TATA GANGA se perturbó tanto al ver al estrafalario joven que acompañaba a Fucsia que tuvieron que pasar varios minutos antes de que estuviera en condiciones de atender a cualquier explicación. Los ojos se le movían rápidamente de Fucsia al intruso. Estuvo tanto rato tirándose nerviosamente del labio inferior que Fucsia comprendió que era inútil continuar explicando. Ya no sabía qué hacer, cuando oyó la voz de Pirañavelo:
—Señora —dijo dirigiéndose a Tata Ganga—, mi nombre es Pirañavelo, y le ruego que disculpe mi súbita aparición en la puerta del cuarto de usted.
Se inclinó profundamente ante la anciana, mirándola de soslayo a través de las cejas. La señora Ganga dio tres pasos inciertos hacia Fucsia y la agarró del brazo.
—¿Qué está diciendo? ¿Qué está diciendo? ¡Oh, mi pobre corazón! ¿Quién es ése? ¿Qué te ha hecho, mi única?
—Él también viene —dijo Fucsia a modo de respuesta—. Quiere ver al doctor Prune. ¿Y el regalo? ¿Por qué me hace un regalo? Vamos a casa del doctor. Estoy cansada. Date prisa, tengo ganas de acostarme.
En cuanto Fucsia mencionó su cansancio, Tata se puso enseguida en movimiento, y cogiéndola por el antebrazo se encaminó hacia la puerta.
—Enseguida estarás en la cama. Yo misma te acostaré y te arroparé, y te apagaré la lámpara como de costumbre, mi niña traviesa, y podrás dormir hasta que te despierte para servirte el desayuno junto al fuego; o sea que no has de preocuparte, mi niña cansada. No estarás con el doctor más que unos minutos. Sólo unos minutos.
Salieron de la habitación, Tata Ganga echando miradas sospechosas por encima del brazo de Fucsia a los movimientos rápidos del muchacho alto de hombros.
Descendieron varios tramos de escalera hasta llegar a una sala donde unas armaduras colgaban frías de las paredes y unas viejas armas, tan herrumbradas como un seto de hayas en invierno, se amontonaban en los rincones. No era lugar para detenerse, pues del suelo de piedra subía un frío cortante, y unas heladas perlas de humedad parecían gotas de sudor sobre la deslustrada superficie de hierro y acero.
El aire húmedo hizo que Pirañavelo arrugara la nariz, y observó rápidamente la amalgama de trofeos corroídos y panoplias colgadas, brillantes de herrumbre, y el montón de pequeñas armas; y vio una delgada hoja de acero cuya punta parecía estar encajada en una especie de tubo, pero no alcanzaba a distinguirlo claramente en la penumbra. La imagen de un bastón-espada le pasó por la cabeza; le hubiera gustado tener uno. Pero no era éste el momento de revolver entre los montones de chatarra, pues se daba cuenta de que la anciana no le quitaba los ojos de encima; siguió a las dos mujeres, pero se prometió a sí mismo volver a visitar este gélido lugar en la primera oportunidad.
La puerta por la que salieron daba a la escalera que llevaba al centro de la sala insalubre. Se encontraban ahora en el extremo de un pasillo mal iluminado, con las paredes cubiertas de pequeños grabados de colores borrosos. Algunos estaban enmarcados, pero sólo unos pocos conservaban todavía el cristal. Tata y Fucsia, que estaban familiarizadas con el pasillo, no hicieron caso de esta desolada condición ni de los grabados amarillentos que representaban con mucho detalle, pero sin ninguna imaginación, los lugares obviamente más pintorescos de Gormenghast. Pirañavelo frotó la manga por encima de un par de grabados, para quitarles parte del polvo, y los examinó con ojo crítico, pues era típico en él no dejar escapar ninguna clase de información.
Este pasillo acababa bruscamente ante una puerta pesada que Fucsia abrió con esfuerzo, dando paso a una oscuridad menos opresiva. Caía la tarde, y al otro lado de la puerta un grupo de nubes desfilaba rápidamente por un cielo color pizarra en el que se movía una única estrella.
—¡Oh, mi pobre corazón, qué tarde se está haciendo! —dijo Tata, escudriñando el cielo con ansiedad, y confiando a Fucsia sus pensamientos de modo tan subrepticio que parecía tener miedo de que el firmamento llegara a oírla—. ¡Qué tarde se está haciendo, mi única! Tengo que volver enseguida junto a tu madre. Le tengo que llevar algo de beber a ese pobre corpachón. ¡Oh, no, no debemos quedarnos mucho rato!
Enfrente se extendía un patio enorme y en la esquina opuesta había un edificio de tres plantas, unido al cuerpo del castillo por un arbotante. De día contrastaba singularmente con la omnipresente piedra gris de Gormenghast, ya que había sido construido con la dura arenisca roja de una cantera de la que nadie había vuelto a saber desde entonces.
Fucsia parecía agotada. La jornada había estado sobrecargada de acontecimientos. Ahora, a medida que las últimas luces se rendían en el oeste, seguía despierta y a punto de empezar, no de acabar, una nueva experiencia.
Con Tata Ganga agarrada al brazo, se encaminó hacia la puerta principal. De repente, la anciana se detuvo, y como hacía siempre cuando estaba aturdida, se llevó la mano a la boca y tiró del diminuto labio inferior mirando a Fucsia con ojos lacrimosos. Iba a decir algo, cuando se oyó un ruido de pasos y ella y sus dos acompañantes se volvieron y clavaron los ojos en una figura que se acercaba en la oscuridad, acompañada por un sonido débil, como de algo frágil que se rompe una y otra vez.
—¿Quién es? —dijo Tata Ganga—. ¿Quién es, mi única? ¡Oh, qué oscuro está!
—No es más que Excorio. Vamos, estoy cansada.
Pero alguien les habló desde las tinieblas.
—¿Quién? —gritó la voz dura y torpe. El lenguaje de Excorio era a veces ininteligible, pero nunca prolijo.
—¿Qué quiere, señor Excorio? —chilló Tata, para sorpresa suya y de Fucsia.
—¿Ganga? —inquirió de nuevo la voz seca—. Requerida.
—¿Quién es requerida? —le respondió a gritos Tata; Excorio era siempre demasiado brusco con ella.
—¿Quién está con usted? —rugió Excorio, a sólo unos metros de las mujeres—. Tres hace un momento.
Fucsia, que había aprendido hacía tiempo a interpretar las exclamaciones del criado, volvió enseguida la cabeza y se sintió sorprendida y aliviada al comprobar que Pirañavelo había desaparecido. Y sin embargo, ¿no había también un toque de decepción? Alargó la mano y tiró de la vieja niñera.
—Tres hace un momento —repitió Excorio, que se había acercado.
La señora Ganga también había advertido la desaparición de Pirañavelo.
—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Dónde está ese horrible muchacho?
Fucsia sacudió la cabeza y se volvió bruscamente hacia Excorio, cuyos miembros parecían alargarse hasta perderse en la noche. La fatiga la irritaba y se desahogó en el austero sirviente.
—¡Márchate! ¡Márchate! —sollozó—. ¿Quién te quiere aquí, estúpido espantapájaros? ¿Quién te ha dicho que vengas a gritar «Quién anda ahí»? Te crees muy importante, pero no eres más que una cosa vieja y flaca. Vuelve con mi padre, donde tienes que estar, y déjanos solas.
Y Fucsia, estallando en un largo y agotado sollozo, se precipitó hacia el demacrado Excorio abrazándolo por la cintura y empapándole el chaleco con lágrimas.
Excorio se mantuvo erguido, con los brazos colgando a los lados, pues no hubiera estado bien que tocara a lady Fucsia, por muy inocente que fuera el motivo. Después de todo, él no era más que un criado, aunque en verdad muy importante.
—Por favor, ahora vete —dijo Fucsia por último, apartándose.
—A usted —dijo el criado después de rascarse la nuca—, el conde quiere verla. —Sacudió la cabeza señalando a la vieja niñera.
—¿A mí? —chilló Tata Ganga, que había estado pasándose la lengua por los dientes.
—A usted —dijo Excorio.
—¡Oh, mi pobre corazón! ¿Cuándo? ¿Cuándo quiere que vaya? ¡Oh, mi pobre cuerpo! ¿Qué querrá?
—La quiere ver mañana —respondió Excorio, dando media vuelta y desapareciendo. Al poco rato, hasta el ruido de sus rodillas dejó de oírse.
No esperaron más; se alejaron rápidamente hacia la puerta de la casa de piedra arenisca, y Fucsia dio un golpe fuerte con la aldaba, mientras se frotaba con la manga la humedad de los ojos.
Mientras esperaban, oyeron el sonido de un violín.
Fucsia golpeó otra vez, y a los pocos segundos la música calló y unos pasos se acercaron y se detuvieron. La puerta se abrió y la figura del doctor apareció a plena luz y los invitó a entrar. Luego cerró la puerta, pero no antes de que un joven delgado consiguiera meterse dentro escurriéndose entre Fucsia y la señora Ganga.
—¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! ¡Bien! —dijo el doctor, sacudiéndose el pelo de la manga de la chaqueta, con una sonrisa deslumbrante—. O sea que mi querida Fucsia se ha traído un amigo, se ha traído un amigo —enarcó las cejas—, ¿o no es así?
Por segunda vez, Tata Ganga y Fucsia se volvieron para averiguar de qué hablaba el doctor, y descubrieron que Pirañavelo estaba justo detrás de ellas.
El joven hizo una reverencia, sin apartar la vista del doctor Prunescualo.
—Al servicio de usted —dijo.
—¡Ja, Ja, Ja! Pero si yo no necesito a nadie a mi servicio —dijo el doctor Prunescualo doblando las largas y blancas manos como si fueran pañuelos de seda—. En todo caso, preferiría tener a alguien «en» mi servicio. ¡Oh, sí, sí! Pues si todos los caballeretes que vinieran a mi puerta quisieran mi servicio, pronto me quedaría sin ningún servicio. ¡Ja, ja, ja! Pronto estaría hecho trizas. ¡Ja, ja, ja! Absolutamente hecho trizas.
—Ha venido —dijo Fucsia con voz pausada— porque quiere trabajar y porque es listo. Por eso lo he traído.
—Ciertamente —dijo Prunescualo—. Siempre me han fascinado los que quieren trabajar, ja, ja. Es apasionante observarlos. ¡Ja, ja, ja! Apasionante y misterioso. Entren, queridas señoras, entren. Mi muy estimadísima señora Ganga, cada día que pasa rejuvenece cien años. Por ahí, por ahí. Cuidado con esa silla, mi estimadísima Tata, cuidado, ¡oh!, mi querida señora, ha de mirar usted por donde anda, en nombre de la circunspección, vaya con cuidado. Ahora, permítame que abra esta puerta y así podremos ponernos cómodos. ¡Ja, ja, ja! Muy bien, mi querida Fucsia. ¡Que no se caiga! ¡Que no se caiga!
Hablando así, y conduciéndolas delante de él, y paseando al mismo tiempo los ojos magnificados por la extraordinaria indumentaria de Pirañavelo, el doctor llegó por fin a su gabinete y cerró la puerta con un clic. La señora Ganga fue acomodada en un sillón de color vino, en el que parecía particularmente diminuta, y Fucsia en otro similar. A Pirañavelo le señalaron una silla de roble de respaldo alto, y el doctor se dispuso a sacar botellas y copas de un armario empotrado en la pared.
—¿Qué va a ser? ¿Qué va a ser? ¡Fucsia, mi niña querida! ¿Qué te apetece?
—No quiero nada, gracias. Sólo tengo ganas de acostarme, doctor Prune.
—¡Ajá! ¡Ajá! Un pequeño estimulante, quizás. Algo que te despabile, querida. Algo que te ayude a salvar el bache hasta que, ¡ja, ja, ja!, estés cómodamente abrigada en tu camita. ¿Qué te parece? ¿Qué te parece?
—No lo sé —dijo Fucsia.
—¡Ajá! Pero yo sí que lo sé, yo sí —dijo el doctor, y relinchó como un caballo. A continuación, arremangándose de modo que las muñecas le quedaron desnudas, se encaminó hacia la puerta dando saltitos como un pájaro melindroso y tiró de un cordón que pendía en la pared. Luego, después de bajarse cuidadosamente las mangas, esperó de puntillas hasta oír un ruido fuera, momento en que abrió la puerta bruscamente revelando a un criado de piel atezada y librea blanca que alzaba la mano como a punto de llamar a la puerta. Antes de que el doctor dijera una palabra, Tata se inclinó hacia adelante en el asiento. Las piernas, que no alcanzaban el suelo, le pendían desmañadas.
—Es el vino de saúco el que más te gusta, ¿verdad? —preguntó la anciana con un nervioso susurro a Fucsia—. Díselo al doctor. Díselo enseguida. Tú no quieres ningún estimulante, ¿verdad?
El doctor ladeó ligeramente la cabeza, sin volverse. Sacudió el índice ante los ojos del criado, y le ordenó con aspereza que preparara unos polvos y trajese una botella de vino de saúco. Cerró la puerta y se acercó a Fucsia, bailando.
—Relájate, querida, relájate —le dijo—. Permite que tus miembros vayan por donde quieran, ja, ja, ja, siempre que no vayan demasiado lejos, ¡ja, ja, ja! Siempre que no vayan demasiado lejos. Piensa en ellos uno a uno hasta que se te queden tan flojos como una medusa, y podrás ir corriendo al Bosque Retorcido y estar de vuelta casi sin enterarte.
Mostró una dentadura relumbrante y las hebras plateadas de la pelambrera le brillaron a la luz de la lámpara.
—¿Y usted, querida Ganga? ¿Qué va a tomar la tata de Fucsia? ¿Un poco de oporto?
Tata Ganga se pasó la lengua por los labios arrugados y asintió mientras se llevaba los dedos a la boca, sobre la que parecía flotar una sonrisita insensata. Observó todos los movimientos del doctor mientras le llenaba la copa de vino y se la traía.
Saludó inclinando el cuerpo hacia adelante, según lo que era costumbre en otros tiempos, mientras cogía la copa estirando tiesamente las piernas, pues había retrocedido hasta apoyarse en el respaldo del sillón y era como si estuviera sentada en una cama.
De pronto, el doctor estaba de nuevo junto al sillón de Fucsia, inclinado sobre ella. Tenía las manos juntas en un gesto característico, anudadas bajo el mentón.
—Tengo algo para ti, querida. ¿Te lo ha dicho tu tata?
Los ojos del doctor se movieron a un costado de las gafas dándole un aire fantásticamente picaresco, que en aquella cara y para quienes lo vieran por primera vez, tenía que resultar como mínimo algo inquietante.
Fucsia se inclinó hacia adelante, las manos apoyadas sobre los brazos almohadillados del sillón.
—Sí, doctor Prune, muchas gracias. ¿Qué es? ¿Qué es?
—¡Ajá! ¡Ja, ja, ja, ja! Se trata de algo que podrás llevar, ¡ja, ja! Si te gusta y si no es demasiado pesado. No quiero fracturarte las vértebras cervicales, mi pequeña dama. ¡Oh, no! En nombre de la buena salud, no es ésa mi intención. Pero tendrás que ir con cuidado. Así lo harás, ¿no es cierto? ¡Ja, ja!
—Sí, sí —dijo Fucsia.
Se le acercó un poco más.
—Yo sé que el nacimiento de tu hermanito te ha dolido, ja, ja. Yo lo sé. —El susurro se filtró entre los grandes dientes del doctor, muy débilmente, pero no tan débilmente como para que Pirañavelo no alcanzara a oírlo—. Tengo una piedra para tu pecho, mi querida niña, pues vi diamantes en tus conductos lacrimógenos cuando escapaste de la habitación de tu madre. Para contrarrestar esas lágrimas, si vuelven a brotar, se necesita una piedra más pesada, aunque quizá menos brillante, que te cuelgue sobre el pecho.
Los ojos de Prunescualo permanecieron inmóviles unos instantes. Las manos seguían entrelazadas bajo el mentón. Fucsia lo observaba en silencio.
—Gracias, doctor Prune —dijo por fin.
El médico se incorporó y gorjeó:
—¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! —luego volvió a inclinarse y susurró—: Así que he decidido darte una piedra de otra tierra.
Se metió la mano en el bolsillo, pero la retuvo allí mientras echaba una mirada por encima del hombro.
—¿Quién es ese amigo de ojos vehementes, mi Fucsia? ¿Lo conoces bien?
Fucsia sacudió la cabeza y sacó el labio inferior en una instintiva mueca de aversión. El doctor le guiñó el magnificado ojo derecho.
—Un poco más tarde quizás —dijo, levantando de nuevo el párpado como alguna especie de monstruo marino—. Cuando la noche esté un poco más avanzada, cuando las muelas le hayan crecido un poco más, ¡ja, ja, ja! —Se enderezó—. Cuando el mundo se haya deslizado por el espacio otras cien millas, ¡ja, ja!, entonces…, ah, sí, entonces…
Mirando a Fucsia con aire de complicidad, le guiñó otra vez el ojo y luego giró sobre sus talones.
—Y ahora, ¿qué va usted a beber? Pero, en nombre de la calcetería, ¿de qué va vestido?
Pirañavelo se puso de pie.
—Visto lo que me obligan a vestir hasta que encuentre ropa más apropiada. Estos harapos, aunque del uniforme oficial, son en mí tan absurdos como insultantes. Señor, me ha preguntado qué deseaba tomar. Pues bien, con su permiso, coñac, señor, coñac.
La señora Ganga, con los ojos débiles y viejos, prácticamente desorbitados, miraba fijamente al doctor preguntándose cómo respondería a este torrente de palabras. Fucsia no había estado escuchando. Algo para llevar, había dicho el doctor. Algo pesado para colgarse al pecho. Una piedra. A pesar del cansancio, estaba muy excitada pensando qué sería. El doctor Prunescualo siempre había sido amable con ella, aunque de aire siempre protector, pero nunca le había hecho un regalo. ¿De qué color sería la pesada piedra? ¿Qué sería? ¿Qué sería?
El doctor se quedó unos instantes perplejo ante el aplomo del muchacho, pero no lo demostró. Se limitó a sonreír como un cocodrilo.
—Si no me equivoco, querido muchacho, eso que lleva es una chaqueta de cocina.
—No sólo la chaqueta es de cocina, también llevo pantalones de cocina, y calcetines de cocina y zapatos de cocina. Si me lo permite, doctor, le diré que todo lo que llevo pertenece a la cocina, menos yo, señor.
—¿Y qué es usted? —preguntó Prunescualo juntando las puntas de los dedos—. Debajo de esta fétida chaqueta, que me parece asombrosamente antihigiénica, he de confesar, incluso para la cocina de Vulturno, ¿qué es usted? ¿Es tal vez un caso problemático, mi querido muchacho, o un caso claro de caballerete falto de ideas, ja, ja, ja?
—Con su permiso, doctor, no soy ni una cosa ni otra. Tengo muchas ideas, aunque en este momento tengo también muchos problemas.
—¿Es posible? —dijo el doctor Prunescualo—. ¿Es posible? ¡Qué sorprendente! Bébase el coñac, y tal vez algunos de esos problemas se desvanecerán gentilmente en los vapores de este excelente narcótico. ¡Ja, ja, ja! Se desvanecerán gentil e imperceptiblemente… —Y meneó los largos dedos en el aire.
En ese momento un golpe en la puerta hizo que el doctor exclamara con su extraordinaria voz de falsete:
—¡Avanti! ¡Vamos, entre, entre, amigo mío! ¡Avanti! En nombre de la velocidad, ¿a qué espera?
La puerta se abrió y apareció el criado sosteniendo una bandeja con una botella de vino de saúco y una cajita blanca de cartón. Depositó la botella y la caja sobre la mesa y se retiró. Los modales de este hombre eran un tanto hoscos. Había puesto la botella sobre la mesa con un movimiento tal vez demasiado despreocupado. Había cerrado la puerta con una excesiva brusquedad, tal vez. Pirañavelo se dio cuenta, y cuando vio que el doctor lo miraba, enarcó burlonamente las cejas y se encogió levemente de hombros.
Prunescualo llevó una botella de coñac a la mesa en el centro de la sala, pero antes sirvió una copa de vino de saúco que entregó a Fucsia con una inclinación.
—Bebe, mi querida Fucsia —dijo—, bebe por todas las cosas que amas. Ya sé. Ya sé —añadió con las manos de nuevo entrelazadas bajo el mentón—. Bebe por todo lo que brilla y reluce. Bebe por las Cosas de Colores.
Fucsia respondió al brindis asintiendo sin sonreír, bebió un trago, y miró al doctor muy seria.
—Es bueno —dijo—. Me gusta el vino de saúco. ¿Y tú, Tata, te gusta lo que bebes?
Cuando advirtió que le hablaban, la señora Ganga estuvo a punto de derramar el oporto sobre el brazo del sillón. Asintió vigorosamente con la cabeza.
—Y ahora el coñac —dijo el doctor—. El coñac para el maestro…, maestro…
—Pirañavelo, mi nombre es Pirañavelo, señor.
—Pirañavelo el de los Muchos Problemas —dijo el doctor—. Por cierto, ¿cuáles ha dicho que eran? Mi memoria es tan poco de fiar… Es veleidosa como una zorra. Pregúnteme el nombre del tercero de los vasos sanguíneos laterales que irrigan de este a oeste la punta de mi dedo índice cuando me echo de cara al sol poniente, o el porcentaje de creta que se encuentra en los nudillos de una solterona media de cincuenta y siete años, ¡ja, ja, ja!; aun pídame, mi querido muchacho, que le describa el pulso de las ranas dos minutos antes de que mueran de sarna…, esas cosas no suponen ningún esfuerzo para mi memoria, ¡ja, ja, ja! Pero pídame que me acuerde exactamente de los problemas de los que me ha hablado, hace apenas un minuto, y comprobará cómo me falla la memoria. ¿Por qué será, mi querido Pirañavelo? ¿Por qué será?
—Porque nunca los he mencionado.
—Ahí está la respuesta —dijo Prunescualo—. Sin duda ahí está la respuesta.
—Así lo creo, señor.
—Pero usted tiene problemas.
Pirañavelo cogió la copa de coñac que el doctor le había servido.
—Mis problemas son variados. El más inmediato es impresionar a usted con mis talentos. Que sea capaz de hacer un comentario tan heterodoxo es ya un signo de cierta originalidad. Por el momento, no le soy indispensable, señor, porque aún no ha utilizado usted mis servicios; pero si me dejara pasar una semana bajo su techo, podría llegar a serlo. Sería imprescindible. Como verá, me precipito a propósito en mis comentarios. O bien me rechaza usted de plano o bien ya siente deseos de conocerme un poco más. Tengo diecisiete años, señor. ¿Le parece que hablo como un chico de diecisiete años? ¿Actúo como uno de diecisiete? Soy bastante listo como para saber que soy listo. Espero que perdone mi comportamiento indiscreto, señor, porque usted es un caballero de imaginación. Este es pues, señor, mi problema inmediato. Impresionarlo con mi talento, que estoy dispuesto a poner enteramente al servicio de usted. —Pirañavelo levantó la copa—. Por usted, señor, si me permite este atrevimiento.
Todo este rato, el doctor había tenido levantada su copa de coñac, a unos centímetros de los labios, y cuando Pirañavelo calló y tomó un sorbo, Prunescualo se dejó caer en una silla junto a la mesa y depositó allí la copa que no había probado.
—Bien, bien, bien, bien —dijo por último—. ¡Bien, bien, bien, bien, bien! En nombre de toda la intriga del mundo esto es realmente la quintaesencia. ¡En nombre de la insolencia, qué descortesía! ¡Qué enorme desfachatez! ¡Qué extraño frenesí, en verdad! —Y empezó a relinchar, bajo al principio pero al cabo de un rato la risita aumentó en volumen y en tempo y a los pocos minutos el doctor era incapaz de dominar la estridente galerna de su propia hilaridad. Que tal cantidad de aire y de ruido consiguiera salir de dos pulmones que en aquel pecho tubular tenían que estar a la fuerza incómodamente comprimidos, es difícil de imaginar. Manteniendo, incluso en la cima de sus paroxismos, una extraordinaria elegancia teatral, el doctor se meció en su silla, sin saber qué hacer durante casi nueve minutos hasta que al fin tomó aliento a través de los dientes con un sonido de chorro de vapor, y por último, aún estremeciéndose, consiguió fijar los ojos en el objeto de su hilaridad.
—¡Qué prodigio, mi querido muchacho! No sabe usted el bien que me ha hecho. Hacía tiempo que mis pulmones necesitaban algo así.
—Entonces, ya he hecho algo por usted —dijo Pirañavelo exhibiendo la inteligente imitación de una sonrisa.
Había aprovechado el ataque del doctor para inspeccionar la sala y servirse otra copa de coñac. Se había fijado en los objets d’art, las alfombras y espejos caros, y la biblioteca de volúmenes encuadernados en cuero. Había servido un poco más de oporto a Tata Ganga, se había aventurado a hacer un guiño a Fucsia —que lo miró con aire ausente—, y había transformado el guiño en una molestia del ojo.
Había examinado las etiquetas de las botellas y el año de cosecha. Había notado que la mesa era de nogal y que el anillo de plata que el doctor lucía en la mano derecha se enroscaba como una serpiente y sostenía en la boca una pepita de oro rojo. Al principio la risa del doctor lo había sorprendido, y hasta cierto punto lo había mortificado, pero pronto volvió a ser la persona fría y calculadora de siempre, con una mente ordenada como un escritorio, con estantes, gavetas y casilleros de referencia; y sabía que tenía que ser agradable a toda costa. Había corrido un riesgo al jugar la carta jactanciosa, y no sabía aún si tendría éxito o si fracasaría; pero esto sabía al menos: que la clave del hombre afortunado era la capacidad de saber arriesgarse. Prunescualo, cuando se recobró y recuperó el dominio de su cuerpo, sorbió el coñac con movimientos que parecían delicados, pero a Pirañavelo le sorprendió la rapidez con que vaciaba la copa.
El alcohol pareció hacerle mucho bien al doctor. Miró fijamente al joven.
—Maestro Pirañavelo, he de admitir que usted me interesa. Oh, sí, no me importa admitirlo, ¡ja, ja, ja! Usted me interesa, o mejor dicho, me tienta de una forma bastante agradable. Pero de ahí a querer tenerlo rondando por mí casa, hay, como el enorme cerebro de usted admitirá enseguida, un buen paso.
—Yo no rondo, señor. Es una de las cosas que jamás hago.
La voz de Fucsia atravesó lentamente la sala.
—Estabas rondando por mi buhardilla —dijo. Y luego, inclinándose hacia delante, miró al doctor con una expresión casi suplicante—. Trepó hasta allí —dijo—. Es listo. —Y recostándose en el sillón, añadió—: Estoy cansada…, oh, doctor Prune, vio mi buhardilla secreta que nadie había visto antes que él, y esto me preocupa.
Hubo una pausa.
—Trepó hasta allí —repitió de nuevo.
—Tenía que ir a algún sitio —dijo Pirañavelo—. No sabía que se trataba de su buhardilla. ¿Cómo podía saberlo? Lo siento, señora.
Fucsia no respondió. Prunescualo los había escuchado atentamente.
—¡Ajá! ¡Ajá! Mi querida Fucsia, toma una cucharadita de este polvo —dijo acercándole la cajita blanca de cartón. Le quitó la tapa y echó un poco en la copa, que llenó otra vez con vino de saúco—. No notarás nada en absoluto, mi querida niña. Simplemente toma un sorbo y te sentirás tan fuerte como un tigre de las montañas, ¡ja, ja! Tata Ganga, llévese esta cajita. Cuatro veces al día, mezclado con cualquier bebida que tome. No sabe a nada. Es inocuo y extremadamente eficaz. No lo olvide, buena mujer, ¿no lo olvidará? Nuestra muy querida niña necesita algo y esto es precisamente lo que necesita, ¡ja, ja, ja! ¡Ni más ni menos que esto!
Tata cogió la caja, en la que estaba escrito: Fucsia. Una cucharada de café cuatro veces al día.
—Maestro Pirañavelo —prosiguió el doctor—. ¿Es ésa la razón por la que quería verme, desafiarme en mi madriguera y derretirme el corazón como la cera en mi propia alfombra? —Inclinó la cabeza hacia el joven.
—Así es, mi señor —contestó Pirañavelo—. Acompañé a lady Fucsia con permiso de ella. Le dije: «Déjeme simplemente ver al doctor y exponerle mi caso, y estoy seguro de que lo impresionaré».
Hubo una pausa. Luego Pirañavelo añadió en tono confidencial:
—En mis momentos de modestia, me veo de investigador científico, señor, y en aquellos aún menos ambiciosos, de farmacéutico.
—¿Qué conocimientos de química tiene usted, si me permite la pregunta? —dijo el doctor.
—Contando con su ayuda inicial mis conocimientos se multiplicarían tan rápidamente como quisiera.
—Un pequeño monstruo de inteligencia —dijo el doctor, bebiendo otro coñac de un trago y poniendo la copa sobre la mesa con un golpe seco—. Un pequeño monstruo diabólicamente inteligente.
—Esto es lo que esperaba que usted comprendiera, doctor. Pero ¿acaso no hay algo de monstruoso en toda la gente ambiciosa? Usted, señor, por ejemplo, perdóneme, pero es un poco monstruoso.
—Pero mi pobre y joven amigo —replicó Prunescualo echando a andar por la habitación—, no hay la más diminuta molécula de ambición en toda mi anatomía, por muy monstruosa que a usted le parezca, ¡ja, ja, ja!
La risa parecía menos espontánea e irresistible que de costumbre.
—Pero la ha habido, señor.
—¿Y qué le hace pensar así?
—Esta habitación. El mobiliario exquisito, esos libros encuadernados en piel, la cristalería, el violín. No hubiera podido coleccionar todo esto sin ambición.
—No es ambición, mi pobre muchacho perplejo —dijo el doctor—, sino la unión de dos cosas por tradición incompatibles, ¡ja, ja, ja!, el buen gusto y una renta hereditaria.
—¿No es el buen gusto un lujo que se cultiva? —dijo Pirañavelo.
—Claro que sí. Claro que sí. Uno tiene predisposición para el buen gusto, y al descubrirlo, ¡ja, ja!…, después de examinarse uno un poco, se convierte en algo que se cultiva, como ha señalado.
—Algo que precisa asidua concentración y diligencia, sin duda —dijo el joven.
—Claro que sí, claro que sí —le contestó el doctor sonriendo, en un tono de voz que se mostraba divertido sólo por mera educación.
—Ciertamente, una diligencia de ese tipo equivale a la ambición. Ambición de perfeccionar el buen gusto. A eso me refiero cuando hablo de «ambición», doctor, y creo que usted la tiene. No me refiero a ambicionar el «éxito», pues ésta es una palabra sin sentido. ¿No se dice que los que tienen éxito se sienten a menudo fracasados totales?
—Usted me interesa —dijo Prunescualo—. Ahora me gustaría hablar a solas con lady Fucsia. Me temo que no le hayamos prestado mucha atención. La hemos abandonado. Está sola en un desierto propio. No hay más que verla.
Fucsia estaba recostada en el fondo del sillón, con las piernas dobladas y los ojos cerrados.
—Mientras hablo con ella, tendrá usted la extrema amabilidad de salir de la habitación. Encontrará una silla en el vestíbulo, maestro Pirañavelo. Gracias, mi querido joven. Será un gesto que lo honrará.
Pirañavelo cogió el coñac y desapareció al instante.
Prunescualo miró a la anciana y a la muchacha. Tata Ganga estaba profundamente dormida, con la boquita entreabierta. Fucsia había abierto los ojos cuando la puerta se cerró detrás de Pirañavelo.
El doctor le indicó enseguida que se acercara. Fucsia fue inmediatamente hacia él, con ojos desorbitados.
—He esperado tanto tiempo, doctor Prune. ¿Puedo tener mi piedra ahora?
—Al momento —dijo el doctor—. Al instante. Seguramente no sabrás mucho acerca de la naturaleza de esta piedra, pero la apreciarás más que cualquiera que yo conozca. Fucsia, querida, estabas tan turbada cuando te alejaste de tu padre y de mí, corriendo como un poney salvaje, tan turbada con tu crin negra y tus enormes y ávidos ojos… que me dije para mis adentros: «Es para Fucsia», aunque a los poneys no les suele interesar este tipo de cosas, ¡ja, ja, ja! Pero a ti sí, ¿verdad que a ti sí?
El doctor extrajo del bolsillo una bolsita de cuero aterciopelado.
—Sácala tú misma. Tira de esta fina cadena.
Fucsia tomó la bolsa que le tendía el doctor y sacó a la luz de la lámpara un rubí como un terrón de cólera.
La piedra ardía en la palma de la mano.
Fucsia no sabía qué hacer. No se le ocurría qué decir. No había nada que decir. El doctor Prunescualo sabía algo de lo que ella sentía. Por fin, apretando el fuego sólido entre los dedos, Fucsia sacudió a Tata Ganga, que despertó con un pequeño chillido. Fucsia se puso de pie, y la arrastró hacia la puerta. Antes de que el doctor la abriera, ella lo miró y entreabrió los labios en una sonrisa de un encanto tan dulce y sombrío, tan sutilmente mezclada con su rareza taciturna, que la mano del doctor se crispó sobre la manija de la puerta. Jamás la había visto como ahora. Siempre la había considerado una muchacha feúcha, por la que se sentía extrañamente atraído. Pero ahora se daba cuenta de que a pesar de aquel lenguaje torpe y aquella ingenuidad casi irritante, había dejado de ser una niña.
En el vestíbulo, pasaron ante la figura de Pirañavelo, cómodamente sentado en el suelo bajo un enorme reloj tallado. Continuaron así en silencio, hasta el momento de separarse del doctor, en que Tata dijo «Gracias» con voz adormilada, e hizo una pequeña reverencia, sujetando a Fucsia de la mano. Los dedos de Fucsia apretaban la piedra sanguínea, y el doctor dijo simplemente:
—Adiós, queridas, tened cuidado, tened cuidado. Felices sueños. Felices sueños —antes de cerrar la puerta.