—YA ES SUFICIENTE por hoy —dijo lady Cora dejando el bordado en una mesa junto a su silla.
—Pero si sólo has dado tres puntadas, Cora —dijo lady Clarice, tirando del hilo con el brazo en alto.
Cora la miró, desconfiada.
—Me has estado espiando —dijo—, ¿verdad que sí?
—¿Y por qué no? Bordar no es un asunto secreto —respondió su hermana meneando la cabeza.
Cora no quedó convencida y empezó a frotarse una rodilla contra otra, con aire resentido.
—Yo también he acabado —dijo Clarice, rompiendo el silencio—. Medio pétalo; suficiente para un día como hoy. ¿Ya es la hora del té?
—¿Por qué siempre quieres saber la hora? —dijo Cora—. «¿Es la hora del desayuno, Cora?»… «¿Es la hora de la cena, Cora?»… «¿Es la hora del té, Cora?». Y siempre lo mismo. ¿No sabes que la hora no tiene importancia?
—La tiene si estás con hambre —respondió Clarice.
—No es verdad. Nada tiene mucha importancia; ni siquiera cuando estás con hambre.
—Sí que la tiene —disputó su hermana—. Yo lo sé.
—Clarice Groan —dijo Cora severamente, levantándose de la silla—, tú sabes demasiado.
Clarice no respondió, pero se mordió el delgado y caído labio inferior.
—Normalmente cosemos mucho más tiempo, ¿no es verdad? —dijo por fin—. A veces nos pasamos horas y horas, y casi siempre hablamos sin parar, pero hoy no hemos hablado nada, ¿verdad, Cora?
—No —dijo Cora.
—¿Por qué no?
—No lo sé. Supongo que no teníamos ganas de hablar, tontaina.
Clarice se levantó, se alisó el vestido de satén púrpura, y luego miró burlonamente a su hermana.
—Ya sé por qué no hemos hablado.
—Oh no, no lo sabes.
—Sí que lo sé —dijo Clarice—. Yo lo sé.
Cora arrugó la nariz, y con un gran crujido de faldas se encaminó a un gran espejo de pared y se reajustó una horquilla en el pelo. Cuando creyó que había pasado el tiempo suficiente, insistió:
—Oh, no, tú no sabes nada —dijo, y miró a su hermana en el espejo, por encima del reflejo de su propio hombro. De no haber tenido cuarenta y nueve años para haberse acostumbrado al fenómeno, seguramente se habría asustado al ver que en el espejo había otra cara junto a la suya, un poco más pequeña, es cierto, pues su hermana estaba detrás, pero de una similitud sorprendente.
Vio cómo la cara del espejo abría la boca.
—Sí que sé —le llegó la voz desde atrás—, porque sé lo que tú estabas pensando. Es fácil.
—Tú crees saberlo —dijo Cora—, pero yo sé que no es verdad, porque yo sí sé exactamente lo que tú has estado pensando todo el día que yo estaba pensando, y por eso lo sé.
La lógica de esta respuesta no dejó una impresión duradera en Clarice, pues aunque calló unos instantes, enseguida continuó:
—¿Quieres que te diga lo que has estado meditando?
—Supongo que puedes decirlo si quieres. No me importa. ¿Y bien? Estoy dispuesta a escucharte. Venga, habla.
—Ahora no estoy segura de querer decirlo —dijo Clarice—. Me parece que me lo voy a guardar, aunque es evidente. —Pronunció la palabra «evidente» con mucho énfasis—. ¿Todavía no es la hora del té? ¿Toco la campanilla, Cora? Qué lástima que esté demasiado ventoso para ir al Árbol.
—Estabas pensando en ese muchacho Pirañavelo —dijo Cora, que se había deslizado al lado de su hermana y la miraba muy de cerca. Notó que al retomar el tema tan de repente había sorprendido a la pobre Clarice.
—Y tú también —dijo Clarice—. Hace rato que lo sabía. ¿A que sí?
—Sí, lo sabía —dijo Cora—, hace mucho rato. Ahora las dos lo sabemos.
El fuego recién encendido lanzaba irrespetuoso las sombras de las mellizas de un lado a otro del techo y sobre las paredes donde colgaban muestras de sus bordados. Era una sala amplia, de unos treinta pies por veinte. Frente a la entrada del pasillo había una puerta pequeña, una abertura semicircular que daba a la Habitación de las Raíces. A ambos lados de esta abertura había dos grandes ventanas con gruesos cristales dispuestos en rombos, y en las otras dos paredes de la sala —en una de las cuales estaba la pequeña chimenea— había dos puertas angostas: una llevaba a la cocina y las habitaciones de los dos criados, y la otra al comedor y al sombrío dormitorio amarillo de las mellizas.
—Dijo que nos exaltaría —dijo Clarice—. Lo oíste, ¿no?
—No estoy sorda —dijo Cora.
—Dijo que no nos honraban bastante, y que tenemos que acordarnos de quiénes somos. Somos lady Clarice y Cora Groan, eso es lo que somos.
—Cora y Clarice —corrigió su hermana— de Gormenghast.
—Pero no damos miedo a nadie. Él dijo que los obligaría.
—¿A qué, querida? —Al comprobar que los pensamientos de las dos habían sido idénticos, Cora había empezado a ceder.
—Que los obligaría a tener miedo —dijo Clarice—. Esto es lo que deberían hacer. ¿Verdad que sí, Cora?
—Sí, pero no lo hacen.
—No. Eso es lo que pasa —dijo Clarice—, aunque esta mañana lo he intentado.
—¿Qué, querida? —dijo Cora.
—Aunque esta mañana lo he intentado —repitió Clarice.
—¿Intentado qué? —preguntó Cora en un tono más bien condescendiente.
—¿Te acuerdas cuando dije «Voy a dar una vuelta»?
—Sí. —Cora se sentó y se sacó del pecho plano un diminuto pero pesadamente perfumado pañuelo—. ¿Qué ha ocurrido?
—No fui nunca al cuarto de baño —dijo Clarice, sentándose de pronto muy rígida—. En cambio fui a buscar tinta. Tinta negra.
—¿Para qué?
—No pienso decírtelo por ahora, aún no es el momento —dijo Clarice dándose importancia; le temblaba la nariz, como a un potrillo salvaje—. Cogí la tinta negra y la vertí en una jarra. Había mucha. Luego me repetí lo que tú me dices tantas veces, y que yo también te digo a ti, que Gertrude no es mejor que nosotras, en realidad no puede ni compararse con nosotras, porque no tiene ni una gota de sangre Groan en las venas, sólo la sangre corriente que no sirve para nada. De modo que cogí la tinta y sabía lo que quería hacer. No te lo conté porque hubieras podido decirme que no lo hiciera, y no sé por qué te lo cuento ahora, porque quizá pienses que hice mal, pero como ahora ya está hecho, no importa lo que pienses, ¿verdad, querida?
—Todavía no lo sé —dijo Cora un tanto displicente.
—Pues bien, sabía que Gertrude tenía que ir a la Galería Central a las nueve para recibir a los siete mendigos más horribles de Extramuros, y verterles mucho aceite por encima, por lo que fui a las nueve a la puerta de la Galería Central con mi jarra de tinta, y me acerqué a Gertrude, pero no era como yo quería, pues llevaba un vestido negro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Cora.
—Pues que quería echarle la tinta encima del vestido.
—Eso estaría bien, muy bien —dijo Cora—. ¿Lo hiciste?
—Sí —dijo Clarice—, pero no se notó porque el vestido era negro, y de todas maneras no me vio cuando se la tiraba porque estaba hablando con un estornino.
—Uno de nuestros pájaros —dijo Cora.
—Sí, uno de los pájaros robados. Pero los otros me vieron. Se quedaron con la boca abierta. Vieron mi intención, pero como Gertrude no llegó a enterarse, mi intención no sirvió de nada. Luego no tenía nada más que hacer y sentí miedo, y he venido corriendo hasta aquí; me parece que ahora limpiaré la jarra.
Se levantó para poner en práctica esta idea, pero en aquel momento se oyeron en la puerta unos golpes discretos. Los visitantes eran pocos y raros, y por un momento estuvieron demasiado excitadas para decir «Entre».
Cora fue la primera en abrir la boca, y su voz inexpresiva sonó más alta de lo que se había propuesto:
—Entre.
Clarice estaba junto a ella. Los hombros de las dos se tocaron un momento. Tenían las cabezas echadas hacia adelante como si estuvieran asomadas a una ventana.
Se abrió la puerta y apareció Pirañavelo, sosteniendo bajo el brazo un elegante bastón con un reluciente puño de metal. Ahora que había restaurado y pulido el bastón-espada robado, no se separaba nunca de él. Iba vestido de negro como de costumbre, y se había comprado una cadena de oro que llevaba colgada al cuello. Se había oscurecido con brillantina la exigua cuota de cabellos rubios, y se la había cepillado hacia adelante en una amplia curva sobre la frente pálida.
En cuanto hubo cerrado la puerta, apretó el bastón elegantemente bajo el brazo, y se inclinó.
—Sus señorías —dijo—, mi injustificada intrusión en la intimidad de ustedes, sin más trámite que unos sumarios golpes en la puerta, podría sin duda considerarse el colmo de la impertinencia si no fuera porque me trae un asunto grave.
—¿Quién ha muerto? —dijo Cora.
—¿Gertrude? —apuntó Clarice.
—Nadie ha muerto —dijo Pirañavelo acercándose—. Les contaré los hechos dentro de unos minutos; pero primero, mis estimadas señorías, me sentiría muy honrado si me permitieran admirar los bordados de ustedes. ¿Me permiten verlos?
Miró a una y otra con aire interrogante.
—Ya los había mencionado antes, en casa de los Prunescualo —susurró Clarice a su hermana—. Dijo que los quería ver, nuestros bordados.
Clarice tenía la firme convicción de que mientras susurrase, por muy alto que fuera, nadie oiría una palabra excepto su hermana.
—Lo he oído —dijo su hermana—. No creas que estoy ciega.
—¿Qué le gustaría ver primero? —dijo Clarice—. ¿Nuestras labores, la Habitación de las Raíces o el Árbol?
—Si no me equivoco —dijo Pirañavelo a modo de respuesta—, las creaciones de la aguja de ustedes adornan las paredes que nos rodean, y después de haberlas visto como un relámpago, por decirlo de algún modo, no puedo resistirme a examinarlas con más detenimiento, antes de tener el placer de visitar la Habitación de las Raíces.
—Ha dicho «creaciones de nuestra aguja» —susurró Clarice con una voz desanimada y alta que se oyó en toda la habitación.
—Naturalmente —dijo su hermana, y se encogió otra vez de hombros, y volviéndose a Pirañavelo torció levemente hacia arriba la comisura de la boca, y aunque el resultado fue tan poco expresivo como la curva entre los labios de un bacalao muerto, el joven la interpretó como un mensaje: tanto él como ella estaban muy por encima de comentarios tan obvios.
—Antes que nada —dijo Pirañavelo, dejando sobre la mesa lo que parecía un inocente bastón—, ¿me permiten que les pregunte, con toda inocencia, por qué han tenido que molestarse ustedes personalmente en invitarme a entrar? Ha sido sin duda una distracción del lacayo de ustedes. ¿Por qué no estaba a la puerta para preguntar quién deseaba verlas y para informarles antes de que ustedes permitieran ser invadidas? Disculpen la curiosidad, mis queridas señorías, pero ¿dónde está el lacayo? ¿Quieren que hable con él?
Las hermanas se miraron fijamente y luego miraron al joven. Por fin, Clarice confesó:
—No tenemos lacayo.
Pirañavelo, que se había alejado a propósito, giró sobre los talones y dio enseguida un paso atrás, como si estuviera estupefacto.
—¡No tienen lacayo! —dijo, mirando a Cora.
Cora sacudió la cabeza.
—Sólo una mujer vieja que huele. Pero ningún lacayo.
Pirañavelo se acercó a la mesa, y apoyando las manos encima, se quedó mirando al vacío.
—Sus señorías Cora y Clarice Groan de Gormenghast no tienen lacayo…, no tienen más que una mujer vieja que huele. ¿Dónde están los criados? ¿Dónde está el séquito, el cortejo de sirvientes? —Enseguida, con una voz apenas más fuerte que un susurro—: Hay que remediarlo. Esto no puede seguir así. —Chasqueó la lengua y enderezó la espalda—. Y ahora —continuó con voz más alegre— las labores de aguja nos esperan.
Mientras inspeccionaban las paredes, las palabras de Pirañavelo empezaron a refertilizar las semillas de rebelión que había sembrado ya en casa de los Prunescualo. Al tiempo que alababa las obras, el joven observaba a las hermanas de reojo, y advertía que aunque estaban muy contentas mostrando sus bordados, sus mentes no dejaban de volver a la conversación que habían tenido antes.
—Lo hacemos todo con la mano izquierda, ¿no es verdad, Cora? —dijo Clarice señalando un horrible conejo verde y rojo, un intrincado trabajo de aguja.
—Sí —dijo Cora—, se tarda mucho porque está hecho todo así, con la mano izquierda. Tenemos el brazo derecho inservible, ¿sabe? —Se volvió hacia Pirañavelo—. Totalmente, totalmente inservible.
—¿De veras, señoría? —dijo Pirañavelo—. ¿Cómo es eso?
—No sólo el brazo derecho —interrumpió Clarice— sino todo el costado derecho y la pierna también. Por eso están tan rígidos. Es por los ataques epilépticos que tuvimos. Es por eso, y por eso mismo nuestros trabajos de aguja son aún más valiosos.
—Y hermosos —dijo Cora.
—Estoy totalmente de acuerdo —dijo Pirañavelo.
—Pero nadie los ve —dijo Clarice—. Siempre estamos solas. Nunca nos piden nuestra opinión sobre nada. Gertrude no nos hace ni caso, y Prunescualo tampoco. Tú sabes lo que tendríamos que tener, ¿verdad, Cora?
—Sí —dijo su hermana—, lo sé.
—Bien —dijo Clarice—. Dímelo, dímelo.
—Poder —dijo Cora.
—Así es. Poder. Eso es exactamente lo que queremos.
Clarice volvió los ojos a Pirañavelo. Luego se alisó la brillante púrpura de la falda.
—Me gustaban mucho —dijo.
Pirañavelo, preguntándose qué diantres querría decir, ladeó la cabeza como si reflexionara sobre la verdad de este comentario, cuando la voz de Cora (como el cuerpo de un lenguado traducido en sonido) preguntó:
—¿Te gustaban mucho qué cosas?
—Mis convulsiones —explicó Clarice muy seriamente—. Cuando el brazo empezó a ponérseme rígido. ¿Te acuerdas, Cora, cuando tuvimos aquellos primeros ataques? Me gustaban mucho.
Con un gran frufrú de faldas, Cora se plantó delante de su hermana y la amenazó con el dedo índice:
—Clarice Groan —dijo—, hace tiempo que no hablamos de eso. Ahora estamos hablando del Poder. ¿Por qué no atiendes a lo que hablamos? Siempre pierdes el hilo. Ya me he dado cuenta.
—¿Y la Habitación de las Raíces? —preguntó Pirañavelo con animación afectada—. ¿Por qué se la llama Habitación de las Raíces? Estoy muy intrigado.
—¿No lo sabes? —dijeron las dos voces a dúo.
—No lo sabe —repitió Clarice—. Esto te demuestra lo olvidadas que nos tienen. No sabía nada de nuestra Habitación de las Raíces.
Pirañavelo estuvo poco tiempo en la ignorancia. Siguió a los dos alfileres purpúreos a través de un corto pasadizo, y Cora abrió en el extremo una puerta maciza cuyos goznes hubieran necesitado una pinta de aceite cada uno, y seguida de Clarice entró en la Habitación de las Raíces. Pirañavelo franqueó también el umbral y su curiosidad quedó más que colmada.
Si bien el nombre de la habitación era insólito, le pareció a Pirañavelo muy apropiado. Era exactamente una habitación de raíces. No de unas pocas, sencillas y separadas formaciones, sino de millares de ramificaciones que se torcían, enroscaban, entretejían, bifurcaban, convergían y entrelazaban de nuevo, y cuyo origen ni siquiera los ojos de lince de Pirañavelo consiguieron durante un tiempo averiguar.
Eventualmente descubrió que las ramas más gruesas convergían hacia una abertura estrecha y alta en un extremo de la habitación, por cuya mitad superior el cielo estaba derramando una luz gris y amorfa. A primera vista parecía imposible poder moverse en esa intrincada maraña, pero Pirañavelo observó con sorpresa cómo las mellizas andaban tranquilamente por el laberinto. Años de experiencia las habían familiarizado con los posibles trayectos hasta la ventana. Ya habían llegado y contemplaban el crepúsculo. Pirañavelo intentó seguirlas, pero pronto se encontró irremediablemente perdido. Mirara donde mirara, no veía más que una red de extraños brazos que se alzaban y caían, se inclinaban y arañaban, inmóviles y sin embargo animados con ritmos serpentinos.
No obstante, las raíces estaban muertas. En otro tiempo la habitación tenía que haber estado repleta de tierra, pero ahora, suspendidas sobre todo en lo alto de la habitación, las fibrosas extremidades arañaban impotentes el aire. No bastaba que Pirañavelo se encontrase en una habitación tan incongruentemente monopolizada; el hecho de que cada una de las retorcidas ramificaciones estuviera pintada a mano era aún más sorprendente. Las varias ramas principales y sus leñosos tributarios, hasta el más diminuto de los riachuelos de raíz, tenían su color particular, y parecía que siete troncos coloreados de amarillo, rojo, verde, violeta, azul pálido, rosa coral y naranja hubieran forzado las ramas desnudas a través de la ventana. La concentración de esfuerzo necesaria para la tarea de pintar las ramas tenía que haber sido tremenda, sin hablar de las molestias y dificultades casi sobrehumanas con que se habrían encontrado a la hora de determinar, en el inextricable laberinto de las raíces más delgadas, qué filamento provenía de qué raíz, qué raíz de qué rama, y qué rama de qué tronco, pues sólo después de descubrir la fuente podía aplicarse el color correcto.
El objetivo había sido que los pájaros escogieran al entrar las raíces cuyos colores se aproximaran más a su propio plumaje, o si lo preferían, que anidaran en aquellas raíces que tenían una tonalidad complementaria.
La tarea había llevado a las hermanas más de tres años, y sin embargo, cuando dieron la última pincelada se comprobó que el proyecto había sido inútil, la Habitación de las Raíces un fracaso, las esperanzas un sueño congelado. Las hermanas nunca se recuperaron de esta humillación. Es cierto que la habitación como tal les agradaba, pero que los pájaros no se acercaran jamás, y menos aún se posaran o anidaran en las ramas multicolores, era una llaga todavía abierta en sus supuestos cerebros.
A este enojoso desengaño podían oponer sin duda el orgullo de ser dueñas de una Habitación de Raíces. Y no sólo las Raíces, sino lógicamente también el Árbol, cuyas ramas se habían alimentado de las raíces, hasta la ramita más elevada, y que en el pasado remoto había estallado cada mes de abril con nuevos brotes verdes. Aquel Árbol era la principal satisfacción de las hermanas; les daba algo de esa distinción que ahora querían negarles.
Las mellizas apartaron los ojos de las ramas y miraron alrededor en busca de Pirañavelo. Estaba todavía atrapado en el laberinto.
—¿Pueden ayudarme, mis queridas señorías? —gritó, intentando verlas a través de una confusa maraña de fibras purpúreas.
—¿Por qué no vienes a la ventana? —dijo Clarice.
—No encuentra el camino —dijo Cora.
—¿No lo encuentra? No veo por qué —dijo Clarice.
—Porque no lo encuentra. Ve y enséñaselo.
—Está bien. Pero tiene que ser muy estúpido —dijo Clarice avanzando entre las espesas paredes de raíces que parecían abrirse delante de ella y cerrarse detrás. Cuando alcanzó a Pirañavelo, pasó de largo sin detenerse. Sólo pisándole prácticamente los talones consiguió Pirañavelo llegar hasta la ventana. Allí había un poco más de espacio, pues los siete troncos que se abrían paso por la mitad inferior se elevaban unos cuatro pies en la habitación antes de empezar a dividirse y subdividirse. Junto a la ventana había unos escalones que conducían a una pequeña plataforma encima de los gruesos troncos horizontales.
—Mira hacia afuera —dijo Cora en cuanto llegó Pirañavelo—, y lo verás.
Pirañavelo subió los escalones y vio que el tronco principal del árbol estaba suspendido horizontalmente en el espacio, antes de subir a gran altura, y entonces reconoció el árbol que había visto desde lo alto de los tejados, a media milla de distancia cerca del campo de piedra.
Aunque entonces le había parecido que las distantes figuras se balanceaban peligrosamente en el vacío, ahora vio que en realidad habían estado paseándose sin mucho riesgo, pues la parte superior del tronco era una superficie plana, e incluso cuando el árbol empezaba a ascender y ramificarse había espacio suficiente para acomodar a diez o doce personas, de pie y apiñadas.
—Eso sí que es un árbol —exclamó Pirañavelo—. Estoy maravillado. ¿Siempre lo han visto muerto?
—Naturalmente —dijo Clarice.
—No somos tan viejas —dijo Cora.
Era la primera broma que hacía en más de un año, y cuando intentó sonreír, los músculos faciales, anquilosados por la prolongada falta de práctica, no le respondieron.
—¿No tan viejas como qué? —preguntó Clarice.
—No entiendes nada —respondió Cora—. Eres mucho más torpe que yo. Ya me he dado cuenta.