LOS VIENTOS del monótono ínterin que va desde el final del otoño al comienzo del invierno habían arrancado las pocas hojas que aún quedaban incluso en las ramas más resguardadas del Bosque Retorcido. En todos los demás lugares, los árboles eran esqueletos desde hacía semanas. La melancolía del deterioro había dado paso a un humor menos lúgubre. Al morir, la estación fría había dejado de llorar, y elevándose de la pira de hojas de colores, había gritado con una voz ajena a las lágrimas. Algo violento movió el aire y se propagó por todos los rincones de Gormenghast. De la muerte de la savia, del canto de los pájaros, del sol, esta otra vida-en-la muerte se alzó para llenar el vacío de la Naturaleza.
El quejido estaba aún en el viento; el quejido de noviembre. Pero a medida que las noches sucedían a las noches, la larga nota arrastrada desaparecía poco a poco de la música creciente que era ahora entre las almenas casi un fondo nocturno que arrullaba a los que dormían, o intentaban dormir, en el castillo de los Groan. En las tinieblas resonaban cada vez más las notas de las más crueles pasiones. Odio y cólera y dolor y las acosantes voces de la venganza.
Una noche, varias semanas después del incendio, una hora antes de la medianoche, Excorio se tumbó ante la puerta de lord Sepulcravo. Aunque habituado a las frías tablas del suelo, su única cama desde hacía muchos años, esa noche de noviembre notó un escalofrío en los huesos pétreos y las cañas de las piernas le empezaron a doler. El viento soplaba y aullaba por el castillo y unas heladas corrientes de aire se escurrían en el rellano; Excorio oía el ruido de las puertas que se abrían y cerraban a diferentes distancias. Era capaz de seguir el trayecto de una corriente que venía de las almenas del norte, pues reconocía el sonido particular de las puertas que crujían y golpeaban a lo lejos, ruidos que se hacían más y más fuertes, hasta que las pesadas y mohosas cortinas que colgaban al final del pasillo, a cuarenta pies, se levantaban y murmuraban, y la puerta que estaba justo detrás rechinaba colgada de un único gozne; Excorio sabía entonces que la helada punta de lanza de una nueva corriente se acercaba e iba a atravesarlo.
«Me hago viejo», se dijo a sí mismo, frotándose los muslos y encogiéndose al pie de la puerta como una langosta.
Había dormido bien el último invierno, cuando una espesa capa de nieve cubrió Gormenghast. Recordó con desagrado cómo la nieve había tapizado las ventanas, adhiriéndose a los cristales, y cómo, cuando el sol se ponía por la montaña, parecía que la nieve iba a combar los cristales e invadir el castillo con una espuma sanguinolenta.
Este recuerdo lo inquietó, y comprendió confusamente que la razón por la que el frío lo afectaba cada vez más en estas noches desoladas no tenía ninguna relación con la edad. El cuerpo se le había endurecido hasta el punto de parecer más una substancia inanimada que carne y sangre. Ciertamente, la noche era cruda, glacial y ruidosa, pero se acordó de que cuatro noches antes no había habido viento, y sin embargo él había temblado como temblaba ahora.
«Me hago viejo», murmuró ásperamente entre los largos dientes descoloridos; pero sabía que estaba mintiendo. Ningún frío de este mundo podía erizarle los pelos como si fueran pequeños alambres, tiesamente, casi dolorosamente a lo largo de los muslos y los antebrazos, y en la nuca. ¿Estaba asustado? Sí, como cualquier hombre razonable lo habría estado en esas circunstancias. Estaba muy asustado, aunque la sensación era en él bastante diferente de la que hubieran podido experimentar otros hombres. No estaba asustado de la oscuridad, ni de las puertas que se abrían y cerraban en la lejanía, ni de los aullidos del viento. Había vivido toda su vida en un atroz mundo de penumbras.
Excorio se volvió para ver mejor el rellano, aunque estaba demasiado oscuro. Hizo crujir uno tras otro los cinco nudillos de la mano izquierda, pero apenas oyó el ruido seco, pues una nueva ráfaga de vendaval sacudió ruidosamente todas las ventanas y las tinieblas se animaron con portazos. Estaba asustado; estaba asustado desde hacía semanas. Pero Excorio no era un cobarde; había en él algo duro y tenaz, una especie de obstinación que excluía el pánico.
De pronto, pareció que el vendaval se precipitaba a su propio clímax, y enseguida se calmó totalmente; pero el intervalo de silencio de muerte concluyó cuando apenas había comenzado, pues unos segundos más tarde, como si viniera de un sitio diferente, la tempestad soltó otro de sus ejércitos de lluvia sólida y granizo, derramando los flancos sobre el castillo desde el vientre de una tempestad todavía más desenfrenada.
Durante los pocos momentos de lo que pareció un silencio absoluto entre las dos tormentas, Excorio se había incorporado bruscamente, sentándose muy erguido, con el cuerpo tenso. Se había metido un nudillo entre los dientes, para que no le castañetearan, y con los ojos fijos en el oscuro rellano de la escalera, había oído, con toda claridad, un sonido a la vez próximo y lejano, un sonido aterradoramente único. En esta laguna de calma, los esporádicos ruidos del castillo se habían hecho erráticos, ilocalizables. Un ratón mordisqueando bajo el suelo de madera podía encontrarse tanto a unos pasos como a varias salas de distancia.
El sonido que Excorio oyó era el de un cuchillo que alguien afilaba con mucho cuidado. A qué distancia, no podía saberlo. Era un sonido en el vacío, algo abstracto, y sin embargo chirriaba tan enormemente que muy bien hubiera podido estar a una pulgada de su estirada oreja.
El número de veces que la hoja se deslizó por la muela no tenía relación con el tiempo que pasó para Excorio mientras escuchaba. Para él, el vaivén mecánico del acero sobre la piedra duró toda la noche. Si hubiese amanecido mientras escuchaba, no se habría sorprendido. En realidad el sonido no duró más que unos instantes, y cuando la segunda tempestad arremetió rugiendo contra las paredes del castillo, Excorio estaba agachado sobre manos y rodillas, con la cabeza apuntando hacia el chirrido y con los labios estirados, mostrando los dientes.
La tempestad continuó todo el resto de la noche. Excorio se pasó las horas acurrucado a la puerta de su señor, pero no volvió a oír aquel horrible chirrido.
El alba, cuando llegó, espolvoreando semillas grises con una determinación lenta pero inexorable sobre la oscuridad terrenal, sorprendió al criado con los ojos muy abiertos, las manos colgando como pesos muertos sobre las rodillas levantadas y el mentón desafiante entre las muñecas. Lentamente, el aire se aclaró, y estirando uno tras otro los miembros entumecidos, Excorio se incorporó rígidamente y se encogió de hombros hasta las orejas. Luego cogió la llave de hierro que tenía entre los dientes y la dejó caer en el bolsillo de la chaqueta.
Con siete lentas zancadas, había llegado a la escalera y estaba mirando allá abajo un pozo de frío. Los escalones parecían descender interminablemente. Al mover los ojos de escalón en escalón, vio algo pequeño en el centro de un rellano de debajo, a unos cuarenta pies. Tenía una forma aproximadamente ovalada. Excorio volvió la cabeza hacia la puerta de lord Sepulcravo.
El cielo había agotado su furia y todo estaba en silencio.
Descendió, con la mano en la barandilla. Cada una de sus pisadas despertaba ecos por debajo de él, y otros ecos más débiles por encima, a lo lejos, hacia el este.
Cuando alcanzó el rellano, un rayo de luz atravesaba como una fina lanza una ventana de levante y se estremecía en una pequeña mancha sobre la pared, a unos pocos pasos de donde él estaba. Este hilo de luz acentuaba las sombras de arriba y abajo, y Excorio tuvo que tantear un rato el piso de madera, antes de dar con lo que buscaba. Al tomarlo en las manos callosas, le pareció desagradablemente blando. Se lo acercó a los ojos y notó un penetrante y nauseabundo olor; pero aún no podía distinguir qué era aquello. Entonces levantándolo hacia el rayo de sol, de modo que la mano echara una sombra sobre el rombo claro de la pared, vio, como iluminado por una luz sobrenatural, un diminuto pastel exquisitamente moldeado. En el perímetro de la golosina, una frágil sustancia parecida al coral imitaba los eslabones de una cadena, dejando en el centro una minúscula arena de azúcar de color verde jade, con la letra «V» retorcida en la superficie glaseada como un gusano de crema.