EL DESVÁN

ENTRETANTO FUCSIA, después de esperar impacientemente el desayuno, había ido hacia el armario donde guardaba provisiones para casos de emergencia: la mitad de un reseco pastel de semillas, y un poco de vino de diente de león. También había un paquete de dátiles que Excorio había hurtado, y que le había traído hacía ya varias semanas, y dos peras arrugadas. Lo envolvió todo en un retal de ropa. Luego encendió una vela y la puso en el suelo cerca de la pared, y curvando la espalda joven y fuerte, agarró el barrote de los pies de la cama y la arrastró hasta poder alcanzar la puerta del armario y correr el pestillo. Por encima de la cabecera recogió el hatillo de comida y la vela que estaba en el suelo, y agachando la cabeza se escurrió por la estrecha abertura y se encontró en los primeros peldaños de la escalera que ascendía en oscuras espirales. Cerró la puerta y echó el pestillo; y los temblores que experimentaba siempre en el momento de encerrarse la acometieron otra vez estremeciéndola de pies a cabeza.

Luego, con la vela iluminándole el rostro y los tres peldaños resbaladizos delante, Fucsia subió a sus dominios.

A medida que subía por la sinuosa oscuridad, Fucsia sintió que un mareo de verde abril le impregnaba y debilitaba el cuerpo. El corazón le latía dolorosamente.

Es éste un amor que iguala en fuerza y en hondura al amor de un hombre por una mujer. Es el amor de un hombre o una mujer por su propio mundo. Por el mundo central, donde sus vidas arden genuinamente y con una llama libre.

El amor del submarinista por un mundo de luz vacilante. Un mundo de perlas y algas y de respiración contenida. Nacido en las profundidades, se siente unido a cada banco de peces de color verde lima, a cada esponja multicolor. Al tocar el fabuloso fondo de los océanos, la mano agarrada a una barba de ballena, es un ser completo, infinito. El pulso, la fuerza y el universo se mueven en equilibrio dentro de él.

Está enamorado.

El amor del pintor, solo, de pie, y mirando, mirando una gran superficie de colores. La tela le devuelve la mirada con formas tentativas cuyo crecimiento ha sido interrumpido, y que se mueven del suelo al techo con una música nueva. Los tubos retorcidos, la pintura fresca exprimida, y la paleta embadurnada. El polvo debajo del caballete. La pintura que ha goteado por el mango de los pinceles. Fuera, la pálida luz del cielo del norte guarda silencio. La ventana está boquiabierta mientras él aspira el mundo de alrededor: una habitación alquilada, y trementina. Se acerca a la obra a medio concebir. Está enamorado.

Los dedos del labrador desmenuzan la tierra fértil. Cuando el buscador de perlas murmura «Estoy en casa» mientras se mueve oscuramente entre extrañas luces acuosas, y el pintor se dice a sí mismo «Soy yo» en la solitaria balsa del estudio, también el pacífico labriego en el campo de marga exclama junto con la sombría Fucsia en la escalera de caracol: «Estoy en casa».

Al pasar la mano derecha por la pared de madera y notar bajo los pies la tabla floja que esperaba encontrar, Fucsia tuvo otra vez la impresión de que era parte de la sinuosa escalera y el ático. Sabía que sólo quedaban dieciocho peldaños y que después de dos vueltas más en la escalera, el indescriptible resplandor gris y oro que se filtraba en el desván le daría la bienvenida.

Al llegar al último peldaño, se detuvo y se asomó por encima de una puerta de vaivén de tres pies de altura, parecida a la puerta de un establo, alzó el pestillo, y entró en la primera de las tres secciones del desván.

Unos pocos rayos del sol de la mañana daban a los distintos objetos una cierta estructura, pero no eliminaban del todo la oscuridad. Aquí y allá, un hilo de luz se abría paso por la cálida y meditativa penumbra, y se llenaba de motas de polvo que se movían grave y lentamente como un atenuado firmamento de estrellas.

Uno de los finos rayos iluminó la frente y el hombro de Fucsia, y otro le arrancó una nota escarlata del vestido. A la derecha había un órgano enorme y desvencijado. Los tubos estaban rotos y el teclado en ruinas. Alrededor, el trabajo de una década de arañas grises había tejido telarañas como un chal de encaje. Sólo faltaba que el espectro de una infanta se alzara desde el polvo y se lo echara sobre la cabeza y los hombros como la más fabulosa de todas las mantillas.

Los ojos de Fucsia apenas se distinguían en la penumbra ya que la luz que le caía sobre la frente le echaba sombras aún más profundas, por contraste, sobre la cara. Pero estaban tranquilos. La excitación que había despertado en ellos la escalera había dado paso a esta calma extraña. De pie en lo alto de la escalera, parecía otra.

Esta habitación era la más oscura. En verano, la luz parecía introducirse a través de las fisuras de la madera combada y de las piedras flojas más oblicuamente que en la habitación mayor o la galería de la derecha. La tercera, la pequeña buhardilla, a la que se subía desde la galería protegida por una baranda, era la que tenía mejor luz, pues ostentaba un ventanal con persianas que cuando estaban abiertas mostraban una panorámica de tejados, torres y almenas, dispuestos en un vasto semicírculo. Entre los altos baluartes, a cientos de pies por debajo, podía divisarse una plaza cuadrangular en la que si hubiera habido una figura humana, no habría parecido mayor que un dedal.

Fucsia avanzó tres pasos por la primera habitación del desván y enseguida se detuvo y se anudó un cordel por encima de la rodilla. Sobre ella se cernían unas vigas indistintas y las vio mientras se incorporaba, e inconscientemente las amó. Ésta era la habitación de los trastos viejos. Aunque muy larga y alta de techo, parecía relativamente pequeña, puesto que unas fantásticas pilas de todo tipo de cosas, desde el enorme órgano hasta la cabeza pintada de un maltrecho león de cartón piedra que algún día tuvo que servir de juguete a algún antepasado de Fucsia, abarrotaban todas las paredes, dejando únicamente una avenida para pasar a la sala contigua. Esta avenida alta y angosta serpenteaba por el centro del primer desván antes de doblar bruscamente en ángulo recto a la derecha. El hecho de que hubiera tantos trastos en la habitación, no significaba que Fucsia la ignorara y que la utilizara sólo como lugar de paso. Nada de eso, pues era aquí donde se había entretenido muchas tardes, gateando hasta los más recónditos escondrijos y descubriendo extrañas cavernas entre los incongruentes vestigios del pasado. Sabía cómo llegar al centro de lo que parecían montañas de muebles, cajas, instrumentos musicales y juguetes, cometas, cuadros, armaduras y cascos de bambú, banderas y reliquias de todo tipo, así como un indio sabe seguir un rastro secreto en la hierba. Al alcance de Fucsia, la piel y la cabeza de un mandril polvoriento cubría un tambor destripado que sobrepasaba las borrosas cimas del atestado desván. Todo parecía enorme e inexpugnable en la cálida y silenciosa penumbra, pero si lo hubiera querido, Fucsia habría podido desaparecer, torpe pero rápidamente, en las entrañas de estas fantásticas montañas, y tumbarse allí en un antiquísimo sofá con un libro de imágenes junto a ella, oculta para todos en pocos segundos.

Esta mañana se encaminaba a la tercera de sus habitaciones; avanzó por el cañón, pasando por debajo de la pata de una jirafa iluminada por un hilo de luz polvorienta y que atravesaba el camino de Fucsia como una especie de dintel justo antes de que el pasadizo torciera a la derecha. En cuanto Fucsia dobló el recodo, vio lo que esperaba ver. A doce pies estaban los escalones de madera que descendían al segundo desván. Las vigas combadas de encima de los escalones ocultaban una parte del cuarto. Pero el trozo visible de suelo desnudo permitía imaginar el resto. Bajó los escalones. Hubo un desgarramiento de nubes; un cielo, un desierto, una olvidada orilla se desplegaron en ella.

Caminar sobre el suelo vacío era como caminar por el espacio. Espacio, como el que la pupila penetrante del cóndor llega a vislumbrar, como el que el águila rapaz atisba a través de su sangre.

El silencio tenía aquí un ritmo sonoro. Los salones, las torres, las habitaciones de Gormenghast pertenecían a otro planeta. Fucsia alzó la mano y tiró de un espeso mechón de cabellos echando la cabeza hacia atrás; el corazón le latía con fuerza, y estremeciéndose de la cabeza a los pies, unos minúsculos diamantes le aparecieron en el rabillo interior de los ojos.

¡Con qué personajes había poblado este perdido escenario vacío! Era aquí donde veía a criaturas de su imaginación, las fogosas figuras que ella inventaba y que deambulaban de rincón en rincón, recogidas como monstruos o atravesando los aires como serafines de alas ardientes, o que bailaban, o peleaban, o reían, o lloraban. Éste era el desván de la fantasía, donde los compañeros de su mente avanzaban y retrocedían por los suelos polvorientos.

Agarrando con fuerza el hatillo de provisiones se encaminó con pasos apropiadamente resonantes hacia la escalera que conducía al balcón del fondo. Subió la escalera, poniendo los pies juntos en cada peldaño, porque le era difícil subir teniendo bajo el brazo la botella y la comida para el día. No había nadie allí que pudiera verle la espalda recia y erguida, y los movimientos torpes e indecorosos de las piernas mientras trepaba con el vestido escarlata, ni tampoco el largo de la negra y enredada cabellera. A medio camino, consiguió levantar el hatillo por encima de la cabeza, empujarlo hacia el balcón, y acabar de trepar hasta encontrarse de pie con el gran escenario debajo de ella tan vacío como un corazón olvidado.

Mirando hacia abajo, con las manos en la barandilla de madera que bordeaba la veranda del desván, sabía que con una llamada podía poner en movimiento los cinco personajes principales que ella había inventado. Aquellos a los que había contemplado tantas veces desde arriba, casi como si estuvieran realmente allí. Al principio no había sido fácil entenderlos o decirles lo que debían hacer. Pero ahora sería fácil; por lo menos podrían representar las escenas que ella había visto tantas veces. Munstro, que se arrastraría por las vigas y se descolgaría, riendo entre dientes y envuelto en una nube de polvo, y haría una reverencia a Fucsia antes de volverse en busca del barril de oro brillante. O el Hombre de la Lluvia, que andaba siempre cabizbajo y con la manos enlazadas en la espalda, y que no tenía más que levantar una ceja para dominar al tigre encadenado que lo seguía a todas partes.

Estos y los dramas en los que participaban estaban ahora a punto de manifestarse en la habitación de abajo, pero Fucsia pasó por delante de la silla de respaldo alto en la que acostumbraba sentarse en un extremo del balcón, abrió con cuidado la puerta de un solo gozne, y entró en la tercera de las habitaciones.

Dejó el hatillo sobre una mesa que había en un rincón, se acercó a la ventana y abrió las persianas. La media le caía otra vez hasta la rodilla y volvió a atarse el cordel más firmemente alrededor del muslo. En esta habitación tenía el hábito de hablar en voz alta. Discutía consigo misma. Mirando por la pequeña ventana los tejados del castillo y los edificios contiguos, saboreó el placer del aislamiento.

—Estoy sola —dijo, la barbilla en las manos y los codos en el alféizar—. Estoy completamente sola, como a mí me gusta. Ahora puedo pensar, pues no hay nadie aquí que me provoque. En mi habitación no. Nadie que me diga lo que he de hacer porque soy una dama. Oh no. Aquí hago lo que quiero. Aquí Fucsia está tranquila. Nadie sabe dónde me meto. Excorio no lo sabe. Mi padre no lo sabe. Mi madre tampoco lo sabe. Nadie lo sabe, ni siquiera Tata. Sólo yo sé dónde voy. Vengo aquí. Aquí es donde vengo. Escaleras arriba hasta mi habitación de los trastos. Por la habitación de los trastos y a mi teatro. Atravieso mi teatro y subo por la escalera hasta mi balcón. Entro por la puerta y estoy en mi buhardilla secreta. Donde estoy ahora mismo. Donde he estado cantidad de veces, pero aquello es el pasado. Hoy es el presente. Estoy mirando los tejados del presente y me apoyo en el alféizar del presente, y más tarde, cuando sea vieja, me apoyaré de nuevo. Una vez y otra y otra.

»Ahora voy a ponerme cómoda y a comer el desayuno —continuó, pero en el momento en que volvía la cabeza, sus ojos penetrantes alcanzaron a distinguir en el rincón de un patio lejano y apenas visible, un grupo insólitamente numeroso que creyó identificar como sirvientes de la zona de la cocina. Estaba tan acostumbrada a ver el panorama desierto a estas horas de la mañana, en que los criados llevaban a cabo sus múltiples tareas dentro del castillo, que se asomó otra vez rápidamente y miró hacia abajo con un sentimiento de recelo y casi de odio. ¿Qué le hacía presentir que algo irreparable había ocurrido? A los ojos de un extraño no había nada de funesto o extraordinario en que un grupo de gente se hubiera reunido a cientos de pies más abajo en la esquina de un soleado patio de piedra, pero Fucsia, nacida y criada bajo el férreo ritual de Gormenghast, sabía que allí estaba tramándose algo sin precedentes. Cuanto más observaba ella, más crecía el grupo. Esto bastó para cambiarle el humor y ponerla intranquila y furiosa.

—Algo ha pasado —dijo—, algo que nadie me ha contado. No me han contado nada. Los detesto. Los detesto a todos. ¿Qué estarán haciendo, como un montón de hormigas ahí abajo? ¿Por qué no están trabajando? —Dio media vuelta y miró el cuartito. Todo había cambiado. Cogió una pera y la mordió distraídamente. Había deseado tanto pasar una mañana de reflexión, y quizás asistir a una o dos representaciones en el desván vacío, antes de volver a bajar las escaleras y pedirle a la señora Ganga un té abundante. Había algo de portentoso en la concentración de allí abajo. Le habían desbaratado el día.

Miró alrededor las paredes del cuarto. De ellas colgaban unos pocos cuadros que ella misma había elegido entre las docenas y docenas que desenterrara en la habitación de los trastos. Una pared estaba cubierta por un enorme paisaje de montaña en el que una carretera, enroscada como una serpiente alrededor de un risco impresionante, había sido ocupada por dos ejércitos, uno vestido de amarillo y el otro, la fuerza invasora que luchaba desde abajo, de morado. Iluminada como estaba por antorchas, esta escena no dejaba de maravillar a Fucsia; sin embargo, esta mañana la contemplaba con aire ausente. Las otras paredes eran menos impresionantes, quince cuadros estaban distribuidos entre las tres. La cabeza de un jaguar; un retrato del vigésimo segundo conde de Groan con cabellos totalmente blancos y la cara color de humo a causa de inmoderados tatuajes, y un grupo de niños con vestidos de muselina rosa y blanca, jugando con una víbora, eran algunas de las obras que más le gustaban. Centenares de deslustrados retratos de cabeza y de cuerpo entero de sus antepasados habían quedado arrinconados en el desván de los trastos. Lo que Fucsia buscaba en un cuadro era algo inesperado. Era como si quisiera que el artista le contara algo completamente nuevo e insólito. Algo que a ella no se le hubiera ocurrido nunca.

Una enorme raíz contorsionada, traída hacía mucho tiempo de la montaña de Gormenghast, se alzaba en medio de la habitación. La habían pulido hasta sacarle un brillo inaudito; hasta las arrugas refulgían. Fucsia se dejó caer sobre la pieza más impresionante: un canapé de ajado esplendor y de blandos contornos sobre el que las formas angulosas y despatarradas le resaltaban con intransigente severidad. Los ojos, que tenían desde que entrara en el desván una expresión de calma desacostumbrada, le brillaban otra vez como brasas ardientes. Recorrían la habitación buscando en vano donde posarse, pues ni la fantástica raíz, ni los ingeniosos arabescos de la alfombra de debajo conseguían retenerlos.

—Todo anda mal. Todo. Todo —dijo Fucsia.

Volvió a la ventana y escrutó otra vez el grupo del patio. Había crecido tanto que ya no se veía el suelo empedrado. A través de un arbotante a la izquierda, distinguió cuatro callejuelas lejanas del barrio pobre de Gormenghast. Aquellas callejuelas estaban moteadas con puntitos de gente, y Fucsia creyó oír el sonido lejano de unas voces que subían en el aire. No es que Fucsia sintiera ningún interés particular por las «ocasiones» o festividades que pudieran excitar alas gentes de abajo, pero esta mañana advertía claramente que algo que la afectaba estaba ocurriendo.

Sobre la mesa había un gran libro coloreado de poemas e ilustraciones. Lo tenía siempre a mano para abrirlo y devorarlo. Volvía las páginas y declamaba los poemas con voz profunda y dramática. Esta mañana, se inclinó sobre el libro y lo hojeó sin prestarle mucha atención. Al llegar a uno de sus grandes favoritos, hizo una pausa y lo leyó lentamente, aunque sus pensamientos estaban en otra parte.