BERGANTÍN OFICIÓ en el funeral de su padre. Según él, era imposible enterrar los huesos sin un cráneo. Lamentaba ciertamente que el cráneo no pudiera ser el auténtico, pero parecía imperativo dar algún tipo de acabado al cuerpo antes de entregarlo a la tierra. Excorio había contado la historia del golpe, y la contusión detrás de la oreja izquierda era un veraz testimonio. No parecía haber ninguna pista sobre la identidad del cobarde agresor, ni nadie que explicara tampoco el motivo que había incitado a un acto tan cruel y gratuito. Se dedicaron dos días a la búsqueda infructuosa del desaparecido ornamento, y Pirañavelo encabezó una expedición de mozos de cuadra a las cavas de vino, pues según su teoría, los múltiples huecos y recovecos que había allí eran un escondite ideal para el cráneo. Siempre había deseado descubrir la extensión de esas cavas. La búsqueda a la luz de unas velas y a través del húmedo laberinto de sótanos y corredores abarrotados de polvorientas botellas de vino, refutó su teoría, y cuando de noche todas las patrullas informaron que la búsqueda no había llevado a nada, se decidió que los huesos serían enterrados al día siguiente, tanto si se encontraba la cabeza como si no.
Puesto que desenterrar un cuerpo del cementerio de los criados se consideraba una profanación, Bergantín decidió que el cráneo de un ternero pequeño serviría igualmente. Vulturno proporcionó un ejemplar, y después de hervirlo y quitarle los últimos vestigios de carne, lo secaron y barnizaron. Al ver que se acercaba la hora del entierro y el cráneo original seguía sin aparecer, Bergantín mandó a Excorio a la habitación de la señora Ganga en busca de unas cintas de color azul. El cráneo del ternero era casi perfecto, pues pequeño de tamaño, no desentonaba con las reducidas proporciones del esqueleto, como habían temido. En todo caso, el anciano estaría, si no homogéneo, por lo menos completo. Ya no estaría descabezado, y el funeral no sería un asunto descuidado y de entiérrenlo-como-sea.
Bergantín esperó a que acercaran el ataúd a la tumba en el Cementerio de los Estimados, y sólo cuando la multitud se congregó en silencio junto a la pequeña zanja rectangular, indicó a Sepulcravo que avanzara y atara el cráneo de ternero a la última vértebra del viejo Agrimoho, y le dio la cinta azul que la señora Ganga había encontrado en el fondo de una de sus abigarradas canastas de telas. Se honraba así al anciano. Bergantín estaba satisfecho y se anudaba la barba con aire meditabundo. En cuanto a si observaba rigurosamente algún oscuro principio de la ley de los Groan, o si simplemente encontraba consuelo en algún tipo de cintas, era imposible saberlo, pero cualquiera que fuese la razón, había conseguido en algún otro sitio varios retales de diferentes colores, y el esqueleto de su padre lucía una serie de lazos de seda, pulcramente atados alrededor de unos huesos que parecían prestarse a ese decorativo tratamiento.
Cuando el conde acabó con el cráneo de ternero, Bergantín se dobló sobre el ataúd, examinándolo. En general, se sentía satisfecho. La cabeza de ternero era quizá demasiado grande, pero apropiada. La luz del crepúsculo la iluminaba de manera admirable, y la textura del hueso era particularmente efectiva.
El conde estaba de pie, en silencio, delante de la multitud, y Bergantín, hundiendo la muleta en el suelo, dio unos brincos alrededor hasta quedar de cara a los hombres que habían transportado el ataúd. Una luz le brilló en los ojos fríos y los hombres se acercaron a la tumba.
—Clavad la tapa —chilló Bergantín, y brincó de nuevo alrededor de la muleta, sobre la pierna atrofiada, y la contera de la muleta giró en el suelo blando, levantándolo en cuñas gorgoteantes.
Fucsia, de pie junto al montañoso costado de su madre, lo odiaba con todo el cuerpo. Estaba empezando a aborrecer las cosas viejas. ¿Qué palabra criticaba Pirañavelo cada vez que la veía? Siempre decía que era horrible. «Autoridad», sí. Apartó los ojos del hombre de una sola pierna y observó distraídamente la hilera de rostros boquiabiertos. Miraban cómo los sepultureros clavaban la tapa. Todos le parecían horribles a Fucsia. Su madre observaba por encima de las cabezas de la multitud con su característica mirada perdida. En el rostro de su padre empezaba a asomar una sonrisa, como si fuera algo inevitable, automático, algo que Fucsia nunca le había visto antes. Se cubrió los ojos con las manos y se sintió invadida por una oleada de irrealidad. Quizá todo aquello no era más que un sueño. Quizá todos eran en realidad amables y hermosos, y ella los veía sólo a través del velo negro de un mal sueño. Bajó las manos y se encontró mirando a los ojos de Pirañavelo. Estaba al otro lado de la tumba, con los brazos cruzados. Mientras la contemplaba, ladeando ligeramente la cabeza, como un pájaro, alzó las cejas con aire burlón y torció un lado de la boca. Involuntariamente, Fucsia hizo una pequeña señal con la mano, una señal de reconocimiento, de amistad, en la que había algo tan tierno, tan sutil, que era indescriptible. Ella misma no sabía que había movido la mano; sólo sabía que la figura al otro lado de la tumba era joven.
Pirañavelo era extraño y poco atrayente, alto de hombros y de frente grande y abombada, aunque esbelto, y joven. ¡Oh, sí, eso era! No pertenecía al mundo viejo, aburrido e intolerante de Bergantín: pertenecía al lado alegre de la vida. No había nada en él que la atrajese, nada que le gustara, excepto juventud y coraje. Había salvado a Tata Ganga del fuego. Había salvado al doctor Prune del fuego… y sí, la había salvado a ella, también. ¿Dónde estaba el bastón-espada? ¿Dónde lo había dejado? Estaba tan encaprichado con él, llevándolo adondequiera que fuese.
Ahora echaban tierra en la tumba, pues ya habían bajado el desvencijado ataúd. Cuando la fosa estuvo llena, Bergantín inspeccionó el rectángulo de tierra removida. Habían puesto mal la tierra, pues el barro se adhería a las palas, y Bergantín había chillado a los sepultureros, irritado. Ahora, manteniéndose en equilibrio sobre la muleta, intentaba nivelar el terreno empujando y aplastando terrones de barro con el pie. La multitud se dispersó, y Fucsia, alejándose de sus padres con paso arrastrado, se encontró en el extremo derecho del grupo que regresaba al castillo.
—¿Me permite que camine junto a usted? —dijo Pirañavelo, acercándose sigilosamente.
—Sí —dijo Fucsia—. Oh, claro, ¿por qué no? —Nunca había deseado la compañía de Pirañavelo, y estaba sorprendida por lo que ella misma había dicho.
Pirañavelo le echó una ojeada mientras sacaba su pequeña pipa. Después de encenderla, dijo:
—No es precisamente mi estilo, lady Fucsia.
—¿El qué?
—La tierra a la tierra, las cenizas a las cenizas, y todo ese alboroto.
—No creo que sea el estilo de nadie —respondió ella—. No me gusta la idea de morir.
—No cuando se es joven, por lo menos —dijo Pirañavelo—. Está muy bien para nuestro amigo, la carraca de huesos… De todos modos, no le quedaba mucha vida por delante.
—Me gusta que seas irrespetuoso, a veces —dijo Fucsia precipitadamente—. ¿Por qué tenemos que esforzarnos en ser respetuosos con los viejos, cuando ellos no nos tienen ninguna consideración?
—Ellos mismos lo han inventado —dijo Pirañavelo—. Les interesa que se siga aplicando el asunto ese de la reverencia. ¿Dónde estarían sin él? Hundidos. Olvidados. Apartados. No les queda nada más que su edad, y están celosos de nuestra juventud.
—¿Es eso lo que pasa? —preguntó Fucsia, abriendo más los ojos—. ¿Es porque están celosos? ¿Crees realmente que es por eso?
—No le quepa la menor duda —dijo Pirañavelo—. Quieren esclavizarnos, y utilizarnos para sus intrigas, y mofarse de nosotros, y que trabajemos para ellos. Todos los viejos son así.
—Tata Ganga no es así —dijo Fucsia.
—Ella es la excepción —dijo Pirañavelo, tosiendo de una manera extraña, con la mano sobre la boca—. Ella es la excepción que confirma la regla.
Dieron varios pasos en silencio. El castillo se alzaba por encima de ellos mientras pisaban la sombra de una torre.
—¿Dónde está tu bastón-espada? —le dijo Fucsia—. ¿Cómo no lo llevas? No sabes qué hacer con las manos.
Pirañavelo sonrió. Ésta era una nueva Fucsia. Más animada… aunque, ¿era realmente animación o agotamiento nervioso lo que daba a su voz esa exaltación insólita?
—Mi bastón —dijo Pirañavelo, frotándose la barbilla—. Mi querido bastón-espada. Tuve que dejarlo en el armero.
—¿Por qué? —preguntó Fucsia—. ¿Ya no lo adoras?
—¡Oh, sí! ¡Naturalmente que sí! —respondió Pirañavelo con un énfasis cómico—. Le tengo la misma adoración de siempre, pero pensé que sería más prudente no traerlo conmigo, porque, ¿sabe lo que probablemente hubiera hecho?
—¿Qué hubieras hecho? —preguntó Fucsia.
—Hubiera agujereado las tripas de Bergantín. Con la mayor delicadeza, ahora aquí, ahora allá, hasta que el viejo espantapájaros chillara como un gato; y cuando hubiera soltado todo el aire de sus negros pulmones, lo hubiera colgado por esa única pata de algún árbol, y le hubiera quemado la barba. ¿Ve ahora qué bueno es que no haya traído mi bastón?
Pero cuando se volvió, Fucsia había desaparecido.
La vio corriendo a través del aire brumoso, dando unos extraños saltos; pero no pudo saber si corría por placer, o para librarse de él.