EL DÍA SIGUIENTE amaneció lúgubre; el sol asomaba de vez en cuando después de prolongados períodos de media luz, y entonces sólo como un pálido disco de papel, más parecido a la luna que a él mismo, cuando por unos pocos momentos flotaba en algún pasillo de nubes. Lentos velos deslustrados descendían con movimientos casi imperceptibles sobre Gormenghast, empañando las innumerables ventanas con una especie de vapor condensado. La montaña desapareció y reapareció una veintena de veces durante la mañana, detrás de las brumas que se deslizaban por las laderas. Pero a medida que el día avanzaba, los velos se levantaron, y en las últimas horas de la tarde se dispersaron las nubes, dejando en su lugar una extensión translúcida, ese tinte helado y secreto escondido en la garganta de un lirio, un cielo tan incomparable que cuando miró sus glaciales profundidades, Fucsia se puso distraídamente a quebrar y volver a quebrar el tallo de la flor que tenía en las manos.
Cuando apartó la cabeza, descubrió a la señora Ganga, que la miraba con una expresión tan patética que Fucsia se le echó al cuello y la abrazó con una falta de delicadeza que no había pretendido, estrujando y lastimando a la enana arrugada.
Tata jadeó tratando de recuperar el aliento, el cuerpo magullado por el estallido de afecto de Fucsia, y en un arranque de cólera se encaramó nerviosamente a un sillón.
—¡Cómo te atreves! ¡Pero cómo te atreves! —jadeó al fin después de sacudir el puño minúsculo y tembloroso alrededor de la sorprendida cara de Fucsia—. ¡Cómo te atreves a tiranizarme y lastimarme y aplastarme tan terriblemente, criatura perversa y cruel! Tú, a la que me he dedicado en cuerpo y alma. Tú, a quien he lavado y vestido y peinado y alimentado y mimado desde que eras del tamaño de una zapatilla. Tú…, tú…
La anciana rompió a llorar, el cuerpo temblando espasmódicamente bajo el vestido negro como un juguete de cuerda. De pronto soltó el brazo del sillón, estrujó los puños en los ojos enrojecidos y lacrimosos, y olvidando dónde estaba iba a correr hacia la puerta cuando Fucsia dio un salto hacia adelante y la sostuvo antes que la anciana rodara por el suelo. Luego la levantó en brazos y la depositó sobre la cama.
—¿Te he hecho mucho daño?
Tendida sobre la colcha como una vieja muñeca de satén negro, Tata frunció los labios y esperó a que Fucsia, sentándose en el borde de la cama, acercara una mano. Entonces deslizó los dedos pulgada a pulgada por el edredón, y con una súbita mueca de concentrada malicia golpeó la mano de Fucsia con toda la fuerza de que era capaz. Recostándose en la almohada después de esta pequeña venganza, espió a Fucsia con un brillo triunfal en los ojos húmedos.
Fucsia, que apenas había notado el malicioso golpecito, se inclinó hacia la anciana y se dejó abrazar durante un rato.
—Ahora tienes que empezar a vestirte —dijo la señora Ganga—. No sea que llegues tarde a la Reunión de tu padre, ¿no es cierto? Siempre igual, si no es una cosa es otra. «Haz esto, haz aquello». Y este corazón mío, que no me deja tranquila, ¿adónde iremos a parar? ¿Y qué piensas ponerte hoy? ¿Qué vestido será más distinguido para una criatura traviesa y tempestuosa?
—Tú también vienes, ¿verdad?
—¡Cómo que si voy! ¡Pero qué cosa eres! —chilló Tata Ganga, bajando por el borde de la cama—. ¡Vaya pregunta de ignorante! ¡Yo tengo que llevar al pequeño CONDE, cabeza de chorlito!
—¡Cómo! ¿Titus también va?
—¡Oh, qué ignorancia! ¿Qué es eso de «Titus también va»? —Tata sonrió con cara de lástima—. Mi pobre y retorcida criatura, ¡qué quejumbre! —La anciana emitió una serie de risitas patéticamente falsas y luego, excitada, puso las manos sobre las rodillas de Fucsia—. Naturalmente que viene. La Reunión es por él. El Almuerzo de Cumpleaños.
—¿Quién más irá, Tata?
La anciana niñera empezó a contar con los dedos.
—Bien, estará tu padre —comenzó, juntando las puntas de los índices y levantando los ojos al techo—. En primer lugar estará él, tu padre…
Mientras Tata hablaba, lord Sepulcravo volvía a su habitación después de haber cumplido el rito bianual de abrir el armario de hierro en la armería, y con la daga tradicional que Agrimoho traía para la ocasión había inscrito otra media luna, que en la larga hilera de similares medias lunas grabadas en la tapa posterior de hierro era la número setecientos treinta y siete. De acuerdo con el temperamento de los difuntos condes de Gormenghast, las medias lunas habían sido grabadas con precisión o con negligencia. No se sabía con certeza el significado de la ceremonia, ya que por desgracia los archivos se habían perdido, pero la formalidad no era menos sagrada porque pareciese ininteligible.
El viejo Agrimoho había echado llave cuidadosamente a la puerta de hierro del armario vacío y feo, y si no fuera porque junto con la llave unos pocos pelos de la barba se le metieron dentro y quedaron enredados en la cerradura, hubiera tenido el intenso placer profesional que le daba siempre el cumplimiento de todo ritual. De nada le sirvió tirar de la barba, pues estaba enganchada con fuerza y el dolor en el mentón lo hacía lagrimear. Sacar la llave, y con ella los pelos de la barba, arruinaría la ceremonia, pues estaba escrito que la llave permanecería en el cerrojo veintitrés horas, y que durante este período un criado vestido de amarillo guardaría el armario. La única solución era cortar los pelos con el cuchillo, y eso es lo que el anciano hizo eventualmente; por último prendió fuego a la mata gris de pelos enajenados que sobresalían de la cerradura como una orla alrededor de la llave. Los pelos llamearon un poco, y cuando dejaron de crepitar, Agrimoho se volvió con aire de disculpa, y advirtió que su señoría ya se había marchado.
Cuando lord Sepulcravo entró en el dormitorio, encontró a Excorio preparando el traje negro que llevaba habitualmente. El conde tenía intención de vestir con mayor esmero esta noche. Desde que concibiera el Almuerzo en honor de su hijo, había notado una ligera pero perceptible exaltación de ánimo. Había empezado a sentir un cierto placer en el hecho de tener un hijo. Titus había nacido en una de sus épocas más negras, y aunque la melancolía lo envolvía aún como una capa, durante los últimos días el modo introspectivo se le había mitigado. El heredero le interesaba cada vez más, no como persona, sino como símbolo del Futuro. Presentía vagamente que su mandato estaba concluyendo, y se sentía complacido cuando recordaba a su hijo y tenía la impresión de algo estable en medio de la miasma de sus ensoñaciones.
Ahora que sabía que tenía un hijo, se daba cuenta de la enormidad de esa muda pesadilla que había llevado oculta. El terror de que con él se extinguiera la dinastía de los Groan. El terror de haber faltado a las obligaciones que tenía en el castillo, y de que cuando estuviera pudriéndose en la tumba, las generaciones futuras lo señalarían, último de una larga hilera de monumentos descoloridos, y susurrarían: «Fue el último. No tuvo hijos varones».
Lord Sepulcravo pensaba todo esto mientras Excorio lo ayudaba en silencio a vestirse; y prendiéndose un alfiler enjoyado en el cuello de la camisa, dio un suspiro, y dentro del murmullo de mar de este suspiro, fatídico y oscuro, se oyó el sonido de una ola menos lastimera. Luego, mientras miraba distraídamente la imagen de Excorio reflejada en el espejo, otra oleada de placer siguió a la primera, pues de repente creyó ver delante de él todos sus libros, hilera tras hilera de volúmenes, hilera tras inapreciable hilera de Pensamiento forrado en cuero, de filosofía y ficción, de viajes y fantasías; lo austero y lo barroco; emociones en oro, verde, sepia, rosa o negro; lo picaresco, lo arabesco, lo científico…, ensayos, poesía y teatro.
El conde pensó que ahora podría reencontrarse con todo eso. Podría habitar el mundo de las palabras, y allí, en el fondo de su melancolía, encontraría un consuelo que no había conocido antes.
—En segundo lugar —dijo la señora Ganga, contando con los dedos—, estará tu madre, naturalmente. Tu padre y tu madre. Eso hace dos.
Lady Gertrude no había pensado en cambiarse de vestido. Ni tampoco se le había ocurrido prepararse para la reunión.
Estaba sentada en su alcoba, con los pies muy separados, como anclados al suelo para siempre. Apoyaba los codos sobre las rodillas, entre las que colgaba la tela de la falda en pesados pliegues en forma de U. En las manos sostenía un libro en rústica, con una mancha de café en la cubierta y con tantas puntas dobladas como páginas. Leía en una voz profunda que se alzaba por encima del constante ronroneo de un centenar de gatos. Llenaban la habitación. Más blancos que el sebo que goteaba de los candelabros o que se había derramado sobre la mesa del alpiste. Más blancos que las almohadas de la cama. Estaban por todas partes: ocultando prácticamente la colcha. Recostados en la mesa, los armarios, el sofá, lo cubrían todo con cosechas exuberantes, blancas como la muerte. Pero la gavilla más copiosa se apretaba alrededor de los pies de la condesa: un haz de caras blancas mirando hacia arriba. Cada una de las hendidas y luminosas pupilas estaba clavada en la condesa. No había otro movimiento que la vibración de sus gargantas. La voz de la condesa surcaba la ronroneante marea como un pesado navío.
Cada vez que llegaba al final de la página derecha, y mientras la volvía, miraba alrededor con una expresión de ternura infinita, y sus pupilas reflejaban las diminutas imágenes blancas de los gatos.
Luego volvía otra vez los ojos a la página impresa. Mientras leía, tenía en la enorme cara una expresión de asombro infantil. Estaba reviviendo la historia, la vieja historia que les había leído tantas veces.
—«Entonces se cerró la puerta y cayó el picaporte, pero al príncipe con ojos de estrellas y boca de luna nueva no le importo, pues era joven y fuerte, y aunque no era hermoso ya había oído muchas puertas que se cerraban y muchos picaportes que caían, y no tuvo miedo. Pero no sabía quién había cerrado la puerta. Era el Enano con dientes de latón, la más terrible de las criaturas moteadas, y que tenía las orejas puestas al revés…
»Pues bien, cuando el príncipe acabó de cepillarse el pelo…».
Mientras la condesa volvía la página, Tata Ganga levantaba los dedos tercero y cuarto de la mano izquierda.
—El doctor Prunescualo y la señorita Irma también vendrán, querida. Siempre asisten a casi todo, ¿no es cierto? Aunque no entiendo por qué, pues no son ancestrales. Pero siempre van. ¡Oh, pobre de mí! Siempre me toca a mí soportarlos, siempre tengo que hacerlo todo, y ya pronto tendré que marcharme, tormento mío, a avisar a tu madre, que me va a chillar y a ponerme tan nerviosa. Pero tengo que ir, pues si no, no se acordará. Siempre pasa lo mismo. Y el doctor y la señorita Irma hacen dos personas más, y dos y dos hacen cuatro. —Tata Ganga recobró el aliento—. El doctor Prunescualo no me gusta, mi niña; no me gustan sus modales orgullosos. Me hace sentir tonta y poca cosa, cuando no lo soy. Pero siempre lo invitan, incluso cuando no invitan a la fea y vanidosa de su hermana; aunque esta vez la han invitado y por tanto vendrán los dos, y tú te quedarás conmigo, ¿verdad que sí? Dime que sí, porque yo tendré que ocuparme del pequeño conde. ¡Oh, mi pobre corazón! No me encuentro bien, nada, nada bien. Y a nadie le importa, ni siquiera a ti. —La mano arrugada se agarró a la de Fucsia—. ¿Te ocuparás de mí?
—Sí —dijo Fucsia—. Pero me gusta el doctor.
Fucsia levantó el extremo del colchón y rebuscó por debajo del peso de plumas hasta dar con una cajita. Se puso de espaldas a la niñera unos instantes y se colgó algo alrededor del cuello. Cuando se volvió, la señora Ganga vio el fuego sólido de un gran rubí que colgaba de la garganta de Fucsia.
—¡Oh, sí, tienes que lucirlo hoy! —casi gritó la señora Ganga—. Hoy, hoy, que estará todo el mundo. Estarás más bonita que un cordero en flor, muchachona desaliñada.
—No, Tata. No es así como pienso lucirlo. No en un día como hoy. Me lo pondré únicamente cuando esté sola o cuando encuentre al hombre que me reverencie.
El doctor, entretanto, yacía en un estado de completa satisfacción, en un baño caliente lleno de cristales azules. La bañera era de mármol veteado, y suficientemente grande como para que el doctor pudiera tenderse cuán largo era. Sólo la afilada cabeza le emergía por encima de la perfumada superficie del agua. Tenía el cabello cubierto de titilantes pompas de jabón, y los ojos indescriptiblemente irritados. La cara y el cuello eran de un rosa brillante, como si acabaran de salir de una fábrica de celuloide.
En un extremo de la bañera, un pie emergió de las profundidades. Prunescualo lo observó burlonamente, con la cabeza tan inclinada que la oreja izquierda se le llenó de agua.
—Dulce pie —exclamó—. ¡Cinco dedos tiene mi bota, y poco menos una bellota! —Se incorporó, y se sacudió el agua caliente de la oreja, y empezó a batir el agua a ambos lados del cuerpo, con los ojos cerrados y la boca abierta, los dientes centelleando a través del vapor.
Tomó aliento, una pequeña bocanada, pues tenía el pecho demasiado estrecho para una grande, y con una siniestra sonrisa de éxtasis irradiándole de la cara rosada, emitió un relincho tan agudo que Irma, sentada en su tocador, se puso en pie de un salto, esparciendo por la alfombra una colección de hebillas para el pelo. Se había estado arreglando durante las últimas tres horas, sin contar la hora y media preliminar que había pasado en el baño. Ahora, al precipitarse hacia la puerta, con una arruga perturbándole la empolvada frente, tenía, en común con su hermano, más la apariencia de haber sido desplumada o pelada que lavada, aunque estaba realmente limpia, escrupulosamente limpia, como una lonja de tocino.
—¿Qué demonios te pasa? He dicho qué demonios te pasa, Bernard —chilló por la cerradura del baño.
—¿Eres tú, mi amor? ¿Eres tú? —La voz de su hermano le llegó débilmente desde el otro lado de la puerta.
—¿Quién más podría ser? He dicho que quién más podría ser —le gritó Irma, doblándose en un rígido ángulo recto de satén para pegar la boca a la cerradura.
—Ja, ja, ja, ja, ja —respondió la risita chillona e insoportable de su hermano—. En efecto, ¿quién más podría ser? Pues bien, pensemos, pensemos un poco. Podría ser la diosa luna, aunque es improbable, ja, ja, ja; o podría ser un tragador de sables que necesitara de mi capacidad profesional, ja, ja, ja, esto es menos improbable… Veamos, mi querida estaca, por casualidad, ¿has estado tragando sables durante años y años sin que yo me enterara? ¿Sí o no? Ja, ja. —Elevó la voz—. Año tras año, sable tras sable, ¿cuándo terminará, si desplegamos las orejas que gastaré en un amigo arrugado con piernas de luz despareja?
Cansada de forzar el oído, Irma chilló finalmente con irritación:
—Supongo que sabes que vas a llegar tarde. He dicho: Supongo que…
—¡Que una plaga bienaventurada caiga sobre ti, oh sangre de mi sangre! —irrumpió la voz estridente—. ¿Qué es el Tiempo, oh hermana de facciones similares, que hablas de él tan servilmente? ¿Es que vamos a ser esclavos del sol, ese botón de segunda mano, esa sobrevalorada y dorada pacotilla, o aun de su hermana, ese fatuo disco de papel de plata? ¡Malditas sean sus ridículas dictaduras! ¿Qué me dices, Irma, mi Irma, toda envuelta en rumor, Irma, del incandescente tumor? —trinó alegremente. Irma se incorporó en medio de un frufrú de satén, y arqueó la nariz, como si sintiera una picazón genealógica. Su hermano la aburría, y cuando volvió a sentarse delante del espejo del tocador, bufó como una dama mientras se aplicaba por centésima vez la borla de polvos al largo cuello inmaculado.
—Agrimoho también estará, preciosa mía —dijo la señora Ganga—, porque sabe de todo. Sabe en qué orden hay que hacer las cosas, sabe cuándo hay que empezar a hacerlas, y cuándo hay que concluir.
—¿No habrá nadie más? —preguntó Fucsia.
—No me atosigues —respondió la anciana niñera, frunciendo los labios como una ciruela arrugada—. ¿No puedes esperar un momento? Sí, ya van cinco, y contigo seis, y el pequeño conde hace siete…
—Y tú haces ocho —dijo Fucsia—. O sea que tú eres la principal.
—¿La principal de qué, tormento mío?
—Nada, no importa —dijo Fucsia.
Mientras que en varias partes del castillo esas ocho personas se estaban preparando para la Reunión, las mellizas estaban sentadas muy tiesas en el sofá, esperando a que Pirañavelo descorchara una delgada y polvorienta botella. La tenía sujeta entre los pies, y doblado sobre el firmemente hundido sacacorchos, sacaba el corcho de la larga y oscura garganta de cormorán.
Quitó el sacacorchos y puso el corcho intacto en la chimenea, se sirvió un poco de vino en una copa y lo saboreó con una expresión crítica en la cara pálida.
Inclinadas hacia adelante, las manos en las rodillas, las tías observaban todos sus movimientos.
Pirañavelo sacó del bolsillo uno de los pañuelos de seda del doctor y se secó la boca. Luego levantó la copa de vino hacia la luz y estudió largamente su transparencia.
—¿Qué tiene de malo? —dijo Clarice lentamente.
—¿Está envenenado? —dijo Cora.
—¿Quién lo ha envenenado? —añadió Clarice.
—Gertrude —dijo Cora—. Si pudiera nos mataría.
—Pero no puede —dijo Clarice.
—Y por eso seremos fuertes.
—Y soberbias —añadió Clarice.
—Sí, por lo de hoy.
—Sí, de hoy.
Se cogieron las manos.
—Es un vino excelente, señorías. Una magnífica cosecha. Yo mismo lo he elegido. Sé que lo apreciarán como se merece. No está envenenado, mis queridas señoras. Gertrude ha envenenado sus vidas, pero no precisamente esta botella de vino. ¿Me permiten que les sirva una copa a cada una y brindaremos por el asunto del día?
—Sí, sí —dijo Cora—. Ahora mismo.
Pirañavelo les llenó las copas.
—De pie —dijo.
Las mellizas purpúreas se levantaron al mismo tiempo, y cuando Pirañavelo se disponía a proponer el brindis, la mano derecha sosteniendo la copa a la altura de la barbilla y la mano izquierda en el bolsillo, se oyó la voz inexpresiva de Cora:
—Bebamos en nuestro Árbol. Se está muy bien fuera. En nuestro Árbol.
Clarice se volvió hacia su hermana con la boca abierta, los ojos inexpresivos como hongos.
—Sí, eso es lo que haremos —dijo.
Pirañavelo, en lugar de enfadarse, encontró divertida la idea. Después de todo, éste era un día importante para él. Había trabajado duro para que todo estuviera listo, y sabía que su futuro dependía de que el plan no fallara en ningún momento. Aunque no era cuestión de felicitarse antes de que la biblioteca fuera sólo un montón de cenizas, consideró que tanto las tías como él merecían relajarse unos minutos y prepararse así para el trabajo que les esperaba.
Brindar por el Día sobre las ramas del árbol muerto satisfacía a la vez su sentido de lo dramático, de lo oportuno y de lo ridículo.
Unos minutos más tarde, los tres habían atravesado la Habitación de las Raíces, habían desfilado sobre el tronco horizontal y se habían sentado a la mesa.
Cuando se sentaron, Pirañavelo en medio y las gemelas a ambos lados, el aire vespertino estaba en calma debajo de ellos y alrededor. Aparentemente, las tías no tenían miedo del vertiginoso precipicio. Lo ignoraban totalmente. Pirañavelo disfrutaba al máximo de la situación, pero al mismo tiempo apartaba los ojos todo lo posible de aquel abismo horroroso. Decidió no abusar de la botella. Sobre la mesa de madera las tres copas brillaban en la cálida luz. La soleada pared meridional se elevaba a unos treinta pies por encima de ellos y se extendía sin accidentes desde la base a la cima, excepto el tronco lateral de este árbol muerto que la atravesaba a medio camino, donde estaban sentados, y las sombras exquisitamente dibujadas de las ramas.
—Antes que nada, estimadas señorías —dijo Pirañavelo, incorporándose y clavando los ojos en la sombra de una rama enroscada—, antes que nada les propongo que brindemos por la salud de ustedes. Por la resolución que las anima y por la fe que tienen en sus propios destinos. Por la valentía, la inteligencia y la belleza de ustedes. —Alzó su copa—. Bebo por todo eso —dijo, y tomó un sorbo.
Clarice también empezó a beber, pero Cora le dio un codazo.
—Todavía no —dijo.
—A continuación, propongo un brindis por el futuro. Especialmente por el futuro inmediato. Por la tarea que nos hemos propuesto llevar a cabo hoy. Por su éxito. Y también por los Grandiosos Días que seguirán. Los días de la rehabilitación de ustedes. Los días del Poder y de la Gloria. Damas, ¡por el Futuro!
Cora, Clarice y Pirañavelo alzaron los codos para beber. El aire cálido flotaba alrededor, y cuando el codo levantado de Cora chocó con el de su hermana, ella soltó la copa de vino, que rodó de la mesa al árbol y del árbol al aire hueco; la luz del sol poniente la alcanzó mientras caía, centelleando, a través del vacío.