COMO UNA ARAÑA GIGANTESCA suspendida por una cuerda de metal a nueve pies del suelo entablado, un candelabro presidía la habitación. De los extensos brazos de hierro, pendían unas largas estalactitas de cera que rezumaban lágrimas lívidas, gota a gota, gota a gota. Una mesa tosca con un cajón a medio abrir, que parecía repleto de alpiste, estaba situada de tal manera bajo la araña de hierro que un cono de sebo se alzaba gradualmente cerca de una esquina, en una translúcida pirámide del tamaño de un sombrero.
El desorden de la habitación era caótico. Parecía que nada estuviera en su sitio. La cama misma estaba dispuesta oblicuamente en un rincón, e imploraba que la arrimaran contra la pared empapelada de rojo. Cuando las velas goteaban y las llamas vacilaban, las sombras se movían de un extremo a otro de la pared, o de arriba abajo, y con estos movimientos oscilaban las sombras de cuatro pájaros, detrás de la cama. Entre ellas vacilaba una cabeza monumental. Esta umbría la proyectaba su señoría, la septuagésima sexta condesa de Groan. Estaba recostada sobre varios almohadones, con los hombros envueltos en un chal de color negro. Los cabellos, de un rojo muy oscuro y lustroso, parecían haber sido abandonados de repente mientras los trenzaban y recogían sobre la coronilla en una intrincada estructura. Unos gruesos bucles le caían aún sobre los hombros, o se arremolinaban por los almohadones como serpientes ígneas.
Tenía los ojos del color verde claro común en los gatos. Aunque eran grandes, parecían pequeños en el área pálida del rostro. La nariz, en cambio, tenía la suficiente envergadura para parecer grande incluso en medio de esas extensiones. La impresión general era de bulto, aunque sólo la cabeza, cuello, hombros y brazos emergían de las sábanas.
Una urraca se le paseaba por el antebrazo izquierdo, apoyado sobre el edredón, y picoteaba de vez en cuando un montoncito de alpiste que la condesa tenía en la palma de la mano. Sobre los hombros se le había posado una tarabilla, y un cuervo enorme que estaba dormido. En la baranda de la cama, había dos estorninos, un tordo y un mochuelo. De vez en cuando aparecía un pájaro entre las rejas de un alto ventanuco por el que apenas entraba luz. La yedra de fuera había entrado descolgando sus zarcillos sobre el papel escarlata de la pared. Aunque esta yedra ahogaba la poca luz que hubiera podido filtrarse en la habitación, no era bastante espesa para impedir que entraran los pájaros y visitaran a lady Gertrude a cualquier hora del día o de la noche.
—¡Ya basta, ya basta, ya basta! —dijo la condesa a la urraca con voz profunda y ronca—. Ya basta por hoy, querida.
La urraca saltó en el aire y se posó de nuevo en la muñeca de la condesa, sacudiendo las plumas; la larga cola golpeteaba el edredón.
Lady Groan arrojó el resto del alpiste por la habitación, y la tarabilla, saltando de la baranda de la cama a la coronilla de la condesa, aleteó y se elevó otra vez; dio dos vueltas a la habitación, pasando la segunda vez entre las estalactitas de cera reluciente, y aterrizó en el suelo junto a los granos.
La condesa hundió los codos en los almohadones de la cabecera, ahora aplastados e incómodos, y apoyándose en los brazos pesados y robustos, se sentó en la cama. Luego volvió a reclinarse, con los brazos tendidos a derecha e izquierda sobre los barrotes de la cabecera, y las manos colgando a los lados. La línea de su boca no mostraba tristeza ni alegría mientras miraba ensimismada la pirámide de cera que crecía encima de la mesa. Observaba cómo cada gota lenta descendía sobre la cima roma del montículo, bajaba débilmente por el flanco irregular y se solidificaba en un largo pétalo carnoso.
Si la condesa estaba metida en una meditación profunda, o se había perdido en una ociosa ensoñación, era imposible adivinarlo. Recostada, enorme e inmóvil, tenía los brazos extendidos a lo largo de los barrotes de hierro. De repente un aleteo arrebatado rompió el silencio de olor a cera de la habitación. Sin mover la cabeza, la condesa volvió los ojos hacia la ventana invadida por la yedra, a catorce pies del suelo, y alcanzó a ver que las hojas se apartaban y que la cabeza y el pecho de un grajo albino emergían con aire culpable.
—¡Ajá! —dijo lentamente, como si acabara de llegar a una conclusión—. ¿Conque eres tú, eh? El truhán vuelve a casa. ¿Qué ha estado haciendo? ¿En qué árboles se ha posado? ¿A través de qué nubes ha volado? ¡Qué precioso es! Qué montón de blancura emplumada. ¡Qué montón de perversidad!
El grajo había quedado enmarcado por las hojas de yedra, inclinando la cabeza a un lado y a otro, escuchando y dando la impresión de que escuchaba con gran interés y un cierto azoramiento, pues por las sacudidas de la yedra era evidente que el grajo blanco se apoyaba primero en una pata y después en la otra.
—Tres semanas —prosiguió la condesa—, tres semanas de ausencia. Yo no le bastaba, oh no, no le bastaba al señor Tiza. Y aquí está otra vez, y quiere que lo perdonen. ¡Oh sí! Quiere un árbol cargado de perdón, por ese viejo y pesado pico, y meses de absolución por ese plumaje.
Luego la condesa se incorporó otra vez sobre la cama, se enroscó un mechón de pelo rojizo alrededor del largo dedo índice, y de cara a la puerta, pero sin dejar de mirar al pájaro, dijo como para sí misma y en voz muy baja:
—¡Vamos, ven aquí! —la yedra susurró otra vez, y antes de que el sonido se apagara, la cama misma vibró con la repentina llegada del grajo blanco.
Se posó en la barandilla al pie de la cama, con las garras curvadas alrededor, y se quedó mirando a lady Groan. Tras unos instantes de silencio, el grajo blanco movió las patas a lo largo de la barandilla, como si estuviese caminando, y luego, dejándose caer sobre el edredón a los pies de su señoría, torció la cabeza, y se picoteó la cola, ahuecando las plumas del cuello, encrespadas como una gorguera. Terminado el picoteo, se abrió camino por el ondulado terreno de la cama, y cuando estuvo a unas pocas pulgadas del rostro de la condesa, ladeó la cabezota de una manera característica y graznó.
—O sea que me pides perdón, ¿eh? —dijo lady Groan—. ¿Crees que con esto basta? Nada de preguntas sobre dónde has estado o lo que has hecho en estas tres largas semanas. ¿No es así, señor Tiza? ¿Pretendes que te perdone y que lo pasado, pasado está? Venga, ven aquí con tu viejo pico y frótalo en mi brazo. Ven aquí, blancura mía, ven, ven aquí.
El cuervo que estaba posado sobre el hombro de lady Groan despertó y levantó somnoliento un ala etiópica una o dos pulgadas. Después miró al grajo con severidad. Estaba ahora totalmente despierto, con las patas enredadas en un bucle rojizo. El pequeño mochuelo se quedó dormido como si quisiera relevar al cuervo. Uno de los estorninos dio tres lentos pasos y se volvió de cara a la pared. El tordo permaneció inmóvil. De pronto, una vela vaciló, y una sombra fantasmagórica asomó por debajo de un gran armario, recorrió el suelo de madera, se subió a la cama, se arrastró hasta la mitad del edredón, y retrocedió por el mismo camino replegándose y anidando de nuevo debajo del armario.
La mirada de lady Groan se volvió otra vez hacia la creciente pirámide de sebo. Por lo común clavaba unos ojos implacables en algún objeto, o se le perdían en una ensoñación un tanto infantil. Ahora miraba distraídamente a través de la pálida pirámide, mientras las manos, como actuando por cuenta propia, acariciaban el pecho, la cabeza y el cuello del grajo blanco.
Durante un tiempo hubo silencio en el cuarto, hasta que unos golpecitos en el panel de la puerta sobresaltaron a la condesa.
Los ojos de la condesa parecieron de pronto los ojos de un gato, alertas, desapegados.
En ese momento los pájaros se animaron, aletearon juntos hasta posarse a los pies de la cama, donde se quedaron en equilibrio en una larga línea irregular, con las cabezas vueltas hacia la puerta y los ojos al acecho.
—¿Quién es? —preguntó con voz grave la condesa.
—Soy yo, mi señora —dijo una voz temblorosa.
—¿Quién se atreve a golpear mi puerta?
—Soy yo con su señoría —respondió la voz.
—¿Cómo? —gritó lady Groan—. ¿Qué quiere? ¿Por qué golpea la puerta?
La voz del otro lado se alzó nerviosamente y gritó:
—Soy la niñera. Soy yo, mi señora. Tata Ganga.
—¿Qué quiere? —repitió lady Groan, instalándose más cómodamente.
—Le he traído a su señoría para que lo vea —gritó Tata Ganga, un poco menos nerviosa.
—¡Ah! ¿Conque ha traído a su señoría? Y quiere entrar, ¿no es eso? —Hubo unos instantes de silencio—. ¿Para qué? ¿Para qué me lo ha traído?
—Para que usted lo vea, por favor, mi señora —respondió Tata Ganga—. Acabo de bañarlo.
Lady Groan se recostó un poco más en los almohadones.
—Oh, ya entiendo —murmuró—. Quiere decir el último, el nuevo, ¿verdad?
—¿Me permite entrar? —gritó Tata Ganga.
—¡Pues dése prisa! ¡Dése prisa! Deje de arañar la puerta. ¿A qué espera?
El crujido del pomo petrificó a los pájaros sobre las barras de la cama, y en cuanto se abrió la puerta, todos estuvieron juntos en el aire, y se abrieron paso, uno tras otro, a través de las hojas amargas del ventanuco.