LA INEXPLICABLE DESAPARICIÓN de lord Sepulcravo y de Vulturno fue, por supuesto, un duro golpe para Gormenghast, el hilo que seguían los pensamientos de todos: desde el más humilde de los galopillos del segundo a la esposa del primero. El enigma era absoluto, pues también se ignoraba el paradero de Excorio.
Era un problema que no tenía solución. En los largos pasillos había un susurro de rumores. Era incomprensible que dos seres tan dispares se hubieran marchado juntos. ¿Marchado? ¿Marchado adónde? No había adónde ir. Era igualmente incomprensible que se hubieran ido separados, por la misma razón.
La enfermedad del conde había sido, como es lógico, motivo de preocupación en las mentes de la condesa, Fucsia y el doctor, y se había organizado una exhaustiva búsqueda bajo la dirección de Pirañavelo. No se descubrió ni el más mínimo indicio, aunque desde el punto de vista de Pirañavelo había valido la pena, ya que tuvo la oportunidad de meterse en habitaciones y salas que hacía tiempo deseaba investigar con vistas a su propia reacomodación.
Fue el noveno día de búsqueda cuando Bergantín decidió poner fin a los esfuerzos que no sólo eran contrarios a su naturaleza sino también a la de todos los habitantes arraigados en aquel bosque pétreo, aquel terraplenado laberinto de quebradas veredas.
La idea de que el jefe de la Casa se ausentara de sus obligaciones durante una hora era ya suficientemente blasfema; que hubiera desaparecido sobrepasaba toda posible calificación. Sobrepasaba toda posible cólera. Aunque nadie conociese la verdad de lo que había ocurrido, ni los motivos de la deserción, sólo había una interpretación posible: su señoría era un renegado, no sólo a los ojos de Bergantín, sino también (oscura o rotundamente) a los ojos de todos.
La necesidad de una pesquisa era obvia, pero todo el mundo pensaba que si encontraban al conde, la situación sería tan dolorosa, tan desesperadamente delicada, que convenía quizás que su desaparición continuara siendo un misterio.
El horror con el que Bergantín había recibido la noticia había dado paso ahora, al final del noveno día, a un desprecio glacial e implacable hacia todo lo que tuviera relación con la personalidad de su antiguo amo; la veneración que sentía por el conde, como descendiente de la estirpe originaria, se separó completamente de sus sentimientos por el hombre mismo. Sepulcravo se había comportado como un traidor. No había excusa posible. ¿Estaba enfermo? ¿Qué importaba eso? Aun enfermo era un Groan.
Durante los días que siguieron a la funesta noticia, Bergantín se convirtió en un monstruo, recorriendo el castillo, maldiciendo a todos los que se le cruzaban por delante, registrando habitación tras habitación y golpeando con la muleta a cualquiera que considerara negligente.
Tenía una única compensación: Titus estaría desde un principio bajo su tutela y gobierno. Saboreaba esta idea con la lengua reseca.
Había quedado impresionado por la forma en que Pirañavelo organizara la búsqueda, en la que se había visto obligado a tener con el joven un contacto más directo que antes. No había entre ellos ninguna simpatía, pero el anciano empezó, a pesar de sí mismo, a sentir un cierto respeto por el metódico y rápido joven. Pirañavelo no era lento en advertir esta clase de indicios y los utilizó a fondo. El día en que por orden de Bergantín se interrumpieron las pesquisas, el joven fue llamado a la Habitación de los Documentos. Allí encontró al harapiento Bergantín sentado en una silla de respaldo alto, ante una mesa de piedra cubierta de libros y papeles. Parecía que tuviera la barba enmarañada sentada en la piedra, entre las manos arrugadas. Adelantaba la barbilla, y la estirada garganta parecía un haz de dos trozos de cuerda, varios cordeles y una cierta cantidad de bramante. Como su padre, tenía la cabeza tan arrugada que cuando cerraba los ojos y la boca, desaparecían por completo. La muleta estaba apoyada en la mesa de piedra.
—¿Me ha mandado llamar? —inquirió Pirañavelo desde la puerta.
Bergantín alzó los ojos ardientes, irritables, y dejó caer las rayadas comisuras de la boca.
—Ven aquí, tú —dijo con voz áspera.
Pirañavelo avanzó hacia la mesa, acercándose de una manera curiosa, rápida y ladeada. No había alfombra en el suelo y sus pisadas sonaban secamente.
Cuando llegó a la mesa y estuvo frente a Bergantín, inclinó la cabeza a un lado.
—Se acabó la búsqueda —dijo Bergantín—. Llama a los perros. ¿Me has oído?
Escupió por encima del hombro.
Pirañavelo hizo una reverencia.
—¡Basta ya de zarandajas! —ladró la vieja voz—. ¡Ah, cuerpo mío, hemos visto suficiente!
Empezó a rascarse a través de un desagradable desgarrón en los harapos de color escarlata. Hubo un momento de silencio durante esta operación. Pirañavelo empezó a apoyar el peso del cuerpo sobre la otra pierna.
—¿Dónde crees que vas a ir? ¡So, estate quieto, rata desgraciada! Por la madre que enterré con el trasero en alto, quieto ahí muchacho, quieto ahí. —Bergantín tenía los pelos de alrededor de la boca pegoteados con saliva mientras acariciaba la muleta sobre la mesa de piedra.
Pirañavelo se pasó la lengua por los dientes. Observaba cada movimiento del viejo que tenía delante, esperando descubrir una rendija en la armadura.
Sentado a la mesa, Bergantín podía pasar por un anciano normalmente constituido, pero incluso Pirañavelo se sorprendió al verlo descolgarse del asiento de la silla, levantar el brazo para coger la muleta y echar a andar, madera y cuero, alrededor de la mesa redonda, con la barbilla al nivel de la superficie.
Pirañavelo, que también era corto de talla, aun para sus diecisiete años, observó que si el Maestro del Ritual hubiera adelantado la cabeza unas pocas pulgadas, le hubiera hundido la nariz cerdosa un palmo por encima del ombligo, ese pivote para el ojo de un dibujante, esa reliquia cuya potencialidad parecía haber sido apreciada sólo por el difunto Vulturno, que lo utilizaba como cómodo salero, cuando el señor se decidía por unos huevos para desayunar en cama.
Irrelevancias aparte, Pirañavelo se encontró mirando un remiendo de arrugas vuelto hacia arriba. En este ondulado terreno ardían dos ojos. En contraste con la piel seca, color tierra, parecían grotescamente líquidos, y observarlos era pasar por una ordalía de agua que ahogaba toda inocencia. Lamían los bordes secos de las cuencas infectadas. No había pestañas.
Había dado la vuelta a la mesa de piedra con tanta rapidez y agilidad que sorprendió a Pirañavelo, apareciendo bruscamente debajo de la nariz del muchacho. La alternancia de golpe sordo de muleta y crujido de suela calló de pronto. En ese silencio, un ruido pequeño, tardío y solitario pareció enorme e inconexo. Era el pie de Bergantín que cambiaba de posición mientras la muleta permanecía inmóvil, como punto de apoyo. La concentración que se le veía en la cara era demasiado desnuda para que nadie pudiera estudiarla durante más de un segundo. Pirañavelo, después de un rápido examen, concluyó que o bien la carne y la pasión de la cara que tenía debajo se habían fusionado en una sustancia que el viejo mismo había compuesto, o bien todas las otras caras que él había visto en la vida no eran más que máscaras, máscaras de materia per se, sin adiciones incorpóreas. Esta cabeza de viejo tirano era lo que él sentía, modelada de acuerdo con las emociones de Bergantín.
Pirañavelo estaba demasiado cerca de esta desnudez, de esta cabeza desnuda y reseca, con cuencas húmedas bajo la frente surcada por el tiempo.
Pero no podía apartarse…, no sin que cayera sobre él, o mejor dicho, sin que subiera hacia él la cólera de este dios apergaminado. Cerró los ojos y metió la lengua en el cráter de un diente. Entonces se oyó un sonido, ya que Bergantín, habiendo agotado, en apariencia, toda la diversión que podía encontrar en la cara del joven vista desde abajo, acababa de escupir dos veces, muy rápidamente, alojando por el momento cada expectoración en las protuberancias de los párpados cerrados de Pirañavelo.
—¡Ábrelos! —gritó la voz cascada—. ¡Ábrelos bien, cachorro bastardo de rata prostituta!
Pirañavelo contempló con asombro cómo el septuagenario se mantenía en equilibrio sobre su única pierna, con la muleta en alto. Sin embargo, no la blandía contra él, y volviéndose hacia la mesa, junto con Bergantín, la muleta parecía a punto de descender. Así fue, y una espesa y polvorienta neblina subió desde los libros que había golpeado. Una fanela aleteó en medio de la polvareda. Cuando el polvo se desvaneció, el joven, que miraba por encima del hombro entornando los ojitos bermejos, oyó que Bergantín decía:
—¡O sea que ya puedes llamar a los perros! ¡Ah, cuerpo mío, ya es hora! Ya ha durado más que suficiente. ¡Nueve días perdidos! ¡Perdidos! Por las piedras, ¡perdidos! ¿Me oyes, oreja de armiño? ¿Me oyes bien?
Pirañavelo insinuó una reverencia, alzando las cejas para indicar que sus tímpanos habían cumplido el cometido que se les encomendara. Si hubiera conocido mejor el lenguaje de los gestos, habría podido indicar a través de algún hiper-sutil movimiento del cuerpo que el único inconveniente auricular había consistido no tanto en tener que esforzar el oído sino y ante todo en tenerlo esforzado.
De cualquier manera, ni siquiera tuvo necesidad de completar la inclinación de cabeza que había iniciado, pues Bergantín estaba ya asestando otro golpe a los libros y papeles de la mesa y levantando una nueva nube de polvo. Había apartado los ojos del joven, y Pirañavelo había quedado, en cierto sentido, varado en la arena: la inundación acuosa de los ojos ya no lo devoraba, pues la mesa de piedra, como si fuera una luna, atraía hacia ella las mareas peligrosas.
Se quitó los escupitajos de los párpados con uno de los pañuelos del doctor Prunescualo.
—¿Qué son estos libros, muchacho? —chilló Bergantín, volviendo a ponerse la muleta en la axila—. Por mi cara pellejuda, ¿qué son, muchacho?
—Son la Ley —dijo Pirañavelo.
Con cuatro golpes de muleta el anciano se le puso de nuevo debajo, irrigándolo con ojos ardientes y húmedos.
—Por los poderes ocultos, es la verdad —dijo. Se aclaró la garganta—. No te quedes ahí mirando embobado. ¿Qué es la Ley? ¡Respóndeme, maldito seas!
Pirañavelo respondió sin reflexionar un momento, pero con el gusano de la astucia moviéndose como un cebo en el anzuelo del cerebro.
—El Destino, señor. El Destino.
Aunque vaga, trivial y nebulosa, era la respuesta apropiada. Pirañavelo lo sabía. Para el viejo no había otra virtud que la Obediencia a la Tradición. El destino de la estirpe Groan, la ley de Gormenghast.
Ningún miembro de carne y hueso de la familia Groan podía despertar en él la lealtad que le inspiraba la abstracción Groan, el símbolo. Que el curso de este largo y sombrío río familiar continuara indefinidamente, siguiendo los contornos del terreno sagrado, era lo único que le importaba.
El septuagésimo sexto conde, si lo encontraban alguna vez, vivo o muerto, ya no tenía derecho a que lo enterraran entre las Tumbas. Bergantín se había pasado el día estudiando volúmenes y más volúmenes de ritual en busca de algún precedente. La compilación tabulada de los procedimientos que había que adoptar en circunstancias heterodoxas e imprevisibles era tan exhaustiva que el anciano dio por fin con un caso de desaparición análogo al de lord Sepulcravo: el decimocuarto conde de Groan había desaparecido dejando un heredero de corta edad. Tan sólo nueve días se habían dedicado a su búsqueda, y después la criatura había sido proclamada conde legítimo, de pie sobre una balsa de ramas de castaño puesta a flote en el lago, con una piedra en la mano derecha, una rama de yedra en la izquierda y un collar de conchas de caracol al cuello, mientras que, cubiertos de follaje, los parientes próximos y los invitados a la «Investidura» permanecían de pie, sentados, agazapados o tumbados entre los árboles de la orilla.
Ahora, cientos de años más tarde, había que volver a organizar todo esto, pues el plazo de los nueve días había expirado. Como Bergantín era la autoridad máxima en cuestiones de procedimiento ritual, a él le correspondía dar las órdenes. El cuerpo pequeño y viejo guardaba en microcosmos a Gormenghast.
—Hurón —dijo, con los ojos todavía levantados hacia Pirañavelo—, tu respuesta es buena. Cuerpo mío, del Destino se trata. ¿Cuál es tu nombre de bastardo, muchacho?
—Pirañavelo, señor.
—¿Edad?
—Diecisiete años.
—¡Capullos y volantones! ¡O sea que continúan procreando! Diecisiete años… —Una lengua arrugada le asomó entre los labios secos y apergaminados. Hubiera podido ser la lengüeta de una bota—. Diecisiete años… —repitió, con una incredulidad tan meditabunda en la voz que sorprendió al joven; nunca había oído semejante entonación en la vieja garganta—. ¡Malditas arrugas! Dilo otra vez, polluelo.
—Diecisiete años —dijo Pirañavelo.
Bergantín cayó en una especie de trance. Las cuencas de los ojos se le nublaron y oscurecieron como sargazos diminutos de color azul tiza apagado (el velo de la catarata), como si Bergantín intentase recordar los laberínticos días de la adolescencia. El nacimiento del mundo, de la primavera en los abismos del Tiempo.
De repente se recuperó y se puso a maldecir, moviendo los omoplatos frenéticamente como si quisiera sacudirse de encima algo nocivo, mientras daba irritados y elásticos saltitos alrededor de la muleta, que chirriaba al golpear el suelo desnudo.
—Atiende, muchacho —dijo al fin, deteniéndose—, hay trabajo que hacer. Hay que construir una balsa, ah cuerpo mío, una balsa de ramas de castaño nada menos. La procesión. La carrera de los descamisados por una talegada. La barbacoa en la Sala de Piedra. ¡Que el infierno me astille, muchacho! Llama a los sabuesos.
—Sí, señor —dijo Pirañavelo—. ¿Los hago volver a sus cuarteles?
—¿Eh? —dijo Bergantín entre dientes—. ¿Qué dices?
—He dicho que si tengo que devolverlos a sus cuarteles —dijo Pirañavelo.
La respuesta fue un ruido afirmativo en la acordonada garganta.
Pero cuando Pirañavelo empezó a retirarse:
—¡Aún no, estúpido! ¡Aún no! —y después—: ¿Quién es tu amo?
Pirañavelo reflexionó un instante.
—No tengo un amo inmediato —dijo—. Intento ser útil, aquí y allá.
—Conque sí, ¿eh, pimpollo? Conque «aquí y allá», ¿eh? Ya te he calado. Te he calado, renacuajo, hasta los huesos y el cerebro. A mí no puedes engañarme, por las piedras que no. Eres una ratita primorosa, pero el «aquí y allá» se te ha acabado. A partir de ahora será sólo «aquí», ¿me entiendes? —El viejo barrenó el suelo con la muleta—. Aquí —añadió en un arranque de vehemencia—. Junto a mi. Puedes serme útil. Muy útil. —Se rascó la axila a través de la abertura en los harapos.
—¿A cuánto va a ascender mi salario? —dijo Pirañavelo, poniéndose las manos en los bolsillos.
—¡Tu manutención, bastardo insolente! ¡Tu manutención! ¿Qué más quieres? ¡Por el fuego del infierno, muchacho! ¿No tienes orgullo? Un techo, la comida y el honor de estudiar el Ritual. Tu manutención, maldito seas, y los secretos de los Groan. ¿Cómo crees que puedes servirme si no aprendes el férreo Oficio? No tengo hijos, oh cuerpo mío. ¿Estás preparado?
—Nunca lo he estado más —dijo el muchacho alto de hombros.