Y REGRESARON A CABALLO

EN CUANTO FUCSIA reconoció la cabeza de Pirañavelo, el bastón se le cayó del brazo estirado, la mano agarrotada se soltó de la estantería, y ella se precipitó de espaldas en el vacío, con la negra cabellera por debajo y el cuerpo arqueado hacia atrás como si hubiera recibido un golpe.

El doctor y Excorio, saltando hacia adelante, alcanzaron a evitar que Fucsia diera contra el suelo. Un instante después, el cristal de arriba entró en pedazos en la sala y la voz de Pirañavelo gritó desde lo alto:

—¡Tranquilos! Les bajaré una escalera. ¡No pierdan la calma! ¡No pierdan la calma!

Todos los ojos pasaron de Fucsia a la ventana, pero Prunescualo, al oír que el cristal estallaba por encima de él, había protegido a la muchacha poniéndose delante. Los trozos de cristal habían caído alrededor, y un pedazo grande había rozado la cabeza de Prunescualo, haciéndose añicos en el suelo. La única persona herida fue Excorio, a quien un trozo le había mellado la muñeca.

—¡Aguarden un momento! —continuó Pirañavelo con una voz animada y que parecía singularmente espontánea—. No se queden tan cerca, romperé un poco más de cristal.

El grupo de debajo retrocedió y lo observó mientras rompía los dentados bordes de la ventana con un trozo de sílex. Por detrás de ellos la sala estaba ya ardiendo, y el sudor les corría por las caras levantadas, se les chamuscaban las ropas, y la carne les escocía a causa del calor.

En la pared exterior, Pirañavelo, de pie sobre las cortas ramas laterales de la escala de pino, luchaba con el otro tronco que había apoyado cerca. No era tarea fácil, y los músculos de los brazos y la espalda se le tendieron casi hasta el límite cuando alzó el largo tronco por encima del hombro, lentamente, manteniéndose con dificultad en equilibrio. Por lo que veía, la biblioteca estaba ahora en perfectas condiciones para un trabajo de rescate verdaderamente teatral. Despacio pero con firmeza, deslizó el tronco sobre el hombro y por la ventana rota. No sólo era una hazaña peligrosa y dura, subido como estaba en precario equilibrio sobre unos muñones de ramas de no más de seis pulgadas y tirando del pesado tronco resinoso por encima del hombro, sino además difícil, ya que las ramas laterales se le enganchaban en las ropas y en el alféizar de la ventana cada vez que intentaba deslizar el largo monstruo dentro de la brillante biblioteca.

Por fin consiguió vencer ambas dificultades, y el grupo reunido debajo de la ventana vio un tronco de pino, de quince pies de longitud, que se abría paso entre la humareda, balanceándose sobre ellos y aterrizando por fin estrepitosamente. Pirañavelo sujetaba con fuerza el extremo superior del tronco, de modo que los miembros más ligeros del grupo hubieran podido escalarlo enseguida, pero Prunescualo desplazó la base del árbol un poco a la izquierda y lo hizo girar hasta que los «escalones» laterales más sólidos quedaron convenientemente situados.

La cabeza y los hombros de Pirañavelo aparecieron ahora visiblemente a través del hueco de la ventana. Echó una ojeada a la humareda rojiza. «Un buen trabajo», sé dijo, y luego gritó:

—¡Qué suerte haberlos encontrado! ¡Ya voy!

Nada podía haber estado más deliciosamente de acuerdo con lo que había planeado. Pero no había tiempo que perder. Aún no era momento de cantar victoria. Advirtió que el fuego había prendido en las planchas del suelo y que una serpiente de llamas se deslizaba bajo la mesa.

Pirañavelo alzó la voz:

—¡El Heredero de Gormenghast! ¿Dónde está lord Titus? ¿Dónde está lord Titus?

Prunescualo ya estaba junto a la señora Ganga, que se había desplomado sobre la criatura, y cogiendo a ambos en brazos, corrió otra vez hacia la escala. La condesa estaba allí; todos estaban allí, al pie del tronco. Todos excepto Agrimoho, cuya arpillera había empezado a arder lentamente. Fucsia había agarrado a Irma por los talones y la había arrastrado por el suelo, donde yacía aún, como si alguna tempestad la estuviese empujando a la orilla. Pirañavelo, que se había metido en la biblioteca, había descendido ya un tercio de la escala. Cuando Prunescualo trepó al tercer escalón y consiguió pasarle a Titus, el joven volvió a subir de espaldas y bajó por la escala de fuera en un relámpago.

Depositó el bebé entre los helechos al pie de la pared, y se precipitó de nuevo escalera arriba en busca de la anciana niñera. El cuerpo diminuto de la desmayada Tata era casi tan fácil de llevar como el de Titus, y Prunescualo la hizo pasar a través de la ventana como si se tratara de una muñeca.

Pirañavelo la tendió junto a Titus, y volvió rápidamente a la ventana. Irma era obviamente la siguiente de la lista, y con ella empezaron las dificultades. En cuanto la tocaron, empezó a golpear alrededor con brazos y piernas. Estaba desahogándose de treinta años de represión. Había dejado de ser una dama. Nunca más podría serlo. Los pies, blancos como la nieve, eran en realidad de arcilla. Ahora, con todas las ventajas de una larguísima garganta, reanudó sus chillidos, aunque más débilmente que antes, pues las espirales de humo habían quitado aspereza a sus cuerdas vocales, y ahora parecían más de lana que de tripa. Algo había que hacer con ella, y rápido. Bajando precipitadamente hasta la mitad del tronco, Pirañavelo se dejó caer al suelo de la biblioteca. Luego le sugirió al doctor que la ataran, y ambos empezaron a arrancarle tiras del vestido, con las que le sujetaron brazos y piernas, metiéndole el resto en la boca. Ayudados por Excorio y Fucsia, subieron a la contorsionada Irma poco a poco por la escala, hasta que Pirañavelo atravesó la ventana y la sacó al aire vespertino. Una vez fuera, fue tratada con menos decoro aún, y el descenso pareció ciertamente abrupto, pues el joven alto de hombros procuró simplemente que no se fracturara más huesos de los necesarios. De hecho, no se fracturó ninguno, y sólo algunos moretones le mancharon las incomparables carnes blancas.

Pirañavelo tenía ahora tres figuras alineadas entre los helechos fríos. Al precipitarse otra vez escalera arriba, oyó la voz de Fucsia diciendo:

—No, no, no quiero. Ahora te toca a ti. Por favor, ahora te toca a ti.

—Silencio, niña —le replicó la condesa—. No pierdas tiempo. ¡Haz como te digo! ¡Como te digo! ¡De prisa!

—No, madre, no…

—Mi querida Fucsia —dijo Prunescualo—, estarás fuera en un abrir y cerrar de ojos, ja, ja, ja. ¡Eso ahorrará tiempo, gitana mía! ¡Rápido!

—¡No te quedes ahí embobada, muchacha!

Fucsia echó una ojeada al doctor. Qué distinto estaba ahora, con el sudor que le chorreaba por la frente y entre los ojos.

—¡Venga, sube! ¡Sube! —la animó Prunescualo.

Fucsia se volvió hacia la escala, y después de uno o dos pasos en falso, desapareció por encima de ellos.

—¡Así se hace, niña! —gritó el doctor—. ¡Ve en busca de tu Tata Ganga! Y bien, ahora, ahora, le toca a usted, señora.

La condesa empezó a trepar, y aunque acompañada por el sonido de los muñones de ramas que se quebraban debajo de ella, a ambos lados del tronco, su ascenso hacia la ventana pareció prodigiosamente inevitable, en cada uno de sus pasos y en cada impulso del cuerpo. Como algo mucho más grande que la vida, el vestido negro tornasolado con los reflejos del fuego trepaba arduamente hacia la ventana. No había nadie al otro lado para ayudarla, pues Pirañavelo estaba en la biblioteca. No obstante, a pesar de todas las contorsiones de la enorme figura y la torpeza de su salida, había en ella una lenta dignidad que incluso dio a la penúltima visión que tuvieron de ella —el enorme trasero desapareciendo interminablemente en la noche— un carácter de temeroso respeto más que de ridículo.

Ya no quedaban más que lord Sepulcravo, Prunescualo, Excorio y Pirañavelo.

Prunescualo y Pirañavelo se volvieron rápidamente hacia Sepulcravo para indicarle que siguiera a su esposa, pero el conde había desaparecido. No había un momento que perder. Las llamas crepitaban alrededor. El olor del cuero quemado se mezclaba con el olor de la humareda. El conde no podía estar lejos, a menos que se hubiera metido entre las llamas. Lo encontraron a unos pocos pies de la escalera, en un hueco aún a resguardo del calor. Estaba acariciando los lomos de las obras completas de los dramaturgos martrovianos, encuadernadas en fibra de oro, con una sonrisa que provocó una punzada de desasosiego en el cuerpo de los tres que lo encontraron. Incluso Pirañavelo observó esta sonrisa con inquietud, frunciendo las cejas de color arena. Unos hilos de saliva empezaban a acumularse en las comisuras de la sensible boca de su señoría, a medida que contraía los labios, revelando los dientes. Era el rictus de un animal muerto, con el hocico entreabierto y los dientes curvados hacia las orejas.

—¡Tómelos, tome sus libros, su señoría, y venga, venga rápido! —le dijo Pirañavelo con vehemencia—. ¿Cuáles quiere?

Sepulcravo se volvió bruscamente, y con un esfuerzo sobrehumano puso las manos rígidas a ambos costados del cuerpo, y fue enseguida hacia la escala.

—Lamento haberlos hecho esperar —dijo, y empezó a trepar ágilmente. Mientras descendía al otro lado de la ventana, le oyeron repetir, como para sí mismo—: Lamento haberlos hecho esperar. —Luego siguió una risita débil, como la risa de un fantasma.

Ya no quedaba tiempo para decidir a quién tocaba subir primero; no quedaba tiempo para la caballerosidad. El ardiente aliento del fuego estaba sobre ellos y la sala se les echaba encima. No obstante, Pirañavelo se las arregló para ser el último.

En cuanto Excorio y el doctor desaparecieron, trepó por el tronco de pino como un gato y se sentó a horcajadas en el alféizar de la ventana unos instantes antes de descender por el otro lado. La negra noche otoñal se alzaba detrás de él; se quedó agazapado, como una pálida estatua; sus ojos no eran ya agujeros negros en la cabeza, y a la luz color sangre refulgían como granates.

—Un buen trabajo —se dijo por segunda vez en la noche—. Un trabajo excelente. —Luego alzó la otra pierna sobre el alféizar alto.

—Ya no queda nadie —gritó a la oscuridad.

—Agrimoho —dijo la aflautada voz de Prunescualo, curiosamente inexpresiva—. Hemos dejado a Agrimoho.

Pirañavelo se deslizó tronco abajo.

—¿Muerto? —preguntó.

—Sí, muerto —dijo Prunescualo.

Nadie habló.

Cuando los ojos de Pirañavelo se acostumbraron a la oscuridad, observó que el suelo alrededor de la condesa era de un color blanco polvoriento, y que se movía; necesitó un rato antes de comprender que unos gatos blancos se entrelazaban a los pies de lady Groan.

Inmediatamente después de que su madre bajara por el tronco, Fucsia había echado a correr hacia el castillo, tropezando y cayendo entre las raíces del bosque, gimiendo de agotamiento mientras se adelantaba tambaleándose. Cuando, después de una eternidad, llegó al cuerpo central del castillo, se encaminó a los establos, encontró allí a tres mozos y les ordenó que ensillaran los caballos y los llevaran a la biblioteca. Cada mozo tiraba de las riendas de un caballo además del que montaba. Habían sentado a Fucsia con el cuerpo doblado hacia adelante, quebrada por lo que había ocurrido; estaba llorando, y las lágrimas trazaban surcos salobres en las ásperas crines de la montura.

Para cuando llegaron a la biblioteca, el grupo ya había emprendido el camino de regreso. Excorio cargaba a Irma sobre el hombro. Prunescualo llevaba a la señora Ganga en brazos, y Titus compartía el nido de la curruca en el seno de la condesa. Pirañavelo, observando atentamente a lord Sepulcravo, que cerraba la marcha, lo guiaba sosteniéndolo respetuosamente por el codo.

Cuando llegaron los caballos, la procesión estaba prácticamente detenida. Todos montaron, y los mozos que tiraban de las bridas caminando junto a ellos, miraban por encima del hombro con ojos muy desorbitados la gran mancha de luz que danzaba en la oscuridad como una herida palpitante entre los huesos rectos y negros de los pinos.

Durante la lenta marcha, les salió al encuentro una multitud anónima de criados que se apiñaron al borde del sendero, mudos de horror. El incendio no había sido visible desde el castillo, ya que el techo de la biblioteca no llegó a hundirse, y la única ventana quedaba oculta por los árboles, pero la noticia había corrido como la pólvora con la llegada de Fucsia. La noche, que había tenido un comienzo tan funesto, continuó en jadeos y sudores hasta que el lento amanecer se abrió como una flor helada en el este y reveló el armazón humeante del único hogar de Sepulcravo. Los estantes que aún se mantenían en pie eran carbón arrugado, y los libros que se alineaban sobre ellos negros, grises y blancos como cenizas, cadáveres de pensamientos. En el centro de la sala, la descolorida mesa de mármol seguía en pie en medio de un montón de madera carbonizada y cenizas, y sobre el mármol estaba el esqueleto de Agrimoho. La carne había desaparecido, con todas sus arrugas. La tos se había apagado para siempre.