CUANDO KEDA VOLVIÓ con los suyos, los cactos goteaban agua de lluvia. Soplaba el viento del oeste, y por encima de la borrosa silueta del Bosque Retorcido el cielo estaba atestado de jirones arrugados. Keda se detuvo un momento a contemplar las rayas de lluvia oscuras y oblicuas que caían firmemente desde los rasgados bordes de las nubes hasta los rasgados contornos del bosque. El sol poniente estaba oculto detrás de las formaciones opacas, de modo que el cielo vacío apenas reflejaba luz.
Ésa era la penumbra que tan bien conocía. La penumbra de finales de otoño. Aquí no había rastro de aquellas sombras que la habían oprimido dentro de los muros de Gormenghast. Aquí volvía a ser una moradora de extramuros; se sintió liberada y alzó los brazos.
—Soy libre —se dijo—. Estoy de nuevo en casa. —Pero apenas pronunció estas palabras, comprendió que no era así. Sí, era verdad que estaba en casa, entre las viviendas donde había nacido, y junto a ella, como un viejo amigo, se erguía el escuálido cacto. Pero los otros, los amigos de la infancia, ¿dónde estaban? ¿A quién podía dirigirse? No buscaba a alguien en quien pudiera confiar. Sólo deseaba poder ir directamente a la casa de alguien que no le hiciera preguntas, y con quien ni siquiera tuviera que hablar.
Pero ¿quién? Ante esta pregunta, no tardó en aparecer la temida respuesta: los dos hombres.
De pronto ya no tuvo miedo, y el corazón le brincó con una inexplicable alegría, y a medida que las nubes del cielo empezaron a alejarse del cenit, aquellas que le habían oprimido el corazón fueron apartándose y la dejaron con un júbilo etéreo y una valentía que no lograba comprender. Marchó otra vez en el crepúsculo, y pasando junto a las mesas y bancos vacíos que brillaban de un modo raro en la oscuridad, mojados aún con una capa de lluvia, llegó por fin a la periferia de las casas de barro.
A primera vista parecía que los callejones estaban desiertos. Las casas de barro, generalmente de unos ocho pies de altura, se miraban desde ambos lados de los oscuros callejones como las orillas de un barranco, prácticamente tocándose por los techos. A esa hora los callejones hubieran estado en la más completa oscuridad si no fuera porque los Moradores tenían la costumbre de colgar lámparas en los dinteles de las puertas y encenderlas a la puesta del sol.
Keda dobló varias esquinas antes de encontrar el primer signo de vida. Un perro enano, de esa raza ubicua y furtiva que se escabullía con mucha frecuencia a lo largo de los senderos de barro, se adelantó a Keda corriendo sobre unas patitas sarnosas y restregándose contra la pared. La muchacha sonrió un poco. Desde la infancia le habían enseñado a despreciar a esos perros enanos y parásitos, pero al verlo pasar furtivamente junto a ella, no sintió ningún desprecio, y en la repentina alegría que le llenó el corazón le pareció que el chucho era parte de ella misma, el amor y la paz con que abrazaba el mundo. El chucho se había detenido a unos pocos metros delante de ella, y estaba sentado sobre las ancas sarnosas, rascándose con una pata la llaga que tenía detrás de la oreja. Keda sintió que el corazón le estallaba con un amor universal que atraía todas las cosas hacia su atmósfera ardiente sólo porque existían: los malos, los buenos, los ricos, los pobres, los feos, los hermosos, y también el perro amarillento que se rascaba la oreja.
Conocía tan bien esos callejones que la oscuridad no le impedía avanzar. Que los senderos de barro estuvieran desiertos era natural a esa hora de la noche en que la mayoría de los Moradores se acurrucaba junto a un fuego de raíces. Por eso Keda había salido tan tarde del castillo. Había una costumbre entre los Moradores de Extramuros de acercar la cara a la luz de la lámpara más próxima cuando se cruzaban con alguien de noche; después de mirarse unos instantes, proseguían la marcha. No era necesario que se saludaran, y la posibilidad de que se encontraran dos amigos parecía poco frecuente. La rivalidad entre las familias y las diferentes escuelas de escultura era implacable y feroz, y ocurría a veces que los enemigos se encontraban cara a cara bajo la luz de las lámparas que colgaban de las puertas; pero la costumbre era rigurosamente observada: se miraban fijamente un momento, y luego seguían adelante.
En un principio, Keda tenía la esperanza de poder llegar a su casa, la casa que le pertenecía desde la muerte de su anciano marido, sin tener que acercarse a una lámpara y ser reconocida por algún morador transeúnte, pero ahora ya no le importaba. Le parecía que la belleza que la invadía era más afilada que el filo de una espada, y una protección igualmente segura contra la calumnia y el chismorreo, contra las envidias y los odios subterráneos que una vez la habían atemorizado.
¿Qué le había sucedido?, se preguntó. Esa exaltación tan ajena a su propia y apacible naturaleza la sorprendía a la vez que la fascinaba. El momento tan temido —cuando los problemas de que había escapado al refugiarse en el castillo la envolviesen como una niebla impenetrable y aterradora— se había transformado en un atardecer de hojas y llamas, en una noche de murmullos.
Siguió andando. Detrás de las toscas puertas de madera de muchas de las viviendas oía las pesadas voces de quienes estaban dentro. Por fin llegó al largo callejón que conducía directamente a la escarpada muralla de Gormenghast. Más amplia que las demás, de nueve pies, que se ensanchaban a veces hasta doce, esa calle era el lugar donde se daban cita diariamente los Tallistas Brillantes. Los ancianos y las ancianas se sentaban en el umbral de las puertas, o iban cojeando a hacer sus recados, y los niños jugaban en el polvo bajo la sombra cambiante de la gran muralla que se alargaba gradualmente por la calle hasta que de noche engullía la larga avenida y se encendían las lámparas. Sobre el tejado plano de muchas de las casas habían colocado una talla, y al ponerse el sol, la hilera de figuras de madera del lado este resplandecía y ardía, mientras que la hilera del lado oeste se recortaba sobre el fondo luminoso del cielo como una serie de siluetas de color negro azabache, mostrando ese contraste de curvas amplias y ángulos cerrados que tanto apreciaban los Moradores.
Estas tallas se perdían ahora en las sombras por encima de las lámparas encendidas, y Keda, que las recordó mientras caminaba, buscó en vano un rastro de ellas en el cielo ya oscuro.
La casa de Keda no estaba en esta avenida, sino en la esquina de una pequeña plaza de barro donde sólo permitían instalarse a los más venerables y admirados Tallistas Brillantes. En el centro de la plaza se alzaba el mayor orgullo de los Moradores, una figura de unos catorce pies de altura, tallada siglos atrás. Había varias obras de este artista al otro lado de la muralla del castillo, en la Galería de las Tallas Brillantes; pero los Moradores no tenían de él más que esta única pieza. Nadie sabía con certeza quién podía haber sido, pero no discutían que no había habido tallista mejor. Aquella obra, que se repintaba cada año con los colores originales, representaba a un caballo con jinete. Muy estilizado y muy simple, el rítmico bloque de madera dominaba la plaza sombría. El caballo era del más puro color gris y tenía el cuello echado hacia atrás en un arco invertido, de manera que la cabeza miraba al cielo, y los rizos de las crines blancas se le amontonaban como espuma congelada alrededor del cuello retorcido y sobre las rodillas del jinete, envuelto en una capa negra. La capa tenía pintadas estrellas escarlatas. El jinete se mantenía muy erguido, pero los brazos y manos, en contraste con la vitalidad del cuello gris y musculoso de la bestia, le pendían lánguidamente. El cincel había acentuado los ángulos del rostro, blanco como las crines, y únicamente los labios y la cabellera, aquéllos de un color coral pálido y ésta de castaño oscuro, daban un poco de vida a la cadavérica máscara. A veces las madres llevaban a sus hijos rebeldes a ver esta figura siniestra, y los amenazaban con su cólera si seguían portándose mal. Esta talla les causaba un gran terror, pero los padres la consideraban una obra de extraordinaria vitalidad y belleza de forma, envuelta en ese misterioso halo de poder que era para ellos una de las condiciones de la auténtica excelencia.
Keda iba pensando en esta estatua a medida que se acercaba a la bocacalle, cuando oyó detrás de ella un ruido de pasos. Delante, la calle estaba silenciosa, las lámparas de las puertas iluminaban el suelo aquí y allá, débilmente, pero no se veía ninguna figura. Más allá de la plaza, a la izquierda, oyó el ladrido repentino de un perro, y el sonido de sus propias pisadas mientras escuchaba las que venían detrás.
Estaba a unos pocos metros de una de las lámparas, y sabía que si pasaba por delante antes que la figura que se acercaba, tanto ella como el desconocido tendrían que andar juntos en la oscuridad hasta alcanzar la lámpara próxima, donde tendrían que observar el ritual de mirarse mutuamente. Keda aflojó el paso, para cumplir lo establecido lo más rápidamente posible, y así el que venía detrás, quienquiera que fuese, podría continuar su camino.
Al llegar junto a la luz se detuvo. No había nada insólito en el hecho de detenerse y esperar; en realidad era una costumbre bastante frecuente en quienes se acercaban a una lámpara, y se la consideraba una señal de educación. Se colocó justo debajo del haz de luz para que al darse la vuelta el rostro le quedara iluminado, y el que se acercaba pudiera verla, y al mismo tiempo ser visto con mayor facilidad.
La luz vaciló un momento sobre el cabello marrón de Keda, encendiéndole las hebras más altas casi con el color de la cebada. El cuerpo de Keda, aunque macizo y redondeado, era delgado y ágil, y esta noche, bajo el impacto de aquella nueva emoción, sentía una confianza, una excitación que atacó a través de los ojos a aquel que la seguía.
Había algo eléctrico e irreal en la noche, y no obstante, pensaba Keda, esto es la realidad, y mi vida pasada no ha sido más que un sueño absurdo. Sabía que esos pasos que se acercaban en la oscuridad y que estaban ahora a unos pocos metros pertenecían a una noche que jamás olvidaría y que le parecía haber vivido mucho tiempo atrás, o haber presentido. Sabía que en cuanto los pasos se detuvieran y se volviera para dar la cara a quien venía siguiéndola, descubriría que el desconocido era Rantel, el más fiero, el más torpe de los dos que la amaban.
Se volvió y ahí estaba Rantel.
Durante mucho rato permanecieron inmóviles. Alrededor, la impenetrable oscuridad de la noche los encerraba como si estuvieran en un espacio reducido, como una sala, con la luz encima.
Keda sonrió; los labios carnosos y compasivos se le entreabrieron apenas. Examinó la cara de Rantel, la oscura mata de pelo, la frente poderosa y prominente, y las sombras de los ojos que la miraban como si estuvieran fijos en las cuencas. Observó los pómulos altos y los contornos del rostro que se afilaba en la barbilla. Tenía una boca de trazo delicado y unos hombros poderosos. El pecho de Keda subió y bajó, y se sintió débil y fuerte a un tiempo. Notaba cómo la sangre fluía dentro de ella, y se dijo que iba a morir o a estallar en hojas y flores. No era pasión lo que experimentaba, o por lo menos no la pasión del cuerpo, aunque estaba allí, sino más bien una exultación, una sed de vida, de toda la vida de la que era capaz, una vida que, aunque ella sólo lo adivinaba oscuramente, estaba presidida por el amor, el amor a un hombre. No estaba enamorada de Rantel, estaba enamorada de lo que él significaba para ella: alguien a quien podía amar.
Rantel dio un paso hacia la luz, de manera que la cara le quedó a oscuras, y la parte de arriba de sus desordenados cabellos brillaron como alambres.
—Keda —susurró.
Ella le cogió la mano.
—He vuelto.
Rantel sintió la proximidad del cuerpo de Keda y la tomó por los hombros.
—Has vuelto —dijo, como si repitiera una lección—. Ah, Keda, ¿eres tú? Te marchaste. Noche tras noche te he estado esperando. —Las manos le temblaron sobre los hombros de Keda—. Te marchaste —dijo.
—¿Me has estado siguiendo? —dijo Keda—. ¿Por qué no me hablaste cerca de las rocas?
—Quería hacerlo, pero no pude.
—¿Por qué no?
—Apartémonos de la lámpara y te lo contaré todo —dijo por fin—. ¿Dónde vamos?
—¿Dónde? ¿Dónde quieres que vaya si no es a la casa en que vivía, mi casa?
Andaban lentamente.
—Voy a decírtelo —dijo Rantel de repente—. Te he seguido para saber dónde ibas. En cuanto supe que no ibas a casa de Braigon, te he alcanzado.
—¿A casa de Braigon? Oh, Rantel, ¿todavía te sientes tan desgraciado?
—No puedo evitarlo, Keda, no puedo cambiar.
Habían llegado a la plaza.
—Hemos venido aquí para nada —dijo Rantel deteniéndose en la oscuridad—. ¿Me oyes, Keda? Para nada. Tengo algo que contarte. Oh, me duele tener que contártelo.
Nada de lo que él pudiera decir acallaría la voz que continuaba gritando dentro de ella: «¡Estoy contigo, Keda! ¡Soy vida! ¡Soy vida! ¡Oh, Keda, Keda, estoy contigo!». Pero una voz que parecía ajena a su verdadero yo, estaba preguntándole:
—¿Por qué hemos venido para nada?
—Te he seguido y te he acompañado hasta aquí, pero tu casa, Keda, la casa donde tallaba tu marido, te la han quitado. No puedes hacer nada. Cuando nos dejaste, los ancianos se reunieron, los Viejos Tallistas, y le dieron tu casa a uno de los suyos, pues ahora que tu marido ha muerto, dicen, ya no eres digna de vivir en la plaza del Jinete Negro.
—Y las tallas de mi marido, ¿qué han hecho con ellas?
Mientras esperaba una respuesta, Keda oyó cómo la respiración de Rantel se hacía más acelerada y alcanzó a ver que se pasaba el antebrazo por la frente.
—Voy a decírtelo. ¡Oh, llamas!, ¿por qué soy tan lento, tan lento? Mientras te esperaba en las rocas, como cada noche desde que te fuiste, Braigon entró en tu casa y encontró a los ancianos repartiéndose tus esculturas. «No volverá nunca más», decían. «Es una mala mujer. Las tallas quedarán abandonadas y las atacará la carcoma». Entonces Braigon sacó un cuchillo, encerró a los ancianos en una habitación debajo de las escaleras, e hizo doce viajes y llevó las tallas a su propia casa, donde las ha escondido, dice, hasta que vuelvas. Y yo, Keda, Keda, ¿qué puedo hacer yo por ti? Oh, Keda, ¿qué puedo hacer?
—Abrázame fuerte —le dijo ella—. ¿De dónde viene esa música?
En el silencio, oyeron la voz de un instrumento.
—Keda…
Rantel escondió la cara en los cabellos de Keda, abrazándola. Keda oía los latidos del corazón de Rantel. La música había cesado de repente, y el silencio volvió tan continuo como la oscuridad que los envolvía.
Rantel habló por fin:
—No viviré hasta que te tome, Keda. Entonces podré vivir. Soy escultor. Arrancaré a la madera una obra de gloria. Haré para ti un símbolo de mi amor. Será una curva en vuelo. Brincará. Una figura escarlata con manos tiernas como flores, y pies que se mezclan con la aspereza de la tierra, pues será el cuerpo el que brincará. Tendrá ojos que lo verán todo, y serán de color violeta como el borde de los relámpagos en primavera, y en el pecho grabaré tu nombre, Keda, Keda, Keda, tres veces, pues estoy enfermo de amor.
Keda levantó la mano y sus dedos fríos recorrieron la huesuda frente de Rantel, los pómulos prominentes, y llegaron a la boca, y tocaron los labios.
Al cabo de un rato, Rantel susurró:
—¿Estabas llorando?
—De alegría —dijo ella.
—Keda…
—Sí…
—¿Podrás soportar noticias crueles?
—Ya nada puede herirme —dijo Keda—. Ya no soy la que conocías. Estoy viva.
—La ley que te obligó a casarte, Keda, puede atarte una vez más. Hay otro. He oído decir que te está esperando, Keda, que espera tu regreso. Pero lo mataré, Keda, si quieres. —Keda notó que el cuerpo de Rantel se endurecía y la voz se le hacía más áspera—. ¿Quieres que lo mate?
—No hables de muerte —dijo Keda—. Nunca seré suya. Llévame a tu casa. —Oyó su propia voz y le pareció la voz de otra mujer, una voz clara y tan diferente—. Llévame contigo. En cuanto sepa que nos hemos amado, no me querrá más. Se han quedado con mi casa, ¿dónde puedo dormir esta noche si no es contigo? Por primera vez me siento feliz. Esta noche lo veo todo claro, el bien y el mal, la verdad y la mentira. Ya no tengo miedo. Y tú, ¿tienes miedo?
—¡No tengo miedo! —exclamó Rantel en la sombra—, si nos amamos.
—Amo todo, todo —dijo Keda—. No hablemos más.
Aturdido, Rantel la llevó fuera de la plaza, y atravesando las callejuelas menos frecuentadas, llegaron por fin a la puerta de una vivienda al pie de la muralla del castillo.
La habitación en que entraron estaba fría, pero en menos de un minuto Rantel había hecho que la luz del fuego danzara por las paredes. El suelo de barro estaba cubierto con la estera de fibras vegetales común a todas las moradas.
—Nuestra juventud pasará muy pronto —dijo Keda—. Pero en este momento todavía somos jóvenes, y esta noche estamos juntos. La calamidad de nuestro pueblo caerá sobre nosotros dentro de un año, o tal vez dos, pero no ahora. AHORA, Rantel, AHORA es lo que nos hace vivir. ¡Qué rápido has encendido el fuego! ¡Oh, Rantel, qué hermoso lo hiciste! Abrázame otra vez.
Mientras la abrazaba, se oyeron unos golpecitos en la ventana; Keda y Rantel no se movieron; se quedaron escuchando cómo los golpecitos iban en aumento hasta que el tosco trozo de cristal empotrado en la pared de barro vibró con un tamborileo incesante. Al volumen creciente de la lluvia repentina se unieron los primeros aullidos de un viento joven.
Pasaron las horas. Tendidos sobre bajas planchas de madera, Rantel y Keda descansaban al calor del fuego, los dos indefensos ante el amor del otro.
Cuando despertó, Keda se quedó un rato inmóvil. Tenía el brazo de Rantel sobre el cuerpo, la mano en el pecho de ella como la de un niño. Levantándole el brazo, se separó lentamente de él, y le bajó otra vez la mano con cuidado hasta el suelo. Luego se levantó y fue hacia la puerta. Desde los primeros pasos, sintió en todo el cuerpo la jubilosa convicción de que todavía era invulnerable. Descorrió el pestillo y abrió la puerta de golpe. Sabía que se enfrentaría con la muralla de Gormenghast. La base se erguiría como un abrupto acantilado, a tiro de piedra. Allí estaba, pero había algo más. Por lo que ella había visto, la cara exterior de la muralla había sido siempre un símbolo de lo duradero y lo inmutable, del poder, la austeridad y la protección. La había conocido con muchos estados de ánimo. Cocida hasta una blancura de polvo, y animada con lagartos que tomaban el sol; recordó cómo la piedra se escamaba. La había visto cubierta de florecillas rosadas y azules, que se extendían como campos de humo coloreado en abril sobre acres de superficie tibia. Había visto los protuberantes rebordes de piedra, los salientes irregulares revestidos de escarcha y orlados de carámbanos. Y también había visto cómo la nieve esponjosa se posaba sobre esos salientes, de manera que en la oscuridad, cuando la muralla desaparecía en la noche, los sitios nevados parecían enormes estrellas suspendidas.
Y ahora, esta mañana iluminada de finales de otoño parecía dar a la muralla un estado de ánimo que concordaba con el de Keda. Pero al contemplar la soleada superficie, centelleante tras una noche de lluvia torrencial, vio un hombre sentado al pie de la muralla, con la sombra detrás de él. Estaba tallando una rama que tenía en la mano. Pero aunque era Braigon quien estaba allí sentado y quien levantó los ojos cuando la puerta se abrió, ella no gritó alarmada, ni tampoco sintió miedo o vergüenza; se limitó a mirarlo tranquilamente, felizmente, y lo vio como una figura al pie de una pared centelleante, un hombre que tallaba una rama; alguien a quien había deseado volver a ver.
Braigon no se levantaba y Keda se le acercó y se sentó junto a él. Tenía una cabeza y un cuerpo macizos; de complexión cuadrada, daba una impresión de poder y energía compactos. Una espesa maraña de rizos le cubría la cabeza.
—¿Cuánto tiempo hace que estás ahí sentado, Braigon, tallando al sol?
—No mucho.
—¿Por qué has venido?
—Para verte.
—¿Cómo supiste que había vuelto?
—Porque no podía seguir trabajando.
—¿No podías tallar? —dijo Keda.
—No podía ver lo que hacía. Veía tu cara en lugar de la talla.
Keda soltó un suspiro profundo y tembloroso: sintió un dolor dentro y se llevó las manos al pecho.
—¿Y por qué has venido?
—No vine enseguida. Sabía que Rantel te encontraría cuando salieras por la puerta de la muralla, porque te espera todas las noches escondido entre las rocas. Sabía que estaría contigo. Pero esta mañana he venido a preguntarle si te había encontrado una vivienda para la noche, y dónde estabas, pues sabía que te habían quitado la casa de acuerdo con la ley de la Plaza de Barro. Pero cuando llegué aquí hace una hora, vi el aspecto de tu cara en la puerta, y era una cara feliz; por eso te he esperado aquí. ¿Eres feliz, Keda?
—Sí —dijo ella.
—En el castillo te daba miedo volver; pero ahora que estás aquí, no tienes miedo. Ya veo por qué —dijo él—. Has descubierto que estás enamorada. ¿Lo amas?
—No lo sé. No entiendo. Estoy en las nubes, Braigon. No puedo decir si lo amo o no, o si lo que amo tanto es el mundo, el aire y la lluvia de anoche, y las pasiones que se abrieron como flores en los capullos apretados. Oh, Braigon, no lo sé. Si amo a Rantel, entonces también te amo a ti. Ahora mientras te miro, con la mano en la frente y los labios que se mueven apenas, es a ti a quien amo. Amo que no hayas llorado de rabia y que no te hayas hecho pedazos al encontrarme aquí. La manera en que te has sentado aquí a solas, oh, Braigon, tallando la rama y esperando, sin miedo, comprendiéndolo todo… aún no sé cómo, pues no te he dicho nada sobre lo que de pronto me ha transformado.
Se apoyó contra la pared, y el sol de la mañana le iluminó el rostro pálidamente.
—¿Puede ser que haya cambiado tanto?
—Te has liberado.
—Braigon —exclamó Keda—, es a ti…, es a ti a quien amo. —Se retorció las manos—. Sufro por ti y por él, pero el sufrimiento me hace feliz. Tengo que contarte la verdad, Braigon. Estoy enamorada de todo, de todas las cosas, aun del sufrimiento, porque ahora observo todo desde arriba. Ha sucedido algo, y ahora me siento clara…, clara. Pero te amo a ti, Braigon, más que a cualquier otra cosa. Es a ti a quien amo.
Como si no hubiera oído, Braigon movió distraídamente la rama en la mano y después se volvió hacia Keda.
Había apoyado la pesada cabeza en la muralla, y ahora la miraba con los ojos entornados.
—Keda —dijo—, te esperaré esta noche. En la hondonada de hierba al pie del Bosque Retorcido. ¿Te acuerdas?
—Allí estaré —dijo ella, y en ese mismo momento el aire vibró entre sus cabezas y la punta de acero de un largo cuchillo golpeó las piedras entre ellos y se rompió con el impacto.
Rantel estaba delante de ellos; temblaba.
—Tengo otro cuchillo —dijo con un susurro que apenas se oyó—. Es un poco más largo. Y estará más afilado esta noche cuando vaya a buscaros a la hondonada. Hoy hay luna llena. ¡Keda! ¡Oh, Keda! ¿Has olvidado?
Braigon se puso de pie. Se había movido sólo para ponerse delante de Keda. Ella había cerrado los ojos y tenía una cara inexpresiva.
—No puedo evitarlo —dijo—. No puedo evitarlo. Me siento feliz.
Braigon enfrentó a Rantel. Habló por encima del hombro, pero sin quitarle los ojos de encima.
—Tiene razón —dijo—. Lo veré a la puesta del sol. Uno de los dos volverá a ti.
Entonces Keda se llevó las manos a la cabeza.
—¡No, no, no, no! —chilló. Pero sabía que así tenía que ser, y se calmó, apoyándose cabizbaja contra el muro; los cabellos rizados le caían sobre la cara.
Los dos hombres se fueron; sabían que no podían estar con ella en aquel día aciago. Tenían que preparar las armas. Rantel volvió a entrar en la casa de barro y salió unos momentos más tarde, envuelto en una capa. Se acercó a Keda.
—No entiendo tu amor —le dijo.
Ella levantó los ojos y vio la cabeza erguida de Rantel, los cabellos como un matorral de oscuridad.
No respondió. Sólo veía la fuerza de él, sus pómulos salientes y su mirada apasionada. Sólo veía su juventud.
—Yo soy la causa —dijo por fin—. Soy yo la que debería morir. Y voy a morir —dijo apresuradamente—. Pronto; pero hoy, ¿qué me pasa hoy? No siento miedo ni odio, y no me importa el dolor ni la muerte. Perdóname. Perdóname.
Se volvió y le aferró la mano que sostenía el puñal.
—No sé. No entiendo —dijo—. No creo que haya nada que hacer.
Le soltó la mano y él se marchó a lo largo de la muralla y desapareció en un recodo a la derecha.
También Braigon se había ido. Los ojos de Keda se nublaron.
Keda —se dijo a sí misma—. Keda, esto es una tragedia.
Pero las palabras quedaron flotando vacías en el aire de la mañana mientras ella apretaba los puños y no sentía ninguna angustia, y el pájaro brillante que le llenaba el pecho estaba allí todavía cantando…, estaba todavía cantando.