HECES DE GIRASOL

DURANTE LOS PRIMEROS MOMENTOS Fucsia había permanecido inerte, incapaz de reaccionar ante lo que veía. Como aquellos que al enterarse de la muerte del ser amado se muestran insensibles al dolor que los destrozará más tarde, también Fucsia en esos primeros instantes se quedó anonadada, con la mirada inmóvil y vacía.

Poco después la mente se le había dividido en divergentes pasiones, la más acuciante era la angustia de saber que el secreto había sido descubierto al fin, que le habían saqueado el cofre de las maravillas, que le habían arrojado el alma desnuda a un mundo que ella jamás podría entender.

Detrás de esta pasión había miedo. Y detrás del miedo, curiosidad: curiosidad por saber quién era la figura. Si se estaba recuperando o estaba muriendo; cómo había llegado allí, y muy por detrás de todo, la cuestión práctica de qué debía hacer. Mientras permanecía allí de pie, sentía como si hubieran encendido una hoguera dentro de ella. Creció hasta alcanzar el cenit de su poder y luego se extinguió, dejando entre las cenizas el dolor indestructible de una llaga para la que no había ningún bálsamo.

Despacio y con recelo, se aproximó un poco más, sosteniendo la vela con el brazo estirado y rígido. Una gota de cera caliente le cayó sobre la muñeca, sobresaltándola como si la hubieran golpeado. Otros dos pasos sigilosos la llevaron junto a la tendida figura, y se inclinó sobre la cara ladeada. La llama iluminó la frente amplia, la garganta y los pómulos. Mientras observaba, con el corazón golpeándole el pecho, advirtió un movimiento en el cuello estirado. Estaba vivo. La cera derretida que resbalaba a lo largo de la vela de color quemaba la mano de Fucsia. En un desvencijado estante detrás del canapé había un candelabro; Fucsia se incorporó con la intención de ir a buscarlo, y empezó a apartarse de Pirañavelo. Sin atreverse a quitarle los ojos de encima, puso una pierna detrás de la otra con grotesca deliberación y retrocedió paso a paso. Antes de llegar a la pared, sin embargo, hubo un inesperado contacto entre su pantorrilla y el borde del canapé, y se sentó con brusquedad, como si hubiera recibido un golpe detrás de las rodillas. La vela le tembló en la mano, y proyectó una luz vacilante sobre el rostro de la figura acostada. Aunque le pareció que la cabeza se había movido un poco ante el ruido que ella había hecho, lo atribuyó al juego de luces sobre las facciones, pero de todos modos lo observó un buen rato para convencerse. Por último dobló las piernas debajo del cuerpo, se puso de rodillas sobre el canapé, y alargando la mano libre hacia atrás, buscó a tientas por el estante hasta que al fin encontró el candelabro de hierro.

Metió la vela en uno de los tres brazos de hierro, se levantó, y puso el candelabro en la mesa, junto al libro.

Se le había ocurrido que algo tendría que hacer para reanimar a aquella cosa desplomada. Se le acercó de nuevo. Aunque le horrorizaba pensar que si conseguía reanimarlo se vería obligada a hablar con un desconocido en el cuarto de ella, la perspectiva de dejarlo allí tumbado, donde incluso podía morirse, era aún más espantosa.

Olvidando por un momento este temor, se arrodilló ruidosamente en el suelo junto a él y lo sacudió por el hombro, adelantando el carnoso labio inferior y con la negra melena caída sobre la cara. Se detuvo un instante para quitarse la cera que se le había pegado a los dedos, y luego continuó sacudiéndolo. Pirañavelo dejó que ella lo empujara; con el cuerpo perfectamente distendido, había decidido retrasar su recuperación.

Fucsia recordó de pronto que cuando la tía Cora se había desmayado una vez en la gran sala del ala este, su padre había ordenado a un criado de servicio que trajera un vaso de agua, y después de haber intentado en vano verter el líquido en la garganta de la pobre y lívida criatura, se lo arrojaron a la cara, y ella se había repuesto inmediatamente.

Fucsia miró alrededor buscando agua en el cuarto. Pirañavelo había dejado la jarra del vino de diente de león cerca del canapé, pero Fucsia no alcanzaba a verla y la había olvidado. Recorrió la habitación con la mirada y al fin la detuvo en un antiguo jarrón de cristal azul oscuro que ella misma había llenado de agua una semana atrás, cuando entre las malas hierbas y ortigas cerca del foso había encontrado un girasol alto y de tallo grueso, con un enorme ojo etíope de pétalos y semillas, tan grande como la mano de ella y del amarillo más intenso que hubiera podido desear. Pero el tallo largo y áspero se había quebrado, y la cabeza pendía como un peso de fuego entre la cizaña. Fucsia había mordido febrilmente las fibras que no podía romper con las manos, allí donde el cuello se doblaba, y luego había echado a correr con aquel lastimado tesoro a través del castillo, escaleras arriba y por su cuarto, y luego arriba otra vez, dando vueltas y vueltas mientras subía la escalera de caracol, hasta que encontró el jarrón azul y lo llenó de agua, y ya totalmente exhausta metió el tallo seco y velludo en las profundidades del jarrón, y dejándose caer en el canapé se quedó mirando la flor y se dijo en voz alta:

—Girasol que estás roto, yo te he encontrado. Bebe pues un poco de agua y así no morirás… por lo menos no tan deprisa. Pero si te mueres, te enterraré. Te cavaré una tumba larga, y te enterraré. Pentecostés me dará una pala. Si no mueres, puedes quedarte. Ahora tengo que irme —había acabado diciendo, y había vuelto a bajar al cuarto de abajo donde encontró a la niñera, pero no le mencionó el girasol.

El girasol murió. No le había cambiado el agua más que una vez, y con los pétalos marchitos, se apoyaba tiesamente en el jarrón de cristal azul.

En cuanto lo vio, Fucsia recordó el agua del jarrón. Lo había llenado con agua cristalina. Ni siquiera le pasó por la cabeza que se hubiera podido evaporar. Esas cosas no eran parte de lo que ella sabía del mundo.

La visión de Pirañavelo, que observaba astutamente a través de las pestañas cada vez que la ocasión le era propicia, estaba obstruida por la mesa y no podía ver lo que lady Fucsia estaba haciendo. Oyó que se acercaba y cerró los párpados, pensando que ya era tiempo de gemir, de empezar a recuperarse, pues estaba sintiéndose acalambrado. Advirtió que ella se inclinaba justo encima de él.

Fucsia había sacado el girasol y lo había dejado en el suelo, notando a la vez un olor pegajoso y desagradable. Había en él algo de acre, algo de nauseabundo. Volcó bruscamente el jarrón, y le asombró ver en vez de un chorro de agua refrescante un viscoso y hediondo hilillo de cieno que descendía como una sopa verdosa sobre la cara del joven.

Había vertido algo húmedo sobre la cara de alguien que estaba indispuesto y esto era lo que contaba para Fucsia, por lo que no se sorprendió al ver que la cura fue inmediata.

Ciertamente Pirañavelo había tenido una fea sorpresa. El hedor del cieno pútrido le llenó la nariz. Resopló y escupió el barro que le había entrado en la boca, y pasándose la manga por la cara, se la embadurnó con una capa más fina pero más regular y extendida que antes. Sólo los ojos penetrantes y enrojecidos se destacaban en la sucia máscara verde, impolutos.