SANGRE A MEDIANOCHE

ESA NOCHE, la atmósfera rebosaba de vida, una especie de vida que era aún más tangible a causa del letargo del aire, el aire pálido de los veranos de Gormenghast. De día, el calor de la luz mortecina; de noche los vómitos en el cuarto de un enfermo. No había escapatoria. La estación asediaba a Gormenghast.

Mientras Excorio esperaba, con los omoplatos apoyados contra el pilar de piedra, sus pensamientos refluyeron al día del Bautizo, cuando había azotado la cara blanda y abotagada, a la noche en que contempló cómo ensayaban matarlo, a aquel saco horrible que lo representaba, a la escena de desenfreno en la Gran Cocina, a los horrores del conde ululante, a los cientos de recuerdos que tenía de su atormentador, cuyo rostro creía ver en la oscuridad como una cosa putrefacta.

Tenía los oídos fatigados de tanto escuchar y le dolían los músculos. Durante más de una hora no se había movido excepto para girar la cabeza sobre el cuello. Entonces, de pronto, ¿qué había cambiado? Había cerrado los ojos un instante, y al abrirlos, la atmósfera era diferente. ¿El calor era aún más insoportable? Tenía la desgarrada camisa pegada al vientre y a los hombros. Pero no se trataba sólo del calor: la oscuridad era ahora omnipresente. El patio estaba tan negro como las sombras en las que se había cobijado. Unas nubes habían ocultado la luna. Ni siquiera pudo ver la espada brillante que tenía en la mano cuando la alargó hacia lo que hasta entonces había sido un claro de luna.

Entonces apareció. Una luz más brillante que la del sol, una luz como navajas. No sólo mostró hasta la más mínima cosa de la anatomía del paisaje —pilares, torres, árboles, briznas de hierba y guijarros— sino que las conjuró, las construyó a partir de la nada. Antes no existían; no había más que vacío, la simétrica ausencia de todas las cosas, y enseguida una creación imperó con un esplendor deslumbrante, mientras un torrente de fuego eléctrico cruzaba el firmamento.

A Excorio le pareció una eternidad de desnudez; pero el párpado negro y ardiente de todo el cielo volvió a cerrarse, y la sofocante atmósfera se sacudió estallando en un alarido de trueno que le puso de punta los pelos de la nuca. Del vientre de un mamut brotó y regurgitó, muriendo al fin con un largo y malhumorado gruñido. Entonces la enorme medianoche se derrumbó del todo. El cuerpo preñado de cúmulos se rajó de horizonte a horizonte, y el aire se hizo sólido con un peso tan grande de agua torrencial que Excorio oía cómo las ramas de los árboles se quebraban en medio de un rugido de espuma.

Ya no era necesario que Excorio, protegido de la lluvia bajo la bóveda del claustro, mantuviera el cuerpo en una posición tan apretada. El poco ruido que pudiese hacer sería inaudible ahora que la lluvia silbaba y tamborileaba, golpeaba el macizo dorso de Gormenghast y le chorreaba por los flancos, burbujeando y retorciéndose en las grietas de la piedra, y limpiando las hendiduras en las que durante tanto tiempo se acumulara el polvo blanco.

Ahora tendría que aguzar aún más el oído para oír las pisadas que se aproximaran, y era dudoso que pudiese distinguir el sonido de los pasos del chef del tamborileante fondo. Pero sucedió lo que nunca hubiera esperado, y el corazón empezó a latirle con un martilleo errático, pues la impalpable oscuridad de la izquierda fue perturbada por una débil luz, e inmediatamente después la fuente de esta aureola neblinosa se movió a través de la medianoche. Era un rayo de luz vertical que parecía flotar en el aire. El invisible portador de la linterna octogonal había cerrado todas las ventanillas menos una.

Mientras los dedos de Excorio apretaban con firmeza la empuñadura de la espada, la luz de la linterna llegó delante de él, y un instante más tarde ya había pasado, y en aquel preciso momento, la parte superior del voluminoso cuerpo de Vulturno se dibujó en la pálida luz amarilla. Era una silueta muy simple. Se encorvaba hacia arriba como una cúpula oscura. Parecía que le faltase la cabeza. Gacha y echada hacia adelante, así la tenía sin duda, a pesar de que esta postura parecía increíble en alguien cuyos rollos de grasa mantecosa llenaban todo el espacio entre el mentón y las clavículas.

Cuando Excorio consideró que la silueta estaba a unos doce pasos, empezó a seguirla. Así se inició el primer episodio: la acechanza. Si alguna vez el hombre ha acechado a otro hombre, Excorio acechaba a Vulturno. Cabe preguntarse si comparado con los movimientos angulosos de Excorio, hay algún otro hombre en la tierra que pueda afirmar haber acechado alguna vez. Tendría que haberlo hecho con otra palabra.

La longitud y la forma de los miembros y articulaciones de Excorio, la particular anatomía de su cabeza, de sus manos y de sus pies, parecían haber sido hechas a propósito para esta única operación. Totalmente inconsciente de las posturas de arácnido con que movía el esqueleto, Excorio perseguía a la cúpula que se arrastraba furtivamente. Pues Vulturno estaba a punto de cazar a Excorio, o así lo creía, y aunque la presa no se encontraba donde él suponía, dos plantas más arriba, el chef avanzaba con el mayor sigilo posible. Al llegar al primer tramo de escaleras, dejaría con precaución la linterna junto a la pared, pues allí empezaba la hilera de velas, puestas en hornacinas a intervalos más o menos regulares y que proyectaban pálidos círculos de luz. Empezó a ascender.

Si Excorio acechaba, Vulturno insinuaba. Se insinuaba en el espacio. El cuerpo se le deslizaba, como un sabueso, de volumen de aire en volumen de aire, penetrándolos, llenándolos, y saliendo de ellos, uno a uno, con el lento e innoble vientre precediendo el avance horriblemente deliberado y potencialmente ágil de las piernas arqueadas.

Excorio no veía los pies de Vulturno, sólo la silueta de la cúpula, pero por la forma en que ascendía, comprendió que el chef se movía de escalón en escalón, el pie derecho precediendo siempre al izquierdo, que se arrastraba hasta colocarse junto a su compañero pisciforme. Trepaba con lentos y silenciosos espasmos, como los niños, los inválidos o las mujeres obesas. Excorio esperó a que doblara la curva de la escalera y estuviera en el primer rellano, y entonces subió de cinco en cinco los escalones de piedra.

Al llegar arriba del primer tramo, se asomó a la esquina de la pared, y ya no vio la silueta de su enemigo. Vio toda la mole, brillando a la luz de dos velas. En este punto, el pasillo era estrecho, y a cuarenta o cincuenta pies de allí se ensanchaba hasta tener las dimensiones de un vestíbulo, y de aquí el segundo tramo de escalera conducía al pasillo de lord Sepulcravo.

Vulturno, de pie, inmóvil, sacudía los brazos y parecía estar hablando con alguien. Excorio no alcanzaba a ver qué pasaba, pero al cabo de un rato oyó la voz del chef que decía:

—Sí, preciosidad mía, te dejaré toda roja y pegajosa. —Entonces, la confusa mole se volvió con dificultad en el reducido espacio del pasillo y Excorio vio el reflejo del acero, al que siguió enseguida una parte del mango y finalmente toda la hoja asesina del machete. Vulturno lo mecía en brazos como si estuviera amamantándolo.

—Oh sí, toda roja y pegajosa —dijo otra vez la voz blanda como musgo—, y luego te secaremos con un bonito pañuelo limpio. ¿Te gustaría que fuera de seda, preciosa mía? ¿Verdad que te gustaría? ¿Bien limpita para poder llevarte a la camita? ¿Cómo es que no contestas? Pero has aprendido lo que te ha enseñado papá, ¿verdad que sí? Claro que sí, papá te lo explica siempre todo, y lo hace porque eres una niña muy dispuesta y de inteligencia afilada, oh sí, muy afilada.

Y entonces, Excorio tuvo que oír el más repugnante ruido, como de algún vil animal con problemas gástricos. Vulturno se reía.

Excorio, aunque conocía el bajo mundo, fue incapaz de contenerse, y cayendo sobre el grueso vendaje de las rodillas, vomitó en silencio.

Secándose el sudor de la frente mientras se incorporaba, y asomándose otra vez a la esquina de la pared, vio que Vulturno había llegado al pie de la segunda escalera, donde se ensanchaba el pasillo.

Aunque menos fuerte, el sonido de la lluvia era aquí perpetuo, y en este mismo sonido, aunque distante, podía sentirse un peso poco natural. Era como si el castillo no fuera más grande que una calavera sobre la que se vaciaba rápidamente una cisterna de agua. Los terrenos de alrededor estaban ya inundados: los agujeros y las depresiones profundas como valles se habían convertido en lagos oscuros que crecían por momentos, doblándose y triplicándose a medida que confundían las desbordadas orillas.

Había ahora una mayor intimidad entre todo lo que estaba de pie, tumbado, arrodillado, apuntalado, arrinconado, escondido, expuesto, dispuesto, animado o inanimado entre las paredes del castillo. Una especie de reconocimiento desganado de la proximidad de una cosa con otra, de un ser humano con otro, a pesar de estar separados por gruesas paredes; de la proximidad de un reloj, una barandilla, un pilar, un libro o una manga. Excorio sentía en sí mismo esta horrible proximidad, en el hombro y en la mano. El derramamiento de un continente de cielo había encarcelado a los que estaban al abrigo de todo, salvo del ruido de la tormenta, envolviéndolos en una extraña hiperrealidad en la que no había distancias.

Pasando la noche en vela, pues era imposible poder dormir, no había nadie en este sombrío y ruidoso lugar que no hubiera meditado, aunque sólo fuera por un momento, en el hecho de que todo el castillo estaba en vela. En todas las camas, con los ojos abiertos, yacían hombres y mujeres. Se veían unos a otros. Tenían conciencia de las presencias individuales y sólidas de todos los otros, no sólo a causa del aguacero abrumador, sino también por la creciente atmósfera de recelo, aunque nadie sabía exactamente de qué recelaba; sólo sabían que algo estaba cambiando, cambiando en un mundo en el que el cambio era un delito.

Por fortuna, Excorio no se había equivocado al confiar en el carácter reservado de lady Gertrude, que no había mencionado el destierro de Excorio; aunque el cuerpo del delito seguía sufriendo en el prodigioso pecho de la condesa.

Así pues, cuando Vulturno empezó a deslizar los pies de potaje por el mal iluminado pasillo de lord Sepulcravo, ignoraba que estaba acercándose a una oscuridad que ya no albergaba a Excorio, y que justo delante de la puerta no había más que sombras impenetrables. A la izquierda, una alta ventana había estallado con el viento, y por encima del rellano los pedazos de cristal brillaban tenuemente a la luz de una vela.

Excorio subió el segundo tramo de escalera, y a pesar de la tensión casi insoportable, sintió una punzada de placer irónico cuando vio el trasero de su enemigo que se bamboleaba en la oscuridad, buscando a quien lo acechaba.

Había un pequeño hueco en el pasillo, cerca de las escaleras, y Excorio lo alcanzó con dos zancadas. Desde allí podría observar la oscuridad a su izquierda. Era inútil seguir a su enemigo hasta la puerta del conde. Esperaría a que regresase. ¿Cómo podría el chef acertar el golpe en la oscuridad? Extendería el brazo a tientas hasta que el machete tocara la puerta, y retrocedería un paso. Luego levantaría el arma por encima de la cabeza, y mientras un gusanillo se le retorcía de delicia en el cerebro, dejaría caer el machete de doble mango, como una guillotina, con la gran hoja amolada hasta que el filo se había puesto a aullar. Mientras que la imagen de los movimientos de Vulturno se iluminaba en el interior del oscuro cráneo de Excorio, esos mismos movimientos ocurrían fuera. En el instante en que Excorio imaginaba la caída del machete, el machete cayó.

Las tablas del piso debajo de los pies de Excorio se levantaron de repente, y una ola de madera recorrió el pasillo de un extremo a otro y fue a morir en un acantilado de yeso. Curiosamente, fue la ondulación del suelo lo que hizo comprender a Excorio que el chef había asestado el golpe, pues en ese mismo momento el estruendo de un trueno apagó todos los otros ruidos.

Vulturno había dejado caer la hoja fría con tal concentración de entusiasmo, que la arrebatadora impresión de haber consumado al fin lo que tanto le importaba, le embotó momentáneamente el cerebro, y sólo cuando intentó desclavar el machete empezó a comprender que algo no funcionaba. Es cierto que había previsto que la hoja atravesara al «postrado» a sus pies como si éste fuera de mantequilla, a pesar de la constitución huesuda del hombre, pero no con tanta facilidad, tanta fluidez. Se preguntó si no habría afilado el machete hasta el extremo de haber hecho posible una nueva sensación, la de matar, como quien dice, sin darse cuenta, como la mortífera guadaña que siega las hierbas altas sin enterarse. No había tanteado con la punta del pie para comprobarlo, porque no se le había ocurrido pensar ni por un instante que quien se había tumbado allí noche tras noche durante más de doce años pudiera estar en otro sitio. Y de cualquier modo, esto tenía que haber despertado al larguirucho esqueleto. ¿Qué había fallado? El momento orgásmico tanto tiempo esperado se había desvanecido. Le costaba retirar el machete. Quizás se había incrustado entre las costillas. Vulturno empezó a deslizar las manos por el mango pulgada a pulgada, al tiempo que doblaba las rodillas y el tronco y forzaba a las masas de arcilla caliente y lampiña a redistribuir sus ondulaciones. Los dedos se le movieron inexorablemente hacia abajo, cada vez más impacientes por entrar en contacto con el cadáver. Sin duda ya estaban muy cerca del suelo, aunque sabía lo engañoso que puede ser el sentido de las distancias en una oscuridad cerrada. Y entonces, topó con el acero. Deslizando ávidamente las palmas por ambos lados de la hoja, emitió un repentino silbido, sonoro y mortífero, y soltando el machete, giró bruscamente como si tuviera a su enemigo pegado a los talones. Mirando a través del oscuro pasillo, escrutó el tenuemente iluminado rellano de la escalera. No parecía haber nadie, y tras unos momentos se secó las manos en las caderas, se volvió hacia el machete, y lo arrancó violentamente de las tablas.

Durante un rato se quedó tocando el arma desaprovechada, tiempo que sirvió a Excorio para concebir y poner en práctica una idea: se deslizó varios metros pasillo abajo hasta donde podía preparar una emboscada todavía más favorable, detrás de un combado tapiz. Al salir a la oscuridad (pues estaba fuera de la órbita de influencia de las velas) cayó otro relámpago y las llamas azules atravesaron la ventana rota, de manera que en el mismo preciso instante Vulturno y Excorio se sorprendieron mirándose de frente. La luz azulada los había aplanado como si fueran figuras de cartón, lo que en el caso del chef era de un efecto extraordinario. Parecía que alguna mente macabra lo hubiera recortado en una enorme hoja de papel azul eléctrico del tamaño de una sábana. En los pocos segundos que duró el relámpago, los dedos y pulgares de Vulturno parecieron brillantes morcillas azules aferradas al mango del machete.

Excorio, que no daba la impresión de que fuera más voluminoso, produjo en Vulturno no tanto una sensación de horror como una nueva oleada de malevolencia. La idea de que había embotado el exquisito filo del machete golpeando tablas desexcoriadas, y que quien ahora tendría que estar en el suelo, partido en dos, estuviera allí en pie y de una sola pieza, insolentemente derecho bajo una especie de foco de escenario como prueba tangible de un grave error, lo afectó de un modo extremo, y un horrible sudor le brotó de los poros.

Se vieron así un momento, y la oscuridad volvió a cerrarse. Era como si hubiera caído el telón después del primer acto. Todo había cambiado. La cautela ya no bastaba. La astucia era lo más importante, y el ingenio estaba a prueba. Ambos habían creído que contaban con la iniciativa y el poder de la sorpresa, pero ahora, al menos durante unos instantes, ninguno aventajaba al otro.

Desde un principio, Excorio había planeado alejar al chef de la puerta de lord Sepulcravo, y si fuera posible atraerlo hacia el piso de arriba, donde, entre los maderos que apuntalaban el techo podrido y multitud de vigas caídas, se desmoronaba la Sala de las Arañas. Allí en un extremo se abría una ventana sobre una vasta terraza empedrada, bordeada por un parapeto de torretas. Se le había ocurrido que si arrebataba la vela que iluminaba la escalera, podría tal vez conducir allí a su enemigo. En cuanto volvió la oscuridad, se dispuso a poner esta idea en práctica, pero en ese momento se abrió la puerta de la habitación de lord Sepulcravo, y el conde, con una lámpara en la mano, salió al pasillo. Se desplazaba como si flotara. Una larga capa que le caía hasta los tobillos le ocultaba las piernas. Sin volver la cabeza a la izquierda ni a la derecha, avanzaba como el símbolo del dolor.

Vulturno, aplastándose todo lo posible contra la pared, se dio cuenta de que su señoría estaba dormido. Por un instante Excorio tuvo la ventaja de ver al conde y al chef sin que ellos lo vieran. ¿Adónde iba su amo? Durante unos instantes Vulturno no supo qué hacer, y para ese entonces el conde estaba ya casi delante de Excorio. El criado tenía ahora la oportunidad de atraer a Vulturno sin temor de que éste lo alcanzara o lo atacara por detrás, y deslizándose delante del conde, empezó a andar de espaldas por el pasillo, observando la confusa mole del chef por encima del hombro de su señoría. No olvidaba que en cualquier momento la lámpara del conde le iluminaría la cabeza, mientras que Vulturno estaría a oscuras, pero esta circunstancia no suponía ninguna ventaja para el chef. No se atrevería a tocarlo mientras temiera despertar al conde de Gormenghast.

Excorio retrocedía paso a paso y no podía, a pesar de intentarlo, mantener los ojos fijos en el enorme cocinero. La proximidad de la cara iluminada de su señoría lo obligaba a echarle de vez en cuando unas rápidas ojeadas. Los ojos redondos estaban abiertos y vidriosos. Tenía un poco de sangre en las comisuras de la boca, y una tez de palidez mortal.

Entretanto, Vulturno había acortado la distancia que lo separaba de lord Sepulcravo. Excorio y el chef se miraban fijamente por encima del hombro del conde. Los tres parecían moverse como una sola pieza. Muy distintos entre sí como individuos, eran colectivamente un todo compacto.

Lanzando un ojo por encima del hombro, como si el globo ocular fuera independiente de la cabeza que lo llevaba, Excorio vio que estaba a pocos pasos de la escalera, y la procesión inició la lenta ascensión del tercer tramo. Subiendo de espaldas, el que encabezaba la marcha se agarraba con la mano izquierda a la baranda de hierro. La espada le brillaba en la mano derecha, pues como en todas las escaleras de Gormenghast, había velas encendidas en cada rellano.

Cuando Excorio llegó al último peldaño, vio que el conde se había detenido, y por tanto también la horrible babosa que se arrastraba detrás de él.

La voz era tan suave que parecía brotar de la penumbra, una voz de indecible tristeza. En la mano apenas visible, la lámpara se estaba extinguiendo por falta de aceite. Los ojos miraban a través de Excorio, a través de la oscura pared, más y más allá, a un mundo de lluvia sin fin.

—Adiós —dijo la voz—. Todo es uno. ¿Por qué romper el corazón que nunca ha latido por amor? No lo sabemos, dulce muchacha. El tapiz cuelga; está tan lejos, tan lejos, mi hija sombría. Ah no, esta estantería no, esta tan larga no; es el trabajo de toda una vida lo que las llamas están devorando. Todo es uno. Adiós…, adiós.

El conde subió otro peldaño. Tenía ahora los ojos más redondos.

—Pero ellos me aceptarán. El hogar en que viven es frío; pero me aceptarán. Y quizá la torre esté forrada de amor, y cada sílex sea una fría estrofa azul de gozo; cada pluma, terrible; plumas, tinta y lino; cada garra, una gloria. —Con un tono infinitamente melancólico susurró—: Sangre, sangre y sangre y sangre, para vosotros, los silenciosos, toda, toda para vosotros. Vengo con vosotros y traigo mis ramas rotas. Ella nunca fue mía. Sus cabellos, rojos como helechos. Ella nunca fue mía. Ratones, ratones; las torres se derrumban…, las llamas trepan. No hay trepador que pueda compararse con las ágiles llamas. Todo se ha acabado. Adiós…, adiós. Todo es uno, para siempre, el hielo y la fiebre. Oh, tú, el más abatido de los amantes, ya no volverás. Calla, ahora. Silencio pues, y que tu voluntad se cumpla. La luna para siempre; y los encontrarás a la entrada de las madrigueras. Vendrán grandes alas, grandes y silenciosas alas, silenciosas… Adiós. Todo es uno. Todo es uno.

Había llegado al rellano, y por un momento Excorio imaginó que iba a cruzar el pasillo hacia la puerta entreabierta de una habitación, pero giró a la izquierda. Hubiera sido posible, y de hecho hubiera sido más fácil correr hacia la Sala de las Arañas, pues lord Sepulcravo, flotando lentamente como un sueño, obstruía el paso a Vulturno, pero la idea repugnaba a Excorio. Abandonar a su dormido amo con un sanguinario chef detrás de él, le causaba tal horror que decidió continuar como hasta entonces su fantástica retirada.

Estaban aproximadamente a medio camino de la Sala de las Arañas cuando, sorprendiendo a Excorio y a Vulturno, el conde dobló de pronto a la izquierda y desapareció por una estrecha arteria de piedra tenebrosa. Lo perdieron de vista inmediatamente, pues el desfiladero torcía a la izquierda a los pocos pasos y la luz de la lámpara se había extinguido. La desaparición había sido tan súbita e inesperada que ninguno de los dos adversarios estaba preparado para saltar al vacío que había ahora entre ambos y atacar en la luz débil. Ésta era la región donde dormían los Fregones Grises, y un poco más lejos un candelabro roto pendía del techo. Excorio dio una brusca media vuelta y echó a correr hacia esta luz, mientras Vulturno, cuya frustrada ansia de sangre estaba madura como una granada, pensando que Excorio había huido por miedo, se precipitaba detrás de él con pasos horriblemente ágiles a pesar de que por un efecto de succión los pies planos se le pegaban al suelo.

Excorio rastrilló las losas de piedra con rápidas zancadas, pero al entrar en la Sala de las Arañas sólo le llevaba a Vulturno poco más de nueve pies. Sin perder un momento, se abrió paso por encima de tres vigas caídas, sacudiendo fantásticamente los largos miembros. Al llegar al centro de la habitación, se volvió y descubrió que la figura de su enemigo obturaba ya la puerta. Habían estado tan absortos en este juego de ingenio y de muerte que no se les había ocurrido preguntarse cómo era posible que pudieran verse en una sala que de costumbre estaba a oscuras. No había tiempo para las sorpresas. Ni siquiera se dieron cuenta de que la tempestad había agotado su furia y que ahora sólo se oía un zumbido pesado y lúgubre. Una tercera parte del cielo estaba libre de nubarrones, y en este tercio colgaba la jorobada luna, muy próxima y muy blanca. La luz entraba a raudales a través de una abertura en el fondo de la Sala de las Arañas. Más allá del boquete, la luna danzaba y brillaba sobre el agua siseante que había formado grandes lagos amurallados entre los techos. La lluvia lanzaba sus hilos de plata oblicuos y levantaba surtidores de mercurio al golpear el agua. La sala misma parecía un dibujo a tinta, negra, gris paloma y plata. Estaba abandonada desde hacía mucho tiempo. Vigas caídas y a medio caer se apoyaban o yacían en todos los ángulos posibles, y entre estas vigas, juntándose y colgando del techo del piso superior (derrumbado en gran parte), extendiéndose en todas direcciones, tensas o combadas, hundidas en la negra oscuridad, tremolando en la penumbra, o refulgiendo exquisitamente a la luz de la luna con un resplandor leproso y afiligranado, innumerables telarañas llenaban el aire.

Excorio se había abierto paso hasta el centro de la sala a través de unas lianas de telas sombrías, y ahora, al ver al cocinero en el marco de la puerta, se arrancó con la mano izquierda los filamentos neblinosos que le cubrían los ojos y la boca. Aun en esas zonas de la sala en las que no penetraban los rayos de luna, y donde meditaban las grandes tinieblas, unas hebras luminosas que parecían cambiar de sitio a cada momento intersectaban la oscuridad. El más leve movimiento de cabeza provocaba un repentino revuelo en las sombras, que se poblaban de hilos brillantes, desprendidos de la tela, desarticulados, milagrosos y fugaces.

Pero ¿cómo veían ellos esas cosas tan efímeras? Las telarañas eran para ellos pantallas que protegían o que ocultaban. Redes para cazar o para ser cazado. Éstas eran las características del campo de batalla de la Muerte. El cuerpo oscuro y sin luna de Vulturno en la puerta estaba atravesado por los brillantes radios y espasmódicos perímetros de una telaraña que pendía a medio camino entre él y Excorio. El centro de la telaraña coincidía con la tetilla izquierda de Vulturno. Las profundidades que separaban los relucientes filamentos de la figura del chef parecían abismales y prodigiosas. Podría haber pertenecido a otro mundo. La Sala de las Arañas bostezaba y se contraía, los hilos engañaban al ojo, las distancias, cambiando siempre, se desplegaban o replegaban junto con los ilusorios reflejos de la luna.

Vulturno examinó desde la puerta el cobertizo que el hombre flaco había elegido para protegerse los largos huesos. Aunque ofuscado por la malignidad, no subestimaba la astucia de su antagonista. Lo había atraído hasta allí por algún motivo. No era él quien había elegido el campo de batalla. Volvió los ojos a derecha e izquierda, con el machete a punto delante de él. Tomó nota de los obstáculos: las vigas polvorientas y medio podridas, desplomadas aquí y allá, y las omnipresentes colgaduras de telarañas. No veía razón para que éstas lo perjudicaran más que al hombre a quien pensaba cortar por la mitad.

Excorio no había tenido nunca un motivo concreto al elegir la Sala de las Arañas. Quizás había imaginado en algún momento que podría moverse con mayor agilidad que Vulturno entre las telarañas y las vigas, pero al comprobar con qué rapidez el chef lo había seguido, esto ahora le parecía dudoso. No obstante, el hecho de haber conseguido atraer al enemigo al lugar que él, Excorio, había elegido, significaba que aún conservaba la iniciativa. Sintió que estaba un pensamiento por delante del cocinero.

Sosteniendo la larga espada delante de él, observó cómo la gran criatura se aproximaba. Vulturno apartaba las telarañas a golpes de machete con los ojos clavados en Excorio, balanceando la cabeza de un lado a otro para ver mejor. De pronto se detuvo, y sin apartar la mirada de Excorio, empezó a arrancar los filamentos que se habían adherido a la hoja y el mango del arma.

Reemprendió la marcha, despejando el terreno con amplios movimientos del machete y pisando con cuidado las vigas desplomadas. En un momento pareció que iba a detenerse otra vez para limpiar la hoja, pero cambió de idea y avanzó como si nada le cerrara el paso. Parecía haber decidido que reacondicionarse el cuerpo y limpiar el arma continuamente durante este duelo sanguinario era desaconsejable, inoportuno, y también un insulto a la ocasión.

Así como los piratas, chapoteando en los calientes bajíos, tienen que combatir cara a cara sofocados por las olas, cegados por el sol, atormentados por las moscas y con la frente perlada de sudor, también aquí las vigas cerraban el paso, la luz de la luna engañaba a los ojos y las telarañas rancias eran un impedimento. Pero había que ignorarlos, había que ignorar los filamentos que cosquilleaban la cara y se pegaban alrededor de la boca y los ojos. Había que ignorar que aunque los hilos plateados envolvían el acero desnudo con una membrana de recién nacido, y colgaban como guirnaldas tropicales entre la espada y la mano, la mano y el codo, el codo y el cuerpo y los miembros se movían con la libertad de siempre. Nada impediría la velocidad del machete. El secreto consistía en ignorar.

Así pues, Vulturno continuaba avanzando, creciendo con cada paso diestro y silencioso y pareciéndose más y más a una vaca marina que se desliza entre las algas grises de las profundidades abisales. Pisando de pronto un rayo de luna, el chef se inflamó en una red de filamentos. Miró a través de la malla reluciente. Él mismo era una telaraña.

Toda su atención estaba puesta en un único propósito: matar. Apartó de su mente canalizada todo lo que era irrelevante. El gran jamón que tenía por cara le cosquilleaba como atacado por una nube de insectos, pero en su cerebro no había lugar para los mensajes que presumiblemente le enviaban las terminaciones nerviosas: tenía el cerebro lleno. Lleno de muerte.

Excorio vigilaba cada uno de los pasos de Vulturno doblando la larga espalda hacia adelante como un pino inclinado. Mantenía la cabeza agachada, quizás dispuesto a emplearla como ariete, y doblaba ligeramente las acolchadas rodillas. Las tiras de tela eran ahora inútiles, pero no tenía tiempo para desenrollarlas. El cocinero estaba a menos de siete pies, detrás de una viga caída. A unos dos metros a la izquierda de Vulturno, uno de los extremos de la viga se hundía en el polvo, pero un desvencijado baúl de hierro la sostenía aproximadamente por el centro, y el otro extremo se elevaba unos tres pies, envuelto en telarañas ahogadas de moscas.

Vulturno se encaminó hacia el soporte de esta viga, golpeando los afiligranados rayos de luna que se combaban y resplandecían sobre sus piernas. Las huellas que había dejado atrás, desde la puerta hasta la viga, eran un visible cañón de sueño, abierto entre dos paredes de telarañas. Ahora, de pie detrás del viejo baúl, se había acercado tanto que casi podía tocar a Excorio extendiendo el brazo que blandía el machete. El aire entre ellos parecía un poco más despejado. Nunca habían estado tan próximos como ahora en el transcurso de esta lluviosa noche. La espantosa y palpable proximidad que sólo puede sentirse cuando hay odio mutuo. Los propósitos de los dos, particulares e inmediatos, eran idénticos. ¿Qué otra cosa tenían en común? Nada más que la Sala de las Arañas alrededor, las telarañas, las vigas, el mudo juego escénico de la luna adornada de lentejuelas y el tamborileo de la lluvia.

En cualquier otro momento, el chef hubiera dado rienda suelta a su prolífico ingenio. Se hubiera mofado de la larga figura agazapada delante de él. Pero ahora que el derramamiento de sangre era inminente, ¿qué más daba si exasperaba o no a su adversario? Recurriría al ingenio de manera más concreta. Refulgiría, pero como una hoja acerada. Y su insulto final sería que Excorio no pudiera distinguir un insulto de una chuleta de cordero. Al menos sería difícil que pudiera distinguirlos, con el cuerpo partido en dos.

Durante un instante, ambos se hamacaron levemente sobre las puntas de los pies. Adelantando la espada, Excorio empezó a desplazarse de costado hacia la viga, a la izquierda, presumiblemente con la intención de acortar distancias. A medida que Vulturno volvía los ojitos a la derecha para seguir los movimientos de su enemigo, advertía que el espeso entramado de viejas telarañas le impedía ver con claridad, y que por tanto sería imprudente quedarse donde estaba. En un santiamén, dio un paso de lado hacia la izquierda y volvió los ojos también a la izquierda. Excorio se escurrió inmediatamente hacia él, mirando a través del manto de espesas telarañas que le cubría a medias el rostro. Tenía la cabeza justo encima del extremo más bajo de la viga. La rápida ojeada de Vulturno hacia la izquierda había sido fructífera: el extremo levantado de la viga era el primer aliado que encontraba en esta sala de obstáculos. Cuando miró de nuevo a su flaco enemigo, frunció los labios gruesos. En cuanto a si esta obscenidad muscular podía ser calificada de «sonrisa», no lo sabía, ni le importaba. Excorio estaba agachado exactamente en el lugar donde había planeado atraerlo. Tenía la barbilla echada hacia adelante, como si hubiera adquirido este hábito sólo para complacer al chef. No había tiempo que perder. Vulturno estaba a tres pies del extremo de la viga cuando dio un salto. Durante un momento hubo tanta carne y sangre en el aire que una estrella cambió de color bajo los anillos de Saturno. Vulturno no aterrizó sobre los pies. No lo había intentado. Lo que quería era dejar caer todo el peso del cuerpo sobre la cabeza de la viga. Lo dejó caer; al asestar el golpe con el bajo vientre, el otro extremo de la viga brincó como si estuviera vivo, y golpeando a Excorio por debajo de la estirada mandíbula, lo alzó tan alto como era, antes de que se desplomara como un peso muerto.

El chef se incorporó grotescamente, ansioso por alcanzar enseguida el cuerpo de su víctima. Ahí estaba, tendida en el suelo, con la chaqueta levantada hasta los sobacos, dejando un flaco costado al descubierto. Vulturno alzó el machete. ¡Hacía tanto tiempo que esperaba! Muchos, muchos meses. Levantó los ojos hacia el arma envuelta en telas grises, y en ese momento el párpado izquierdo de Excorio tembló, y a continuación enfocó al chef, observándolo a través de las pestañas. En ese horripilante momento, no tenía fuerzas para moverse. No podía hacer otra cosa que observar. El machete estaba alzado, pero ahora vio que Vulturno miraba burlonamente la hoja, con las cejas levantadas. Entonces oyó la voz esponjosa por segunda vez esa noche.

—¿Quieres que te limpie, preciosa mía? —decía la voz, como segura de que obtendría una respuesta de la brutal hoja de acero—. ¿Verdad que te gustaría que te limpiara antes de la cena? Claro que sí. ¿Te gustaría meterte en un baño calentito con todas las ropas puestas, eh? Sí, sí, mi capullito, enseguida te limpiaré. Primero te frotaré la cara, cariño, hasta que quede tan azul como la tinta, y así podrás tomar tu biberón. ¿Verdad que sí? —Se llevó la finísima hoja de metal al pecho—. Es lo que mejor te irá para la sed, amor mío. El último trago antes de acostarte.

Tras unos instantes de gorgoteo gástrico, Vulturno empezó a arrancar las telarañas de la hoja del machete. Estaba a unos dos pies de la postrada figura de Excorio, medio dentro y medio fuera de la luz lunar. La línea de demarcación le atravesaba el costado desnudo. Era una suerte para él que fuera la mitad superior la que estaba en sombras y que casi no se le viera la cabeza. Observando la mole que tenía encima, vio que Vulturno había acabado de quitar las telarañas del arma y le miró con atención la parte superior de la cara. Estaba velada, como el resto de la cara y el cuerpo, con aquellas telas ubicuas, pero parecía que por encima de la oreja izquierda había también otra cosa. Vulturno estaba tan acostumbrado al cosquilleo de los filamentos en la cara y a los cientos de comezones en la piel que no había advertido que una araña se le había aposentado sobre el ojo derecho. Había aceptado esa ceguera parcial como parte del engorro de tener la cabeza cubierta con un manto de telarañas. Desde donde estaba tumbado, Excorio veía claramente la araña, pero lo que descubrió ahora fue providencial. Era la hembra de la araña. Había emergido del nido de hebras grises encima de la oreja izquierda y se movía, pata tras pata, con pasos largos y finos. ¿Iba en busca de su esposo? Si era así, estaba bien orientada, pues se encaminaba directamente hacia él.

Vulturno pasaba la mano por la cara de acero del arma. Estaba desnuda y dispuesta. Poniendo los grasosos labios sobre la hoja, besó el acero refulgente, y retrocediendo medio paso, levantó el machete con ambas manos agarrando el doble mango muy por encima de su cabeza agachada. Estuvo así un rato de puntillas, y de repente se quedó ciego. El ojo izquierdo tenía problemas con una araña hembra. Se le había instalado en el centro del ojo y disfrutaba con el bamboleante movimiento de la órbita que tenía debajo. Éste era el momento preciso que Excorio había estado esperando desde que descubriera el insecto unos segundos antes. Le parecía haber estado tumbado a merced del mortífero machete durante una hora por lo menos. Ahora era el momento, y agarrando la espada que había caído al suelo junto con él, rodó con gran rapidez por debajo del vientre del cocinero, lejos del machete.

Vulturno, sudando de irritación, interrumpido por segunda vez en este asunto del clímax, imaginaba sin embargo que Excorio continuaba postrado en el suelo. Si hubiera asestado el golpe a pesar de las arañas que tenía en los ojos, es muy probable que Excorio no hubiera podido escapar. Pero Vulturno hubiera considerado que una carnicería a ciegas era un triste final después de todo el trabajo que se había tomado. Delante de la puerta de lord Sepulcravo había sido diferente, pues de cualquier modo allí no había luz. Pero aquí, con una hermosa luna para iluminar la tarea, no era ni el momento ni el lugar para estar a merced de los caprichos de una araña.

Por tanto, bajó el machete hasta el pecho, y alzando la mano derecha se quitó los insectos de los ojos. Había empezado a levantar otra vez el arma, cuando advirtió que su víctima se había esfumado. Giró sobre los talones, y sintió de pronto un dolor lacerante en la nalga izquierda y una sensación de quemazón en un lado de la cara. Chillando como un cerdo, se volvió bruscamente y se llevó un dedo al lugar donde debía de haber tenido una oreja. Había desaparecido. Excorio la había arrancado de cuajo, y el cartílago se balanceaba en el fondo de la habitación en una hamaca de telarañas a un palmo del suelo. ¡Ni el más indolente de los voluptuosos se había mecido nunca con la languidez de esta carne deshuesada!

Un rayo de luna que caía sobre el lóbulo sanguinolento se retiró diplomáticamente, y la oreja desapareció en la discreta oscuridad. Excorio había asestado, en rápida sucesión, un golpe de estoque y otro de tajo. El segundo no había alcanzado el cráneo, pero había hecho correr la primera sangre. En realidad, la primera y la segunda, pues la nalga izquierda de Vulturno sangraba copiosamente. Una isla estaba revelándose poco a poco, una isla roja que asomaba en la inmensidad blanca de la tela. Los contornos de la isla cambiaban de continuo, pero cuando el eco del grito del chef se apagó al fin, se parecía mucho al ala invertida de un ángel.

Los golpes no habían sido más que una pequeña sangría. Sólo clavándole una pértiga o dos hubiera podido conseguirse que la vasta extensión de Vulturno fuera carne vulnerable. La profusa hemorragia no demostraba gran cosa. Tenía sangre suficiente como para revitalizar a todo un ejército anémico y enfriar los cañones con lo que quedara. Colocados uno tras otro, sus vasos sanguíneos hubieran podido enroscarse como una enredadera de Virginia alrededor de la Torre de los Pedernales y volver a bajar hasta medio camino; un hogar ideal para un vampiro sin hogar.

Sea como fuere, Vulturno sangraba, y el rencor calculado y frío había dado paso a una furia convulsiva que no tenía relación con el pasado. Hervía con rabia de ahora, y hundiéndose en las telarañas de alrededor, el chef asestó a Excorio un largo golpe de guadaña. Se había movido con una velocidad sorprendente, y si los brillantes filamentos no hubieran falseado las distancias y el golpe no hubiese sido prematuro, es probable que todo hubiera terminado y sólo faltara deshacerse del cadáver. De todas maneras, el silbido del acero y la ráfaga de aire fueron suficientes para ponerle los pelos de punta a Excorio y desencadenar una horrible vibración sonora. Sin embargo, Excorio se recuperó casi enseguida de la sorpresa y devolvió el golpe a Vulturno, quien por un momento perdió el equilibrio, alcanzado en la especie de abultado travesaño que tenía por hombro.

A partir de entonces, las cosas se sucedieron rápidamente, como si todo lo que había pasado antes no hubiera sido más que un simple preámbulo. Aunque con un nuevo dolor en el hombro, Vulturno se recuperó del tropiezo de haber fallado el golpe, y sabiendo que con el machete extendido llegaba más lejos que su contrincante, agarró el arma por el extremo del mango y se puso a girar, moviendo los pies con horripilante rapidez debajo del vientre, no sólo con una especie de complicado paso de danza que hacía que el cuerpo diese vueltas y vueltas a gran velocidad, sino de una manera que lo acercaba cada vez más a Excorio. Entretanto, el machete extendido delante giraba cantando. Las telarañas que aún quedaban en el centro de la sala caían al paso de este tremendo ciclón moteado de luna. Excorio, por el momento paralizado, observaba con fascinado horror la continua sucesión de caras provocadas por los rápidos giros de Vulturno: tenía cientos de caras; aparecían y reaparecían a gran velocidad (con igual número de vistas posteriores de la enorme cabeza, mechadas, literalmente, con caras mantecosas). El acero zumbaba cada vez más cerca. La rotación era demasiado rápida para que Excorio pudiera atacar a Vulturno entre ciclo y ciclo. Pero aunque el chef se detuviera, no estaría al alcance de Excorio, que cedía terreno.

Mientras retrocedía se dio cuenta de que estaba siendo arrinconado hacia una esquina de la sala. Vulturno se abalanzaba sobre él como en una pesadilla. Aunque la mente del chef seguía funcionando, la perfección física del movimiento de los pies y de las vueltas del acero tenía una cualidad de trance que por su misma perfección se había convertido en algo autónomo, que no necesitaba de nadie. Era difícil imaginar cómo iba a pararse la gran peonza blanca.

De pronto, Excorio tuvo una idea. Como si quisiera protegerse de la amenaza del acero, retrocedió más y más hacia el rincón, hasta que la encorvada espina dorsal tocó el ángulo de las dos paredes. Habiéndose acorralado por voluntad propia, pues si se lo hubiese propuesto habría tenido tiempo de saltar a la lluvia por el boquete de luz de luna, se irguió cuán largo era, el espinazo apretado contra el ángulo recto de las paredes y la espada apuntando a los pies, y aguardó.

El machete guadaña se aproximaba por momentos. A cada instantánea de la giratoria cara de Vulturno, Excorio veía los ojitos inyectados de sangre clavados en él. Eran como coágulos de odio; el chef tenía todos los pensamientos y fibras tan concentrados en la muerte de Excorio que mientras zumbaba acercándose, había perdido el sentido común y ocurrió lo que Excorio había esperado. El arco del largo acero era tan amplio que el extremo izquierdo y el extremo derecho estuvieron de pronto a unos pocos centímetros de las paredes adyacentes, y en la vuelta siguiente mellaron el yeso, hasta que por último Vulturno creyó ver que las paredes saltaban hacia él, y sintió un dolor agudo en las palmas y antebrazos, pues acababa de decapitar una buena parte de la pared desmoronada. Excorio, con la espada aún adosada a la pierna, y la punta junto al zapato, no estaba en condiciones de recibir el impacto del cuerpo de Vulturno que se le venía encima. La interrupción del movimiento giratorio había sido tan súbita y brutal que como un motor destrozado, sin ritmo ni propósito, Vulturno se hundió de alguna manera dentro de su propio pellejo, mientras se desplomaba hacia adelante. Si Excorio no hubiera estado tan flaco y no se hubiera empotrado tanto en el rincón, sin duda hubiera muerto asfixiado. Aún ahora, la presión de las ropas húmedas y sucias de telarañas de Vulturno sobre la cara, lo obligaban a respirar con jadeos cortos y dolorosos. Tenía los brazos pegados a las piernas y el rostro aplastado; no podía hacer nada. Pero los efectos del impacto estaban desvaneciéndose, y como si acabara de recuperar la memoria, Vulturno se incorporó a medias en el rincón, bamboleándose como un borracho. Excorio no podía utilizar la espada a tan corta distancia, pero consiguió escabullirse rápidamente a lo largo de la pared de la izquierda, y después de volverse estaba a punto de dar una estocada en las costillas de Vulturno, cuando su enemigo se alejó tambaleándose en una serie de grandes curvas de ebrio. El vértigo que aún tenía después de los giros le fue de gran provecho entonces, pues así, dando tumbos por la Sala de las Arañas, era un blanco imposible para todo excepto una mera sangría.

Y Excorio aguardaba. Tenía conciencia de un malestar doloroso en la nuca. Había crecido cuando el efecto inmediato del golpe en la mandíbula empezaba a disiparse. Ansiaba desesperadamente que todo acabara de una vez. Sentía de pronto una terrible fatiga.

Vulturno, en cuanto la habitación dejó de girar a su alrededor y recobró el sentido del equilibrio, atravesó la sala con una determinación mortífera, aunque el machete le temblara en la mano. El sonido de sus pisadas sobre la madera sobresaltó a Excorio, que echó una rápida ojeada por encima del hombro al claro de luna. La lluvia había cesado, y salvo el melancólico susurro de los techos goteantes de Gormenghast, había un gran silencio.

Excorio había comprendido de pronto que el golpe final, el golpe decisivo, el golpe mortal no podía ocurrir en la Sala de las Arañas. Sin esta convicción hubiera atacado a Vulturno mientras se apoyaba en la pared del fondo, todavía aturdido. Pero se quedó de pie junto a la abertura de luz de luna, una escuálida figura con las rodillas deformadas por los gruesos vendajes de tela, y aguardó a que el chef se acercase mientras se frotaba las vértebras del cuello dolorido con los dedos largos y huesudos. Y entonces vino la embestida. Vulturno arremetió contra él con el machete en alto, el lado izquierdo de la cabeza y el hombro izquierdo relucientes de sangre, dejando detrás una estela roja. Justo delante de la abertura había un zócalo de seis pulgadas en el que terminaba el suelo. Más allá la pared caía en vertical unos tres pies hasta un terrado amurallado y rectangular. Esta noche no había tal caída, pues un gran lago de agua de lluvia subía hacia el suelo polvoriento de la sala. Alguien que desconociera el lugar, podría pensar que el lago iluminado por la luna tenía una gran profundidad. Excorio pasó de espaldas por encima del zócalo, y al bajar el pie por el otro lado, levantó una fuente de espuma de color amarillo limón. Casi enseguida, retrocedía con sus largas patas de araña por un agua tibia como té. El aire, a pesar del aguacero, seguía siendo tan opresivo como siempre. El terrible peso del calor no se había dispersado.

Entonces ocurrió algo horrible: Vulturno, que lo seguía a toda velocidad, tropezó con el zócalo, e incapaz de frenar su ímpetu, se precipitó como una avalancha en el agua tibia. El machete se le escapó de la mano, y girando a la luz de la luna cayó como un tizón encendido en el lejano y dorado silencio del agua. Vulturno, boca abajo y revolcándose como un monstruo marino, intentaba ponerse de pie. Excorio llegó junto a él en el preciso momento en que el chef, con un titánico esfuerzo, retorcía el tronco y encontraba un punto de apoyo momentáneo; pero enseguida volvió a perderlo, y contorsionándose alrededor, cayó otra vez, ahora de espaldas en el agua, y allí se quedó flotando mientras agitaba furiosamente brazos y piernas en medio de remolinos que se propagaban en todas direcciones hasta los bordes más alejados. Durante un momento, consiguió respirar, pero sólo él hubiera podido decir si esta ventaja compensaba tener que ver el elevado y oscuro cuerpo de su enemigo con los brazos en alto, agarrando con ambas manos la empuñadura de la espada, y apuntándole a la base de las costillas. El agua de alrededor estaba enrojeciendo, y los ojos del chef, como dos canicas de cartílago, rodaron a la luz de la luna cuando la espada se hundió profundamente. Excorio no se molestó en retirarla. La espada quedó allí como un mástil de acero cuyas velas hubieran caído sobre la cubierta, como si tuvieran vida propia, independiente de la marea o el viento, y brincaran y se agitaran en una desagradable turbulencia. En lo alto del mástil, en la empuñadura circular, como un nido de cuervos, no había ningún vigía pirata. Excorio, apoyado contra el muro exterior de la Sala de las Arañas, con el agua hasta las rodillas, observaba entornando los ojos los últimos estertores de la muerte cuando oyó un sonido por encima de él. Con un escalofrío de carne de gallina, apartó la mirada y se encontró delante de una cara, una cara que sonreía en la luz plateada de las profundidades de la sala. Los ojos eran circulares y la boca se abría, y cuando el silencio lunar descendió como para siempre en una vasta sábana blanca, el prolongado grito de un búho de la muerte la desgarró como si fuera de calicó, de extremo a extremo.