EL CONDE, agotado tras una jornada de ritual (en la que, entre otras cosas, había tenido que subir y bajar tres veces la escalera de piedra en la Torre de los Pedernales, poniendo en cada ocasión un vaso de vino encima de una caja de ajenjo, instalada allí para ese propósito sobre una torreta azul), se retiró a su cuarto en cuanto se libró del último deber del día, y tomó una dosis de láudano más fuerte de lo que había necesitado hasta entonces. Era evidente que ahora desempeñaba el trabajo del día con un fervor insólito. Atendía a todos los detalles, y llevaba a cabo y entendía las minucias ceremoniales con una concentración que era prueba de que había entrado en una nueva época.
La pérdida de la biblioteca había sido un golpe tan demoledor, que todavía no había empezado a sufrir el tormento que conocería más tarde. Aún estaba perplejo y aturdido, pero sentía de un modo instintivo que no había para él ninguna esperanza si no apartaba de la mente el recuerdo de la tragedia y se entregaba en cuerpo y alma a la rutina cotidiana. Sin embargo, a medida que las semanas transcurrían, le era más y más difícil olvidar el horror de aquella noche. Los libros que amaba, no sólo por su contenido sino, intrínsecamente, por las diversas calidades de papel y tipografía, se le aparecían delante recordándole que ya no podría hojearlos ni leerlos. No sólo los libros se habían perdido, y los pensamientos en los libros; la pérdida quizás para él más irreparable eran las horas de meditación que lo habían levantado más allá de sí mismo, transportándolo con sus silenciosas y enormes alas. No pasaba ni un día en que no se acordara de un volumen concreto, o de una serie de obras, cuya posición exacta sobre las paredes tenía tan indeleblemente grabada en la memoria. Para escapar de esa cruda vacuidad, hizo un esfuerzo sobrehumano atendiendo exclusivamente a la retahíla de ceremonias que tenía que desempeñar todos los días. No había intentado rescatar ni un solo volumen, pues incluso cuando las llamas brincaban alrededor de él, en la biblioteca, sabía que cada frase que escapara del fuego sería después ilegible y amarga como la hiel, algo que lo torturaría cada vez más. Era mejor sentir esa cavidad abierta y vacía en el corazón, antes que la mofa de un solo volumen. Sin embargo, cada día que pasaba, sentía que perdía fuerzas.
Poco después de la muerte de Agrimoho, alguien recordó que el viejo bibliotecario había tenido un hijo, y la búsqueda empezó enseguida. Pasó mucho tiempo antes de que lo descubrieran dormido en el rincón de un cuarto de techo muy bajo. Había que encorvarse para atravesar la sucia puerta de nogal. Después de agacharse bajo el podrido dintel, no había posibilidad de abandonar esa incómoda posición, ni de enderezar la espalda, pues el techo se combaba a la altura del vano de la puerta, y en el centro de la habitación se hinchaba todavía más, hacia abajo, como una enmohecida barriga negra de moscas. La escasa luz del cuarto venía de un tragaluz horizontal cerca del suelo, y los criados a quienes se había encomendado la misión fueron incapaces en un principio de distinguir si había alguien allí. Al topar cerca del centro con una mesa que tenía las patas aserradas por la mitad, se dieron cuenta de que había estado ocultándoles a Bergantín, el hijo del anciano Agrimoho. Estaba tendido en un colchón de paja. En un primer instante, la similitud del hijo con su difunto padre horrorizó a los criados, pero cuando vieron que el viejo tumbado de espaldas con los ojos cerrados no tenía más que una pierna, y además atrofiada, sintieron tal alivio que se enderezaron, y el golpe de las cabezas contra el techo los dejó aturdidos.
Al recuperarse, se encontraron todos juntos a gatas en el suelo. Bergantín los observaba. Irritado, alzó el muñón de la pierna y lo golpeó sobre el colchón, esparciendo una nube de polvo.
—¿Qué queréis? —dijo. Su voz era tan seca como la de su padre, pero más potente de lo que cupiera esperar, teniendo en cuenta que la diferencia de edad entre ellos había sido de sólo veinte años. Bergantín tenía setenta y cuatro años. El criado más próximo a él se incorporó hasta una posición encorvada, se frotó los omoplatos contra el techo, y con la cabeza doblada a la fuerza al nivel de los pezones contempló a Bergantín entreabriendo una boca fláccida. El compañero, una criatura achaparrada y dura de mollera, respondió obtusamente desde las sombras detrás de su boquiabierto amigo:
—Está muerto.
—¿De quién estás hablando, zoquete? —dijo irritado el septuagenario, incorporándose sobre un codo y levantando otra nube de polvo con el muñón.
—Del padre de usted —dijo el hombre de labios fláccidos en el tono apremiante de quien trae buenas noticias.
—¿Cómo? —gritó Bergantín, cada vez más irritado—. ¿Cómo? ¿Cuándo? No os quedéis ahí mirándome como mulas pestilentes.
—Ayer —respondieron—. Abrasado en la biblioteca. No quedan más que huesos.
—¡Detalles! —aulló Bergantín, dando golpes por todos lados con el muñón y anudándose furiosamente la barba como lo hiciera su padre—. ¡Detalles, cabezas de vejiga! ¡Fuera! ¡Fuera de mi vista, malditos!
Rebuscando en la oscuridad, encontró su muleta y con grandes esfuerzos se levantó sobre la pierna atrofiada. Era tan corta que cuando Bergantín estaba de pie podía moverse grotescamente hacia la puerta sin tener que bajar la cabeza para evitar el techo. Tenía más o menos la mitad de altura que los agachados sirvientes, pero pasó entre los dos bultos como una enfurecida nube de tela, deshilachada hasta parecer una filigrana, y los barrió a ambos lados.
Se deslizó bajo la puerta baja como los niños que pasan por debajo de una mesa con la cabeza erguida y emergen triunfalmente por el otro lado.
Los criados oyeron el ruido de la muleta contra el suelo del pasillo, alternando con el golpe de la pierna atrofiada.
Entre las muchas cosas que Bergantín tenía que hacer en las próximas horas, las más inmediatas eran tomar posesión de las habitaciones paternas, conseguir las innumerables llaves, encontrar y vestir la arpillera grana que tenía preparada desde hacía mucho tiempo para el día en que su padre muriera, y advertir al conde que estaba al corriente de sus deberes, pues los había estudiado, con su padre y sin él, durante los últimos cincuenta y cuatro años, entre descansos alternados, durmiendo o mirando una mancha de moho en la combada barriga del techo.
Desde un principio probó que era de una intransigente eficacia. El sonido de la muleta que se acercaba fue signo de una trepidante actividad febril. Era como si se acercara la letra dura e inflexible de la ley de Gormenghast, la férrea letra de la tradición.
Esto fue, para el conde, de gran beneficio, pues con un hombre de disciplina tan recta y estricta era imposible cumplir el trabajo del día sin ensayarlo escrupulosamente cada mañana. Bergantín trataba de que su señoría se aprendiera de memoria los discursos que tenía que pronunciar durante el día, y todos los detalles de las distintas ceremonias.
Eso ocupaba al conde la mayor parte del tiempo, y evitaba, hasta cierto punto, que cayera en un humor introspectivo. No obstante, a medida que pasaban las semanas, el golpe que había recibido empezó a manifestarse. El insomnio era un infierno cada noche más terrible.
Los narcóticos ya no podían ayudarlo, pues cuando después de una prodigiosa dosis, se hundía en un sueño gris, veía formas que lo perseguían al despertar, batiendo enormes y hediondas alas por encima de su cabeza, e infectando la habitación con el aliento caliente de unas plumas putrefactas. La melancolía habitual se le estaba transformando día a día en algo más siniestro. Había momentos en que parecía profanar la máscara fúnebre y descompuesta de su rostro con una sonrisa más aterradora que la más sombría mueca de dolor.
Una extraña luz le aparecía por un instante en la mirada pétrea, como si la luna se reflejara en el cartílago, y entonces los labios se le entreabrían y la hendidura de la boca se le prolongaba en una curva ascendente y muerta.
Pirañavelo había previsto que tarde o temprano la locura atacaría al conde, y se sintió desagradablemente sorprendido ante la aparición de Bergantín y su implacable eficacia. Entre sus planes estaba el de sustituir al viejo Agrimoho en sus funciones, pues se consideraba el único en el castillo capaz de dominar los múltiples detalles del complicado trabajo. Sabía que la autoridad, que difícilmente le hubieran negado si no hubiera habido ya alguien versado en las leyes del castillo, no sólo le habría permitido estar en contacto directo e influyente con Sepulcravo, sino que además se hubieran abierto para él, poco a poco, los secretos más íntimos de Gormenghast. Su poder se hubiera multiplicado cien veces. Pero no había contado con los ancestrales principios que sostenía en pie la anatomía del lugar. Para cada puesto clave en el castillo había un sucesor, un hijo o simplemente un estudiante, cuyo aprendizaje se llevaba en él más riguroso secreto. Siglos de experiencia habían velado para que no hubiera ninguna brecha en la intrincada e ininterrumpida cadena de las costumbres inmemoriales.
Nadie había pensado en Bergantín, ni oído hablar de él desde hacía más de sesenta años; pero al morir el viejo Agrimoho, Bergantín apareció en el polvoriento escenario como un experimentado actor, y el lento drama de Gormenghast siguió representándose entre sombras.
A pesar de ese revés, las operaciones de rescate habían beneficiado a Pirañavelo más de lo que había previsto. Excorio empezaba a tratarlo con una especie de respeto taciturno. Nunca había sabido qué hacer con Pirañavelo. Cuando un mes antes ambos coincidieron ante la verja del jardín de los Prunescualo, Excorio se apartó de él como de un fantasma, mirando hoscamente por encima del hombro a aquel bien vestido enigma, y echando a perder la oportunidad de decirle unas cuantas verdades. A los ojos de Excorio, el joven Pirañavelo era algo así como una aparición. De la manera más incomprensible, las vidas del conde, de la condesa, de Titus y de Fucsia habían sido salvadas por la intervención de ese cachorro, y mezclados con el desagrado de Excorio había una especie de temor, y también, por qué no, cierta admiración.
Y no es que Excorio se mostrara afable con el muchacho, pues le repugnaba tener que tratar como igual a alguien que procedía de la cocina de Vulturno.
Bergantín era otra píldora amarga, pero Excorio se dio cuenta enseguida de la integridad del anciano y de sus derechos tradicionales.
Fucsia, para quien el arte refinado de las ceremonias rituales tenía pocos alicientes, consideraba al viejo Bergantín como una persona de quien tenía que ocultarse y a quien tenía que odiar, sin más razón específica que el odio de la juventud por la autoridad que dan los años.
Advirtió que a medida que pasaban los días empezaba a oír el sonido de la muleta golpeando el suelo como si fuera las detonaciones de un arma.