«No hay que revolver en el pasado», me había dicho Langlais según nos separábamos, pero en aquella mañana de invierno me quedaba por delante una buena caminata para regresar a mi casa, en la otra punta de París. ¿Había sido realmente una casualidad estar en la plaza de Italie después de más de veinte años y que hubiera salido del cajero automático la cartulina: «Saldo disponible insuficiente. Disculpe las molestias»? ¿Qué molestia? Yo era feliz aquella mañana, e ingrávido. Los bolsillos vacíos. Y esa larga caminata, con un paso regular, haciendo paradas en los bancos… Sentía no llevar la libreta negra. Tenía en ella un repertorio de los bancos de París en diferentes trayectos: de norte a sur, de oeste a este, esos bancos que siempre señalaban una etapa donde uno podía descansar un rato y soñar. Ya no me percataba demasiado bien de la diferencia entre el pasado y el presente. Había llegado a Les Gobelins. Llevaba toda la juventud —e incluso la infancia— andando, y siempre por las mismas calles, de forma tal que el tiempo se había vuelto transparente.
Crucé por el Jardín Botánico y me senté en un banco del paseo central. Pocos transeúntes, porque hacía frío. Pero seguía haciendo sol, y el azul del cielo me confirmaba que el tiempo se había detenido. Bastaba con quedarse allí hasta que cayera la noche y escudriñar el cielo para descubrir en él unas cuantas estrellas a las que daría nombres sin saber de verdad si eran los suyos. Y me volvían a la memoria pasajes enteros de mi libro de cabecera de por entonces, en la calle de L’Aude: La eternidad por los astros. Esa lectura me ayudaba a esperar a Dannie. Hacía tanto frío en aquella época como en este banco del Jardín Botánico, y la calle de L’Aude estaba nevada. Pero, pese al frío, fui pasando las hojas de la carpeta de plástico amarillo. Había también una carta, firmada por Langlais y en la que no me había fijado cuando abrí a medias hacía un rato esta carpeta amarilla y él me dijo: «Vale más que lea usted todo eso con la cabeza descansada». Una carta escrita deprisa y corriendo —era casi ilegible— en su casa, antes de bajar para darme el expediente.
Mi querido amigo:
Me jubilé hace diez años, así que estuve aún trabajando mucho tiempo en los servicios del muelle de Gesvres y del muelle de Les Orfèvres mientras usted escribía sus libros, que he leído con muchísima atención.
Por supuesto que me acordaba de su paso por mi despacho del muelle de Gesvres para un interrogatorio siendo usted muy joven. Tengo buena memoria para las caras. Me gastaban bromas a menudo diciéndome que podía reconocer a una persona de espaldas después de diez años aunque no hubiera coincidido con ella más que una vez.
Cuando dejé definitivamente el servicio me permití llevarme de los archivos de lo que había sido la brigada antivicio unos cuantos recuerdos de mi trabajo y, entre ellos, este expediente incompleto que tenía que ver con usted y que siempre quise darle a conocer. Ha llegado ese día gracias a nuestro encuentro de hoy.
Cuente con mi discreción. Por lo demás, me parece que escribió usted en alguna parte que vivimos a merced de ciertos silencios.
Su buen amigo,
LANGLAIS
P. S. Para que se quede tranquilo del todo: la investigación algunas de cuyas piezas tiene usted delante quedó ya definitivamente abandonada.
Según iba hojeando el expediente, me iba encontrando fichas de identidad, informes, actas de interrogatorios. Me saltaban a la vista algunos nombres: «Aghamouri, Ghali, pabellón de Marruecos, Ciudad Universitaria, nacido el 6 de junio de 1938 en Fez. Supuestamente “estudiante”, miembro de los servicios de seguridad marroquíes. Embajada de Marruecos… Georges B., conocido por “Rochard”, pelo castaño, estatura media, nariz recta, prominente. Se ruega entrar en contacto con mi Dirección, TURBIGO 92.00 para información complementaria… Comparece el llamado Duwelz, nombre y apodo: Pierre. El inculpado lee, se ratifica y firma… Chastagnier, Paul, Emmanuel. Estatura 1,80 m. Usa el coche Lancia matrícula 1934 GD 75… Marciano, Gérard. Señas personales: cicatriz de 2 cm, externa, ceja izquierda…». Yo iba pasando las páginas muy deprisa, evitando pararme en alguna y temiendo en todas descubrir un detalle nuevo o una ficha referida a Dannie. «Dominique Roger, conocida por “Dannie”. Con el nombre de Mireille Sampierry (calle de Blanche, 23), alias Michèle Aghamouri, alias Jeannine de Chillaud… Según los informes de Davin, vive al parecer en el Unic Hôtel con el nombre de Jeannine de Chillaud, nacida en Casablanca el… Recibía la correspondencia en lista de correos como demuestra la tarjeta de abono adjunta expedida por la estafeta 84 de París».
Y en la parte de abajo de las páginas, unidas por un clip:
«Dos proyectiles alcanzaron a la víctima. Uno de los dos proyectiles lo dispararon a quemarropa… Han aparecido los dos casquillos que corresponden a las dos balas disparadas. El portero del 46 bis del muelle de Henri-IV…».
Una noche nos habíamos bajado de un tren Dannie y yo, en la estación de Lyon. Creo que volvíamos de esa casa de campo que se llamaba La Barberie. No llevábamos equipaje. El vestíbulo estaba lleno de gente, era verano y, si no recuerdo mal, el primer día de las vacaciones. Al salir de la estación, no cogimos el metro. Esa noche Dannie no quería ir al Unic Hôtel y decidimos ir andando a mi casa, en la calle de L’Aude. Cuando íbamos a cruzar el Sena, me dijo:
—¿No te importa que demos un rodeo?
Me llevó por los muelles en dirección a la isla de Saint-Louis. París estaba desierto, como lo está tantas veces en las noches de verano, y contrastaba con el gentío de la estación de Lyon. Muy poca circulación. Una sensación de ingravidez y de vacancia. Escribí esta palabra con letra grande, en la libreta negra, con una fecha: 1 de julio, la fecha de esa noche. Y añadí incluso la definición de vacancia tal y como la había leído en un diccionario: «Se dice de lo que está vacante, disponible».
Íbamos por el muelle de Henri-IV, que nombran precisamente en la parte de abajo de esa página del expediente de Langlais, una página donde se especifica con toda claridad que «hubo un muerto». Dannie se paró delante de uno de los últimos edificios, el 46 bis, el mismo que figura en esa página, lo comprobé el día en que me encontré con Langlais, pasados veinte años. Ese día me bastó con cruzar el puente desde el Jardín Botánico.
Se dirigió hacia la puerta cochera y titubeó un momento:
—¿Me harías un favor?
Hablaba con voz poco firme, como si estuviera en una zona peligrosa donde podían sorprenderla.
—Llamas a la puerta del bajo izquierda y preguntas por la señora Dorme.
Miraba las ventanas de la planta baja, que tenían cerradas las contraventanas metálicas. Por las rendijas pasaba una luz débil.
—¿Ves luz? —me dijo en voz baja.
—Sí.
—Si hablas con la señora Dorme le preguntas cuándo puede llamarla por teléfono Dannie.
Parecía tensa y, a lo mejor, se arrepentía de aquella iniciativa. Creo que estaba a punto de sujetarme para que no fuera.
—Te espero en el puente. Vale más que no me quede delante de la casa.
Y me indicaba el puente que cruza por la punta de la isla de Saint-Louis.
Entré y me paré a la izquierda, delante de una puerta maciza de madera clara, de dos hojas. Llamé. Nadie venía a abrirme. No oía ningún ruido detrás de la puerta. Sin embargo, habíamos visto luz por las rendijas de las contraventanas. Saltó el automático de la luz de la escalera. Volví a llamar en la oscuridad. Nadie. Allí estaba yo, esperando en la oscuridad. Tenía la vana esperanza de que alguien acabara por abrirme, de que se quebrara el silencio y volviera a haber luz. En un momento dado, golpeé la puerta con los dos puños, pero la madera era tan gruesa que no sonaba ningún ruido. ¿De verdad golpeé la puerta aquella noche? He soñado tantas veces con esta escena, tiempo después, que el sueño se confunde con la vida. La noche pasada, estaba en una oscuridad total, sin ningún punto de referencia, y golpeaba con ambos puños una puerta como si me hubieran encerrado. Me asfixiaba. Me desperté sobresaltado. Sí, otra vez el mismo sueño. Intenté recordar si había llamado así aquella noche de hacía tanto tiempo. Fuere como fuere, el caso es que llamé varias veces, en la oscuridad, y me sorprendió el sonido cristalino, de cascabel, de ese timbre. Nadie. El silencio.
Salí a tientas del edificio. Dannie paseaba arriba y abajo por el puente. Me cogió el brazo y me lo apretó. Mi regreso era un alivio para ella y me pregunté si habría corrido peligro. Le dije que nadie me había abierto la puerta.
—No habría debido mandarte que fueras —me dijo—. Pero hay momentos en que creo que las cosas siguen siendo como antes…
—¿Antes de qué?
Se encogió de hombros.
Volvimos a cruzar el puente y fuimos por el muelle de La Tournelle. Dannie no decía nada y no era buen momento para hacerle preguntas. Aquí todo estaba en calma y resultaba tranquilizador; las fachadas antiguas de las casas, los árboles, los faroles encendidos, las calles estrechas que desembocaban en el muelle y me recordaban a Restif de la Bretonne. Muchas páginas de la libreta negra estaban llenas de notas que se referían a él. Ni siquiera me apetecía hacerle preguntas a Dannie. Me notaba ingrávido, despreocupado, feliz de ir andando esa noche con ella por el muelle y de repetirme el nombre de consonancias dulces y misteriosas de Restif de la Bretonne.
—Jean… Querría preguntarte una cosa…
Íbamos bordeando esa zona, en un entrante del muelle, en cuyo centro hay mesas y maceteros con plantas que delimitan la terraza de un café. Aquella noche les habían puesto sombrillas a las mesas. Una noche de verano en un puertecito del sur. Murmullos de conversaciones.
—Jean… ¿Qué dirías si hubiera hecho algo grave?
Reconozco que esa pregunta no me alarmó. Quizá por el tono indiferente que había empleado ella, como si citase la letra de una canción, o un poema. Y porque ese: «Jean… ¿Qué dirías…» era precisamente un verso que me había vuelto a la memoria: «… Dime, Blaise, ¿estamos muy lejos de Montmartre?».
—¿Qué dirías si hubiera matado a alguien?
Pensé que estaba bromeando o que me hacía esa pregunta porque solía leer novelas policíacas. Por cierto, era lo único que leía. A lo mejor en una de esas novelas una mujer le hacía esa misma pregunta a su novio.
—¿Qué diría? Nada.
Hoy en día le habría contestado lo mismo. ¿Tenemos derecho a juzgar a los que queremos? Si los queremos, será por algo y ese algo nos prohíbe que los juzguemos. ¿O no?
—Bueno… Si no lo hubiese matado de verdad… Si hubiera sido un accidente…
—Me tranquilizas.
Pareció decepcionarla esa respuesta que he tardado tantos años en darme cuenta de que era seca y con un sentido del humor pobre e involuntario.
—Sí… un accidente…, el disparo salió él solo…
—Hay a menudo balas perdidas —le dije.
Había pensado en el acto en disparos de revólver. Y no me había equivocado, ya que me dijo:
—Tienes razón…, balas perdidas…
Me eché a reír. Me miró con reproche. Luego me apretó el brazo.
—No hablemos más de cosas tristes… Anoche tuve un mal sueño…, soñé que estaba en una casa y le disparaba a un individuo para defenderme…, un individuo horrible con párpados gruesos…
—¿Párpados gruesos?
—Sí…
Debía de andar aún algo metida en ese sueño. Pero no me preocupaba. Yo había pasado a menudo por esa misma experiencia: algunos sueños —o más bien algunas pesadillas— que se han tenido la noche anterior, se llevan luego a rastras todo el día. Se mezclan con nuestros gestos más cotidianos y, por mucho que estemos con amigos, al sol, en la terraza de un café, nos persiguen a retazos y se adhieren a nuestra vida real, como una especie de eco o de interferencia de la que no conseguimos librarnos. Una confusión así se debe a veces a la falta de sueño. Tenía ganas de decírselo para tranquilizarla. Habíamos llegado a la altura de Saint-Julien-le-Pauvre. Delante de la librería americana habían colocado los bancos y las sillas como en una terraza y unas diez personas estaban sentadas, oyendo una música de jazz que salía de la librería.
—Deberíamos sentarnos con ellos —le dije—. Se te olvidaría el mal sueño…
—¿Tú crees?
Pero seguimos andando, no sé ya por dónde. Recuerdo avenidas silenciosas donde las hojas de los plátanos formaban una bóveda, unas cuantas ventanas encendidas en las fachadas de las casas y el león de Belfort que montaba guardia, mirando fijamente hacia el sur. Dannie había salido del mal sueño. Nos sentamos en los peldaños de las escaleras empinadas que llevan a la calle de L’Aude. Yo oía que chorreaba agua por alguna parte. Dannie arrimó su cara a la mía.
—No hagas caso de lo que te dije hace un rato… No ha cambiado nada… Está todo exactamente igual que antes…
Esa noche de verano, ese chorrear de cascada o de fuente, esas escaleras empinadas excavadas en la pared alta y desde donde teníamos a nuestros pies las hojas de los árboles… Todo estaba en calma y yo estaba seguro de que ante nosotros se abrían líneas de fuga hacia el porvenir.
No se vuelve a menudo a los barrios del sur. Son una zona que ha terminado por convertirse en un paisaje interior, imaginario, hasta tal punto que sorprende que nombres como Tombe-Issoire, Glacière, Montsouris, el castillo de la Reine Blanche estén de verdad, escritos con toda claridad, en los planos de París. Nunca he vuelto a la calle de L’Aude, Salvo en sueños. Ahora vuelvo a verla en diferentes estaciones. Desde la ventana de mi antigua habitación está nevada, pero si se llega por la avenida, por las escaleras empinadas, siempre es verano.
En cambio he pasado a menudo en coche por el muelle de Henri-IV para ir a la estación de Lyon. Y noto siempre una punzada en el corazón y una especie de inquietud. Una noche en que había cogido un taxi al salir de la estación, le dije al taxista que se parase delante del 46 bis, con el pretexto de que estaba esperando a alguien. Clavé la mirada en la puerta cochera. La había abierto más o menos a esa misma hora, en un mes de julio. Y esta noche también era julio. Intentaba contar los años. Al cabo de un rato, el taxista me dijo:
—¿Está seguro de que va a venir esa persona?
Le pedí que me esperase un momento y me bajé del taxi. Al llegar delante de la puerta cochera, me llamó la atención, a la derecha, el teclado para el código del portero automático. En aquellos tiempos no existía. Pulsé con el índice, al azar, cuatro números y la letra D. La puerta siguió cerrada. Me volví a subir al taxi.
—Se le ha olvidado el código, ¿eh? —me dijo el taxista—. ¿Seguimos esperando a la persona esa?
—No.
A veces, en los sueños, sé el código y no necesito empujar la puerta cochera. En cuanto pulso con el índice la letra D la puerta se abre automáticamente y se vuelve a cerrar cuando entro. La luz del día, que viene de una cristalera del fondo, ilumina el pasillo ancho de la entrada. Me veo delante de la otra puerta, la del piso de la planta baja, esa puerta de madera maciza y clara que debería haberme abierto una tal señora Dorme aquella noche de julio en que estaba con Dannie. Espero un momento antes de llamar. En la puerta hay manchas de sol. Me siento ingrávido, sí, liberado de un remordimiento, de a saber qué culpabilidad. Todo será como antes o, más bien, nunca hubo ni antes ni después en nuestras vidas, ni ese «algo grave», esa fractura, ese inconveniente, ese pecado original —intento en vano dar con palabras acertadas—, ese peso que llevábamos a rastras aunque fuésemos jóvenes y despreocupados. Voy a llamar y el sonido será tan cristalino como la primera noche. Se abrirán las dos hojas de la puerta con el mismo movimiento pausado que la puerta cochera y una mujer rubia de unos cincuenta años, de rasgos regulares y vestida con elegancia, me dirá: «Dannie lo está esperando en el salón».
¿Esa mujer es la señora Dorme? Me despierto siempre al llegar a esta pregunta, pero nunca hay respuesta. En el expediente de Langlais la nombran y dan de ella varias informaciones sin importancia. No hay ninguna foto suya…: «… conocida por señora Dorme, socia al principio de Paul Milani en el “4” de la calle de Douai… Directora del Buffet 48… y de L’Étoile-Iéna… Compró, al parecer, varios caballos de carreras hace quince años… Es posible que se fuera a Suiza en fecha sin determinar…». Una mujer sin rostro, como ese muerto que metieron en un coche aparcado delante del edificio. Era alrededor de la una de la madrugada, según la declaración del portero del 46 bis. Les abrió él personalmente la puerta cochera para que entrasen. Eran cuatro. Él, el portero, no sabía que el hombre estaba muerto; uno de los que lo sujetaban le dijo sencillamente que el individuo aquel se había puesto malo y que lo llevaban al hospital Lariboisière. ¿Por qué al Lariboisière? Estaba lejos, en la otra punta de París. La verdad es que, por las informaciones que había reunido Langlais, llevaron al muerto «a su domicilio» para que pudiera morirse allí oficialmente en su propia cama sin que llegara a saberse nunca que había ocurrido en un bajo del 46 bis del muelle de Henri-IV. Ya venía notando el portero desde hacía unos meses, a partir de las nueve de la tarde y durante la noche, muchas idas y venidas. Se oía a menudo música, pero aquella noche, por lo que dijo, no había ruido en el piso. Tú debías de estar con ese a quien llaman «el muerto» sin decir nunca cómo se llamaba. Y, sin embargo, en la parte de abajo de una página se intuye que ese nombre se escribió a máquina y que luego lo borraron. Apenas si pueden verse dos letras: una S y una V. Así que tú estabas aquella noche en el piso con el desconocido, con otras personas —una reunión «bastante restringida», dice el informe— y la tal señora Dorme. El portero oyó dos disparos inmediatamente antes de las doce de la noche. Al cabo de unos diez minutos vio salir del piso a dos hombres y a dos mujeres; luego a «una joven» a quien describe con bastante precisión, porque llevaba varios meses yendo a menudo al piso, había hablado con ella varias veces y ella recogía con regularidad correspondencia que iba a nombre de «Mireille Sampierry». Eras tú. Los otros cuatro llegaron una hora después, más o menos, para llevarse a aquel hombre sin nombre y sin cara en el coche aparcado delante del edificio. Una de las personas que asistieron a aquella velada —un tal Jean Terrail— declaró que eras tú quien había disparado, pero que el arma era del desconocido y que este te había amenazado «de forma brutal y obscena». Seguramente estaba bebido. Ya no existe para poder confirmarlo. Es como si no hubiera existido nunca. Se supone que conseguiste arrebatarle el arma, que disparaste, o que «los disparos salieron solos» porque tú hiciste un ademán demasiado brusco. ¿Dos balas perdidas? Encontraron los casquillos en un dormitorio del piso durante la investigación. Pero ¿quién les abrió la puerta? ¿La señora Dorme? No hay gran cosa acerca de ti en ese expediente. No naciste en Casablanca, como me dijiste una noche cuando hablábamos de Aghamouri y de algunos parroquianos del Unic Hôtel que tenían «estrechas relaciones» con Marruecos. Naciste sin ir más lejos en París durante la guerra, dos años antes que yo. De padre desconocido y de Andrée Lydia Roger, en el número 7 de la calle Narcisse-Diaz, en el distrito XVI. Clínica Mirabeau. Pero, poco tiempo después de la guerra, consta que tu madre, Andrée Lydia Roger, vive en el número 16 de la calle de Vitrube, en el distrito XX. ¿Por qué esa especificación y por qué ese paso brusco del distrito XVI al barrio de Charonne? A lo mejor sólo tú podrías habérmelo dicho. No se menciona a tu hermano Pierre, de quien me hablabas a menudo. Saben que viviste en la calle de Blanche con el nombre de Mireille Sampierry, pero no dicen por qué usabas ese nombre. Ninguna alusión a tu habitación en la Ciudad Universitaria ni al pabellón de los Estados Unidos. Ni a la avenida de Victor-Hugo. Y, sin embargo, yo te acompañaba a menudo y te esperaba detrás del edificio con dos salidas. Y tú volvías siempre con un fajo de billetes de banco y yo me preguntaba quién te los había dado, pero de eso no se enteraron. Tampoco hay nada acerca del pisito de la avenida de Félix-Faure ni de La Barberie, la casa de campo de Feuilleuse. Saben que te fuiste a una habitación del Unic Hôtel, por un informe de «Davin», pero no parecía que les corriera prisa interrogarte, pues en caso contrario habría bastado con esperarte en el vestíbulo o, sencillamente, con un telefonazo de «Davin» que los avisase de que estabas en el hotel. Debieron de dar de lado enseguida la investigación y, en cualquier caso, cuando me citó Langlais tú ya habías «desaparecido». Lo pone en una ficha. Habías desaparecido como la señora Dorme, cuyo rastro no encontraron en Suiza, en el supuesto de que lo buscasen en serio.
No sé si llevaron de mala manera esta investigación o si los informes que tienen guardados en sus archivos acerca de miles y miles de personas son así de incompletos, pero confieso que me han decepcionado. Yo creía hasta ahora que escudriñaban el corazón y los pensamientos más íntimos, que en sus ficheros estaban los mínimos detalles de nuestras vidas, todos nuestros humildes secretos, y que estábamos a merced de sus silencios. Pero ¿qué saben verdaderamente de nosotros dos y de ti, aparte de esas balas perdidas y de ese muerto fantasmal? En el interrogatorio que me hicieron firmar debajo del epígrafe «me ratifico y firmo» no les digo casi nada de ti. Ni de mí. Les digo que nos conocimos hace muy poco por mediación de un estudiante marroquí de la Ciudad Universitaria y que tú también querías matricularte en la facultad de Censier. Y que nos estuvimos viendo apenas tres meses en el Barrio Latino y en el de Montparnasse, entre los estudiantes aplicados y los pintores viejos de pelo rizado y chaquetas de terciopelo que andaban habitualmente por esas zonas. Íbamos al cine. Y a las librerías. Especifiqué incluso que dábamos largos paseos por París y por el bosque de Boulogne. Según iba respondiendo a las preguntas en ese despacho del muelle de Gesvres, oía el repiqueteo de la máquina de escribir. Langlais escribía personalmente, con dos dedos. Sí, íbamos también a los cafés del bulevar de Saint-Michel, y como teníamos poco dinero, a veces comíamos en el restaurante de la Ciudad Universitaria. Y puesto que Langlais había preguntado: «¿Qué diversiones tenían?», para, según me dijo, «acotar mejor nuestras personalidades», acabé por darle más detalles: solíamos ir a la cinemateca de la calle de Ulm y estábamos a punto de darnos de alta en las Juventudes Musicales de Francia. Cuando me hizo preguntas acerca de Aghamouri y del Unic Hôtel, noté que estaba en terreno resbaladizo. Habíamos conocido a Aghamouri en la cafetería de la Ciudad Universitaria. Yo, la verdad, lo tenía por un simple estudiante. Además había ido varias veces a buscarlo a Censier después de las clases. No, ni se me habría ocurrido que pudiera pertenecer a los «servicios especiales marroquíes». Y, bien pensado, no era cosa nuestra. ¿Y el Unic Hôtel? No, no, no era Aghamouri quien nos había llevado allí. Yo había oído decir que en el Unic Hôtel te alquilaban habitaciones aunque fueras menor y a mí me faltaba un año para la mayoría de edad. Por eso cogíamos allí una habitación de vez en cuando mi amiga y yo. Me fijé en que Langlais no escribía esa respuesta a máquina y que, en apariencia, todas mis mentiras le daban igual.
−Así que, si lo he entendido bien, ¿Ghali Aghamouri nunca les presentó a su amiga y a usted a los denominados Duwelz, Marciano, Chastagnier y Georges B. conocido por Rochard?
—No —le dije.
Mientras pulsaba las teclas con los dedos índices iba diciendo la frase en mi lugar: «El denominado Ghali Aghamouri no me presentó nunca a los denominados Duwelz, Marciano, Chastagnier y Rochard. Mi amiga y yo sólo nos cruzábamos con ellos en el vestíbulo del hotel». Luego me sonrió y se encogió de hombros. A lo mejor opinaba lo mismo que yo: en el fondo todos estos detalles tan pobres no iban con nosotros. Pronto no tendrían ya ningún peso en nuestras vidas. Se quedó pensativo un buen rato, con los brazos cruzados, detrás de la máquina de escribir, con la cabeza agachada, y pensé que se había olvidado de mí. Y, con voz suave, sin mirarme, dijo: «¿Sabe que su amiga estuvo hace dos años en la cárcel de la Petite-Roquette?». Noté una punzada en el corazón. «No es que fuera nada muy grave… Estuvo ocho meses…», y me alargó una ficha que me esforcé por leer muy deprisa porque él la sujetaba entre el pulgar y el índice y temía que la apartase de pronto de mi vista. Las líneas y las palabras me bailaban delante de los ojos: «… hurtos en varias tiendas de lujo…, detenida en la avenida de Victor-Hugo cuando se llevaba un bolso de cocodrilo… “Entraba en una tienda sin llevar bolso. Y una vez dentro escogía uno y me iba con él… y lo mismo con los abrigos”».
No me dejó tiempo suficiente para leerlo todo y puso la ficha encima del escritorio. Parecía molesto por haberme enseñado aquel documento… «No era tan grave», repitió, «chiquillerías…, cleptomanía… ¿Sabe lo que dicen de la cleptomanía?». Yo estaba asombrado de que aquel interrogatorio se convirtiera de pronto en una conversación ordinaria, casi amistosa, entre nosotros. «Falta de cariño… Robas lo que los demás no te han dado nunca. ¿Le faltaba cariño?». Me clavaba los ojos azules y saltones y yo tenía la sensación de que intentaba leerme los pensamientos y que lo conseguía.
—Desde luego ahora está metida en algo mucho más serio… Ocurrió hace tres meses…, inmediatamente antes de que usted la conociera… Murió un hombre.
Creo que me puse muy pálido porque los ojos azules que se clavaban en mí expresaban ahora cierta intranquilidad. Parecía estar acechándome.
—Claro que puede considerarse un accidente…, dos balas perdidas…
Con gesto de cansancio metió una hoja en blanco en la máquina de escribir y me preguntó:
—¿Su amiga nunca le contó confidencialmente nada referido a una velada del mes de septiembre pasado en una vivienda del 46 bis del muelle de Henri-IV de París?
Contesté negativamente y volví a oír el repiqueteo de la máquina. Luego, otra pregunta:
—¿Le explicó su amiga por qué cambiaba continuamente de nombre?
No estaba al tanto de ese detalle, pero, si lo hubiera estado, no me habría extrañado gran cosa. Yo también había cambiado de nombre de pila y falsificado la fecha de nacimiento para echarme años y ser mayor de edad. En cualquier caso, sólo la conocía por «Dannie». Mientras Langlais tecleaba mi respuesta, le deletreé el nombre al acordarme de la falta de ortografía que había hecho yo en nuestro primer encuentro.
—¿Le ha dado señales de vida desde que desapareció o tiene usted idea de dónde puede estar?
Esa pregunta me puso tan triste que me quedé callado. Contestó él en mi lugar, pulsando, según lo decía, las teclas de la máquina con los dos dedos índices: «Mi amiga no ha dado señales de vida desde que desapareció y supongo que se ha marchado al extranjero».
Se interrumpió:
—¿Nunca le habló de una tal señora Dorme?
—No.
Se quedó pensando un momento y continuó, en voz alta, mientras seguía pulsando las teclas de la máquina de escribir con los dos dedos índices: «… que se ha marchado al extranjero, en compañía seguramente de la denominada Hélène Méreux, conocida por señora Dorme».
Suspiró, como si acabase de quitarse de encima una pejiguera. Me alargó la hoja:
—Firme ahí.
Yo también notaba alivio por haber acabado.
—Es una investigación rutinaria que tenemos pendiente desde hace meses —me dijo, con cara de querer tranquilizarme—. Seguramente echarán tierra al asunto… El muerto murió supuestamente de muerte natural en su domicilio. Espero que a usted no le traiga consecuencias. Pero nunca se sabe…
Yo estaba buscando algunas palabras amables antes de despedirme.
—¿Escribe las declaraciones a máquina? —le pregunté—. Me parece que antes se escribía todo a mano.
—Tiene razón. Y la mayoría de los inspectores de entonces tenían una letra estupenda. Y redactaban los informes en un francés excelente.
Me fue guiando por el pasillo y bajamos la escalera juntos. Antes de separarnos, en el vano de la puerta que daba al muelle, me dijo:
—También usted, me ha parecido entender, ha empezado a escribir. ¿A mano?
—Sí. A mano.
Han derribado la Petite-Roquette. En el lugar en que estaba hay ahora una glorieta. Cuando tenía unos veinte años, iba a menudo a ver a un tal Adolfo Kaminsky, un fotógrafo que vivía en uno de los edificios grandes que bordeaban la calle, enfrente de la cárcel. Desde sus ventanas se veía, más abajo, el edificio en forma de hexágono, con sus seis torres. Era la época en que te habían encerrado en ese sitio, pero yo no lo sabía. La otra noche estaba esperando ante el portal de la cárcel, enfrente de casa de Kaminsky, y me dejaron entrar. Me llevaron al locutorio. Me dijeron que me sentara ante una separación de cristal, y tú estabas sentada del otro lado. Te hablaba y parecía que me entendías; pero por mucho que movías los labios y pegabas la frente al cristal, no oía tu voz. Te hacía preguntas: «¿Quién era la señora Dorme? ¿Y el muerto fantasmal del muelle de Henri-IV? ¿Y la persona a quien ibas a visitar a menudo al edificio con dos salidas mientras yo me quedaba esperándote?». Por el movimiento de los labios, veía que intentabas contestarme, pero el cristal que nos separaba ahogaba tu voz. Un silencio de acuario.
Me acuerdo de que paseábamos a menudo por el bosque de Boulogne. A media tarde, los días en que tenía que esperarla en la parte trasera del edificio con dos salidas de la avenida de Victor-Hugo. Nunca sabré por qué Dannie salía por allí y no por la puerta principal, como si temiera cruzarse con alguien a esas horas. Íbamos por la avenida hasta La Muette. Según andábamos por el camino de los lagos, yo sentía que me quitaba un peso de encima. Ella también, porque me decía que estaría bien que viviéramos en una habitación de esos bloques de edificios a orillas del bosque. Una zona neutral, aislada de todo, entre escasos vecinos cuya lengua ni siquiera entenderíamos, de forma tal que no tendríamos necesidad de hablar con ellos ni de contestar a sus preguntas. Ya no tendríamos que darle a nadie cuentas de nada. Acabaríamos por olvidar los agujeros negros de París: el Unic Hôtel, la Petite-Roquette, el piso bajo del muelle con su muerto, todos esos sitios malos que nos daban a los dos esa forma de andar errática.
Mediada una tarde de octubre, era ya de noche y flotaba a nuestro alrededor un aroma a hojas secas, a tierra mojada y a cuadra; íbamos andando, orillando el Jardín de Aclimatación, y habíamos llegado al estanque de Saint-James. Nos sentamos en un banco. Yo estaba preocupado por el manuscrito que me había dejado olvidado en la casa de campo. Dannie me había dicho que no podíamos volver. Sería peligroso para nosotros. No me había especificado realmente la naturaleza de ese peligro. Se había quedado con las llaves de la casa de campo, como también con la llave del piso de la avenida de Félix-Faure, pero debería haberlas devuelto hacía mucho. Yo sospechaba incluso que había hecho copias sin que lo supieran los dueños. Seguramente tenía miedo de que nos sorprendieran en la casa, como si fuéramos unos ladrones.
—No le des tantas vueltas, Jean. Acabaremos recuperando tu manuscrito.
Y añadió que me tomaba las cosas demasiado a pecho. Bastaba con revolver en los puestos de los libreros de lance y elegir una de esas novelas antiguas cuyos escasos lectores habían muerto hacía mucho y cuya existencia no sospechaban los vivos. Y copiarla. A mano. Y decir que era el autor.
—¿Qué te parece mi idea, Jean?
Yo no sabía qué contestarle. Me acordaba de la primera frase de mi manuscrito: «No me queda más remedio que volver a una época de mi juventud en que me llamaban el falso caballero de Warwick…». Me dije que echando mano de la libreta negra podía volver a escribir y corregir esas páginas perdidas. En el fondo, Dannie tenía razón. Me daría casi la impresión de que las estaba copiando. A mano. Es lo que estoy haciendo ahora.
Dannie se había arrimado a mí y repitió en voz baja:
—No le des tantas vueltas, Jean…
Poco tiempo después, una mañana, me encontré un sobre que habían metido por debajo de la puerta de mi habitación:
Jean:
Me voy, y esta vez es probable que no volvamos a vernos hasta dentro de mucho. No te digo adónde voy porque no lo sé ni yo. No me encontrarás en ese sitio al que me voy. Estaré muy lejos y, en cualquier caso, no estaré en París. Si me voy es porque no quería meterte en líos.
P. S. Te dije una mentirijilla que me pesa en la conciencia. No tengo veintiún años, como te dije. Tengo veinticuatro. Ya ves, dentro de poco seré vieja.
Había copiado esa carta de una novela antigua que habíamos comprado una tarde en los muelles. Todavía la oigo decirme: «No le des tantas vueltas, Jean…». El bosque de Boulogne, los paseos vacíos, la mole oscura de los edificios, una ventana encendida que nos da la impresión de que nos hemos olvidado de apagar la luz, o de que alguien nos está esperando aún… Tienes que estar escondida en esos barrios. ¿Con qué nombre? Acabaré por dar con la calle. Pero, a diario, el tiempo apremia y, a diario, me digo que otra vez será.