UN CAMPO DE LOSAS

SE NEGABA A PENSAR en la vertiginosa caída y mantenía los ojos pegados al primer apoyo. Con la mano izquierda se aferró al borde inferior de la ventana, y después de buscar a un lado y a otro con el pie derecho, curvó los dedos sobre un áspero saliente de piedra. Casi enseguida empezó a sudar. Deslizó las manos por la pared y dio con una grieta que había estudiado con atención. Mordiéndose el labio inferior hasta que la sangre le bajó por la barbilla, aventuró la rodilla izquierda sobre la superficie de la pared. Esto le llevó unos diecisiete minutos de reloj, pero si hubiese medido el tiempo por los latidos de su corazón, hubiera creído que se había pasado la noche entera pegado a la pared oscilante. En algunos momentos quería renunciar a todo, incluso a la vida, y lanzarse al espacio, terminando así con tensiones y sufrimientos. En otros momentos, aferrándose al muro con desesperación, continuaba subiendo en una especie de mareo, y alguna vez se descubrió repitiendo uno o dos versos de un poema hacía tiempo olvidado.

Tenía los dedos agarrotados y le temblaban las manos y las rodillas cuando notó que las fibras rugosas que colgaban de la yedra seca le rozaban la cara. Las agarró con la mano derecha; los pies le resbalaron en la pared, y por unos instantes se balanceó en el aire vacío. Pero sus manos pusieron en movimiento unos músculos poco usados, y aunque los brazos le crujían consiguió cubrir los últimos quince pies. El tallo grueso y quebradizo soportó la prueba, y sólo se le despegaron unos trozos laterales. En cuanto Pirañavelo logró alzarse por encima del canalón, se desplomó boca abajo temblando fantásticamente de pies a cabeza. Permaneció así durante una hora. Luego, al levantar la cabeza y encontrarse en el mundo vacío de los tejados, sonrió brevemente.

Era una sonrisa juvenil, una sonrisa propia de sus diecisiete años, que le transformó por un momento la inexpresividad de la mitad inferior de la cara y desapareció con la misma rapidez. Desde el lugar donde estaba tumbado, en un ángulo de las pizarras calentadas por el sol, no veía más que secciones de este nuevo mundo de tejados y la inmensidad del cielo crepuscular. Se incorporó sobre los codos y advirtió de pronto que el canalón en el que apoyaba los pies estaba a punto de ceder. El metal corroído era lo único que le separaba el cuerpo, tendido en la pendiente de pizarra, de la larga caída hasta el patio cuadrangular. Sin perder un instante, trepó por la cuesta, impulsándose con los pies desnudos, y rozando con la espalda el musgo del tejado.

Aunque tenía los miembros más fuertes después del descanso, sintió náuseas mientras subía por la pendiente de pizarra. La pendiente era más larga de lo que le había parecido desde abajo. En realidad, todas las estructuras del tejado —parapetos, torreones y cornisas— eran de imprevisibles dimensiones.

Pirañavelo, al llegar a la arista del tejado, se sentó a horcajadas y recuperó el aliento por segunda vez. Estaba rodeado de lagos de luz decreciente.

Observó que el caballete sobre el que estaba sentado describía una gran curva hacia el oeste, interrumpida por la primera de cuatro torres. Más allá la extensión de tejados se prolongaba hacia la derecha hasta completar a lo lejos un semicírculo, que concluía en una altísima pared lateral. Unos peldaños de piedra conducían desde el caballete a lo alto de la pared, desde donde se podía acceder, a lo largo de una pasarela, a una área del tamaño de un campo desde la que se dominaban las macizas y quebrantadas estructuras de los techos y torres adyacentes; entre estas estructuras se perfilaban otros tejados distantes, y otras torres.

Los ojos de Pirañavelo, siguiendo la línea de tejados, se detuvieron por fin en el parapeto que rodeaba esta área. Desde donde estaba no podía distinguir la estructura del campo de piedra, que se alzaba muy por encima de él y a una legua de distancia, pero como el cuerpo principal de Gormenghast se elevaba hacia el oeste, decidió gatear en esta dirección, a lo largo de la curva de la arista.

Transcurrió más de una hora antes de que Pirañavelo llegara al parapeto que le impedía ver el campo de piedra. Mientras trepaba, con miembros exhaustos pero tenaces, no podía saber que sólo unos pocos segundos de tiempo y unos cuantos bloques de piedra vertical lo separaban de lo que nadie había visto durante más de cuatrocientos años. Pasó una rodilla por encima del borde de la pared, y alzó la cabeza fatigadamente para ver cuál sería el obstáculo próximo, y vio ante él un desierto de losas grises de más de mil metros cuadrados.

El parapeto sobre el que ahora estaba sentado, de unos cuatro pies de altura, cercaba todo el campo de losas. Balanceando los pies, se dejó caer y se apoyó contra el muro. Un grajo levantó vuelo en una esquina apartada y se alejó con lentos aleteos hacia las almenas distantes hasta perderse de vista. La luz del sol poniente cambiaba al violeta, y a excepción de la diminuta figura de Pirañavelo, el campo de piedra estaba desierto y las losas frías reflejaban los tintes del cielo crepuscular. En los intersticios de las losas había un musgo oscuro y unos largos y ásperos tallos de gramíneas. Los ávidos ojos de Pirañavelo devoraron el campo. ¿Qué uso podría tener? Desde que escapara de este lugar era sin duda la mejor carta de la baraja que había pensado reunir. Por qué, cómo o cuándo podría utilizar estos atesorados retazos de conocimiento, no sabría decirlo. De momento sólo sabía que, arriesgando la vida, había descubierto un patio enorme, tan secreto como desnudo, tan escondido como expuesto a la cólera o la ternura de los elementos. Las rodillas se le doblaron y se desplomó allí mismo medio muerto de sueño y de fatiga. En el momento en que caía acurrucado junto a la pared, el campo de losas vaciló en un rubor purpúreo, y el sol se retiró.