PRESAGIO

HACIA EL ATARDECER, el cielo encapotado empezó a desintegrarse, y poco antes de la puesta del sol, un viento del oeste se llevó las nubes en densas y desordenadas masas, y la lluvia con ellas. La mayor parte del día había sido dedicada a todo tipo de prácticas ceremoniales, tanto dentro del castillo como bajo la lluvia, culminando con el peregrinaje en procesión de los cuarenta y tres jardineros encabezados por Pentecostés a la montaña de Gormenghast, ida y vuelta, tiempo en el que habían de meditar en la gloria de la casa de los Groan y muy especialmente en el hecho de que su último miembro había cumplido doce meses, tema portentoso sin ninguna duda pero que seguramente tenían que haber agotado después de la primera milla por los senderos encharcados y sembrados de piedras que los conducían a las estribaciones.

Sea como fuera, a las ocho de la noche, Bergantín, tumbado sobre el sucio colchón, agotado y tosiendo horriblemente —como su padre, que había tosido con tanta convicción antes que él—, pudo rememorar con agria satisfacción esta jornada de ritual apenas diluido. Había sido enojoso que lord Sepulcravo no pudiera asistir a las tres últimas ceremonias, pero había un artículo de ley que eximía la presencia del conde en caso de enfermedad grave. Manteniendo la achacosa pierna totalmente inmóvil, Bergantín se chupaba la barba y observaba a unos palmos por encima de su cabeza una araña que garabateaba sobre el techo. Le parecía desagradable, pero no irritante.

Fucsia se había recobrado enseguida, y junto con la señora Ganga había participado airosamente en las ceremonias, alzando a su hermanito cada vez que la anciana niñera se sentía cansada. Prunescualo la había vigilado estrechamente hasta bien entrada la noche, y al fin había dejado a su señoría al cuidado de Excorio.

Una indescriptible atmósfera de expectación colmaba Gormenghast. El aniversario de Titus no trajo consigo la esperada sensación de culminación o clímax, sino, al contrario, la impresión de que algo empezaba. Unas fuerzas oscuras estaban desencadenándose entre los habitantes del castillo. En algunos, esta impresión, aunque irreconocible, era muy acentuada, condicionada sin duda y agravada por los problemas de cada uno. Excorio y Vulturno estaban al borde de la violencia. Sepulcravo rozaba la frontera de la crisis, y Fucsia no andaba muy lejos, consumida de terror y angustia por la tragedia paterna. También ella, como los demás, estaba a la expectativa. Prunescualo no conseguía distenderse y vigilaba de continuo, y la condesa, habiéndose entrevistado con él y habiéndose enterado de todo lo que Prunescualo se atrevió a contarle, y habiendo adivinado mucho más, estaba encerrada en su habitación, donde cada hora recibía comunicados sobre el estado de su marido. Incluso Cora y Clarice notaban que la vida normal y monótona del castillo no era la de siempre, y estaban sentadas en silencio en sus cuartos, también a la expectativa. Irma se pasaba la mayor parte del día en el baño, y sus pensamientos no hacían más que volver a una noción nueva para ella, chocante, e incluso aterradora: algo había cambiado en el castillo de los Groan. Era diferente. Pero ¿cómo podía cambiar? «¡Imposible! ¡He dicho que es imposible!», se repetía en medio de las perfumadas burbujas de espuma, pero no conseguía convencerse. Esta idea suya se extendía insidiosamente por todo Gormenghast, aunque no se manifestaba más que como una sensación de malestar.

Irma era la única que había puesto el dedo en la llaga. Los demás se limitaban a contar los portentosos minutos antes de que sus nubarrones particulares se abrieran sobre ellos, pero detrás de sus problemas, esperanzas y temores, crecía esa trepidación menos inmediata, esa intangible insinuación de cambio, la más imperdonable de todas las herejías. Algunos minutos antes de la puesta del sol, el cielo por encima del castillo estaba inundado de luz, y como el viento había amainado y las nubes habían desaparecido, era difícil creer que una atmósfera suave y dorada concluyera un día que se había iniciado de manera tan sombría y que había continuado con una violencia tan persistente. Pero todavía era el aniversario de Titus. Los riscos escabrosos de la montaña estaban inocentemente envueltos en un velo lechoso y rosado, como un disfraz. Las tierras pantanosas se derramaban hacia el norte en tranquilas extensiones de agua punteada de juncos. El castillo era ahora una gran escultura lívida, salpicada aquí y allá por mantos de yedra reluciente con hojas que goteaban diamantes.

Más allá de las grandes murallas de Gormenghast, las casas de barro recuperaban poco a poco el color blanquecino habitual, a medida que los rayos del sol tardío sacaban la humedad de las paredes. El humo de los viejos cactos gigantes era apenas visible, y debajo del más grande de estos árboles, iluminada por los oblicuos rayos del sol, había una mujer a caballo.

Durante mucho tiempo pareció que no se movían, ni la mujer ni el caballo. Ella era oscura de piel y el cabello le caía sobre los hombros. A la luz del crepúsculo, tenía en la cara una expresión de doloroso triunfo y de extrema soledad. Se dobló ligeramente hacia adelante y susurró algo al caballo; el caballo levantó la pata delantera y la dejó caer de nuevo sobre la tierra blanda. Enseguida, ella empezó a desmontar, no sin grandes dificultades, pero se deslizó con cuidado por el húmedo flanco gris. Después cogió la cesta que tenía atada a la cuerda de la brida y se acercó lentamente a la cabeza del caballo. Pasó los dedos por la crin enmarañada y húmeda, y acarició la dura frente del animal.

—Ahora tienes que volver —dijo pausadamente—. Vuelve con el Padre Moreno, para que sepa que estoy a salvo.

Luego apartó la larga cabeza gris y mojada con un movimiento lento y deliberado. El caballo dio media vuelta, alejándose; la lluvia burbujeaba en las huellas de sus cascos y se extendía en dorados charcos de cielo. Regresó enseguida hasta ella, después de unos pocos pasos, y levantando muy alta la cabeza, sacudió las largas crines de un lado a otro y el aire se llenó con un enjambre de perlas. De pronto, echó a andar por las huellas de sus propios cascos, y sin aminorar el paso ni desviarse del camino de vuelta, se alejó rápidamente de la mujer. Ella lo vio desaparecer y reaparecer varias veces en las ondulaciones del terreno hasta que fue un punto casi imperceptible. La última vez que lo vio, el caballo estaba a punto de alcanzar la cresta del altiplano, antes de descender hacia la llanura invisible. El corazón le latió rápidamente al ver que el animal se detenía en seco, daba media vuelta y se quedaba un momento inmóvil. Luego levantó la cabeza como había hecho antes, y empezó a retroceder paso a paso. Se miraron a través de la vasta distancia, hasta que al fin el caballo gris fue devorado por el horizonte.

La mujer se volvió hacia las casas de barro que se extendían a sus pies, en la luz rosácea. Había empezado a reunirse una multitud, y vio que la señalaban con el dedo.

Envueltas en el cálido resplandor de la luz agonizante, las casas de barro, aun míseras y apretujadas, tenían algo de etéreo, y ella sintió que el corazón se le enternecía con los cientos de recuerdos que le asaltaban la mente. Sabía que esas callejuelas estrechas albergaban la amargura, que el orgullo y los celos esperaban apoyados en las puertas de todos los tallistas, pero durante un instante fugaz sólo vio la luz vespertina que caía sobre escenas de su infancia, y fue con un sobresalto que despertó de esta momentánea ensoñación y comprobó cómo había crecido la multitud. Sabía que este momento sería así. Había previsto este atardecer de luz suave. Había previsto que habría espejos de lluvia en la tierra, y tenía la abrumadora sensación de revivir una escena que ya había representado. No tenía miedo; sin embargo, sabía que sería acogida con hostilidad, con prejuicio e incluso quizá con violencia. Hicieran lo que hicieran con ella, no importaría. Ya lo había sufrido antes. Todo esto era una triste y lejana historia, y un arcaísmo.

Se llevó la mano a la frente y apartó un mechón de cabellos negros y fríos que se le pegaban a la mejilla. «Tengo que dar a luz a mi criatura», se dijo moviendo los labios en silenció, «y luego volveré a estar completa y sola, y todo habrá acabado». Abrió muy grandes los ojos. «Serás libre. Desde el primer día no estarás sujeta a mí y yo no estaré sujeta a ti; y seguiré el camino que conozco, pronto, ah, muy pronto, y entraré en la dulce oscuridad».

Juntó las manos y fue lentamente hacia las casas. Allá en lo alto, a la derecha, la gran muralla era ahora más fría; la cara interior estaba cubierta por sombras, y en las profundidades del castillo, Titus, dando un gran grito lacrimoso, empezó a luchar con una fuerza sobrenatural en los brazos de la anciana niñera. En ese mismo momento el exuberante crepúsculo levantó un párpado y Héspero ardió sobre Gormenghast mientras la pequeña carga luchaba bajo el corazón de Keda.