PASÓ MUCHO TIEMPO antes de que Keda tuviera fuerzas como para partir a caballo hacia las casas de barro. La fiebre había hecho estragos en ella, y si no hubiera sido por los cuidados del viejo sin duda habría muerto. Durante interminables noches de desvarío, se desembarazó de un torrente de palabras, su reticencia natural quebrada por la fuerza de aquellas desbocadas imaginaciones.
El anciano se sentaba a su lado, con la velluda barbilla apoyada en el puño nudoso y los ojos pardos clavados en el rostro vibrante de la muchacha. La escuchaba y recomponía la historia de los amores y los miedos de Keda salvando piezas del efusivo naufragio. Le retiraba una gran hoja empapada de la frente y la reemplazaba con otra, helada y de forma de zapato, del montón que había recogido para ella. A los pocos minutos, la hoja ya estaba caliente sobre la frente ardorosa. Cuando podía dejar a Keda un rato, el anciano iba a preparar las hierbas con las que la alimentaba, y a confeccionar las pócimas que eventualmente le acallaron la pesadilla del cerebro, y le calmaron la sangre.
Con el paso de los días, empezó a conocerla mejor, a la manera grande y silenciosa de los árboles tutelares. No hablaban. Todo lo que pasaba entre ellos de importancia, se movía en silencio. Tumbada en la cama, Keda le tomaba la mano y sentía una gran alegría mirándole la augusta y pesada cabeza, la barba, los ojos pardos, y la rústica mole de su cuerpo junto a ella.
Pero, a pesar de la paz que la colmaba en presencia de él, la sensación de que tendría que estar entre su propia gente era cada día más poderosa.
El anciano veía a Keda consumirse de inquietud, pero no le permitió que se levantase hasta mucho después de que le bajara la fiebre. Al fin Keda tuvo fuerzas suficientes para dar cortos paseos por el cercado, y él la guiaba, sosteniéndola con el brazo, hacia las colinas de pelo verde, o hacia el bosquecillo de olmos.
Desde el principio, el silencio había bautizado esta relación, e incluso ahora, varios meses después de aquella primera tarde en que Keda despertara bajo el techo de juncos, sólo hablaban para facilitar alguna tarea doméstica. Esa comunión en el silencio, que reconocieron desde el principio como lenguaje común, florecía día a día en una especie de confianza absoluta en la receptividad del otro.
Keda sabía que el padre moreno comprendía que ella tenía que irse, y el anciano sabía que Keda comprendía por qué él no permitía que se fuese, pues estaba aún demasiado débil, y así pasaron juntos los días de primavera. Keda lo observaba cuando él ordeñaba la cabra blanca, y el padre moreno se apoyaba como un roble contra la pared de la cabaña mientras Keda removía la sopa encima del fogón de piedra, o rascaba la marga adherida a la pala, antes de ponerla junto a los otros utensilios de jardinería al decaer la luz.
Un anochecer, al regresar del paseo más largo que Keda diera hasta entonces, se detuvieron un momento en la cima de una loma, y miraron hacia el oeste antes de descender hacia las sombras que envolvían la cabaña.
En el cielo había una luz verdosa y la superficie era como de alabastro. Mientras lo contemplaban, la estrella de la noche cantó en un súbito punto de luz.
El escabroso horizonte de árboles le recordó a Keda el largo y agonizante viaje que la había traído a ese refugio, a la cabaña del ermitaño, a ese paseo al anochecer, a ese instante de luz, y le recordó también las ramas que intentaban agarrarla por el hombro derecho, y cómo, a la izquierda, se alzaba el blasfemo dedo de roca. Miró sin ver la línea de árboles oscuros hasta que los ojos se le detuvieron en una diminuta área de cielo, enmarcada por el negro y distante follaje. Era un pedazo de cielo tan pequeño, que si Keda hubiera apartado los ojos un segundo, habría sido incapaz de señalarlo o volverlo a encontrar.
El horizonte de árboles estaba perforado por una miríada de microscópicas chispas de luz, y no fue por azar que los ojos de Keda se sintieron atraídos precisamente hacia ésa abertura en el follaje, dividida en dos partes iguales por un espigón vertical de fuego verde. Aun a esa distancia, enmarcado y aprisionado por la oscuridad, Keda reconoció instantáneamente el dedo de roca.
—¿Qué significa, padre, ese delgado y horrible peñasco?
—Si a ti te parece horrible, Keda, significa que tu muerte está próxima, como tú misma deseas y ya has previsto. A mí todavía no me parece horrible, aunque ha cambiado. En mi juventud, era el pináculo de todo amor. A medida que los días mueren, se transforma.
—Pero yo no tengo miedo —dijo Keda.
Dieron media vuelta y empezaron a bajar por entre los cerros hacia la cabaña. La oscuridad había caído antes de que abrieran la puerta. Cuando Keda encendió la lámpara se sentaron a la mesa, uno frente al otro, hasta que los labios de Keda se movieron y empezó a hablar:
—No, no tengo miedo —dijo—. Soy yo quien decide lo que he de hacer.
El anciano levantó la encrespada cabeza. A la luz de la lámpara sus ojos parecían pozos de luz parda.
—La criatura vendrá a verme cuando llegue el momento —dijo—. Siempre estaré aquí.
—Son los Moradores —dijo Keda—. Son ellos. —Se llevó involuntariamente la mano izquierda al corazón, y los dedos le temblaron un instante, como perdidos—. Dos hombres han muerto por mí, y yo devolveré su sangre a los Tallistas Brillantes, en mis manos, y también en la criatura ilegítima. Me rechazarán… pero no me importa. Porque mi pájaro sigue cantando…, cantando…, y encontraré mi recompensa en el Cementerio de los Proscritos…, oh padre…, mi recompensa, el profundo, profundo silencio que nadie podrá romper.
La lámpara vaciló y las sombras danzaron por el cuarto, regresando sigilosamente cuando la llama se enderezó.
—Ya falta poco tiempo —dijo el anciano—. Dentro de unos días emprenderás tu viaje.
—La yegua gris —dijo Keda—, ¿cómo se la devolveré, padre?
—Regresará sola. Cuando estés cerca de las casas, suéltala y ella dará media vuelta y se alejará de ti.
Keda apartó la mano del brazo del anciano y fue a su habitación. Toda la noche, la voz de un viento ligero gritó entre los juncos: «Pronto, pronto, pronto».
En el quinto día él la ayudó a montar sobre la manta áspera de la silla. Del ancho lomo de la yegua colgaban dos cestas con pan y otras provisiones. Keda tomó el camino del norte de la cabaña, pero antes que la yegua se alejase, se volvió un instante a contemplar la escena por última vez. El campo pedregoso más allá de los grandes árboles. La casa sin techo, y al oeste las colinas de hierbas pálidas, y más allá de las colinas los bosques lejanos. Miró por última vez el cercado de hierba áspera; el pozo, y el árbol de sombra alargada. Miró por última vez la cabra blanca de cabeza de nieve, sentada, con la delicada pata delantera doblada contra el corazón.
—Ya no sufrirás más, pues estás más allá del poder del daño. No oirás más voces. Darás a luz la criatura, y cuando llegue el momento, pondrás fin a todo.
Keda miró al anciano.
—Soy feliz, padre. Soy feliz. Sé lo que tengo que hacer.
La yegua gris se internó en la oscuridad de debajo de los árboles, y avanzando con extraña deliberación, dobló hacia el este enfilando un sendero verde bordeado de helechos. Con las manos en el regazo, Keda estaba muy quieta y erguida mientras cada paso de la yegua la acercaba a Gormenghast y al hogar de los Tallistas Brillantes.