MIENTRAS EL CONDE CONTEMPLABA al doctor, apareció otra figura, una muchacha de unos quince años, de cabellera negra, larga y bastante desaliñada. Era torpe de movimientos y, en cierta manera, fea de rostro, aunque con unos pequeños toques hubiera podido resultar bonita. La boca era adusta, pero grande y generosa; los ojos chispeantes.
Llevaba un pañuelo amarillo anudado flojamente al cuello. El holgado vestido era de color rojo fuego.
A pesar del porte erguido, andaba cabizbaja.
—Ven aquí —dijo lord Groan cuando la muchacha estaba a punto de pasar delante de él y el doctor.
—Sí, padre —respondió ella con voz ronca.
—¿Dónde has estado estos últimos quince días, Fucsia?
—Oh, aquí y allá, padre —contestó ella mirándose los zapatos.
Sacudió la larga cabellera negra, que le ondeó sobre la espalda como una bandera de pirata. Estaba allí de pie en la postura más inconcebiblemente torpe que pueda concebirse. Tan desprovista de femineidad, que ningún hombre hubiera podido imaginarlo.
—¿Aquí y allá? —repitió su padre con voz cansada—. ¿Qué significa «aquí y allá»? ¿Dónde te has estado escondiendo, muchacha?
—La biblioteca y la armería, y paseando mucho por ahí —contestó lady Fucsia entornando los ojos taciturnos—. Acabo de oír rumores absurdos sobre madre. Dicen que tengo un hermano. ¡Imbéciles, más que imbéciles! Los odio. No puede ser cierto, ¿no? ¿Verdad que no?
—Un hermanito —irrumpió el doctor Prunescualo—. Sí, ja, ja, ja, ja, ja, ja, una diminuta, infinitesimal y microscópica adición a la famosa dinastía se encuentra en estos momentos detrás de la puerta de este dormitorio. ¡Ja, ja, ja, ja, ja, ji, ji, ji! ¡Sí, sí! Es cierto. Ja, ja. Absolutamente cierto.
—¡No! —gritó Fucsia con tal pasión que el doctor empezó a toser nerviosamente y su señoría dio un paso adelante, con las cejas fruncidas y una amarga arruga en la comisura de la boca.
—¡No es verdad! —chilló Fucsia, apartándose de ellos y enroscándose un gran mechón de cabellos negros alrededor de la muñeca—. ¡No lo creo! ¡Dejadme marchar! ¡Dejadme marchar!
Puesto que nadie la tocaba, era un grito innecesario, y dando media vuelta, echó a correr con extraños saltos a lo largo del pasillo. Antes de que se perdiera de vista, Pirañavelo oyó que gritaba en la lejanía:
—¡Oh, cómo los odio! ¡Los odio! ¡Los odio! ¡Cómo odio a la gente! ¡Cómo odio a la gente!
Durante todo este rato, el señor Excorio había estado asomado a una estrecha ventana de la sala octogonal, cavilando sobre la manera más adecuada de dar a entender a lord Sepulcravo que él, Excorio, criado de la casa durante más de cuarenta años, desaprobaba que lo hubieran arrinconado literalmente en el momento en que había nacido un heredero, momento en el que él, Excorio, hubiera podido ser un colaborador inapreciable. El señor Excorio estaba bastante dolido por todo este asunto, y quería asegurarse de que lord Groan lo supiera, pero al mismo tiempo era difícil encontrar un modo discreto de transmitir esta pena a un hombre que era casi tan taciturno como él. El señor Excorio se mordió amargamente las uñas. Había permanecido junto a la ventana más tiempo del que había previsto, y al volverse, con los hombros encogidos en una actitud típica de él, descubrió al joven Pirañavelo, cuya presencia había olvidado. Se acercó al muchacho a grandes zancadas y sujetándolo por el faldón, lo empujó de espaldas al centro del cuarto. El cuadro se deslizó de nuevo sobre la mirilla.
—¡Ahora lárgate! —dijo—. Ya has visto su puerta, pinche de Vulturno.
Pirañavelo, que había estado perdido en el mundo del otro lado del panel, pareció aturdido, y tardó unos instantes en reaccionar.
—¿Largarme? ¿Volver con el odioso chef? —exclamó por fin—. ¡Oh, no! ¡No podría!
—Demasiado ocupado para tenerte aquí —dijo Excorio—. Demasiado ocupado, no puedo esperar.
—Es feo —dijo Pirañavelo ferozmente.
—¿Quién? —dijo Excorio—. Deja de parlotear y lárgate.
—Es tan feo. Lord Groan lo ha dicho. El doctor lo ha dicho. ¡Ugh! Es horroroso.
—¿Quién es horroroso, galopín de cocina? —preguntó Excorio proyectando grotescamente la cabeza hacia adelante.
—¿Quién? Pues el niño. El recién nacido. Los dos lo han dicho. Es terriblemente feo.
—¿Qué es esto? —gritó Excorio—. ¿Qué son estas mentiras? ¿A quién has oído? ¿A quién has estado escuchando? ¡Te arrancaré las orejas, pequeño don nadie! ¿A dónde has ido? ¡Ven aquí!
Pirañavelo, que había decidido escaparse de la Gran Cocina, estaba ahora dispuesto a encontrar una ocupación en estos aposentos, donde podría enterarse de los asuntos de los que estaban por encima de él.
—Si vuelvo con Vulturno, le contaré a él y a los demás lo que el señor ha dicho y entonces…
—¡Ven aquí! —dijo Excorio entre dientes—. Ven aquí o te moleré a palos. ¿Conque has estado fisgoneando, eh? Ya te enseñaré yo.
Excorio empujó a Pirañavelo hacia la salida con grandes pasos y a medio camino de un estrecho pasillo, se detuvo delante de una puerta. La abrió con una de las muchas llaves que llevaba y arrojando adentro a Pirañavelo, volvió a cerrar con llave.