos cuellos y los rostros como platos quedaron por encima de la superficie, rodeados cada uno por el tembloroso dobladillo de una falda púrpura.
En cuanto hubo visto, saboreado y absorbido la deliciosa esencia de la situación. Pirañavelo espetó:
—¡Márchense! Vuelvan a sus habitaciones y espérenme allí. Márchense inmediatamente. Nada de parloteos en la orilla.
Mientras las mellizas se sumergían en el agua, obedeciendo automáticamente, él había fingido ante los espectadores estar al borde de la desesperación, agarrándose la cabeza con las manos.
Cuando las tías se incorporaron, con la tela púrpura empingorotada alrededor, se encaminaron tomadas de la mano hacia el atónito grupo reunido en la arena.
Habían digerido bien la lección de Pirañavelo y pasaron solemnemente por delante del doctor, Fucsia, Irma y Tata Ganga y se metieron entre los árboles; y después de doblar por un paseo de avellanos a la izquierda, y en una suerte de trance empapado, siguieron caminando hacia el castillo.
—¡Estoy perplejo, doctor! ¡Muy perplejo! —chilló el joven desde el agua.
—¡Me sorprendes, querido muchacho! —exclamó el doctor—. En nombre de todo lo anfibio, me sorprendes. Ten piedad, querido niño, ten piedad, y vete nadando… Ya estamos cansados de mirarte el estómago.
—¡Disculpe el magnetismo de mi vientre! —respondió Pirañavelo, zambulléndose de nuevo en el lago. Reapareció un poco más lejos y nadó con firmeza hacia los constructores de la Balsa.
Mientras observaba el sol que centelleaba en los brazos mojados del ahora distante muchacho, Fucsia descubrió que el corazón le latía con fuerza. Los ojos de Pirañavelo no eran de fiar. La frente abultada y redonda y los hombros altos le parecían repelentes. Era una persona ajena al castillo, tal como ella lo entendía. Pero le latía el corazón, porque Pirañavelo estaba vivo… ¡Oh, tan vivo! ¡Y audaz! Y parecía que nadie era capaz de humillarlo. Cuando respondía al doctor, había clavado los ojos en ella. Fucsia no comprendía. La melancolía era como una oscuridad dentro de ella; pero cuando pensaba en él, parecía como si un relámpago zigzagueara en la oscuridad.
—Ahora me marcho —le dijo al doctor—. Nos veremos esta noche, gracias. Vamos, Tata. Adiós, señorita Prunescualo.
Irma saludó con un movimiento ondulante y sonrió inexpresivamente.
—Buenos días —dijo—. Ha sido un placer, de veras. Bernard, el brazo. He dicho: el brazo.
—Lo has dicho, no hay duda, mi capullo de nieve, te he oído perfectamente. ¡Ja, ja, ja! Y aquí lo tienes. Un brazo tembloroso de belleza, con poros que anhelan el contacto de tus lánguidos dedos. ¿Deseas tomarlo? Pues ahí va, tómalo. Pero con seriedad, ¡ja, ja, ja! Tómalo con seriedad, te lo ruego, dulce rana, pero devuélvemelo cuando acabes. En marcha. Ahora adiós, Fucsia. Nos separamos para volvernos a encontrar.
Alzó ostentosamente el codo izquierdo, e Irma, girando las caderas y levantando la sombrilla por encima de la cabeza, con la nariz apuntando al camino como si fuera la aguja de una brújula, lo cogió por el brazo, y los dos hermanos penetraron en las sombras de los árboles.
Fucsia levantó a Titus y se lo puso sobre el hombro, mientras Tata doblaba la alfombra de color de herrumbre, y también ellas se pusieron en marcha hacia el castillo.
Pirañavelo había alcanzado la orilla opuesta y la cuadrilla caminaba otra vez alrededor del lago, cargando las ramas de castaño. El joven encabezaba el grupo, moviéndose con garbo y haciendo girar el bastón-espada.