LA LUNA se deslizaba inexorablemente hacia el cenit, y las sombras se encogían a los pies de las cosas que las proyectaban, y cuando Rantel se acercó a la hondonada en el linde del Bosque Retorcido estaba andando por el charco de su propia medianoche.
El techo del Bosque Retorcido reflejaba el disco de mirada fija en una red fosforescente de ramas que descendían ondulando hasta las laderas más bajas de la montaña de Gormenghast. Elevándose desde el suelo y rodeando ese siniestro dosel, el bosque estaba cercado por sombras impenetrables. Nada alcanzaba a verse de lo que sostenía la bruma glacial de las ramas superiores; sólo una sinuosa fachada de oscuridad.
Los riscos de la montaña eran escarpados a la luz de la luna; fríos, letales, y resplandecientes. La distancia no tenía significado. El enmarañado resplandor del techo del bosque se alejaba en oleadas, pero los tramos más apartados parecían haberse acercado bruscamente de un salto a causa de la aterradora proximidad de la mole de piedra. La montaña no estaba ni cerca ni lejos. Se elevaba, enorme y severa, cubriendo el lente del ojo. La propia hondonada era una taza de luz. Cada brizna de hierba era una entidad definida, y las escasas piedras tenían una autoridad que inscribía en el cerebro todas las marcas sólidas e irrepetibles, cada una con su forma propia y peculiar, cada una alzándose brillantemente de la tinta que ellas mismas derramaban.
Al llegar al borde de la hondonada elegida, Rantel se detuvo. Parecía un mosaico de plata negra y fantasmal mientras contemplaba la cuenca de hierba. Llevaba la capa ceñida al cuerpo, y los rítmicos pliegues de la tela recogían la luz de la luna a lo largo de los bordes superiores. Parecía una figura esculpida, pero un ruido repentino hizo que se moviera, y levantando los ojos vio asomar a Braigon al otro lado de la hondonada.
Descendieron juntos, y al llegar al terreno llano se desabrocharon las capas, se quitaron los pesados zapatos y se desnudaron. Rantel arrojó sus ropas a la pendiente de hierba. Braigon dobló las suyas y las puso sobre una roca. Vio que Rantel pasaba un dedo por el filo del cuchillo que bailaba a la luz de la luna como una astilla de cristal.
No se dijeron nada. Probaron la hierba resbaladiza con los pies desnudos. Luego se volvieron y se miraron. Braigon aflojó los dedos en la corta empuñadura de hueso. Ninguno de los dos podía ver la expresión del otro, ya que las facciones se les perdían en las sombras de las frentes y sólo los cabellos desordenados recogían la luz. Se agacharon y empezaron a moverse, acortando la distancia entre ambos, los músculos contraídos en la espalda.
Con Keda como estímulo de sus corazones, dieron vueltas, se acercaron, haciendo fintas, y las hojas paraban los golpes con bruscos movimientos de los antebrazos.
Para Rantel, tallar era una forma de ataque, como si la madera fuera un enemigo. La atacaba con el escoplo y el cincel, acuchillándola hasta que la forma que tenía en la mente empezaba a ceder a esta violencia. Así era también como luchaba. Cuerpo y cerebro se unían en un solo impulso: matar al hombre que se agazapaba ante él. Ahora ni siquiera pensaba en Keda.
Los ojos de Rantel seguían los más mínimos movimientos de su adversario, los pies ágiles, el cuchillo que se adelantaba. Vio que un hilo de sangre se retorcía alrededor del brazo izquierdo de Braigon desde una herida en el hombro. Las cuchilladas de Rantel eran más largas, pero con la misma rapidez de la hoja lanzada contra la garganta o el pecho, el antebrazo de Braigon lo golpeaba de costado desviando el golpe. El impacto hacía que Rantel se tambaleara alejándose de Braigon, y una vez más volvían a acercarse dando vueltas, con las espaldas y los brazos reluciendo con un brillo ultraterreno.
Mientras luchaba, Braigon se preguntaba dónde estaría Keda. Se preguntaba si ella podría ser feliz después de que él o Rantel hubieran muerto, si podría olvidar que era la mujer de un asesino, si esta pelea no era un modo de escapar a una clara verdad. Keda apareció vívidamente ante sus ojos, pero él movió el cuerpo con una mecánica brillantez, esquivando la hoja salvaje y atacando a su rival con una serie de puñaladas rápidas, haciendo sangrar el costado de Rantel.
Seguía con los ojos el tejido de músculos bajo la piel del hombre que se movía delante. No sólo luchaba con un enemigo que esperaba un segundo de descuido para asestarle el golpe mortal, sino que acuchillaba una obra de arte, una escultura viviente que brincaba y palpitaba, una maravilla de luz plateada y sombras de tinta. Sintió una oleada de náuseas y le pareció que el cuchillo se le pudría en la mano. Su cuerpo siguió combatiendo.
La hierba estaba manchada con huellas de pies. Habían esparcido y aplastado el rocío, y una mancha oscura e irregular ocupaba el centro de la hondonada señalando el escenario de aquel juego con la muerte. Aun esa magullada oscuridad de hierba pisoteada era pálida en comparación con la intensidad de sus sombras, que moviéndose cuando ellos se movían, deslizándose detrás de ellos, saltando cuando ellos saltaban, nunca estaban quietas.
El pelo se les pegaba al sudor de la frente. Las heridas estaban debilitándolos, pero no podían permitirse una pausa.
Alrededor, la quietud de la noche pálida era completa. La luz de la luna se posaba como una escarcha en las crestas del lejano castillo. Hacia el este, las cañas de los pantanos estaban inmóviles: era una región de gasa. Los cuerpos de los dos hombres se habían teñido con la sangre de numerosas heridas. La despiadada luz brillaba en las corrientes cálidas y húmedas que se les deslizaban por las carnes cansadas. Una neblina de debilidad espectral les envolvía los cuerpos desnudos, y luchaban como personajes de un sueño.
Keda salió brutal y repentinamente de su trance y echó a correr hacia el Bosque Retorcido. A través de la gran noche fosforescente, sin capa, con el pelo soltándosele a medida que ascendía, llegó por fin a la pendiente del borde de la hondonada. El dolor le aumentaba con cada paso. Aquella fuerza extraña y sobrenatural había muerto en ella; la gloria había desaparecido; sólo le quedaba un miedo agónico.
Al acercarse al borde de la hondonada oyó —un sonido tan débil en la inmensidad de la noche— el jadeo de los hombres, y por un momento sintió un alivio en el corazón: todavía estaban vivos.
De un salto llegó a la cima y los descubrió allí abajo, agachados y dando vueltas al claro de luna. El grito se le ahogó en la garganta al verles los cuerpos ensangrentados, y cayó de rodillas.
Braigon la vio y los brazos cansados se le reanimaron. Con un velocísimo movimiento del brazo izquierdo, apartó la mano armada de Rantel, y echándosele rápidamente encima, como si fuera la sombra de su enemigo, clavó el cuchillo en el pecho oscuro.
Enseguida de golpear, retiró el puñal. Cuando Rantel se desplomó, Braigon arrojó lejos el arma.
No se volvió hacia Keda. Permaneció inmóvil, con las manos en la cabeza. Keda no podía sentir dolor. Las comisuras de la boca se le levantaron. El momento del horror no había llegado todavía. Esto no era real, todavía no. Vio a Rantel que se incorporaba sobre el brazo izquierdo. Rantel buscó a tientas el puñal y lo encontró junto a él, en el rocío. La vida se le escapaba por la herida del pecho. Keda vio cómo juntaba en el brazo derecho las pocas fuerzas que aún le quedaban, y lanzaba el puñal con un movimiento repentino y extraño. Fue a clavarse en la garganta de una estatua. Los brazos de Braigon le cayeron a los lados como pesos muertos. Se tambaleó hacia adelante, se balanceó un momento, con la empuñadura de hueso en el esófago, y se desplomó sin vida sobre el cuerpo de su destructor.