LOS PENSAMIENTOS de Vulturno se apretaban alrededor de una sola idea: matar a Excorio con sus propias manos. El momento era propicio. Durante los últimos quince días había estado practicando el arte del movimiento furtivo y silencioso hasta que ni siquiera pudo oír el siseo de sus propias pisadas. Ahora desplazaba la mole del cuerpo por el suelo tan en silencio como una nube que atraviesa el crepúsculo. El machete de doble mango tenía un filo que zumbaba como un mosquito cuando se lo acercaba a la oreja de hongo. Esta noche dejaría una galletita rosa sobre el último tramo de escaleras, a menos de veinte pies de su flaco enemigo. Iba a ser una noche oscura. Escuchó el golpeteo de la lluvia y volvió la mirada hacia el lago distante en el frío suelo de piedra del refectorio. Miró pero no vio el reflejo legañoso de las hileras de querubines a cien pies por encima de la capa acerada del agua. Tenía la mirada perdida. Mañana por la noche haría el trabajo que tenía que hacer. Mañana por la noche. La lengua le asomó entre los labios como una zanahoria y empezó a moverla a los lados. Mientras, apartando la mirada del charco, se volvió a Excorio, y la expresión de vaguedad que tenía en los ojos se le desvaneció. En su mirada estaba toda la historia; Excorio, alzando los ojos por encima de la cabeza del conde, interpretó la maléfica expresión.
Sabía que el ataque contra su vida era inminente. Los tres pastelitos coloreados que había encontrado en precedentes ocasiones habían estado cada vez más cerca. Vulturno intentaba destruirlo torturándole la mente y retorciéndole los nervios, y ya hacía muchas noches que Excorio no dormía, pero estaba preparado. Acordándose del machete de doble mango a la luz verde, había dado con una vieja espada en la armería, a la que había quitado la herrumbre afilándole cuidadosamente la punta y la hoja en los Pasadizos de Piedra. Comparada con el machete, la espada parecía roma, pero aun así era una arma mortífera. Excorio podía leer en la expresión del chef la proximidad del encuentro nocturno. Sería esta semana. Era imposible saber el día. Podía ser esta misma noche. Podía ser cualquiera de las siete noches próximas.
Sabía que Vulturno no podría verlo hasta que estuviera prácticamente encima de él, delante de la puerta del conde. Sabía que el chef no podía haberse dado cuenta de que le había leído los ojos tan claramente. Sabía también que lo habían desterrado del recinto del castillo. Era esencial que Vulturno no se enterara. Gertrude se ocuparía de que él, Excorio, no estuviera ante la puerta de lord Sepulcravo a partir de ahora, pero podría volver por la noche y seguir al monstruo cuando trepara sigilosamente hacia el pasillo en su mortífera misión.
Eso es lo que iba a hacer. Esperaría cada noche en el claustro hasta que la enorme mole se deslizara junto a él y empezara a subir las escaleras. Hasta entonces no iba a decidir dónde y cómo atacar. Por ahora sólo sabía que tenía que alejar a su enemigo de la puerta del amo enfermo, y que el combate mortal ocurriría en alguna parte remota del castillo, quizás en la habitación de las arañas… o bajo las arcadas del desván, o incluso en las mismas almenas. El golpe sordo de Fucsia, que en ese momento caía hacia adelante, interrumpió estos pensamientos, y Excorio vio cómo el doctor se incorporaba y se estiraba sobre la mesa para alcanzar un vaso, mientras frotaba con la mano izquierda la espalda de Fucsia.
Sobre la misma mesa el joven Titus se pone a patalear y a retorcerse, y dando un gritito agudo, la pobre señora Ganga mira cómo vuelca de un puntapié el jarrón de flores y desgarra con las manos el terciopelo lila.
Pirañavelo oye el golpe sordo encima de él, y guiándose por las variadas contorsiones de las piernas de alrededor logra adivinar con bastante exactitud lo que está sucediendo. Sólo hay dos piernas que no se mueven en absoluto y las dos pertenecen a Gertrude. La única pierna visible de Fucsia (pues sigue teniendo la derecha doblaba debajo del cuerpo) ha resbalado de costado cuando la muchacha se ha desplomado hacia adelante. Las de Tata tratan desesperadamente de alcanzar el suelo. Las de lord Sepulcravo se balancean ociosamente de aquí para allá, muy juntas, como un solo péndulo. Las de Cora y Clarice se mueven como chapoteando en el agua. Las del doctor están tiesas como postes y las de su hermana han entrado en la última fase de un pacto suicida: cada una estrangula a la otra en un abrazo de yedra.
Vulturno desliza las blandas carpas de los pies hacia adelante y hacia atrás con un deliberado movimiento acariciador, como si estuviera secando algo muy suculento en una alfombra.
Excorio se frota enérgicamente la espinilla, justo por encima del tobillo, con la agrietada puntera de una bota, y Pirañavelo advierte que las piernas del criado empiezan a llevarlo a lo largo de la mesa hacia la silla de Fucsia, detonando a cada paso.
Durante el breve tiempo en que los chillidos de Titus ahogan los ladridos de Bergantín, Prunescualo ha mojado la cara de Fucsia con una servilleta empapada en agua y doblándole el cuerpo le ha puesto tiernamente la cabeza entre las rodillas.
Bergantín no ha interrumpido ni un instante el ejercicio de sus deberes, como atestiguan las ocasionales treguas en los berridos de Titus, ya que en esos cortos intervalos, en lugar del lluvioso silencio, la voz agria y seca del bibliotecario farfulla incesantemente.
Pero ya casi ha concluido. Está apartando los tomos a un lado. La pierna atrofiada que desde el desvanecimiento de Fucsia y los berridos de Titus ha rascado irritablemente el suelo como si el horrible extremo tuviera dientes en lugar de dedos e intentara roer el piso de roble, se está preparando ahora para otro asunto, el de izarse a sí mismo y al resto de Bergantín sobre el asiento de la silla.
Una vez a bordo de la larga y estrecha mesa, tiene que recorrerla siete veces de extremo a extremo, sin preocuparse por la porcelana y la cubertería dorada, ni por la cristalería, el vino y los manjares en general; en verdad sin preocuparse por nada excepto que no tiene que preocuparse. La señora Ganga alcanza a arrancar al bebé de la muleta y la pierna atrofiada que se le acercan, pues Bergantín no ha perdido tiempo en el cumplimiento de la tradición, y la puntera de la muleta golpea desapaciblemente la pulimentada madera, o hace trizas la porcelana y el cristal tallado. Un apagado glu-glú, seguido de un chapoteo, indica que la pierna se ha hundido hasta el tobillo en una sopera de gachas tibias, pero nada puede detenerlo en la promulgación de su deber.
El doctor Prunescualo se ha marchado tambaleándose con Fucsia en brazos, después de dar instrucciones a Excorio para que escolte a lord Sepulcravo a sus habitaciones. La condesa, por extraño que parezca, ha cogido a Titus de brazos de Tata Ganga, y después de bajar del estrado, camina pesadamente por las losas de piedra con la criatura echada sobre el hombro.
—Vamos, vamos —dice—, de nada sirve llorar; de nada te sirve ahora, no a los dos años, espera a tener tres. Vamos, vamos, espera a ser mayor y te enseñaré dónde viven los pájaros, vamos, sé un buen chico, sé… ¡Ganga!… ¡Ganga! —ruge de repente, interrumpiéndose—. Llévatelo.
El conde y Excorio se han marchado, y también Vulturno después de echar una mirada desconcertada a la mesa y al arrugado Bergantín, que pisotea el exquisitamente preparado y malogrado almuerzo.
Cora y Clarice se quedan contemplando a Bergantín, con las bocas tan abiertas y las pupilas tan dilatadas que estas cavernas dominan los dos rostros hasta el punto de que parecen hechos de oscuridad o ausencia. Continúan sentadas, y tienen los cuerpos muy tiesos por debajo de los rígidos vestidos mientras siguen todos los movimientos del anciano con los ojos, apartándolos sólo cuando un sonido más alto las obliga a mirar a la mesa para ver qué último adorno acaba de romperse.
Desafiando al sol ascendente, la oscuridad de la sala se hace cada vez más profunda. Este desafío es posible gracias al sudario de nubes negras que se extiende por encima del castillo, por encima de los cariados dientes de la montaña, por encima de las empapadas tierras de Gormenghast, de horizonte a horizonte.
Bergantín y las mellizas, atrapados en las sombras del refectorio, a su vez atrapado en las sombras de las nubes que pasan, están iluminados por una sola vela, pues todas las otras se han extinguido. En esta inmensa sala de pórticos, los tres (el títere vitriólico con harapos de color grana y las dos rígidas marionetas de color púrpura, una a cada extremo de la mesa) parecen increíblemente diminutos. La vacilante llama de la vela hace bailar pequeñas varillas de color en las ropas de las hermanas, y de vez en cuando arranca centelleos de diamante a los trozos de cristal de la mesa. Desde la puerta de servicio que hay al fondo de la sala, más allá de la oscura perspectiva de columnas de piedra, el espectáculo de los tres a la mesa parece desarrollarse en un escenario del tamaño de una ficha de dominó.
Cuando Bergantín finaliza su séptimo viaje, la llama de la última vela titubea, se recupera, y de pronto se ahoga en un pantano de sebo, y la sala se hunde en una completa oscuridad, salvo en el lago del centro, donde hay una mancha de sombra rodeada de profundidades de otra naturaleza. Cerca del borde de esta oscura lluvia interior, una hormiga nada intentando salvarse, pero las fuerzas se le debilitan por momentos en esas dos despiadadas pulgadas de agua. Un grito resuena a lo lejos, cerca de la mesa alta, seguido de otro, y enseguida se oye el estrépito de una silla que cae desde el estrado a las losas de piedra, siete pies más abajo, y la voz de Bergantín maldiciendo.
Pirañavelo, que ha observado cómo las piernas desaparecían por la puerta, junto con sus dueños, se ha deslizado fuera de la hamaca. Avanza a tientas hacia la puerta. Cuando llega y encuentra el pomo, da un violento portazo, como si acabara de entrar en la habitación, y grita:
—¡Eh, ahí! ¿Qué pasa ahí? ¿Alguien tiene dificultades?
Al oír la voz de Pirañavelo, las mellizas empiezan a gritar socorro, mientras que Bergantín vocifera:
—¡Luz! ¡Luz! Ve en busca de luz, estúpido. ¿A qué esperas? —La estridente voz se convierte en un rugido, mientras la muleta rechina sobre la mesa—. ¡Luz! ¡Gato de albañal! ¡Luz! ¡Que un rayo te parta, maldito canalla!
Pirañavelo, que acaba de pasar una hora y media muy decepcionante y aburrida en extremo, se estremece de placer al oír estos gritos.
—Enseguida, señor. Enseguida.
Sale por la puerta con un paso de baile, y se va pasillo abajo. Regresa en menos de un minuto con una linterna y ayuda a bajar de la mesa a Bergantín, quien una vez en el suelo, y sin una palabra de agradecimiento, se abre camino escalones abajo y va hacia la puerta, maldiciendo sin cesar, con los rojos harapos brillando débilmente a la luz de la linterna. Pirañavelo observa el horrible cuerpo de Bergantín que desaparece en las sombras, y luego, levantando todavía más los hombros huesudos y altos, bosteza y sonríe al mismo tiempo. Tiene a los lados a Cora y Clarice, y las dos respiran con mucho ruido y los pechos planos les suben y bajan como escotillas. Las mellizas lo miran fijamente mientras él las hace salir y las acompaña por los pasillos hasta sus aposentos, en los que entra con ellas. La lluvia chorrea en las ventanas y martillea el techo.
—Mis queridas damas —dice Pirañavelo—, me parece que un poco de café caliente será lo más indicado, ¿qué opinan ustedes?