Érase un pastel frívolo y pecoso
que navegaba en un mar disparatado
o en las aguas de un lago proceloso
sintiéndose muy suelto y enfático.
Qué descoyuntado, oh qué descoyuntado
navegaba el pastel en la ventisca,
en las olas de un mar disparatado
que los peces lanzaba a un cielo lila.
Oh, muchas, muchas merluzas había
de una única gloria inmarcesible,
donde cualquier especie concebible
era arrojada al aire lila.
Sobre olas lisas y emplumadas crestas
del piélago pesado va el pastel,
y un cuchillo detrás sigue la estela
de los dulces marinos de grosella,
y como un pez espada se desliza
(azul y encarnizado el cuchillo de cena),
y el frívolo pastel está domado
con la risa de los marinos de grosella.
Oh, muchas, muchas merluzas había
de una única gloria inmarcesible,
donde cualquier especie concebible
era arrojada al aire lila.
En torno de las islas elegantes
lamiéndose las patas con sonrisa adhesiva
toma el sol el siluro ronroneante
sacudiendo a los lados las aletas de piel,
y juntos van volando bajo el cielo de lilas
el cuchillo y el frívolo pastel
que guiña un ojo índigo atractivo
en la estela de su futura mujer.
Vuelan las migas al mar disparatado,
del pastel al compás del corazón,
y el acero sensible del cuchillo
sabe que es otra la pugna del amor.
En la luz demorada están volando
las migas de la merluza anterior,
y al aire tropical vibra el zumbido
del pastel en las penas del amor.
Leyó la última estrofa de un tirón, sin enterarse para nada de lo que significaba. Tras recitar mecánicamente la última línea, se encontró de pie y caminando hacia la puerta. Sobre la mesa quedó el hatillo, abierto pero intacto, excepto la pera. Salió al balcón, y bajando la escalera cruzó el desván vacío, y en unos instantes había llegado al pie de la escalera de caracol en el cuarto de los tratos. Mientras descendía, le daba vueltas y más vueltas a la misma idea.
—¿Qué han hecho? ¿Qué han hecho?
Había entrado en el cuarto precipitadamente; corrió hacia el rincón donde colgaba la cuerda trenzada de la campana y tiró de ella como si quisiera arrancarla del techo.
A los pocos segundos la señora Ganga acudió deprisa a la puerta, arrastrando torpemente las zapatillas por el piso de madera. Fucsia le abrió la puerta, y en cuanto la pobre y vieja cabeza apareció en el marco, le gritó:
—¿Qué está pasando, Tata? ¿Qué está pasando allí abajo? Dímelo enseguida, Tata, o ya no te querré. Dímelo. Dímelo.
—Cálmate, mi tormento, cálmate —le dijo la señora Ganga—. ¿Qué es todo ese alboroto, alma mía? ¡Oh, mi pobre corazón! Acabarás por matarme.
—Tienes que contármelo, Tata. ¡Ahora! ¡Ahora mismo! O si no te pegaré —dijo Fucsia.
Los temores de Fucsia, que en un principio habían sido sólo una vaga sospecha, habían aumentado tanto, ayudados por una creciente intuición, que ahora estaba a punto de pegar a la vieja niñera, a la que amaba tan desesperadamente. Tata Ganga cogió la mano de Fucsia con ocho dedos viejos y se la apretó.
—Un hermanito para ti, preciosa mía. Eso sí que es una sorpresa tranquilizadora; un hermanito. Lo mismo que tú, mi patito feo, un regalo del cielo.
—¡No! —chilló Fucsia con las mejillas encendidas—. ¡No, no! No lo toleraré. ¡Oh no, no, no! ¡No lo quiero! ¡No lo quiero! ¡No puede ser, no puede ser!
Y arrojándose al suelo, Fucsia estalló en una pasión de lágrimas.