LA BIBLIOTECA de Gormenghast estaba situada en el ala este del castillo, que sobresalía de la masa gris de los edificios centrales como una estrecha y desproporcionada península. A medio camino de esta alargada ala este, la Torre de los Pedernales se alzaba en una encumbrada y escarpada soberanía sobre todas las otras torres de Gormenghast.
En otros tiempos, esta torre marcaba los límites del ala este del castillo, pero las sucesivas generaciones la habían ido prolongando. En el lado exterior, los añadidos eran ahora parte de la tradición y habían creado un precedente para el Experimento; muchos de los antepasados de lord Groan habían dado rienda suelta a algún capricho arquitectónico, y habían incorporado los anexos más incongruentes. Algunos de estos añadidos ni siquiera prolongaban el cuerpo principal del edificio hacia el este, y los edificios se curvaban o se doblaban en ángulos rectos antes de reemprender el curso original de la piedra.
La mayoría de estas construcciones tenían ese aspecto de albañilería opresiva y tosca que caracterizaba el volumen principal de Gormenghast, si bien diferían considerablemente en cualquier otro aspecto; una de ellas estaba rematada por una enorme cabeza de león tallada en piedra, y que sostenía entre las fauces el cadáver fláccido de un hombre en cuyo cuerpo estaban cinceladas las palabras: Era un enemigo de Groan.
Al lado de esta estructura había una área rectangular repleta de columnas, colocadas tan cerca unas de otras que era difícil pasar entre ellas. Por encima, a unos cuarenta pies de altura, había un tejado perfectamente plano de losas cubiertas de yedra. Esta estructura no podía haber tenido nunca un propósito práctico ya que el espeso bosque de columnas hubiera servido sólo como excelente escenario para un fantástico juego de escondite.
Había muchos ejemplos de nociones excéntricas traducidas en arquitectura en la espina de edificios que se extendía hacia el este sobre el ondulado terreno, entre los espesos muros de coníferas; pero casi todos los edificios habían sido construidos con un propósito determinado, ya fuera como pabellón para fiestas y espectáculos, observatorio, o museo. Algunos, con una sala y galerías en tres de sus lados, habían sido destinados a conciertos y bailes. Uno sin duda había servido de pajarera, pues aunque ya en ruinas, conservaba aún en la sala central las ramas que habían colgado hacía mucho tiempo, suspendidas de herrumbrosas cadenas, y en el suelo había restos de tacitas, en las que habían bebido los pájaros; unas redes de alambre, rojas de orín, se mezclaban con las malas hierbas que crecían en el suelo.
A excepción de la biblioteca, el ala este, desde la Torre de los Pedernales, era una procesión de reliquias ruinosas y olvidadas, un Gólgota de albañilería que desfilaba en silencio por una avenida de lúgubres pinos cuyas agujas ocultaban el cielo.
La biblioteca se alzaba entre un edificio de cúpula gris y otro cuya fachada había estado enyesada tiempo atrás. La mayor parte del yeso se había caído, pero habían quedado unos trozos en la superficie, adheridos a las piedras. Por los descoloridos tonos de esos fragmentos se adivinaba que un fresco había adornado otrora toda la fachada del edificio. Ninguna puerta, ninguna ventana rompía la superficie de piedra. En uno de los pedazos de yeso de mayor tamaño, que después de haber arrostrado centenares de tormentas todavía estaba sujeto a la piedra, era posible distinguir la parte inferior de una cara, pero no había ninguna otra cosa reconocible entre los fragmentos.
La biblioteca, aunque más baja que los edificios contiguos, era en cambio mucho más larga. El sendero que discurría a lo largo del ala este, ya internándose en el bosque o ya a unos pocos pies de las calidoscópicas paredes sombreadas por los árboles perennes, acababa de pronto en una curva que llevaba a la puerta esculpida. Aquí desaparecía entre las ortigas de los tres anchos escalones que descendían hacia la menos impresionante de las dos entradas, pero que era sin embargo la que lord Sepulcravo utilizaba siempre para penetrar en el reino de la biblioteca. No le era posible visitar la biblioteca tan a menudo como deseaba, ya que el arduo deber de atender los compromisos que el inacabable ceremonial exigía, le robaba muchas horas cada día de su único placer: los libros.
A pesar de sus obligaciones, lord Sepulcravo solía acudir a este refugio cada anochecer, por muy tarde que fuera, y allí permanecía hasta el alba del día siguiente.
La noche en que mandó a Excorio en busca de Titus, lord Sepulcravo se encontró libre a las siete de la tarde, y sentándose en un rincón de la biblioteca, se hundió en una profunda ensoñación.
La sala estaba alumbrada por un candelabro cuya luz, incapaz de alcanzar las extremidades de la sala, sólo iluminaba los lomos de los volúmenes en las estanterías centrales de las largas paredes. Una galería de piedra rodeaba la biblioteca a unos quince pies del suelo; los libros que cubrían las paredes de la sala principal quince pies más abajo se unían a los de los altos estantes de la galería.
En medio de la sala, justo debajo de la luz, había una mesa alargada. Había sido tallada de un solo bloque de negrísimo mármol, y la pulimentada superficie reflejaba tres de los volúmenes más preciados de la colección de lord Sepulcravo.
Sobre las rodillas, que mantenía juntas, reposaba un libro de los ensayos de su abuelo, pero aún no lo había abierto. Los brazos le colgaban inertes a ambos lados, y tenía la cabeza apoyada en el terciopelo del respaldo de la silla. Vestía el traje gris que acostumbraba llevar en la biblioteca. Las delicadas manos le asomaban en las mangas amplias con la transparencia umbrosa del alabastro. Había permanecido así por espacio de una hora; la más profunda melancolía se manifestaba en todas las líneas de su cuerpo.
Parecía como si la biblioteca se extendiese alrededor, como si el conde fuera un núcleo. El abatimiento de Sepulcravo infestaba el aire e irradiaba el mal en todas direcciones. Todos los objetos de la gran sala absorbían esta melancolía. Las galerías en sombra meditaban con una lenta angustia; prolongándose hasta perderse en los oscuros rincones, hilera sobre hilera, cada libro parecía emitir su propia nota trágica en una monumental fuga de volúmenes.
En la actualidad no veía a la condesa más que en esas ocasiones en que el ritual de Gormenghast lo dictaba. Nunca habían encontrado en la compañía del otro alguna simpatía mental o física, y el matrimonio, aunque necesario desde el punto de vista sucesorio, nunca había sido feliz. A pesar de su intelecto, que como él sabía era muy superior al de ella, sentía y temía la pesada y enérgica vitalidad de su esposa, no tanto una vitalidad física como una pasión ciega por ciertos aspectos de la vida que para él no tenían ningún interés. Había sido un amor desapasionado, y si no fuera por la imperativa necesidad de un heredero varón para la casa Groan, hubieran renunciado alegremente a la turbadora aunque fértil unión. Durante el embarazo, la había visto sólo a largos intervalos. El insatisfactorio matrimonio había sin duda acrecentado su depresión innata, pero comparado con el lúgubre bosque de su inherente melancolía, no era más que un árbol de una región foránea que había sido trasplantado y absorbido.
No era este distanciamiento lo que entristecía al conde, nada tangible en verdad, sino una pena innata y constante.
Eran pocas las gentes con las que pudiera comunicarse al nivel de su propio pensamiento, y de éstas, sólo una le daba alguna satisfacción: el Poeta. Visitaba ocasionalmente a este hombre larguirucho de cabeza de cuña, y encontraba un interés momentáneo en el lenguaje abstracto con que se comunicaban sus vertiginosos entramados de conjeturas. Pero había en el Poeta un toque idealista, un cierto entusiasmo que irritaba a lord Sepulcravo, por lo que no se encontraban muy a menudo.
Las muchas obligaciones, que para otros hubieran sido fastidiosas y parecido fatuas, eran un alivio para su señoría y en parte lo ayudaban a olvidarse de sí mismo. Se sabía víctima incurable de una melancolía crónica, y de haber tenido que pasarse los días a solas, hubiera necesitado constantemente esas drogas que incluso ahora estaban ya minándole la salud.
Esta noche, sentado en silencio en la silla de respaldo de terciopelo, la mente se le había vuelto hacia varios temas, como un negro bajel que a pesar de navegar por muchas aguas tiene siempre debajo una imagen fúnebre reflejada entre las olas. Filósofos, y la poesía de la Muerte, el por qué de las estrellas y la naturaleza de esos sueños que lo perseguían cuando en las horas clorales antes del alba, el láudano edificaba para él un mundo de color de sebo de una lívida belleza.
Había meditado largamente y se aprestaba a coger una vela que tenía junto a él en una mesita e ir en busca de un libro más acorde con su humor que los ensayos que tenía sobre las rodillas, cuando sintió la presencia audaz y firme de otro pensamiento que ya había estado templando las ensoñaciones anteriores. Había empezado a hacerse notar como algo que nublaba y perturbaba la claridad de sus reflexiones en tomo al propósito y significado de la tradición y el linaje, y ahora que el pensamiento se había despojado de toda su carga erudita, el conde lo veía avanzar por su cerebro, tan desnudo como la primera vez que había visto a su hijo Titus.
La depresión no se le pasó; simplemente se desplazó a un lado. Lord Sepulcravo se puso de pie, y moviéndose en silencio devolvió el libro a una estantería de ensayos. También en silencio volvió a la mesa.
—¿Dónde estás? —dijo.
Excorio salió inmediatamente de la oscuridad de uno de los rincones.
—¿Qué hora es?
Excorio sacó su pesado reloj.
—Las ocho, su señoría.
Lord Sepulcravo, con la cabeza colgando sobre el pecho, se paseó durante unos minutos de un lado a otro de la biblioteca. Excorio lo observó un rato; al fin el amo se detuvo delante del criado.
—Deseo ver a mi hijo. Dile a la niñera que lo traiga a las nueve. Tú los conducirás a través del bosque. Ya puedes marcharte.
Excorio dio media vuelta, y acompañado por el crujido de sus rodillas desapareció en las sombras. Al llegar al extremo de la sala, apartó las cortinas que ocultaban la pesada puerta de roble, corrió el pestillo, y subió por los tres escalones hacia el aire nocturno. Por encima de su cabeza, las enormes ramas de los pinos se frotaban rechinando unas contra otras. El cielo estaba cubierto, y si no hubiera pasado por allí de noche miles de veces, sin duda se habría perdido en la oscuridad. Adivinaba a la derecha la espina del ala oeste, aunque no la veía. Continuó caminando y diciéndose mentalmente:
—¿Por qué ahora? Tuvo todo el verano para ver a su hijo. Pensé que lo había olvidado. Tendría que haberlo visto hace mucho. ¿A qué viene todo esto? El heredero de Gormenghast atravesando bosques en una noche fría. Equivocado. Peligroso. Un posible resfrío. Pero su señoría sabrá lo que hace. Él sabrá. Yo no soy más que el criado. Su criado personal. Nadie más lo es. Me eligió, a MÍ, a Excorio, porque confía en mí. Tiene buenas razones, ¡ja, ja, ja! ¿Por qué?, se preguntan todos. ¡Ja, ja, ja! Silencioso como una tumba. Ésa es la razón.
A medida que se aproximaba a la Torre de los Pedernales había menos árboles y unas pocas estrellas aparecieron en el cielo negro. Para cuando llegó al cuerpo del castillo, las nubes nocturnas no ocultaban más que la mitad del cielo, y alcanzó a distinguir unas formas borrosas en la oscuridad. De pronto se detuvo, con el corazón golpeándole las costillas, y alzó los hombros hasta las orejas; pero pronto comprendió que el vago y obeso bulto de oscuridad a unos pocos pies de distancia era un arbusto de boj recortado y no la figura maligna que lo observaba últimamente.
Siguió andando y por fin llegó a una puerta, debajo de una arcada. Algo, que ni él mismo podía explicarse, hizo que no la abriera enseguida y subiera las escaleras yendo en busca de Tata Ganga. Que hubiera visto a través de la arcada y la oscuridad del patio de la servidumbre una luz tenue en un edificio de las cocinas, no era ninguna rareza. Por lo general siempre había alguna luz en las dependencias de las cocinas, a pesar de que a estas horas de la noche casi todo el personal se había retirado a los dormitorios subterráneos. Un aprendiz, al que se hubiera impuesto una tarea extraordinaria después de su jornada laboral, podía estar fregando el suelo, o unos pocos cocineros podrían haberse quedado allí preparando algún plato especial para la mañana siguiente.
Esta noche, sin embargo, la tenue luz verdosa de un ventanuco le llamó la atención, y antes de darse cuenta de hasta qué punto esto lo intrigaba, comprobó que los pies se le habían adelantado al pensamiento y lo llevaban a través del patio.
De camino se detuvo dos veces para decirse a sí mismo que estaba embarcándose en una excursión inútil, especialmente en una noche tan fría como ésa, pero aun así siguió adelante, guiado por una inquietud ilógica e inquisitiva en la que no cabía el buen juicio.
No conseguía adivinar de qué habitación procedía ese cuadrado de luz verdosa. Había algo enfermizo en el color. En el patio no había nadie; no se oían más pisadas que las suyas. La ventana era demasiado alta, incluso para él, y era imposible mirar dentro; aunque podía alcanzarla fácilmente con las manos. Una vez más se preguntó a sí mismo:
—¿Qué estás haciendo? Pierdes el tiempo. Lord Sepulcravo te ha dicho que le lleves a Tata Ganga y la criatura. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué haces?
Pero el cuerpo enjuto se le había anticipado otra vez, y se encontró haciendo rodar un tonel vacío que estaba arrimado a la pared del claustro.
No era fácil en la oscuridad mantener en equilibrio el barril inclinado y hacerlo rodar de canto hasta el cuadrado de luz, pero al fin consiguió con muy poco ruido ponerlo justo debajo de la ventana.
Incorporándose, alzó la cabeza hacia la luz que emanaba como un flujo de gas y flotaba alrededor de la ventana en la bruma de la noche de otoño.
Con el pie derecho ya sobre el barril, advirtió que si se alzaba hasta el centro de la ventana, expondría la cara a la luz del cuarto. Por qué, no lo sabía, pero la curiosidad que había sentido bajo la arcada era ahora tan fuerte que después de bajar del barril y empujarlo a la derecha del ventanuco, volvió a subirse encima con una prisa que lo sorprendió. Extendió los brazos a ambos lados contra la invisible pared, y a medida que movía gradualmente la cabeza hacia la izquierda, un sudor le corrió por los dedos, separados como las varillas de un abanico de hueso. A través del cristal veía ya —a pesar de las viejas y polvorientas telarañas, suspendidas como hamacas llenas de moscas— las lisas paredes de piedra del interior del cuarto; pero tuvo que mover la cabeza un poco más hacia la luz, para tener una buena perspectiva del suelo.
La luz que se filtraba por la ventana como una borrosa calina, sacaba fuera, como de una tela oscura, las principales formaciones óseas de la cabeza de Excorio, dejando las cuencas de los ojos, el cabello, el área entre la nariz y el labio inferior, y todo lo que se extendía por debajo de la barbilla, como partes auténticas de la noche. Era una máscara suspendida en la oscuridad.
Excorio la levantó pulgada a pulgada, hasta que por fin vio lo que por una especie de presentimiento profético había sabido que estaba destinado a ver. Una intensificación de ese horrible verde que había observado desde el otro lado del patio llenaba el aire de la habitación. La lámpara, colgada de una cadena del centro del techo, estaba metida dentro de un globo de cristal verde lima. La luz fantasmal envolvía todas las cosas en una aureola teatral.
Pero Excorio no tenía ojos para los pocos objetos desperdigados en este nebuloso escenario de pesadilla. No veía otra cosa que una enorme, siniestra y nauseabunda presencia que hizo que se tambaleara en el barril y apartara la cabeza para refrescarse la frente contra la piedra fría de la pared.