SUCEDIÓ EL DÍA de la segunda visita diurna de Pirañavelo a la biblioteca. En el camino de regreso, había llegado al linde del bosque de pinos y esperaba una oportunidad para atravesar discretamente el espacio abierto, cuando vio a su izquierda una lejana figura que se encaminaba hacia la montaña de Gormenghast.
El aire vigorizador, unido al reconocimiento de la distante figura, hizo que cambiase enseguida de rumbo, y con vivaces pasos de pájaro se movió rápidamente por el borde del bosque. En el paisaje escabroso de la izquierda, la diminuta figura de escarlata se destacaba sobre el fondo sombrío como un rubí en una pizarra. Ni el sol de verano, ni mucho menos aún esa luz otoñal, tenían poder para mitigar el lúgubre carácter de los terrenos de Gormenghast. Eran como una prolongación del castillo, escabrosos y umbrosos, y a pesar de sus vastas proporciones a menudo barridas por el viento, también opresivos, con una especie de peso.
En el horizonte se elevaba la montaña de Gormenghast, eterna y siniestra, extraída de la tierra por un acto de brujería, como una maldición para todos los que la miraban. Aunque la base parecía emerger penosamente de un manto de árboles a unas pocas millas del castillo, en realidad estaba a un día entero de marcha a caballo. Las nubes solían arracimarse alrededor de la cima aun en los días más hermosos, cuando el resto del cielo estaba vacío, y era común ver las alturas azotadas por tempestades, y las láminas de lluvia negra y oblicua sobre la cumbre borrosa, envolviendo la mitad superior del horrible cuerpo de la montaña, mientras la luz del sol se deslizaba por el paisaje de los alrededores e incluso por las pendientes de más abajo. Hoy, sin embargo, ni una sola nube colgaba sobre el pico, y cuando después del almuerzo Fucsia se asomó a la ventana de su alcoba, se quedó mirando fijamente la montaña y exclamó:
—¿Dónde están las nubes?
—¿Qué nubes? —preguntó la anciana niñera, de pie detrás de ella, meciendo en brazos a Titus—. ¿Qué sucede, tormento mío?
—Casi siempre hay nubes por encima de la montaña —dijo Fucsia.
—¿No hay ninguna nube, querida?
—No —dijo Fucsia—. ¿Por qué no?
Fucsia comprendía que la señora Ganga no sabía virtualmente nada, pero le costaba romper con la arraigada costumbre de hacerle preguntas. Le costaba aceptar que los adultos no sabían necesariamente mucho más que los niños. Ella quería que Tata Ganga continuase siendo el sabio recipiente de todas sus inquietudes, y que la consolara siempre como hasta ahora. Pero Fucsia estaba creciendo, y empezaba a darse cuenta de cuán débil e ineficaz era la vieja niñera. No es que se sintiera menos leal o menos afectuosa. De ser necesario, hubiera defendido a esa diminuta y arrugada anciana hasta el último suspiro; pero se sentía aislada dentro de ella misma, sin nadie a quien acudir corriendo con una confianza incondicional, sin nadie en quien desahogar sus últimos entusiasmos, sus temores repentinos, sus proyectos, sus historias.
—Me parece que voy a salir —dijo—, a dar un paseo.
—¿Otra vez? —dijo Tata Ganga, interrumpiendo un momento el balanceo de los brazos—. Ahora sales continuamente. ¿Por qué siempre escapas de mí?
—No escapo de ti —dijo Fucsia—. Es que tengo ganas de pasear y pensar. Eso no es escapar de ti. Ya sabes que no.
—Yo no sé nada —dijo Tata, arrugando la cara—. Lo único que sé es que no saliste en todo el verano, ¿verdad? Y ahora que está caprichoso y frío no haces más que salir al mal tiempo, a mojarte y helarte cada día. Oh, mi pobre corazón. ¿Por qué? ¿Por qué cada día?
Fucsia hundió las manos en los enormes bolsillos de su vestido rojo.
Era cierto que había abandonado el desván y prefería ahora los lúgubres páramos y los caminos pedregosos de los alrededores de Gormenghast. ¿Por qué razón? El desván, que en otro tiempo había sido todo para ella, ¿le había quedado de pronto demasiado pequeño? Oh no, de ningún modo, pero algo había cambiado desde aquella horrible noche en que descubriera a Pirañavelo tumbado en la oscuridad, junto a la ventana. Había dejado de ser un lugar inviolado, secreto, misterioso. Ya no era otro mundo, sino parte del castillo. Su magnetismo se había debilitado, el silencioso teatro de sombras había muerto, y ya no podía soportar la idea de volver a visitarlo. La última vez que se había aventurado por la escalera de caracol entrando en la atmósfera rancia y familiar, sintió una punzada de nostalgia tan aguda, por todo lo que antaño había representando para ella, que dio la espalda a las oscilantes motas de polvo que llenaban el aire y a las formas borrosas de los que habían sido sus amigos: el órgano cubierto de telarañas, la alocada avenida de cien amores. Se apartó y bajó tropezando por la oscura escalera, presa de una desolación que le parecía irreparable. Los ojos se le velaron al recordarlo, y apretó los puños en el fondo de los bolsillos.
—Sí, he salido mucho. ¿Te has sentido sola? No tienes por qué sentirte sola, pues ya sabes que te quiero. Lo sabes, ¿no es verdad?
Adelantó el labio inferior y miró a la señora Ganga frunciendo el ceño, pero sólo para no echarse a llorar, pues últimamente se sentía tan sola que las lágrimas nunca estaban muy alejadas. Como sus padres nunca se habían mostrado ni demasiado crueles ni demasiado amables con ella, sino más bien indiferentes, no sabía que era afecto lo que echaba de menos.
Siempre había sido así y ella lo había compensado tejiendo historias sobre su propio futuro, volcando su amor en cosas tales como los objetos del desván, o, más recientemente, en lo que encontraba o veía en los bosques y en los yermos.
—Tú lo sabes, ¿verdad que sí? —repitió Fucsia.
Tata meció a Titus con un vigor excesivo, y apretó los labios para indicar que su señoría dormía y que Fucsia hablaba demasiado alto.
Entonces Fucsia se acercó a la vieja niñera y clavó los ojos en Titus. La aversión que le tenía había desaparecido, y aunque de momento la criatura de ojos lilas no despertaba en ella el más mínimo amor fraternal, se había acostumbrado a su presencia en el castillo, y de vez en cuando jugaba solemnemente con él durante toda una media hora.
Los ojos de Tata Ganga siguieron a los de Fucsia.
—Su pequeña señoría —dijo la anciana meneando la cabeza—, es su pequeña señoría.
—¿Por qué lo quieres?
—¡Por qué lo quiero! ¡Oh, mi pobre y débil corazón! ¿Por qué lo quiero, niña tonta? ¿Cómo puedes decir una cosa semejante? ¿Oyes, mi pequeña y dulce señoría? ¿Cómo puedo no querer a esa pobre e inocente criatura? El heredero de Gormenghast, ¿no es así mi cielo? El heredero de todo. ¿Qué ha dicho la cruel de tu hermana, eh, mi pequeño, qué ha dicho? Ahora tiene que volver a la cunita, a dormir y a soñar sueños dorados.
—¿A mí también me hablabas así cuando yo era bebé? —preguntó Fucsia.
—Claro que sí. No seas tonta. ¡Oh, qué ignorante eres! ¿Ahora vas a ordenar para mí tu habitación?
Cojeó hacia la puerta cargando el valioso bulto. Cada día le hacía la misma pregunta, aunque no esperaba respuesta, sabiendo que de cualquier modo le correspondía a ella poner un poco de orden en el caos.
Fucsia volvió a la ventana y observó la montaña, cuyos contornos, hasta en el más mínimo afloramiento, llevaba desde hacía tiempo grabados en la mente.
Entre el castillo y la montaña de Gormenghast la tierra era desolada, y abundaba en yermos desiertos, con grandes ciénagas donde las aves zancudas se paseaban tranquilamente entre las cañas. Los zarapitos y las avefrías enviaban al viento unos gritos agudos; las gallinas de agua criaban a sus pequeños y chapoteaban en la junquera. Al este de la montaña de Gormenghast, pero separada de los árboles de la base, se extendía la ondulante oscuridad del Bosque Retorcido. Al oeste, los terrenos baldíos aparecían cortados aquí y allá por árboles raquíticos que el viento había doblado y que parecían hombres con jorobas. Entre esta desolada región y el bosque de pinos que rodeaba el ala oeste del castillo, el declive oscuro de una altiplanicie se alzaba a una altura de cien o doscientos pies, en una irregular meseta de piedra verdinegra, desnuda y escabrosa. Más allá de esas frías escarpas, el río serpenteaba al pie de la montaña y alimentaba las ciénagas donde vivían las aves salvajes.
Desde su ventana, Fucsia veía tres breves secciones del río. Esa tarde, el reflejo de la montaña ennegrecía la porción central y la de la derecha; la otra, al oeste, más allá de la meseta rocosa, era una sombría cinta blanca que no brillaba ni refulgía ni centelleaba; reflejaba el cielo y yacía inerte e inanimada, como un brazo muerto.
Fucsia se apartó bruscamente de la ventana, y cerrando la puerta detrás de ella con un golpe, bajó corriendo las escaleras y estuvo a punto de caer al resbalar torpemente en el último escalón, antes de atravesar el laberinto de pasillos y emerger jadeante a la helada luz del día.
Respirando el aire cortante se quedó sin aliento, y apretó los puños hasta clavarse las uñas en las palmas. Luego echó a andar. Llevaba más de una hora andando cuando oyó detrás unas pisadas, y al volverse vio a Pirañavelo. No lo había visto desde la velada en casa de los Prunescualo, y nunca tan claramente como ahora, en que se acercaba a ella a través del otoño desnudo. En cuanto descubrió que ella lo observaba, el joven se detuvo y exclamó:
—¡Lady Fucsia! ¿Me permite que la acompañe?
Detrás de él, y en contraste con la figura extraña e imprevisible que tenía delante, Fucsia veía algo próximo y familiar. Algo que ella entendía, que nunca podría faltarle, imprescindible para que ella pudiera seguir existiendo, pues era como parte de ella misma, como su propio cuerpo, que ella miraba ahora tendido íntimamente sobre el horizonte. Gormenghast, una silueta larga y mellada. Ahora era el telón de fondo del joven. Una cortina de muros y torres salpicados de ventanas. La figura de él se erguía sobre ese fondo, como un intruso, imponiéndose tan vívidamente, tan sólidamente sobre el mundo de ella, alzando la cabeza por encima de la más alta de las torres.
—¿Qué quieres? —dijo Fucsia.
Una brisa que se levantó por detrás del Bosque Retorcido, sopló de través y le pegó el vestido al costado derecho, mostrando la fuerza del cuerpo y los muslos jóvenes.
—¡Lady Fucsia! —le gritó Pirañavelo en el viento creciente—. Voy a decirle algo. —Dio unos pocos pasos rápidos y alcanzó la pendiente rocosa donde ella esperaba de pie—. Quisiera que me explicara esta región: los pantanos y la montaña de Gormenghast. Nadie me ha dicho nada. Usted conoce esta tierra, usted la comprende —se llenó de nuevo los pulmones—, y aunque yo también la amo, apenas si la conozco. —Estaba ya muy cerca de ella—. ¿Me permite que ocasionalmente la acompañe en sus paseos? ¿Querrá considerar mi proposición? —Fucsia se había apartado—. ¿Ya regresa, lady Fucsia? Si es así, ¿me permitirá que la acompañe en el camino de vuelta?
—No has venido a pedirme eso —dijo Fucsia lentamente, estremeciéndose en el viento frío.
—Sí, eso es justamente lo que he venido a pedirle. Y también que me hable de la Naturaleza.
—Yo no sé nada de la Naturaleza —dijo Fucsia, y bajó por la pendiente rocosa—. No la entiendo. Me limito a mirarla. ¿Quién te ha dicho que yo la conocía? ¿Quién inventa estas cosas?
—Nadie —dijo Pirañavelo—. Imaginé que debía conocer y entender lo que tanto ama. La he visto muy a menudo volver al castillo cargada con las cosas que ha descubierto. Y además, tiene aspecto de entender.
—¿Yo, aspecto de entender? —exclamó Fucsia sorprendida—. No, no es cierto. Nunca he entendido las cosas complicadas.
—Su conocimiento es intuitivo —dijo el joven—. No necesita aprender en los libros y cosas parecidas. Sólo tiene que mirar una cosa para conocerla. El viento es cada vez más fuerte y frío, su señoría. Será mejor que regresemos.
Pirañavelo se alzó el cuello alto, y cuando Fucsia accedió a que la acompañara hasta el castillo, descendió con ella por las rocas grises. Antes que hubieran bajado la mitad de la pendiente, la lluvia empezó a caer y el sol otoñal dio paso a un cielo rápido y hecho jirones.
—Ande con cuidado, lady Fucsia —dijo Pirañavelo de pronto; Fucsia se detuvo y le echó una rápida mirada por encima del hombro, como si hubiera olvidado que él estaba allí. Abrió la boca para hablar cuando el estruendo de un trueno lejano reverberó entre las rocas. Fucsia levantó la cabeza al cielo. Una nube negra se acercaba, y de su cuerpo pendular la lluvia caía en una masa oscura.
Pronto estaría sobre ellos, y los pensamientos de Fucsia saltaron hacia atrás a través de los años hasta cierta tarde en que, como hoy, fuera sorprendida por una tormenta repentina. Estaba con su madre, en una de esas ocasiones excepcionales, menos frecuentes aún ahora, en que por una u otra razón, la condesa había llevado a su hija a pasear. Esas salidas ocasionales eran siempre silenciosas, y Fucsia se acordaba de cómo había deseado librarse de la presencia que se movía junto a ella y sobre ella, y al mismo tiempo cómo había envidiado a su enorme madre cuando los pájaros salvajes acudían a su prolongado y dulce silbido y se le posaban sobre los hombros y los brazos. Pero lo que más recordaba de ese día era cómo, al desencadenarse la tormenta, su madre, en lugar de regresar al castillo, siguió avanzando hacia estas mismas terrazas de piedra oscura por las que ahora ella descendía junto con Pirañavelo. Su madre se había introducido en un áspero y estrecho barranco y había desaparecido detrás de una alta losa caída de la terraza y apoyada contra una pared de piedra. Fucsia la había seguido. Pero en lugar de encontrar a su madre al abrigo del aguacero bajo la losa, descubrió, sorprendida, la entrada de una gruta. Miró dentro, y allí, en el fondo de la helada garganta, estaba su madre sentada en el suelo y apoyada contra la pared inclinada, muy inmóvil y silenciosa y enorme.
Esperaron a que la tormenta se cansara de su propia cólera y una lluvia lenta descendiera del cielo como un remordimiento. No habían cruzado una sola palabra; y ahora Fucsia, al recordar la gruta, sintió que un temblor le recorría el cuerpo. Pero se volvió a Pirañavelo:
—Sígueme si quieres —dijo—. Conozco una cueva.
La lluvia caía ahora en torrentes sobre la escarpa, y Fucsia echó a correr sobre las resbaladizas rocas grises con Pirañavelo a sus talones.
Al iniciar el corto y abrupto descenso, se volvió un instante a ver si Pirañavelo la seguía, y en ese momento el pie le resbaló sobre la superficie mojada de una losa. Cayó al suelo, golpeándose la cara, el hombro y la espinilla con una fuerza que por un momento la aturdió. Sólo por un momento. Al intentar incorporarse, sintió que el dolor le aumentaba en la mejilla, y vio a Pirañavelo. Había estado a unos doce metros cuando ella había caído, pero se deslizó como una serpiente por las rocas y en un abrir y cerrar de ojos se arrodilló junto a ella. Advirtió enseguida que la herida de la cara era superficial. Le palpó el hombro y la espinilla con sus dedos delgados y comprobó que no había ninguna fractura. Se quitó la capa, cubrió con ella a Fucsia y escudriñó el barranco. La lluvia le corría por la cara y azotaba las rocas. Al pie de la abrupta pendiente alcanzaba a ver, alzándose borrosamente en el aguacero, una losa grande apoyada en la pared, e imaginó que era ahí donde Fucsia había querido cobijarse, pues el barranco acababa a unos cuarenta pies en una elevada e infranqueable pared de granito.
Fucsia intentó sentarse, pero el dolor en el hombro la había dejado sin fuerzas.
—¡Quédese tumbada! —chilló Pirañavelo a través de la cortina de lluvia. Luego señaló la losa apoyada en la pared.
—¿Es ahí adónde íbamos? —preguntó.
—Detrás hay una cueva —susurró Fucsia—. Ayúdame a levantarme. Puedo llegar hasta ahí.
—Oh, no —dijo Pirañavelo. Se arrodilló otra vez junto a ella, y luego, con mucho cuidado, la levantó de las rocas pulgada a pulgada. Los músculos nervudos se le endurecieron en los brazos delgados y a lo largo del espinazo, y poco a poco consiguió alzarla mientras él mismo se incorporaba. Luego, tanteando paso a paso sobre los embarrados pedruscos, llegó hasta la cueva. Entre las rocas había un centenar de charcos azotados por la lluvia.
Fucsia no protestó, sabiendo que ella nunca hubiera podido llevar a cabo este difícil descenso; pero sintiendo los brazos que la rodeaban y la proximidad del cuerpo de Pirañavelo, algo muy dentro de ella intentó esconderse. A través de las mechas espesas y desordenadas de la empapada cabellera, alcanzaba a ver el rostro afilado, pálido y astuto, los ojos oscuros y penetrantes, vueltos hacia las rocas del suelo, la frente abultada, los pómulos relucientes, la impasible línea de la boca.
Era Pirañavelo. Él la sostenía; ella estaba en sus brazos; en poder de él. Unos brazos y unos dedos duros la sujetaban por los muslos y los hombros. Podía sentirle los músculos, como barras de metal. Era la figura que había sorprendido en la buhardilla, y que había escalado el escarpado paredón. Le había dicho que había encontrado un campo de piedra a la altura del cielo. Le había dicho que ella entendía la naturaleza. Quería que ella le enseñara. ¿Pero cómo podía él con esas maravillosas frases largas aprender nada de ella? Tendría que cuidarse. Él era inteligente. Aunque no había nada de malo en ser inteligente. El doctor Prune era inteligente y sin embargo a ella le gustaba. Deseó ser inteligente ella también.
Pirañavelo se escurrió entre la pared de roca y la losa inclinada, y de repente estuvieron en la tenue luz de la gruta. El suelo estaba seco y el estruendo de la lluvia de fuera parecía venir de otro mundo.
Pirañavelo la depositó con cuidado en el suelo y la apoyó contra una parte inclinada y lisa de la pared. Luego se quitó la camisa, y después de retorcerla exprimiéndola todo lo posible, la rasgó en tiras largas y estrechas. A pesar del dolor, Fucsia lo observaba fascinada. Era como observar a un ser de otro mundo que trabajara movido por otra clase de maquinaria, por algo más suave, más frío, más duro, más rápido. El corazón se le rebeló contra la impasibilidad de esta precisión, pero había empezado a observarlo con una admiración reticente por esa cualidad tan ajena a su propio temperamento.
La gruta tenía unos quince pies de profundidad, y el techo descendía hacia el suelo, de modo que sólo se podía estar de pie en las inmediaciones de la entrada. Cerca del techo abovedado, la pared rocosa estaba corroída y quebrada en oscuros repliegues, y un ojo imaginativo podía con poco esfuerzo entretenerse un buen rato descubriendo entre los complicados diseños un inacabable ejército de cabezas demoníacas o seráficas, según el humor del momento.
Los rincones de la gruta estaban en tinieblas, pero Fucsia y Pirañavelo se veían con bastante facilidad a la débil luz de la protegida abertura.
Pirañavelo había desgarrado la camisa en tiras regulares y se había arrodillado junto a la muchacha, y le vendó la cabeza y le restañó la sangre de la pierna, donde la herida no era tan profunda, pero no dejaba de sangrar. El brazo fue menos fácil, y Fucsia tuvo que permitir que Pirañavelo le desnudara el hombro antes de lavárselo.
La muchacha observaba mientras él le restañaba con cuidado la herida. El dolor repentino se había transformado en una punzada persistente, y se mordió el labio para contener las lágrimas. En la penumbra, vio cómo los ojos de Pirañavelo le ardían en la sombría palidez del rostro. Estaba desnudo de cintura para arriba. ¿Por qué sus hombros daban una impresión de deformidad? Eran altos y fuertes, pero como el resto del cuerpo, parecían extrañamente tensos y contraídos. El pecho era angosto y firme.
Retiró lentamente el trozo de tela del hombro de Fucsia y miró si la sangre seguía brotando.
—Manténgase inmóvil —le dijo—. Mantenga el brazo tan quieto como pueda. ¿Cómo va el dolor?
—Estoy bien —dijo Fucsia.
—No sea heroica —dijo Pirañavelo, sentándose sobre los talones—. Esto no es un juego. Quiero saber exactamente cuánto le duele, no si es valiente o no. Eso ya lo sé. ¿Qué le duele más?
—La pierna. El dolor me da náuseas. Además tengo frío. Ahora ya lo sabes.
Se miraron a la media luz.
Pirañavelo se incorporó.
—Voy a dejarla. Si no el frío le roerá los huesos. No puedo llevarla al castillo yo solo. Buscaré al viejo Prune y una camilla. Aquí estará bien. Me marcho ahora mismo. Estaremos de vuelta en una media hora. Puedo ir rápido cuando quiero.
—Pirañavelo —dijo Fucsia.
El joven se arrodilló inmediatamente.
—¿Qué sucede? —preguntó en voz muy baja.
—Me has ayudado mucho.
—No mucho —replicó él. Tenía la mano cerca de la de Fucsia.
El silencio que siguió se hizo ridículo, y Pirañavelo se enderezó.
—Tengo que marcharme. —Había sentido los primeros albores de algo menos frígido. Decidió dejar las cosas como estaban—. Empezará a temblar como una hoja si no me doy prisa. Quédese muy quieta.
La cubrió con el abrigo y dio unos pocos pasos hasta la abertura.
Fucsia vio la silueta encorvada y delgada que se detenía un momento antes de precipitarse a la lluvia torrencial del barranco. Al fin desapareció, y ella se quedó muy quieta, como él le había ordenado, y escuchó el martilleo de la lluvia.
Lo que Pirañavelo había dicho de él mismo no era un alarde ocioso. Con una agilidad inverosímil saltó de piedra en piedra hasta alcanzar la cima del barranco, y desde allí bajó por las escarpadas pendientes, rápido como un derviche. Pero no era imprudente. Cada uno de sus pasos era el resultado de una calculada decisión tomada a una velocidad mayor que la de sus pies.
Por fin dejó atrás las rocas, y el castillo emergió a través de una cortina gris.
La entrada en casa de los Prunescualo fue dramática. Irma, que no había visto nunca más anatomía masculina que la que sobresale del cuello y los puños, dio un grito estridente y cayó en brazos de su hermano, aunque se recobró enseguida y escapó de la habitación en un torbellino de seda negra. Prunescualo y Pirañavelo oyeron crujir la baranda mientras se precipitaba escaleras arriba, y el portazo que dio al encerrarse en la alcoba hizo que los cuadros bailaran en las paredes de todas las habitaciones de abajo.
Prunescualo daba vueltas alrededor de Pirañavelo, con la cabeza echada hacia atrás de modo que las vértebras cervicales le descansaban sobre el borde posterior del cuello duro, abriendo un abismo insondable entre la nuez de la garganta y el botón de nácar de la camisa. Con la cabeza así levantada, en una actitud que recordaba a una cobra dispuesta a atacar, y las cejas enarcadas con aire interrogativo, se permitía a la vez sonreír a Pirañavelo, mostrándole dos hileras de dientes brillantes que reflejaban la luz de las lámparas con un resplandor artificial.
Estaba en un éxtasis de asombro. La imagen de Pirañavelo, empapado y medio desnudo, lo repelía y deleitaba al mismo tiempo. De vez en cuando, Pirañavelo y el doctor oían un gemido extraordinario que venía del piso de arriba.
No obstante, cuando el doctor se enteró del motivo de la irrupción del joven, se puso enseguida en movimiento. Pirañavelo no tardó en explicar lo que había ocurrido. En unos instantes el doctor había preparado el maletín y había avisado al cocinero que mandara una camilla y un par de hombres jóvenes para transportarla.
Mientras tanto, Pirañavelo se había metido en otro traje y corrió al castillo a avisar a la señora Ganga que alumbrara el fuego, preparara la cama de Fucsia y alguna infusión caliente; al fin la dejó en un estado de postración quejumbrosa del que no pudo sacarla ni siquiera haciéndole unas rudas cosquillas en los costados cuando pasó junto a ella camino de la puerta.
Al llegar al patio, vio que el doctor salía por la puerta del jardín acompañado de los dos hombres y la camilla. Prunescualo sostenía el paraguas sobre un fardo de mantas bajo el que había metido su maletín de médico.
En cuanto los alcanzó, les indicó el camino, diciendo que él se adelantaría corriendo, pero que reaparecería en la escarpa para conducirlos en la última etapa del viaje. Metiéndose una manta bajo la capa, desapareció en la lluvia, que empezaba a amainar. Mientras corría, daba saltos en el aire. La vida era divertida. Tan divertida. Incluso la lluvia lo había favorecido, haciendo resbaladiza la roca. Todo puede ser útil, se dijo. Todo. Y chasqueó los dedos mientras corría sonriendo bajo la lluvia.
Cuando Fucsia despertó en su cama y vio los reflejos del fuego bailando en el techo, y a Tata Ganga sentada a su lado, exclamó:
—¿Dónde está Pirañavelo?
—¿Quién, preciosa mía? ¡Oh, mi pobre niña bonita! —Tata jugueteó con la mano de Fucsia, que sostenía desde hacía más de una hora—. ¿Qué necesitas, mi niña? ¿Qué es, mi temible querida? Oh, mi pobre corazón, casi me has matado, querida. Casi, casi. Ea, ea, estate quieta, y el doctor volverá enseguida. ¡Oh, mi pobre y débil corazón!
Las lágrimas le corrían por la carita vieja y atemorizada.
—Tata —dijo Fucsia—, ¿dónde está Pirañavelo?
—¿El horrible muchacho? —preguntó Tata—. ¿Qué quieres de él, preciosa? ¿Verdad que no quieres verlo? Oh, no, no puede ser que quieras ver a ese muchacho. ¿Qué pasa, mi cielo? ¿Quieres verlo?
—¡Oh, no, no! —dijo Fucsia—. No quiero. Me siento tan cansada. ¿Estás ahí?
—¿Qué sucede, mi cielo?
—Nada, nada. Me pregunto dónde estará.