LAS ROSAS ERAN PIEDRAS

SOLO, EN MEDIO DEL BOSQUE RETORCIDO, como si él mismo fuera una rama, inquieto entre los arraigados árboles, se movía rápidamente, y el ruido de sus rodillas era cada día más familiar para los pájaros y las liebres.

Rayado con franjas de sol allí donde la arboleda era menos frondosa, y oscuro como las mismas sombras donde el sol no penetraba, se movía como si alguien lo persiguiera. Había dormido tanto tiempo en el pasillo frío y tenebroso que al principio, al despertarse por la mañana sin ninguna protección contra el alba, o al echarse a dormir, indefenso frente al crepúsculo y la oscuridad, no podía evitar sentirse desnudo y vulnerable. La naturaleza, parecía, era inmensa como Gormenghast. Pero con el paso del tiempo, aprendió a descubrir los más secretos atajos de las colinas y los montes, de las escarpas y los pantanos, a seguir el sinuoso curso de los ríos y los afluentes bordeados de hierbas.

Se daba cuenta de que aunque el crudo dolor por el mundo que había perdido seguía en él, los esfuerzos a que lo obligaba la necesidad de sobrevivir y el acopio de ingenio que este tipo de vida requería tenían sus compensaciones. Día a día aprendía a desenvolverse en este nuevo mundo. Se sentía orgulloso de las dos cuevas que había descubierto en las laderas de la montaña de Gormenghast. Las había desembarazado de rocas y matas. Había construido los hornos de piedra y las mesas de roca, las vallas a la entrada para desanimar a los zorros, y las camas de follaje. Una se encontraba al sur, en los lindes del territorio inexplorado. Era la más remota, y le estremecía los huesos, pues la montaña se interponía entre él y el distante castillo. La segunda cueva estaba en la ladera norte, y aunque algo más pequeña, resultaba más accesible en las noches lluviosas. Pero la vivienda primera y principal era una choza que había levantado en un claro del Bosque Retorcido. Estaba orgulloso de su creciente habilidad en la caza de conejos y de sus éxitos con la red que tan pacientemente había anudado con fibras de raíces. Era una delicia saborear el pescado que preparaba y comía a solas en la sombra de la choza. Los largos atardeceres eran como eternidades doradas; sofocantes y silenciosos aparte de algún aleteo ocasional o el grito de un ave de paso. Un riachuelo que era casi un cauce seco fluía por delante de la puerta y desaparecía hacia el sur en las sombras del sotobosque. Él amor de Excorio por este claro secreto que había elegido creció junto con un instinto silvestre que quizá llevaba latente en la sangre y con la satisfacción de tener algo propio, una choza que había construido con sus propias manos. ¿Era esto rebeldía? No podía saberlo. Al acabar el día, se sentaba en la puerta con las rodillas bajo el mentón y las huesudas manos agarradas a los codos, y miraba delante de él con aire meditativo (con aire malhumorado, hubiera pensado un extraño) cómo las sombras se alargaban pulgada a pulgada. Repasaba entonces mentalmente toda la historia de Gormenghast tal como la había vivido. El recuerdo de Fucsia, ahora que ya no podía verla, era doloroso, pues la echaba de menos de un modo que antes no hubiera creído posible.

Pasaron las semanas, y se hizo más hábil, y ya no tenía que quedarse medio día a la entrada de las madrigueras con un palo en la mano; ni perder largas horas junto al río, pescando en los sitios menos promisorios. Ahora podía dedicar mucho más tiempo a preparar la cabaña para el otoño ya cercano y el invierno inevitable, a explorar nuevos territorios y a meditar a la luz del sol poniente. Era sobre todo en estos momentos cuando le volvía la horrible pesadilla. La forma de una nube en el cielo, una simple cucaracha roja, cualquier cosa podía despertar súbitamente el horror; entonces, se clavaba las uñas en las palmas de las manos mientras el recuerdo del asesinato y la posterior muerte del conde le decoloraban el cerebro.

Pocos eran los días en que no escalaba las estribaciones de la montaña, o no iba al linde del Bosque Retorcido para ver la larga y quebrada línea de la espina dorsal de Gormenghast. La prolongada soledad le hacía pensar que no había otra realidad que la del bosque, y a veces se encontraba corriendo desgarbadamente por entre los troncos, temiendo de pronto que Gormenghast no existiese, que él lo hubiera soñado todo, pensando que él no pertenecía a ningún sitio ni a nada y que era el único hombre vivo en un sueño de ramas interminables.

La visión de ese quebrado horizonte, tan íntimamente ligado a sus primeros recuerdos, le aseguraba que aunque él estuviese desterrado y abandonado, lo que había dado propósito y orgullo a su vida seguía allí, y que no era sueño ni fábula sino tan real como la mano con la que se protegía los ojos: una realidad de piedra inmemorial, donde vivía, donde moría y donde ahora acababa de rebrotar la noble dinastía de los Groan.

En uno de esos atardeceres, después de haber escudriñado un rato el castillo, echó una última mirada a las coruscantes casas de barro, e incorporándose empezó a desandar el camino de vuelta. Pero de repente cambió de opinión, retrocedió un centenar de pasos, giró a la izquierda y penetró con asombrosa rapidez en un valle de espinos en apariencia impenetrable. Estos árboles achaparrados pronto dejaron sitio a unos arbustos dispersos; unas pocas hojas —muchas habían caído con la sequía— colgaban de las ramas frágiles gracias al agua tardía proporcionada a las raíces por la tormenta de la noche del crimen. El perfil del valle se veía ahora más claramente, y cuando Excorio acabó de atravesar la última barrera de arbustos, unas pendientes cenicientas se elevaron a los lados; la hierba era lisa y fláccida como una melena, y no había ni una pálida brizna levantada en el aire inmóvil. Descansó en la cálida pendiente de la derecha. Tenía las rodillas levantadas (pues los ángulos eran intrínsecos a su estructura, tanto en actividad como en reposo) y contemplaba distraídamente el brillo de la hierba por encima del brazo extendido.

No descansó mucho rato, ya que deseaba llegar a la cueva norte antes que anocheciese. No había estado allí desde hacía algún tiempo, y había cedido a este repentino antojo con una especie de placer aciago. El sol estaba ya muy alejado del cenit, suspendido en la bruma, a unos cuantos grados por encima del horizonte.

El panorama desde la cueva norte era insólito, y transmitía algo que en la imaginación de Excorio no podía ser otra cosa que placer. En esta nueva y extraña existencia, en esta vastedad tan alejada de pasillos y salas, de bibliotecas incendiadas y cocinas húmedas, estaba siempre descubriendo cosas que despertaban en él una nueva sensación, un interés por los fenómenos que nada tenía que ver con la obediencia y el ritual, algo que Excorio esperaba no fuera una herejía: las múltiples formas de las plantas y las diferentes texturas de las cortezas de los árboles, la diversidad de peces y pájaros y piedras. Por temperamento, no era hombre que reaccionara con entusiasmo ante la belleza, pues ni siquiera se le había ocurrido pensar alguna vez en la belleza como tal. No era propio de él pensar en conceptos. Su placer era de un tipo más austero y práctico; pero había algo más. Cuando un rayo de luz caía sobre una zona oscura, levantaba los ojos al cielo buscando la fisura por la que se había metido el sol. Luego, satisfecho, volvía los ojos al juego de los rayos de luz, y los contemplaba un buen rato. No es que pensara que fueran dignos de atención; imaginaba más bien que algo raro le sucedía a él por perder el tiempo de manera tan poco provechosa. Pasaron los días y descubrió que se desplazaba de aquí para allá por toda la región para estar así a tiempo en algún sitio y observar a las ardillas en los robles al mediodía, el regreso de los grajos, o la muerte del día desde alguna atalaya recién descubierta.

Y esta noche tenía ganas de observar los peñascos mientras se ennegrecían contra el sol poniente.

Tuvo que andar todavía una hora para llegar a la cueva norte, y estaba cansado cuando se quitó la camisa harapienta y apoyó la espalda contra la fresca pared exterior. Había llegado justo a tiempo, pues el círculo, como un plato de oro en equilibrio sobre el borde, estaba posado en los peñascos más septentrionales de la montaña de Gormenghast. Alrededor, el cielo era de color rosa viejo, translúcido como el alabastro, aunque suntuoso como carne. Y maduro. Maduro como una piel suave o un fruto pesado, pues no era éste un experimento escolar sobre el ilimitado esplendor; la impalpable puesta de sol era algo consumado, heredera de todos los crepúsculos arcaicos del orbe desde el primer guiño del ojo rojo.

Cuando la mirada del hombre macilento se movió descendiendo desde los escarpados flancos de este peñasco hasta el gran barranco de forma de corazón, donde el escaso verdor estaba hundido en un mar de sombra, sintió más que vio (pues tenía los pensamientos puestos aún en la oscuridad) un brusco cambio en el aire de alrededor, y alzando la cabeza, observó que no sólo el rosa del cielo era más intenso, sino que todo estaba coloreado, como si hubieran esperado la aparición de ese preciso tono celeste antes de admitir que las opiniones de los diversos colores fueran alteradas o modificadas. Como al toque de una varita mágica, el mundo enrojeció, todo menos el sol, que en contraste con los vapores y formas que había teñido de almagre, siguió siendo dorado.

Excorio comenzó a desatarse las botas. Detrás de él bostezaba la cueva recién barrida, y un millón de motas de color camarón subían y bajaban contra la oscuridad de la puerta. Tiraba de una bota cuando observó que la punta del peñasco estaba devorando al sol y que casi había alcanzado el centro. Recostó la huesuda cabeza contra la piedra y la cara se le iluminó, y todos los pelos de su primera barba resplandecieron como alambres de cobre, mientras seguía con los ojos el trayecto del peñasco, que parecía ascender como una flecha, con las lengüetas negras comiendo y trepando.

El trayecto era inexorable, pero en aquella noche de verano había más fatalidad en el desplazamiento de otra móvil figura, infinitesimal en el espacioso crepúsculo de la montaña, que en el amplio y embrujado ciclo del sol.

A través de esta figura, como en un microcosmos, la tierra ancha sollozaba. El astro rey se hundió al fin y los colores se apagaron. El rosado rocío de muerte y los pájaros salvajes que ella llevaba en el pecho le subieron a la garganta; allí se apiñaron sin cantos, suspendidos en el aire, tumultuosos, ala contra ala, impacientes por elevarse hacia esos climas donde acaba todo.

Para Excorio fue como si hubieran quebrado el silencio de su soledad, y las provincias de sus sentidos se invadieran unas a otras; pues al ver una silueta del tamaño de una «i» que se desplazaba contra el gigantesco plato amarillo, le pareció que despertaba de un sueño. A pesar de la distancia, reconocía una forma humana, aunque no estaba en condiciones de saber que se trataba de Keda. Él se encontraba allí como testigo. No podía evitarlo. Se arrodilló; uno tras otro, los minutos se fundían. Se puso más rígido. La minúscula e infinitamente remota figura atravesaba el sol hacia el borde negro del peñasco. Excorio la observaba, impotente, con la mandíbula adelantada y la huesuda frente cubierta de sudor helado. Sabía que estaba en presencia de la Aflicción, que era un intruso sin ningún derecho a observar algo tan personal y secreto. Aunque por otra parte, también era impersonal, ya que la figurita encarnaba todo el dolor, y daba, en el tiempo deslizante, sus últimos pasos.

Avanzaba lentamente, pues el ascenso la había fatigado, y no hacía mucho que había dado a luz a la criatura de alabastro, a esa hija de barro que no era terrenal, y que había sobrecogido a todos. Era como si Keda se hubiese desligado del mundo, exaltada y magníficamente sola en la bruma rosada de las alturas. Al llegar al borde del desnudo precipicio que se hundía en las sombras, se detuvo un momento, y luego volvió la cabeza hacia Gormenghast y las casas de barro, que flotaban en la cálida bruma. Eran irreales. Tan lejanas, tan remotas. Ya no les pertenecía; se habían acabado. Sin embargo, volvió la cabeza a causa de la criatura.

La cabeza de Keda, volviéndose, no tenía ninguna dimensión. Sujetas a una correa, las orgullosas tallas de sus amantes le colgaban sobre los pechos. Al borde de la vejez tenía en la cara la misma peligrosa belleza que al borde del peñasco en que estaba ahora. Un último punto de apoyo; un espacio tan pequeño. El color desaparecía de la franja de siete pies. Se extendía detrás como una alfombra de rosas oscuras. Las rosas eran piedras. Había también un helecho. Debajo. ¿A qué altura? ¿A mil pies? Entonces ella tenía la cabeza entre las estrellas remotas. ¡Qué lejos estaba todo! Demasiado lejos para que Excorio pudiera ver que ella había vuelto la cabeza, una mota de vida en el sol poniente. De rodillas en el suelo, Excorio sabía que era un testigo.

El mundo se extendía debajo y alrededor. Todo parecía retirarse. La luna apareció de pronto sobre el horizonte del este, enfriando el color rosa, y menguando en el corazón de Keda a medida que crecía. Keda estaba preparada.

Se apartó el cabello de los ojos y las mejillas. Le caía largo e inmóvil como la sombra de un pozo; le bajaba por la espalda erguida como una medianoche. Las manos morenas apretaron las tallas contra el pecho. Una sonrisa empezó a dibujársele en la boca, y alzando ligeramente las cejas, avanzó hacia el aire sombrío, y mientras caía, fue fabulosamente iluminada por la luna y el sol.